El mapa de la vida (20 page)

Read El mapa de la vida Online

Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
3.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

Con todo, prosiguió Ada, después de esas visiones sobre la verdadera historia de María, sucedió un episodio de la vida del Beato oscuramente documentado, pero dado por cierto: una mañana, probablemente después de las visiones sobre el amor de la adolescente Miriam, Fra Angélico salió de San Marcos y anduvo extraviado por Florencia durante varias semanas. Al echarlo en falta, los frailes partieron en su búsqueda y no lo encontraron por ningún sitio. Cuando Fra Angélico regresó, en el convento ya le habían dado por muerto; suponían incluso que había caído a las aguas del Arno y aguardaban ahora que el río lo devolviera en alguna de las presas de su cauce, bastante lejos de la ciudad. No supo explicar claramente su aventura perdido como vagabundo por Florencia, desharrapado y sucio, pero sus hermanos, al ver los dibujos que traía en una gran bolsa, comprobaron con espanto que eran bocetos de jóvenes doncellas, casi niñas muchas de ellas, unas vestidas y otras desnudas. Esta laguna en su vida pesó mucho en Roma, después de su muerte, y lo apartó del rango de la santidad, al que ya nunca accedería.

Gabriel se imaginó a Fra Angélico vagando por Florencia durante aquellas semanas, durmiendo en tabernas y atrios de iglesia, tal vez enajenado por no comprender el alcance de sus visiones, ni su naturaleza ni motivo, trasmutado de nuevo en Guidolino di Pietro, atraído por el ángel humano que lo llevaba a buscar muchachas florentinas de quince años como modelos para las vírgenes que pintaría después. Cuando recuperó la razón, al pintar sus
Anunciaciones
de Cortona, de Val d’Arno, de Fiesole o de Brescia, en esos casos dejó tan sólo, depositado en una fina línea invisible que une las miradas colgadas, aceradas, entre el ángel Gabriel y la joven María, el único rastro del amor que él pudo ver en los dos jóvenes, quizá gracias al Diablo o quizá a la locura, pero con la total evidencia de un testigo presencial.

Después de frotarse los ojos, Gabriel alzó de nuevo la vista hacia
La Anunciación
y no vio el cuadro. Se quedó en blanco, como si soñara despierto. Una vez más, fue quien en realidad era: Gabriel. Fra Angélico tuvo esa visión y él ahora, en ese momento en el museo, tenía otra visión en la que veía a Fra Angélico teniendo esa visión. Veía destellos y fulgores. Pensó en los inocentes rayos de los ángeles de Fra Angélico, los rayos de sus
Anunciaciones
. Tenía que entrar por esos rayos de luz intensa que lo cegaban para ver la realidad que alguien, bueno o malo, le entregaba, como si lo situara ante un hecho ineluctable. Pasaba por ellos como por telones y cortinas de luz. Y llegaba al otro lado. Fra Angélico vio allí, como Gabriel después, los amores de dos jóvenes en Galilea, siglos atrás. Vio el origen tal cual fue.

—La adversidad ocasiona visiones a los ángeles. Les hace ver cosas. Les revela la verdad. Eso creía Fra Angélico —concluyó Ada.

GABRIEL. Había entrado marzo, su mes más cruel. EL día del aniversario de los atentados se presentaba soleado, invitaba a estar en otra parte, pero no en Madrid. Habían pasado como un suspiro esos doce meses y se sentían atrapados en una red de sentimientos contradictorios.

La investigación policial sobre los trenes se presentaba confusa y politizada, pero eso a ellos ya les daba igual, no restituiría la parte de vida que se había perdido. Sin embargo, ¿cómo había llegado a pasar ese tiempo, cuándo había transcurrido todo un año desde aquello? ¿Acaso no había sucedido hacía sólo unas horas, de ayer mismo, como ellos sentían?

