El mapa de la vida (21 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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¿Y si sucediera eso? ¿Y si Gabriel se fuera? Ya me ha dado mucho hasta este momento.

Y ahora que han pasado varios meses con él, lo aplico a ese solo roce de sus dedos sobre mis cicatrices.

Duración. Me gusta la palabra. Pienso en otras parecidas: aguante, firmeza, infinitud. O ésta: permanencia.

Gabriel permanece, permanece, permanece. La hipnosis de sus dedos, que llega hasta mí. Se detiene como en la ceremonia de las pescaderías.

Ceremonia de las pescaderías

Nos gusta mirar los escaparates de las pescaderías en la calle, los cerrados y los abiertos, y también los puestos de los pescaderos que hay en el mercado. Son un hechizo para nosotros.

Me es imposible no mirar cada uno de los pescados que hay sobre esas camas de hielo y corcho blanco, con adornos de musgo artificial.

Pero no nos divierten, más bien al contrario, nos ponen tristes y serios. A otras personas les dan náuseas y vomitan. A nosotros no.

Nos gustan al principio, quizá por el frío a raudales que hay por todas partes, por la carne rosácea y blanca y por el hielo, pero al cabo de un rato nos deprimen, y nos encerramos en un largo mutismo de varias horas.

Le ocurría lo mismo al filósofo Spinoza, a quien leo y releo y releo otra vez más. De mayor, Baruch Spinoza se demoraba, como Gabriel en mis cicatrices, eligiendo el pescado que le ofrecían en la plaza de Paviljongracht, en La Haya del XVII. No era cuestión de dudas. Tardaba porque se lo tomaba muy en serio, y no solía atender a la gente cuando compraba pescado. Decía que los pescados le hablaban, le expresaban su tragedia, y él tenía que abstraerse mucho para llegar a escucharlos. No eran audibles sus palabras, incluso los pescados hablaban en un idioma que él, Baruch, no conocía, pero se sentía hipnotizado por sus ojos fijos, de cristal moteado, y, cuando se concentraba mucho, de pronto oía a la perfección todo lo que salía de la boca de una carpa o de un rodaballo, y lo entendía como si fuese su propio idioma. Y al escuchar a los pescados, en alguna ocasión Spinoza no pudo reprimir sus lágrimas.

Nos atraen las pescaderías porque los ángeles fuimos peces en otro momento de la historia. Los ángeles provenimos de los peces.

En las pescaderías Gabriel y yo también aplicamos la duración, pero de otro modo: en el pescado vemos que la existencia ha continuado a la inversa, vemos hacia atrás quiénes fuimos.

Por eso, cuando nos encontramos con una pescadería, pasamos por ella ritualmente, casi religiosamente, como en las ceremonias, y, con el corazón en un puño, nos embarga una necesidad de expiación.

Gabriel, por ejemplo, después de estar un rato mirando la cabeza de un rape y de contemplar su cuerpo frío y húmedo, siente su muerte y la de los demás peces allí expuestos y troceados. Ve un pez y siente su muerte en lo más profundo. Me dice: «No sé por qué siento esto, pero me duele.» Y yo le digo que a mí me sucede lo mismo.

Es en uno de esos momentos, a escasos metros del mostrador de una enorme pescadería que da a la calle, cuando le hablo de Santiago y le cuento mi violación.

«¿Qué sientes hacia él después de eso?», me pregunta.

«Pasó al olvido, tenía que ser así, y luego al fingimiento, me refugié en otras cosas, pero hubo una consecuencia definitiva: tras aquella horrible segunda vez, dejé de dormir con él.»

«¿Lo sabe alguien más?»

«No se lo he contado a nadie, ni siquiera a Bibi, y menos a cualquier amiga», le contesto.

Al poco le pregunto a Gabriel de nuevo: «¿Qué sientes tú, ahora que lo sabes?»

