El mapa de la vida (47 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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En el coche, una vez más; pero al final, todos sus viajes por Madrid acababan en un carrusel en el que daban vueltas y más vueltas, hasta que oscurecía. Eran peces que nadaban. Ciudad-río.

—¡Desenvuélvelo! —le pidió Ada al poco rato, mientras volvía a poner en marcha el coche—. Desenvuelve el cuadro.

Le quitó la cuerda que rodeaba los cartones con que lo habían envuelto y lo sacó de una funda de burbujas de aire. Por fin lo pudo ver de cerca. Era un pequeño bastidor de unos treinta centímetros por veinte, muy saturado de óleo rojo oscuro y azul. Los rasgos del anciano y del fondo (una aldea tal vez africana, un lago y una canoa) estaban en azul y negro, con manchas blancas y amarillas, casi perfilados a buril sobre el óleo. Del hombre se veía medio torso, muy delgado, hasta huesudo, y unos rasgos apenas inducidos que podían pasar también por asiáticos. Conservaba un lejano parecido con el viejo chino que caía por dentro, semejanza que crecía a medida que se fijaban más en él.

—¿También tú lo has visto? —preguntó Ada.

—¿El qué?

—El parecido.

Era prácticamente el mismo rostro de aquel anciano, aunque el artista había querido simbolizar a un viejo africano en el lago Victoria. Sin embargo, a Elstir le había salido otro rostro, o al menos, quizá, su pintura tenía la virtud añadida, que no sospechaba ni él mismo, de adaptarse a lo que el espectador quería contemplar. Por eso, aunque fuese obvio que el pintor no lo podía conocer, aquel esbozado anciano era sin duda alguna el vivo retrato del esposo o padre de la joven china.

—¡Ha cambiado de cara, mira! Desde que lo envolvieron hasta ahora, en el coche, el cuadro ha cambiado —dijo Ada, tan maravillada como Gabriel por aquel fenómeno, ya que también a él le había dado la impresión de que los rasgos del anciano se habían manifestado aún más en ese breve lapso.

Cambiaba el cuadro a la vez que la ciudad cambiaba, pensó, como cambiaban ellos, como crece un niño o como envejece un adulto, sólo que a mil por hora. ¿Era eso posible? Ahí había sucedido una increíble transformación, pero quizá sólo la imaginaban a causa de todo lo que les había sucedido en los últimos meses. Visionarios de espejismos a la carta.

(La ciudad siempre ha sido para Gabriel de otra manera, distinta de la real, nunca ha logrado verla tal cual es. Cambia incesantemente y por eso Madrid nunca es la misma Madrid, salvo en la metamorfosis. Y también podría decirse que una metamorfosis vertiginosa era el estado común que, en ese momento de la historia, les unía a Sayyid, a Ada y a él. Unidos por el salto-hacia-donde-sea.)

Pero aunque no salían de su asombro al ver el cuadro, Gabriel prefirió pensar en otra cosa. Cambió de tema.

—¿Ha sido caro?

—No lo sé —contestó Ada—. Lo he puesto a nombre de Santiago. Cuando iban a decirme el precio en la galería, les rogué que no me lo dijeran. No creo que allí sepan aún nada del divorcio. De todos modos, por esto no se va a arruinar, supongo.

De pronto Ada tuvo una idea; parpadeó varias veces seguidas y dio un volantazo para cambiar de dirección.

—He pensado algo —dijo—. Dejemos para otra ocasión la pizza. Se me ha ido el hambre.

Se metieron por la calle Sevilla para cruzar Gran Vía hacia Chueca. Aceleró.

—¿Adónde vas tan rápido?

—Ya te lo he dicho. Pensé algo.

—¿Y qué has pensado?

—Vamos a regalarlo. Vamos a regalar el cuadro. Se me ocurre un sitio.