Las víctimas siempre desean que ocurra otra cosa, que el mundo gire al revés, porque no quieren que pase la única cosa que puede pasar, real y desabrida: el recuerdo. La televisión y los periódicos se encargan de decirles a las víctimas las consignas: «No olvides. Ésta es la verdad. La muerte se quedó. Y de eso hoy hace un año.»

Decidieron no pensar en ello, ni abrir ningún periódico, ni escuchar ninguna radio ni ver ninguna televisión. La memoria de ese día pasó sin que ellos lo supieran, no descolgaron el teléfono, apagaron los móviles, no salieron de casa. Si llamó alguien, no lo supieron. Sólo los hijos de Ada se pasaron por el apartamento, pero Ada no quiso verlos. Les dio una excusa que no les costó comprender.

Al día siguiente, optaron por ir unos días a un pueblo costero del Mediterráneo, por el Cabo de Gata, no importaba el nombre (pero tampoco él lo retuvo), el primero al que llegaran en línea recta hasta toparse con el borde entre la tierra y el mar. Algo dentro de ellos afirmaba que les gustaban los límites. Fueron hasta un límite con forma de playa. Habían viajado hasta allí huyendo de la realidad inevitable. O habían viajado para inventar una realidad en la que meterse. Claro que eso no parecía tan fácil.

A las tres de la mañana de uno de esos días, sentado en la cama, sin apenas sueño, Gabriel tenía la cara y el torso del color cambiante, ora azul, ora amarillo, de los letreros luminosos de la fachada del hotel donde se hospedaban. A esa hora de la madrugada, Ada se había quedado por fin dormida. Él se levantó de la cama y deambuló por la habitación. Vio el rastro de su respectiva ropa por el suelo. Componía una curiosa ruta. Su pantalón y algo más lejos el de Ada estaban al comienzo de esa ruta, cerca de la puerta, donde vio tirado el bastón; luego vio su ropa interior en un extremo y la de ella junto a la base de una lámpara de pie, donde la habían arrojado; eran, junto con los calcetines, las lindes de ese sendero trazado por la habitación y que bordeaba la cama y los otros muebles. Los zapatos estaban desparejos y boca abajo encima de la alfombra. Su suéter azul y la blusa roja de Ada se arrebujaban a continuación; veía las mangas sueltas y vacías.

La ropa desperdigada componía una especie de camino de regreso, como en los cuentos de niños. Pero, en su caso, en realidad no era así: la ropa era el rastro de la pasión, era el camino de ida; también contenía una emoción gozosa, aquella ropa tirada por el suelo. Se la quitaban entre besos y arañazos, gestos convulsos y mordiscos; se la quitaban primero de pie, rápidamente, cada quien la del otro, pero enseguida rodaban por el piso o se empujaban sobre un sillón que a veces volcaban. En cuántas ocasiones él había visto ese rastro. Incluso en el apartamento donde vivían. Habían hecho el amor en muchos sitios, últimamente. Hizo un veloz recuento: en sillas, en pasillos, en sofás grandes, en sofás pequeños, sobre camas grandes y sobre camas medianas, sobre una mesa de cocina, contra un aparador, en una azotea bajo la lluvia de una tormenta, en un garaje, bajo una ducha, en la sala Vip de un aeropuerto, en una iglesia. Era un amor acumulado, en espera de brotar por fin.

Miraba una vez más aquella ropa. Vio el sujetador de Ada en el lugar que le correspondía en aquel rastro. En la cama, Ada estaba echada y desnuda. Él volvió a ella. Pasó su mano por su pecho ausente; bordeó con sus dedos la cicatriz, una horizontal, larga, más hendida y oscura, que subía hacia la axila, otra vertical, oblicua, poco rugosa, que la cortaba a la altura de donde debió de estar el pequeño pezón. Recorrió con la mano aquel suave vacío; la piel era cálida y tersa.

Mientras lo hacía, tenía la poderosa sensación de que el cuerpo de Ada había sido siempre así. Para él, en realidad, no significaba ningún cambio, porque no había habido otro cuerpo más que ése. No había conocido a Ada con los dos pechos, no había hecho el amor con ella como si fuera cualquier otra mujer, completa físicamente. Ada siempre fue así para él, y así le gustaba.