Gabriel omite responderme de inmediato. Después de mi pregunta, se aparta unos pasos, se acerca a un cubo de goma alto que hay en un extremo de la pescadería, donde están los restos del pescado, y extrae de él una cabeza de congrio recién cortada. La mira concienzudamente, como si nunca hubiese visto una cabeza de congrio recién cortada. La alza hasta su cara y la besa en la boca. Yo no sé cómo reaccionar. Me dice entonces: «Creo que siento una enorme tristeza. Y bastante rabia.»

(W). 1) A W, la empleada del servicio doméstico rumana de cuarenta años, le gustaba Guns N’Roses casi en secreto. Sus amigas rumanas y españolas, en cambio, preferían otra música pop, y por eso se sentía aislada y los escuchaba a solas, siempre que podía, camino del trabajo. Pero no fue exactamente lo último que oyó antes de morir. Tras la explosión, los auriculares del walkman se quedaron en el bolsillo del abrigo, junto con otras cosas. No había llegado a ponérselos todavía. Se entretenía mejor jugueteando con un pin entre sus dedos, una insignia con la bandera de su país. Amarillo, rojo, azul. Era como una oración que le recordaba de dónde venía y adónde habría de volver. Amaba Rumanía por encima de todo y pensaba en sus hermanas, las cuatro hermanas menores que estaban allí aguardando a que ella las llamara, una a una, metódicamente.

2) W limpiaba en varias casas. Y lo hacía con el mismo método y equilibrio con que lo acometía todo. Se había organizado para limpiar consecutivamente en esas casas cada jornada. Empezaba a las 8:30 en el segundo piso de un inmueble de la calle Viriato, y luego tenía quince minutos para llegar a la calle San Lucas, un tercero, donde empezaba a las 10:45, y, dos horas después, otros quince para ir hasta un ático de Columela, donde, además, cocinaba a las 13:00 horas para un matrimonio jubilado. Por las tardes, limpiaba en una sucursal bancaria de Velázquez (de 17:30 a 19:30). Sin embargo, la mañana de los atentados no acudió a ninguna de esas casas y en el banco quedó todo tal cual lo habían dejado al cerrar a mediodía. En Viriato, de cuya casa nunca llegó a saber a quién correspondía el nombre de la placa romboidal que había en la fachada («Luis Cernuda vivió aquí»), la echaron a faltar en el segundo izquierda a media mañana, pero aún no se imaginan ni saben qué le ha podido ocurrir, por eso, en vez de preocuparse por ella, la dueña de la casa se limita a maldecirla en voz alta y a reprocharle su haraganería y su falta de puntualidad, incluso ensaya la amenaza de no pagarle, de que devuelva las llaves y no venga más, que hará efectiva en cuanto entre por la puerta. Pero W no entrará. En las otras casas sucede lo mismo: un enfado, una recriminación, una bronca preparada, un amago de despido.

3) W era el centro de un sutil universo, de un equilibrio que nacía a las 8:30 cuando llegaba a la casa de la calle Viriato. Su ausencia supuso la ruptura de un orden: porque esa mañana, a las 12:45, entre San Lucas y Columela, de ser otra la realidad en ese momento, se debería haber cruzado con Gamal Ahmed Sayyid mientras éste, equivocado de zona, buscaba un piso para alquilar, y se habría enamorado de él como él de ella. Habrían sido felices unos años, si hubieran vivido juntos. El orden del mundo habría sido otro. Pero ya era imposible. No iba a pasar jamás. Porque no se vieron. La realidad no fue otra.