Gabriel reconoció el lugar enseguida. Se trataba justamente de la calle de la tienda china donde estuvieron tiempo atrás. El negocio seguía cerrado, con la verja bajada y las persianas del escaparate corridas. Llamaron porque oyeron voces siseantes; nadie abrió, y las voces se callaron, pero por las rendijas irregulares de las persianas se veía que dentro había luz. Llamaron de nuevo, mas al igual que sucediera la vez pasada, sólo había silencio e inmovilidad al otro lado. La tienda tenía ahora aspecto de abandono.

Ada hizo lo que había pensado por su cuenta: dejó el cuadro desembalado y apoyado de pie entre los huecos de la verja. A continuación, cruzaron hasta la acera de enfrente, para ver qué ocurría. No estaba muy segura de que cualquier transeúnte no lo robara al mínimo descuido. Era una tentación. Gabriel se preguntó por qué ella hizo eso, pero no se lo impidió, al contrario, parecía que tuviera para él un sentido oculto aquella ofrenda. Sin pretenderlo, inauguraba así un rito de reconocimiento para quien supiera quién era aquel anciano y fuera capaz de interpretar como ellos el cuadro de ese tal Elstir. Sin embargo, no sucedió nada.

Dejaron el cuadro allí, sin esperanzas, y se dispusieron a regresar hasta el coche, cuando oyeron a su espalda un ruido agudo e irritante. Era el chirrido de la verja metálica al desplazarse hacia arriba. La habían entreabierto un poco, lo justo para que cupiera una mano pequeña que tiró del cuadro hacia dentro. Luego la verja volvió a bajarse. Pensaron que tal vez la joven estuviera en la tienda con sus hijos; tal vez el anciano los acompañase pese a su desvalimiento.

Volvieron rápidamente a la tienda y aporrearon sobre la verja con determinación. Era obvio que dentro se ocultaba alguien. Tenían que abrir, era absurdo, ya les habían visto. Aun así, no obtuvieron ninguna señal, ningún indicio de personas. Al cabo de un rato, la verja volvió a chirriar y a alzarse, esta vez del todo; por ella salió la joven china mirando a un lado y a otro.

—¡Son ellos! —exclamó Ada.

La mujer los reconoció con extrañeza y temor.

—¡Hola! —dijo él—. ¿Nos recuerda?

—Sí, me acuerdo de ustedes —respondió la joven, aturdida—. Ustedes compraron cosas. Los conozco. Son clientes. Me acuerdo de sus caras.

—Pero sólo compramos una vez. No volvimos nunca.

—Sí, compraron una botella de agua, galletas y leche. No entiendo por qué nos volvemos a encontrar. ¿Es que viven por aquí?

—No, no vivimos por esta zona.

—Pero ¿por qué venir otra vez a la tienda? —preguntó ella, muy asombrada.

—Queríamos saber si estaban bien —dijo Ada—. ¿Está ya bien su marido?

—Sí, ya está bien.

—Me refiero a sus desmayos. La otra vez no lo parecía.

—Tomó la medicina hoy.

—La última vez su marido parecía tener mucha prisa.

—Es mejor no pasar —dijo ella—. Mi marido tiene miedo y yo tengo miedo por él y por los hijos.

Cuando dijo eso, Gabriel vio en el interior al anciano chino. Sus ojos estaban cerrados y respiraba muy débilmente. Era llamativo su afilado rostro conejil. Los ojos negros de la joven expresaban zozobra, como si no supiera qué iba a ser de ellos en el futuro. El extremo de la mano derecha del anciano permanecía envuelto en gasas blancas con manchas pardas de sangre seca. Dirigió hacia ahí la mirada.

—¿Qué le ha pasado en su mano?

—Un asunto privado. Problemas con un asunto de dinero de mi marido.

—¿Qué clase de problemas?

—Hay que pagar y devolver dinero. Ahora perdone, pero mi marido va a llegar tarde. No es honorable llegar tarde.

—¿Adónde va a llegar tarde?

—Mi marido tiene que pagar hoy una deuda. Pidió dinero a otros chinos.

—¿Para qué lo pidió?

—Para una cosa poco honorable de la novia del hijo mayor de mi marido. Embarazada.

