El mapa de la vida (51 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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Caminaba a su lado mientras subían la corta cuesta hasta la puerta principal. Llevaba la pequeña maleta roja con que Ada se presentó en su apartamento hacía poco más de un año. La miró de perfil; estaba hermosa, como siempre, porque Ada tenía la belleza de mujer, exacta y sensual, que durante toda su vida él había buscado. Llevaba puesto algo de maquillaje y se había pintado los labios; lo hacía por un reducto de coquetería inquebrantable. Le dijo, cuando se vio observada, que Mata Hari pidió carmín de labios ante el pelotón de fusilamiento.

En el mostrador del vestíbulo hubo que hacer algo de papeleo administrativo y rellenar formularios sobre el seguro. Una mujer con las uñas pintadas de color verde, sin apartar sus ojos del ordenador, revisó minuciosamente las radiografías, el escáner, informes y hojas de registro que estaban en el dossier de Ada. Después de comprobar que todo estaba en orden, le asignó una habitación. Fue la 506. Le dio también algunas indicaciones sobre la hora en que estaba programada la intervención quirúrgica y sobre lo que tenía que hacer previamente.

—Pero todo eso se lo va a detallar la enfermera que luego pasará por la habitación a prepararla. —Hizo hincapié en esto la mujer de las uñas verdes.

En la sala de espera del vestíbulo había cierta tensión melancólica en algunos rostros expectantes que contrastaba con la continua actividad de las enfermeras o de los visitantes apresurados. Los camilleros hablaban en voz alta y los médicos se mezclaban con los pacientes a la hora de ir de un lado a otro, abriendo y cerrando puertas como si fueran vidas, buscando su razón de ser en aquel cosmos de miles de gestos similares.

Subieron en el ascensor hasta la segunda planta con una auxiliar que llevaba en la mano dos bolsas de suero; también venían una pareja de ancianas, una de ellas con los ojos enrojecidos, y dos mujeres, madre e hija tal vez, de las que la más joven ocultaba bajo el pañuelo una reciente calvicie por la quimioterapia. Todos se miraban amablemente en silencio como si reconocieran que estaban allí llamados por el destino para una especie de sorteo, como en un concurso de la televisión. Nadie se libra de ese horror instintivo que causa imaginar la enfermedad del otro.

Una vez en la habitación 506, Ada colocó la maleta sobre una butaca y la abrió, pero no extrajo nada; a continuación se sentó en la cama y esperó a la enfermera. Hacía frío en aquella habitación. Gabriel permanecía de pie frente a ella, sujetándole la mano. Como antes en el ascensor, se miraban con una sonrisa sin hablarse. Estaban demasiado impacientes y nerviosos para hacerlo. Todo se lo habían dicho ya en la cama, esa mañana.

Ada desvió la mirada hacia el exterior; la habitación tenía un balcón muy amplio, desde cuyo ventanal se veían, en primer término, los jardines y los edificios de nueva construcción de la alta burguesía de Mirasierra, y en el horizonte, de fondo, las Torres de Madrid elevándose sobre los suburbios de casas muy antiguas y bajas. En algunas partes comenzaba a salir el sol entre las nubes y la contaminación. Un buen augurio.

—Promete ser una preciosa mañana de otoño —dijo—. Me gustaría ahora estar en el campo, muy lejos. O conocer ese parque al que vas, el parque del pianista.

Llegó la enfermera. Llevaba una ligera bata verde colgada del brazo. No parecía de esas que se despellejaban las cutículas sin pensar en nada. Actuaba presurosa y mecánicamente: le tomó a Ada la temperatura y el pulso, encendió la luz del cabecero, giró el termostato de la calefacción, accionó un mando eléctrico para comprobar que la cama estaba totalmente plana, hizo una demostración de cómo funcionaba ese mando, miró hacia la maleta y dijo que podían poner la ropa en el armario; por último, pero dirigiéndose sólo a él, añadió que en el baño había toallas. Le entregó la bata verde a Ada y le pidió que se la pusiese a las once y media en punto. «Ya sabes, desnuda.» Luego tenía que meterse en la cama y esperar todo lo tranquila que pudiera. En torno a esa hora pasarán a recogerla el anestesista con un auxiliar. Antes de salir del cuarto, echó un vistazo al estadillo que llevaba sujeto a una tablita con una pinza:

—¿Ada Zubiri, verdad? A las doce es la operación. No habrás comido nada, espero. Bueno, si necesitas algo, pulsa el diez —dijo e indicó con un movimiento de cabeza el teléfono blanco que había en la mesilla—. Firma aquí.

Cuando la enfermera salió, Ada hizo paso a paso todo lo que ella le había dicho que hiciera. Finalmente se metió en la cama sin soltar la mano de Gabriel.

A la hora anunciada llegaron los dos hombres. Saludaron amablemente, como si fuesen a iniciar una ceremonia. El anestesista se interesó por el comportamiento que Ada había tenido en otras operaciones, si había habido desmayos y cuánto tardaba en recuperarse.

—Lo que puedo decirle es que después me siento muy aturdida durante un par de días. Una vez, es cierto, me desvanecí al poco de despertar de la anestesia. Pero eso fue cuando la primera herida, la mayor.

—Bueno, me parece normal, eso no es nada serio —dijo el anestesista encogiéndose de hombros—. ¿Le han hecho el electro?

—No, esta vez no. No se me había ocurrido. Hace tiempo que no me los hacen. ¿Es necesario?

—Sólo aconsejable. Pero no pasa nada. Se puede operar sin él. El doctor Collar lo sabe perfectamente. Si no lo ha pedido, tendrá sus razones.

—Qué curioso que lo diga. Mi ex marido es cardiólogo.

El anestesista sólo dibujó en su boca una media sonrisa, porque ya el auxiliar movía la cama hasta ponerla orientada hacia la puerta y la empujaba un poco para sacarla del cuarto camino del quirófano. Todo estaba siendo muy rápido.

En ese momento Ada apretó más fuertemente la mano de Gabriel.

—¿Estarás esta noche en mis sueños? —dijo de pronto.

Él se sorprendió y rió mientras se inclinaba a besarla.

—¡Claro! Como cada noche.

—A mí también me gustaba esa canción.

Se perdió por el pasillo hasta una puerta donde un letrero indicaba «Cirugía. No pasar. Sólo personal autorizado». Él no lo era. Se quedó en el umbral de la habitación 506 hasta que, poco antes de traspasar aquella puerta misteriosa, desde la cama se alzó el brazo de Ada.

—¡Te quiero! —exclamó Gabriel al verlo.

Todos los que estaban en el pasillo de aquella planta se giraron hacia él. No oyó si hubo respuesta de Ada. Se metió dentro de la habitación y cerró. Estuvo sentado al borde de la cama unos minutos, luego salió al balcón para que lo despejara el aire de la mañana. Se había levantado viento. Respiró profundamente. Captó su atención delante de él un enorme caracol que se desplazaba por la barandilla. Lo cogió por el caparazón con sumo cuidado y lo posó sobre una rama que llegaba hasta la altura del balcón, pero el caracol no se sujetó bien y cayó al jardín que había debajo; se perdió de su vista entre la vegetación.

A derecha e izquierda, en ese segundo piso, otras personas como él se asomaban también a los demás balcones; reconoció en el de al lado a una de las ancianas del ascensor, la de los ojos enrojecidos. Tenía el rostro amargo y desconfiado; lo saludó con un gesto indeciso de cabeza, como si desaprobase la acción con el caracol.

—Estaba perdido. No iba a ninguna parte aquí arriba —le dijo a la mujer, justificándose.

Ella no se inmutó y miró para otro lado; demostraba querer ignorarlo. Él hizo lo mismo. Pero la mujer se volvió otra vez hacia Gabriel.

—¿Puedo pedirle un favor?