4) W, en cada una de las casas en las que limpiaba, había puesto una pequeña insignia con la bandera de su país en algún rincón oculto, muy disimuladas o totalmente ilocalizables, y nadie las había visto nunca ni había conseguido descubrirlas. En realidad eran pins bordados con los hilos de la bandera, del mismo tamaño que la chapita metálica entelada que llevaba en la solapa de su abrigo cuando murió e idénticos al que portaba entre los dedos, jugueteando mientras pensaba en sus cuatro hermanas. Amarillo, rojo, azul. Su hermana pequeña Dana le había enviado desde Bucarest una cajita con un centenar de esos pins dorados. Los solía dejar prendidos en los reversos de los bajos de las cortinas (en el tercero de San Lucas), en la parte de atrás del vuelo inferior de los sofás de tela, en la zona de los pies (en el ático de Columela), o en un repliegue del interior de la funda de la tabla de planchar (en el segundo de Viriato). En la sucursal bancaria de Velázquez fue bastante más difícil que en las casas: no había apenas lugares donde clavar los pins y había optado por pincharlos en las sacas amarillas del dinero y la correspondencia. Nunca los encontrarán, al menos durante muchos años. Y cuando lo hagan, no las relacionarán con W, de quien ya se habrán olvidado, como habían olvidado ya, estando aún con vida, de qué país procedía. No acertarán tampoco con el país de esas banderitas. ¿Colombia, Ecuador, Túnez? El ángel lo sabe. Casualmente, Sayyid se encontró un día, tirada en la calle, una cajita con aquellas insignias de banderas de Rumanía. No imaginó ni por un segundo que pertenecían a un amor que pudo haber tenido, probablemente el único amor de su vida. El ángel lo sabe. Amarillo, rojo, azul.

SEGUNDA PARTE

 

SAYYID

¿QUIÉN ERES TÚ?

ADA. El doctor Lauro Collar recibía a sus pacientes en la Clínica Ruber Internacional, en las afueras de la ciudad, un edificio que lindaba con la zona residencial de Mirasierra, construido sobre un leve promontorio; su aspecto se asemejaba más al de un hotel de playa, o al de un club social, que al de una clínica. Tiempo atrás, Collar había sido colega del doctor Aranda, el amigo de Ada. Fue el propio Aranda quien finalmente le había recomendado a Ada que visitase a ese médico, ya que, en su opinión, pasaba por ser el mejor cirujano plástico de Madrid. «Debes ir con él, debes ir con el número uno», le dijo Aranda, y lo organizó todo para que la atendiese en cuanto hubiera la más mínima oportunidad. Y la oportunidad había llegado a primeros de abril, exactamente el mes en que Ada le había dicho a Santiago que iría al médico. Las piezas del destino siempre encajan.

Aparcaron fuera del recinto de la clínica, detrás de una parada de taxis y frente a otra de autobuses, y subieron la cuesta empinada hasta llegar a la pequeña rotonda de la entrada principal.

—Quiero que sepas lo importante que es para mí que estés hoy aquí conmigo en este sitio —dijo Ada—. Muy importante. Me moriría de miedo si no hubieras venido.

—Nosotros ya no nos morimos de miedo, Ada. Recuerda todo por lo que hemos pasado —dijo él, sonriéndole—. Despídete del miedo para siempre.

—A veces yo todavía sí.

En el mostrador de recepción del edificio principal había bastante actividad. Una enfermera delgada atendía de pie, y a veces cruzaba algunas palabras con otra de color, más joven y gorda, sentada a su lado, que rellenaba fichas y expedientes. Les indicaron adónde debían ir. El doctor Collar tenía «provisionalmente» su despacho en el tercer piso, al final de un largo pasillo flanqueado por las habitaciones de la clínica. Subieron por las escaleras. Se cruzaron con personas que bajaban ocultando alguna lágrima, con otras con el rostro inmutable, con otras a quienes oyeron las palabras «biopsia» o «sutura». Recorrieron el largo pasillo. Ada se detuvo en la puerta y respiró hondo. Collar no estaba asistido por ninguna enfermera, por eso había salido él en persona a recibirles, cuando llamaron. Fue el mismo doctor quien le indicó a Ada que entrase. Él la siguió. Los acogió con una sonrisa tímida, poco evidente, y sólo miró a Ada. Se diría que a él lo ignoraba.

—Buenas tardes, doctor.

—Buenas tardes. ¿Cómo está? La señora Zubiri, ¿verdad?