Gabriel la contemplaba en el hotel a la luz de los neones; su pecho bueno, el derecho, reposaba plano, relajado, tendido hacia el costado, no muy grande pero hermosamente redondeado; en él, el pezón fino había empezado a responder, excitado por reflejo, a su larga caricia en el hueco del pecho izquierdo. Se inclinó a besar ese hueco. En ese momento supo que la amaba profundamente.

Su vida ahora le importaba más que nada en el mundo, y cuando pensaba en esa vida en realidad lo que le venían eran imágenes de ella, de cómo reía, o de cómo lloraba, o cómo afrontaba la desolación y la incertidumbre frente a su hijos, o cómo se callaba, o cómo eran sus palabras, el sonido especial de su voz al pronunciar cada palabra, y entonces le llegaban de golpe todas las palabras que había pronunciado su voz alguna vez desde que la conocía, miles de palabras moduladas por su voz en miles de frases, y, con ellas, más miles aún de ideas sobre las cosas, graves o triviales, dramáticas o cómicas, y le llegaron también todos sus gestos, los desprevenidos y los calculados, los divertidos y los cotidianos, los de enfado y los de alegría, y, en esa oscuridad abierta por los letreros luminosos que ahora caían sobre el cuerpo desnudo de Ada, se figuró su rostro sonriente cuando de un amargo y cruel dolor, instalado en lo más profundo de su ser, en alguna parte de su ser donde él no había entrado aún, emanaba un átomo de felicidad.

Se cercioró de que Ada estaba dormida; tenía la cabeza hundida en la almohada y su largo cabello revuelto. ¿Seguiría cayendo en su interior cuando dormía?

Atravesó la habitación con cuidado y salió al balcón. Lo despejó el fresco viento del fin de la noche, los primeros efluvios de la primavera. Abajo estaba la playa sin un alma, apenas entrevista, pero se oía el rumor de las olas. Era un sonido que crecía con regularidad, gradualmente. La clientela del hotel dormía todavía; no había luces en las casas de alrededor, aunque sí en los barcos pesqueros del horizonte. Pensó mucho, acodado sobre la barandilla de hierro, acerca de lo que a Ada y a él los unía; no descartó que al principio los uniera el rechazo a muchas cosas: al horror de la masacre, a la asunción de la fragilidad de sus presentes cruzados, al descubrimiento de su extraña naturaleza, esa distinción suya que los invadía al cerrar los ojos; el rechazo también a ser, en cierto modo, dos mutilados que han de enfrentarse a la aceptación física por parte de sus parejas, a la contrariedad y al asco. De modo que temía que el amor que sentía por Ada no fuese en realidad amor, sino una manera de evitar una inevitable soledad, como suele sentir alguien que es sordo de golpe o súbitamente ciego y encuentra a una persona que lo ayuda.

Sin embargo, en aquel balcón de hotel se dio cuenta de algo más, de algo que convertía en nuevo el sentimiento de desear estar con ella: la muerte de los otros. Esa fatídica suerte de las otras personas que habían quedado destrozadas en los trenes se convertía también en parte de su amor; se habían encontrado gracias a esos muertos y heridos, y eso no podían eludirlo. Y por ello tampoco podía ser fortuito su encuentro.

La catástrofe los había unido; en realidad, en aquel lugar de la costa, un año después de salir vivos de la muerte, eran supervivientes de dos catástrofes: la de los trenes y la de sus propias vidas. Porque tenían la sensación de un imposible, la quiebra de un tabú o de una norma. Pero no quiso pensar más; regresó a la cama y se aproximó a Ada. Ella se había despertado y lo estrechó entre sus brazos.

A la mañana siguiente, antes de su marcha de aquel hotel, los dos todavía entre las sábanas, Ada le susurró: «Hazme una foto, quiero que me mires siempre así, como haces ahora, como hiciste entonces.»