—Por supuesto. Dígame qué es.

—No vuelva a hacerlo.

—¿El qué? ¿Lo del caracol?

—Sí, eso que ha hecho con el caracol. Ha sido negligente. Mi hermana está muy enferma, la están haciendo pruebas ahora, creo que es un tumor cerebral. Ella cultiva caracoles, los ama más que a nada en el mundo. Oh, no podría soportar ver lo que usted ha hecho. La sola idea de imaginárselo aplastado le repugnaría.

—Pero no creo que esté aplastado allá abajo. Más bien es su lugar natural. Y además, su hermana no lo ha visto ni lo verá.

—Seguro que tiene razón, pero a mi hermana no le habría gustado, joven. Es cuanto quería decirle. Buenos días.

—Lo siento, no lo vi como algo negligente, como usted dice. Actué de buena fe. Pero le agradezco lo de joven.

La mujer arqueó las cejas y volvió a mirar hacia el frente, como si esperase el paso de los caballos en una carrera. Ya no le dirigió más la palabra.

Tras permanecer veinte minutos inmóvil frente al paisaje de la ciudad, regresó a la habitación. No sabía cómo pasar el tiempo, pero no quería salir de allí. Echó de menos algo de música. ¿Cómo era aquella canción de Delerue? No conseguía acordarse. Repasó lo que había hecho con el caracol. Todo fue para salvarlo. Podría jurar que estaba vivo en el jardín. Era absurdo que ahora, con Ada en el quirófano, aquello ocupara su cabeza. Brrrr. El anestesista había dicho que la operación podía durar tres o cuatro horas. Tal vez debería aprovechar ese rato para comer algo ahora, pensó, pero no tenía nada de hambre debido a la ansiedad del momento. Las clínicas siempre le han quitado el apetito.

Collar dijo en una ocasión que nadie se muere en una operación de estética como ésa, y Gabriel se obligó a sí mismo a recordar esas palabras del médico cuando apareció en su pensamiento la alarmante sombra de que pudiera haber imprevistos.

Pero no hubo imprevistos en las tres horas y media de intervención, al menos los habituales de otros casos. Los doctores Collar y Aranda hicieron su trabajo con éxito.

Cuando terminó la operación, llevaron a Ada a la zona de Cuidados Intensivos para reanimarla; aún pasó mucho tiempo antes de que volvieran a traerla a la 506, donde Gabriel la esperaba. En la UCI, al despertar de la anestesia, había preguntado por él porque la extrañó no encontrarlo junto a la cama. Había sentido todo el tiempo su presencia y estaba convencida de que no se había movido de su lado. La enfermera no le contestó, lo atribuyó a la inestabilidad de la consciencia; se limitó a ponerle el gota a gota sin perder la seriedad. Pero los dos sabían, por los furiosos latidos de su corazón, que había sido así.

—Tócame —fue lo primero que murmuró nada más verlo.

MIRIAM. Las cosas que le adelantó el ángel se cumplieron más tarde una por una. Fue profetisa y maga; profetizó la llegada de la peste a la comarca de Samaria al encontrar un lagarto ciego en su cama, y anunció la muerte de sus hijos con unos cuantos años de antelación. Desde que lo presintió, ya no abandonó el negro como único color de su ropa. Tan sólo se lo quitaba un día al año, el día en que todo el mundo sabía que desaparecía en las montañas, el día de la llegada de aquel joven a quien nadie había visto jamás. Profetizó también la muerte de su segundo marido, Simón, el buen comerciante Simón, que le había dado cuatro hijos más en cinco años. Murió de una apoplejía en medio de la calle después de haber hecho un gran esfuerzo.