—Sí.

—La esperaba. Veo que viene acompañada.

—¿Supone eso algún inconveniente? —preguntó Ada, perpleja.

—No, en absoluto, pero a este tipo de consultas tan personales suele acudir el paciente solo.

El doctor Lauro Collar era un hombre de unos cincuenta y cinco años, de tez muy roja con venillas en los pómulos y pelo corto poblado de numerosas canas; sus facciones lucían redondeadas y agradables, pero sus ojos eran oscuros y desconfiados y tenía una imperceptible cicatriz vertical en la frente que entraba por el cuero cabelludo, probablemente desde la infancia. Parecía un hombre inseguro e inexpresivo, algo insulso.

Su comentario incomodó a Gabriel, lo entendió como un aviso sobre su papel de convidado de piedra en aquella revisión «tan personal». Cada vez que se dirigía a él, bajaba la cabeza o miraba por encima de su pelo, a un lugar indefinido. Gabriel supuso que su actitud era debida a que Aranda conocía a Santiago, y que aquél le habría puesto a su colega al corriente de la situación matrimonial de Ada.

Les señaló dos sillas y el doctor volvió a sentarse al otro lado de la mesa. Desde que se sentaron, Collar abrió un ordenador portátil y empezó a teclear notas todo el rato mientras hablaba. Cuanto Ada decía lo escribía mirando la pantalla. En la mesa había dos o tres montones con dosieres de otros pacientes. También había un calendario de mazo de un laboratorio farmacéutico y una bandejita rebosante de rotuladores y bolígrafos. En una bandeja lateral, de rejilla, sobre unos papeles, había un fonendoscopio. Junto a él, una funda de gafas demasiado grande, un abrecartas y una bolsita de plástico con caramelos de eucalipto. La parte central de la mesa la ocupaba un amplio calendario desplegado con las celdillas de los días de un trimestre, muchos de ellos con tachaduras o anotaciones de diversos colores. No se leía bien su letra. A su espalda, a un lado de la ventana, varios diplomas colgaban de la pared.

Detrás de donde ellos estaban sentados había un biombo de tela blanca translúcida; al otro lado del biombo, se advertía tan sólo la esquina de una camilla de cuero verde. A Ada le sorprendió el reducido espacio de la consulta, casi una cripta. Como si le hubiera leído el pensamiento, el doctor Collar se justificó:

—La voy a atender aquí, pero éste es un sitio provisional. No es mi despacho. El mío está en obras temporalmente. Éste es el de un colega de trauma, pero me lo ha dejado por esta semana —dijo.

Luego le preguntó por Aranda, y tanto él como Ada hablaron un rato de su común amigo. Transcurrido este intervalo, Collar volvió a mirar la pantalla de su portátil; de nuevo su rostro se hizo inexpresivo y lánguido, como si fuese a iniciar un interrogatorio policial.

—¿Qué le dijeron?

—¿Cuándo?

—Cuando la operaron del pecho.

—En realidad no me dijeron nada.

—¿No le hablaron de tiempos, ni de incompatibilidades y demás cuidados?

—No. Pero tal vez lo hicieran y yo no presté atención. Creo que fue cosa de vida o muerte. Y eligieron la vida. No se lo reprocho, claro, y menos ahora. Pero seguro que está en el historial.

Le pasó al doctor un sobre blanco que extrajo del bolso.

—No lo he leído, la verdad —dijo Ada.

—Gracias. Ahora lo miro. Está bien. Dígame entonces si ha pasado por muchas curas y revisiones desde entonces.

—Sí, hubo muchas sesiones de cura, al principio. Las cicatrices no cerraban, por lo visto hubo algún problema de coagulación retardada o algo así. Me medicaron para ello. En el historial vendrá todo explicado. Pero acabaron a los pocos meses del suceso.

—¿Suceso?

—El atentado.

—¡Ah, claro! Perdone.

—Posteriormente he ido a La Paz para revisar la marcha de la recuperación.