—¿Un aborto?

—Embarazada.

—¿Quiere decir que se lo pidió a la mafia china?

—A otros amigos chinos, sí, eso hizo mi marido.

—¿Y lo de la mano?

—Vinieron a por dinero. No pagó. Un aviso con cuchillo, primera advertencia. Yo le curé la herida de la mano. Ahora mi marido está bien.

Su rostro se iluminó.

—No conozco mafia china, de verdad, señor. No nosotros. No diga eso, por favor. ¿Usted policía?

—No, no soy policía, no es eso. Tranquila, no diremos nada. ¿Qué van a hacer con los niños?

—Ahora están con amigos. Buenos amigos. Van a ir viaje camino a Sichuan, con hijo mayor de mi marido.

—¿Se han llevado a los niños?

—Sí.

—¿La mafia china se los ha llevado?

—Le digo que no conozco mafia china, señor. Se han ido con amigos. Largo viaje.

—¿Y el negocio?

La tienda estaba cerrada temporalmente. Venía del interior cierto olor a descomposición. También provinieron voces que enseguida se callaron.

—Muy caro negocio. Pero ahora lo tienen amigos otra vez.

¿Serían ellos los de las voces?, se preguntó Gabriel.

—¿Los mismos amigos que le hicieron la herida a su marido?

—Sí, los mismos, aunque no todos. Buenos amigos. Amigos agradecen el cuadro.

—¿Por qué? Se lo dejamos aquí porque se parece a la cara de su marido —dijo Ada—, no como pago de ninguna deuda.

—¿No pueden hacer nada? —preguntó Gabriel.

—No, no podemos. Mejor no provocar otro daño. Por un tiempo solamente. Esperamos para regresar a Sichuan dentro de un mes o dos. Aún no hay dinero. Pero el cuadro ayuda a pagar.

—¿Y su marido sigue cayendo por dentro?

—Nunca deja de caer. Yo lo sujeto pero él cae. A veces no tenemos medicina.

—¿Entonces está enfermo?

—No, no enfermo. Duerme, eso hace. Está cansado. Pero ahora ya tengo que irme, señor.

Entró en la tienda y de nuevo la verja se cerró.

Ada y Gabriel permanecieron allí todavía un buen rato. Nada sucedió entretanto, y las luces siguieron encendidas. Luego se fueron, pero la tienda del viejo chino no volverá a abrirse jamás.

Cuando iban de regreso a casa en el Fiat, Ada dijo:

—Nunca supimos sus nombres. Nunca supimos cómo se llamaban. Eso me da pena.

GABRIEL. Anónimos son también los nuevos conquistadores, piensa Gabriel, cuando persiste en su memoria la casa del Metro. Como una gestación biológica, corporal, en él se abre paso la idea pujante de que esa gente que vio allí, escondida, a punto de salir al aire enrarecido de la supervivencia, tiene, más que otra en el mundo, hazañas tras de sí. Y otras hazañas por delante, inciertas y arriesgadas. Vienen a conquistar, su presente no tiene un pasado que defender, por eso todo lo que consigan en adelante será a vida o muerte. Él, en cambio, no tiene hazañas, no tiene más que la vida tal cual es, muy limitada y muy mimética, años delante de un ordenador, delante de unos planos de atracciones que suben la adrenalina. Todos los ciudadanos como él se parecen unos a otros, todos actúan igual, todos compran lo mismo, y se duelen de lo mismo. Pero las personas que vio en la casa abandonada del Metro no son como él.

¿Qué pasa con los emigrantes? ¿Cuántos son? ¿Adónde van? Son preguntas que no puede evitar hacerse. ¿Qué pasa con esa gente que va por el planeta de un sitio a otro como si hicieran un viaje de peregrinación sin meta o a visitar a un familiar ficticio? Viajan con lo que quieren ser algún día, eso lo tienen claro. «Algún día» es una expresión que lleva aparejada otra: «pequeñas propiedades», y si tiene algún significado relevante, concierne sólo a esas personas que emigran o que huyen. No hay que descartar la huida, no es nada ilegítimo, todo el mundo tiene derecho a huir. Pero la verdad es que se presagia un choque brutal, lo sabe bien Gabriel, y lo teme.