A Miriam la seguían otras mujeres que ensalzaban sus virtudes, memorizaban sus frases, las cambiaban, las recreaban y las exageraban; una frase trivial dicha por ella sin pensar se convertía en un mandato divino; imitaban sus gestos con las manos o con cualquier miembro de su cuerpo como si fuesen parte de un ritual; si caminaba la perseguían, si se sentaba, se sentaban junto a ella, si comía poco, todas sus seguidoras ayunaban; magnificaban sus hechos al relatarlos: así, la buena intención de una caricia suya sobre el pecho de un niño enfermo del vientre se transformaba, a los ojos de algunas de esas mujeres, en una curación milagrosa, que luego, relatada por otras mujeres que habían oído aquellas palabras y corrían la voz, pasaba a ser un hecho portentoso en el que sanaron todos los niños enfermos de una familia y hasta de una aldea, según las versiones, a cual más fantástica.

Algunos empezaron a escribir los relatos en los que Miriam se atribuía las historias que había oído al joven ángel, o al viejo Yosef, o a la familia del viejo Yosef durante los días que pasó en Bethlehem antes de ser abandonada, y que explicaban las cosas cotidianas de la conducta de la gente. Se las contaba a sus hijos como cuentos para entretenerlos mientras fueron niños. Le gustaba imaginar todo lo que los demás no habían hecho con ella, y sus narraciones se llenaban de maridos comprensivos, de padres que perdonaban y hermanos que se arrepentían de sus impuros deseos, de madres que veían resucitar a sus hijos y de alimentos que saciaban sin cesar a toda una muchedumbre. Los pastores eran fuertes, los
rebbí
hipócritas y los romanos amables. El Templo era un lugar de normas estrictas que no servían para nada. El espíritu daba la libertad. En todas las leyendas que inventaba Miriam había un ángel del Señor que obraba los prodigios. Por todo ello, con los años, aquella maga empezó a ser peligrosa para las autoridades.

Pero también, con su alma de niña juguetona que nunca abandonó, se inventó caprichosos preceptos sin sentido, como no cavar en el suelo con la mano izquierda, no derramar la leche en la entrada de la casa o no tocar los recipientes por las noches.

Sus hijos crecieron y, tal como había profetizado cuando aún eran unos niños, murieron sucesiva y trágicamente: dos fueron crucificados en Jerusalén por sediciosos, otro fue acuchillado por un romano en una riña, otro cayó en una emboscada entre bandos rivales, y el más pequeño, adolescente aún, murió ahogado en la confluencia del río Jordán cuando lo engañaron para que buscara en el fondo del Mar de Galilea un pez de oro.

Doblemente viuda y con todos sus hijos muertos, Miriam envejeció de golpe. El ángel no pudo evitarlo, ni debía hacerlo. Rompió con todo, detestó Nazareth y a sus habitantes, y emprendió entonces un largo viaje tras los estandartes de
SPQR
. La primera etapa la llevó a Jerusalén, para enfrentarse con los
rebbí
del Templo, quienes la acusaban de ser una falsa maga, pero nadie salió a recibirla, tal era su desprecio. Después, viajó por mar en una trirreme calabresa. Fue a Anatolia, a Tarsas, a Tiro, a la costa macedonia, a Taormina, a Capua, y por fin a Roma, donde vivió muchos años en soledad y casi en la indigencia desde que dejó el oficio de lavandera, el único que tuvo allí; acabó sus días en el abandono, pero no en la infelicidad. Estaba el ángel.

Murió en los brazos del joven, como él mismo le prometió. Una noche llegó él y yacieron juntos, al igual que cada año. Fue una noche en la que ella se sintió joven y niña como la primera vez. Él le dijo: «Cierra los ojos y los abrirás.» Ella le hizo caso. Durmieron en un campo de las afueras de Roma, y Miriam durmió mucho más profundamente de lo que lo había hecho nunca en toda su vida. En cada sueño parecía que entraba en otro sueño, y cada sueño era una puerta que abría otra puerta, y en todas las puertas el joven le hacía preguntas con frases a las que prestaba mucha atención y a todas las preguntas asentía con entusiasmo. Por la mañana no encontraron su cuerpo. Ninguno, de los pocos que la conocieron en Roma, reparó en su ausencia. Creerían que había partido.

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