—¿Y se encuentra recuperada?

—Pienso que nunca se recupera nadie de algo así, ¿no cree?

—Sin embargo, ha decidido restaurarse el pecho. Eso ya es una especie de recuperación.

—Tal vez. Pero si he decidido hacerlo es porque a veces me encuentro en el armario de mi ropa con un bikini verde que no he estrenado.

—Y querría hacerlo, ¿no?

—Sí, querría estrenar ese maldito bikini verde de una vez por todas —dijo Ada mirando a Gabriel.

—Comprendo. Pues lo hará, créame. Se lo aseguro —dijo el doctor—. Sin embargo, antes tenemos que tomar precauciones, y sobre todo tengo que explicarle cómo será el proceso. Puede preguntarme todo lo que necesite que le aclare, por favor. No se guarde ninguna duda o ningún temor.

—Muchas gracias.

El doctor Collar aprovechó ese momento para leer con detenimiento el historial que Ada le había pasado.

—Verá —dijo al cabo de un rato, aún con la mirada en los informes—, la restauración de un pecho que ha sido cortado por entero debido a desgarros múltiples no es tan sencilla como poner o quitar más o menos volumen a un busto, o hacerse una liposucción de cintura, ¿me entiende? Hay muchas más complicaciones a tener en cuenta.

—¿Complicaciones? ¿Qué clase de complicaciones?

—No sé si la palabra es «complicaciones» cuando debería haber dicho «aspectos» —matizó el doctor Collar, dejando a un lado su frialdad—. Sí, son aspectos a considerar. Y no todos los aspectos son complicados. La razón principal son las terminaciones nerviosas, los vasos sanguíneos, los ganglios, la regeneración del músculo y de la piel. A esto me refiero. Pero, tranquila, no es difícil. Lo que sí es, es largo. Cada fase en la que entremos, requiere lisa y llanamente tiempo. Por ejemplo, para poder empezar habrá que esperar a que todo esté correcto y en su sitio. ¿Cuándo fue el accidente?

—Querrá decir el atentado —dijo Ada.

—Sí, obviamente, perdone otra vez. El atentado, ¿cuándo fue?

—Veo que tiene mala memoria, doctor. No hace muchos días se cumplió un año.

—¡Claro, claro! ¡Es verdad, el once! ¡Qué estúpido! —se avergonzó el doctor—. Discúlpeme de nuevo. No estoy familiarizado con casos como el suyo.

—Lo comprendo —dijo Ada—. Él también estuvo allí —añadió señalando hacia Gabriel un poco después.

Collar se limitó a decir: «Lo siento», con la timidez del comienzo. Tal vez no le gustaba que hubiera otro hombre mientras hablaba con una mujer de cuestiones tan íntimas. Aunque ese hombre fuese la pareja de la paciente. Luego se dirigió otra vez a Ada.

—Pues verá: un año, en su circunstancia, tal vez sea insuficiente todavía para operar. Para saber si estamos en tiempo de hacer bien el trabajo, tendré antes que echarle un vistazo y comprobar ciertas cosas.

—Es natural.

—Por supuesto, habrá que hacer análisis y unas radiografías. Es básico comprobar la profundidad de la herida, la masa muscular perdida, etcétera. En fin, si le parece, pasamos ahí detrás y empezamos.

El doctor Collar indicó con la cabeza la zona del biombo.

—Quítese la ropa de cintura para arriba, por favor —dijo, mientras ambos se ponían de pie y daban unos pasos hacia esa parte de la habitación—. Gracias.

Ada se quitó la ropa. También se quitó el sujetador. Se llevó instintivamente la mano a su pecho izquierdo, para tapárselo. Debieron de recorrer la misma ruta mental, porque Gabriel trató de buscar sus ojos y ella los de él.

—Túmbese —dijo el doctor.

Le enseñó las cicatrices. Aquello eran las tinieblas para Ada. Collar se inclinó hacia las heridas y empezó a palpar las cicatrices y a mirarlas con atención.