Al verlos, se siente ya parte integrante del pasado del país, se siente historia. Es como les sucede a esos blancos en un país de negros, en el siglo XIX, que se han extinguido; o como les sucede a los antiguos habitantes de alguna comarca o región de la Tierra, también extinguidos. Él se siente extinguido, o casi. «Los antiguos habitantes de Europa eran blancos», pondrá en los libros de texto o se mostrará en una exposición antropológica, o arqueológica, de dentro de cien años o así. Pero ¿blancos blancos? Y tal vez, presiente, haya una foto suya colgada en esa exposición con un rótulo que diga: «Antiguo habitante de Madrid,
circa
2005, especie ya extinguida.» Lo piensa, es posible.

En ese día, en esa casa, entendió de repente que lo de su pierna no es lo trágico. Lo trágico es esperar allí, en aquella casa ruinosa, una especie de vida suspendida, o de muerte suspendida. Lo trágico son
ellos
. Y son también los trenes de marzo, pero, bien mirado, en esos trenes la mayoría eran
ellos
. Lo trágico no es saltar por los aires. Por encima de todo, lo trágico es que, para los que mueren y para los que viven, las cosas se interrumpan antes de tiempo, esa cantidad de cosas que quedan sin cumplir y sin cerrar. Lo trágico, sigue pensando él, es lo que queda abierto tras una explosión. Él sabe lo que es.

CENTRO DE DETENCIÓN DE BAHÍA GUANTÁNAMO. El hombre de naranja pasa bastante tiempo semiinconsciente. Piensa en seguir hasta la muerte con el ayuno, pero no se producirá porque la nasogastria hace bien su trabajo. Se ha detenido la pérdida de peso.

Las primeras veces, cuando llegó a la Bahía, contó (hasta perder la cuenta) cincuenta y dos palizas en tres meses. Con palos de goma. Un día a la semana, que la custodia llamaba «el día de fiesta», lo dejaban colgado por los brazos y lo golpeaban con los puños como un saco de boxeador.

«Si es un tío sano, aguanta. De lo contrario, revienta.»

Ésta es la ley.

Le gustaba el boxeo. Regaló a Sayyid, a quien no conocía, aquellas entradas del partido Egipto-Camerún porque prefirió ir a ver un combate de boxeo con su hermano. Ahora, en la Bahía, él era el espectáculo. Pero no era justo, no tenía guantes, sólo era una cosa a la que golpeaban.

Luego pasó una semana entera, o no sabe durante cuánto tiempo, metido en el agua fría de una bañera rectangular con forma de ataúd o abrevadero. En el extremo de los pies había una tabla tambaleante con un aparato de radio enchufado que emitía música de rock sin parar. Parecía estar a punto de volcarse hacia el interior de la bañera.

«¡Menuda catástrofe, si esta chusma se cuece ahí!»

El cabo de la custodia que se burló con esas palabras se rió a carcajadas.

En el Campo Cinco-Aislamiento no hay nada con lo que ahorcarse. Ha mirado y explorado todas las posibilidades hasta la saciedad. Únicamente, si deshace (desenhebra, mejor dicho) el prieto cable rígido de la tupida alambrada, puede sacar algo parecido a una soga. Difícil, casi imposible; se destrozaría los dedos, no tendría dónde guardarla, la descubrirían.

Otra opción: la septicemia. Provocarse una infección local que con el tiempo —tiene mucho tiempo— acabará siendo una infección generalizada. ¿Por dónde empezar?

Hacerse una herida y no dejar que se cierre. Abrírsela cada día. Que la herida crezca. Llenársela de todo tipo de mierda que pueda acopiar. Mejor si puede ocultarla a los ojos de la custodia. Que devenga en herida purulenta. Que el pus entre en la sangre. Hacerse una herida en una vena. Ha de improvisar.

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