—¿Cuándo? —preguntó él.

—La primera vez que me viste.

—¿Quieres decir la primera vez que te vi desnuda?

—Sí, eso quiero decir. Esa vez.

—¿Y cómo te miro ahora?

—Como si siempre te hubiera gustado.

—Es que siempre me has gustado.

—¿Aun así? —Y Ada se llevó la mano a su pecho izquierdo.

—Aun así. —Luego meditó un par de segundos y dijo—: Más así.

Se levantó, buscó la cámara y le hizo varias fotos. Estaba sentada sobre la cama, desnuda. Tenía las piernas cruzadas y reposaba sobre la cadera. Poseía esa belleza que sólo da la felicidad inconsciente y el saberse amada: un aire tranquilo en el rostro, en el que había iniciado un gesto mitad apasionado y mitad ensoñado, un gesto sexy. La ropa de ambos volvía a estar revuelta por el suelo, confundida, y volvían a verse llaves y monedas por todas partes. Al acabar de hacerle la foto lo llamó a su lado y volvió con ella. Cuando quisieron darse cuenta, ya era otro día.

ADA.
Preguntas mil

Gabriel se inclina hacia mí. Cree que estoy dormida. Pone su mano en mi pecho. Me sobresalto pero me domino. Todavía me pasa, todavía tengo ese sobresalto, como la primera vez en que no quería que me viera como soy ahora.

El suyo es un gesto muy delicado, delicadísimo, que me estremece. Procuro no temblar.

Entreabro los ojos, apenas una línea, y veo su cara, su barbilla. Me gustaría ponerle un nombre a su barbilla. Y otro a sus ojos.

Gabriel tarda en retirar la palma de su mano del hueco de mi pecho. Se demora y noto el calor concentrado allí.

Y yo me estoy preguntando mil cosas a la vez en ese momento: ¿qué sentirá de verdad, qué mujer soy para él, habré hecho bien al dejarlo todo por él, se cansará pronto de mí, seré un ángel que cae, caigo sola, caigo desde que explotó a mi lado la bomba?

Preguntas y preguntas que Gabriel me responderá luego, porque siempre me responde.

Sigue con su mano detenida en lo que fue mi pecho. Es un gesto que dura, siento cada roce de sus dedos avanzando milímetro a milímetro sobre la piel de esa zona tan dolorosa de mi cuerpo.

Ésa es la zona que cuando me miro al espejo me devuelve la confirmación de que formo parte de la lista de mujeres que son menos mujeres, ese tipo de mujeres que son mujeres divididas en lo más femenino, porque les falta lo que es sólo suyo. Tema arduo.

He tardado mucho en aceptarlo y quiero escribirlo para él, para que de verdad lo comprenda, y no actúe conmigo por compasión. Se me ocurre este pensamiento con frecuencia. Pero sé que no lo hace por compasión. Sé que me ama.

Como tampoco yo lo hago por compasión, al amar su pierna abierta por varias partes, recosida y sin músculo. Algún día leerá esto, o tal vez no, qué importa.

Dice Spinoza, en el libro más perfecto que existe, que «la
duración
es una continuación indefinida de la existencia». Spinoza no lo aplica al amor, claro que no. Pero yo sí.

Yo lo aplico al amor y a lo que me sucede con Gabriel: ese gesto suyo, desprovisto de compasión, que dura sobre mi cuerpo me confirma que continúa mi existencia, que no ha llegado el final, y también me confirma que sigo a su lado, o él al mío, y que es una existencia eterna, aunque la eternidad ya sabemos que no existe y mañana puedo dejar de verlo para siempre.

Other books

Kisses to Remember by Christine DePetrillo
Inside Team Sky by Walsh, David
The Good Conscience by Carlos Fuentes
A Mummers' Play by Jo Beverley
You Are Mine by Janeal Falor
Red Station by Adrian Magson