—¿Le parecen repulsivas?

—No, no me parecen repulsivas. Nada de mi trabajo me lo parece —dijo el doctor.

—Obviamente, es médico. Perdone que le haya hecho una pregunta tan comprometedora, doctor. Cuando pienso en mi pecho, el pensamiento se me nubla –dijo Ada.

—¿A qué se refiere?

—Me refiero a una borrosa tiniebla blanca, como el vaporoso blanco del mar en una marejada. ¿Lo ha visto alguna vez?

—Alguna vez, sí.

—No consigo imaginarme a mí misma vista por otros, o vista como si ya fuera otra. Se pone delante algo borroso y blanco que me lo impide.

—Es normal no querer reconocer el estado actual del cuerpo —dijo el doctor Collar—. Le garantizo que le sucede a muchas de las mujeres que trato.

—Usted, por ejemplo, ahora está tocando el vacío. Ahí donde tiene la mano no hay nada, o mejor dicho ahí donde tiene la mano, la mano no se sostiene y cae hacia el fondo, donde están las costillas, o donde antes hubo un poco de músculo, pero si no estuvieran las costillas llegaría hasta el corazón, caso de que en la explosión no se hubiera desviado un centímetro o dos, y entonces su mano seguiría y seguiría hasta llegar a las vértebras, rozar las vértebras y pasar al otro lado, atravesarme con toda la suavidad y el tacto de un buen médico, pero atravesar el vacío que hay en mi pecho izquierdo.

—De acuerdo —reaccionó Collar dando una pequeña palmada en la camilla después de escuchar en silencio el discurso de Ada—, vamos a llenar el vacío, como usted lo llama. Podemos ponerle un pecho nuevo. Vístase y venga.

El doctor Collar salió de detrás del biombo. Vio su bastón, ya que se había levantado a curiosear en dos muebles de la pared contraria. Mientras se vestía Ada, habló con él.

—¿Lo suyo fue por el atentado?

—Sí —le dijo—. El fémur se afectó más de la cuenta.

—¿Se rompió?

—Se hizo migas. La cadera se resiente todavía. Y hay dentro un buen puñado de tornillos y placas.

—Me figuro que le dolerá bastante.

—Sí, de vez en cuando duele. Si hay humedad, es insoportable. Como un taladro en el nervio. Imagíneselo.

—No es fácil imaginarse un taladro en el nervio.

Ada apareció de nuevo. Se acercó a Gabriel y le dio un beso en la boca.

—Todo bien —le dijo.

—Veo que en La Paz han previsto revisiones anuales —comentó el doctor—. No creo que sean tan necesarias, pero no las cancele. Es por el músculo, para ver el grado de regeneración. Pero, a su edad, no se haga demasiadas ilusiones. No creo que se produzca más allá de una mera cicatrización. Vamos, que todo lo que pongamos ahí será artificial. ¿Le importa eso?

—No, no me importa. En realidad lo esperaba.

—Pero al hacer la reconstrucción de la mama, ganaremos tiempo, porque reconstruiremos y revisaremos a la vez. ¿No sé si me entiende?

—Supongo que sí.

—Ahora tengo que hacerle unas preguntas. Sabe que ésta es una clínica oncológica, ¿no?

—Sí. Pero Aranda me recomendó a usted como cirujano plástico.

—Lo sé, lo sé. Me lo contó todo. Lo hago porque me lo ha pedido y también por las circunstancias en que se produjo el... digamos, destrozo.

La palabra «destrozo» les resultó una insinuación de rudeza atemperada que no se correspondía con la brutalidad de los atentados. Sin embargo, al disiparse el humo, en las estaciones sólo había destrozos. Destrozos y más destrozos, y destrozos por todas partes, y destrozos en la vida y en el alma. Destrozos por doquier. Destrozos en la memoria del futuro, ya para siempre. Ésa era la verdad, así que el doctor Collar, involuntariamente, había acertado.

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