El mapa de la vida (15 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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—Son los colores juveniles que se llevan —dijo ella para eludir la incomprensible discusión que iniciaba Santiago—, y es verano, por el amor de Dios.

—A mí me parece una ropa muy provocativa, casi de puta —dijo él, mirándola de arriba abajo—. Estás casada, recuérdalo —apostilló elevando la voz.

Ada se rió sin acertar a comprender la situación; era la primera vez que su marido hacía ese tipo de comentarios tan conservadores; luego se indignó, lo tachó de reaccionario y machista, impropio de él. Pero Ada se equivocaba: Santiago, pese a su clase, era un hombre muy primario y hasta primitivo en muchos aspectos, sobre todo a la hora de tratar a las mujeres, frente a las que en ocasiones le traicionaba el exceso de seguridad física que le confería su apuesta corpulencia y su atractivo. A veces no controlaba sus ataques de cólera, mezclados con violentos deseos sexuales que ella ya conocía y que nunca sacó del contexto de su relación matrimonial. Cuando Santiago se encolerizaba, follaba con más fuerza, pero no había más en ello, salvo el dolor en el pubis que le quedaba a Ada el resto de la noche. Sin embargo, en esta ocasión, los comentarios de Santiago le parecieron estúpidos y desmedidos, y Ada prefirió no continuar con la discusión.

Se levantó del sofá para salir de casa, como ya había decidido, sin concederle más importancia a aquel enfado extemporáneo. Al darse la vuelta, él la empujó violentamente y cayó de nuevo sobre el sofá; se lanzó encima de ella, y después de sujetarle el cuello con una mano, lo que le produjo un cierto ahogo y un enrojecimiento que hubo de disimular con un pañuelo durante varias semanas, metió la otra mano bajo la falda y le quitó las bragas de un tirón; luego le separó las piernas. Consumó la violación con brusquedad, representando una siniestra fantasía sexual. Estaba rojo, jadeaba como ella nunca lo había oído.

Ada, en el Fiat, con el móvil en la mano para marcar el teléfono de Santiago, revivía aquella escena increíblemente dolorosa, pero sobre todo recordaba ese ronquido animal en la respiración de Santiago, una especie de gruñido silbante. Quiso pensar que no pasaba lo que estaba pasando, se resistió una vez, pero él avanzó con más fuerza aún. Le dio la vuelta, se puso encima y la violó otra vez por detrás. Lo que más tarde a Ada le parecería inconcebible era haber actuado luego, durante diez años, como si aquello ni hubiera existido, sin mencionarlo entre los dos ni una sola vez.

Hasta que, pasado ese tiempo, volvió a repetirse otra violación, y de esa segunda agresión quedó embarazada de la criatura que abortó. Fue para ella más violenta quizá que la primera vez porque Santiago la arrastró por el pasillo hasta el dormitorio, le ató las manos con unas esposas y le puso una capucha sin agujeros, llegando casi a asfixiarse cuando él cerraba la parte inferior. La resistencia y el pataleo excitaban más a su marido y su fuerza aumentaba. De nuevo volvió a oír aquel ronquido silbante. Tal vez para Santiago aquel ataque no fuera más que un juego erótico de adultos, algo salvaje pero en última instancia consentido por su mujer. Para ella, significaba otra cosa muy distinta, un hecho ultrajante y pervertido, que lo rebajaba como hombre.

Esa segunda vez le rompió un dedo en el forcejeo, en realidad dos dedos. Le escayolaron toda la mano, después de que ambos acudieran, en un mutismo amargo, hasta el hospital. Algo muy humillante y doloroso se había producido y ella sólo quería iniciar el olvido enseguida, rápidamente, con sólo desearlo, como si así borrara de su vida lo que ya era imborrable. Por eso, durante el trayecto, no le dirigió la palabra a Santiago, porque no quería involucrarlo en aquello que ya ansiaba olvidar; de alguna manera, había dejado de existir para ella. Cuando le preguntaron cómo se lo había hecho, Ada dijo que fue debido a una caída. La doctora de urgencias la miró con ironía, pero al ver que se trataba de la esposa del doctor Santiago Bauman, el famoso cardiólogo, evitó malos entendidos con aquellas fracturas. Si la mujer del doctor Bauman decía que fue una caída, no tenía por qué dudarlo. Allí, al salir del hospital, Ada empezó a odiar a Santiago tanto como a temerlo. Pero en adelante ya no habría más violaciones, ni oportunidad para ellas.

—No voy a volver, Santiago —fue lo primero que dijo Ada cuando él descolgó el teléfono.

—Ah, eres tú. Ya casi no esperaba que llamaras.

—Deberíamos hablar.

—Sí, supongo. Pero imaginaba que algún día sucedería esto tal cual ha sucedido.

—¿Qué?

—Que nos distanciaríamos, nos decepcionaríamos uno del otro, y seríamos una pareja más de las muchas que pasan por el divorcio.

—Pues mejor que sea así, que lo podamos hablar.

—Si te digo la verdad, siempre creí que sería yo quien estaría ahora al otro lado del teléfono, y no tú. Que sería yo quien no aguantase más dormir en habitaciones separadas. Pero no me sorprende tanto que hayamos llegado a esto. Aunque reconozco que no noté nada durante mucho tiempo.

—No había nada que notar.

—Debería haber notado que estabas con otro. Son esas hemorragias internas que terminan matándote.

—Tienes razón. Te pido que me perdones por eso, es imposible de controlar, pero cuando se conoce a otra persona nadie sabe nunca qué está pasando en ese momento y qué va a pasar después. Sólo crees que lo podrás parar a tiempo. Y nunca es así.

—Es verdad, nunca es así. —Santiago guardó silencio unos instantes. Luego, con un tono de voz muy tranquilo, condescendiente, prosiguió—: Esto tal vez te hiera. Aunque en realidad quiero que te hiera. Sí, eso es lo que quiero.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Ada, un tanto desorientada.

—De que hubo otras, alguna vez. Otras mujeres. En mi vida. No ibas a ser tú sola, cariño.

—Santiago, ¿por qué me haces esto? ¿Por qué tienes ese tono cínico?

—Porque quiero amargarte la fiesta. Me has hecho daño y yo también quiero hacértelo a ti. Los humanos somos vengativos. Y los médicos, dicen, somos más humanos, ¿no?

—Si tú lo dices.

—Mira, hubo varias. Pero ninguna fue jamás una de las pacientes, eso que quede muy claro.

—Me trae sin cuidado que quede claro o confuso. A mí eso me da igual. ¿De cuántas mujeres hablas?

—De tres o cuatro. Nada serio. Pero hubo una en concreto a quien recuerdo más. La conocí en el aeropuerto, por culpa de un retraso, cuando iba al congreso cardiovascular de Múnich. ¿Te acuerdas del congreso cardiovascular de Múnich? Estuviste a punto de venir y a última hora decidiste no hacerlo. Tal vez tenías entonces ya un amante.

—Santiago, no me insultes, por favor.

—Bueno, es igual, supongamos que no tenías, pero el caso es que no viniste. Y eso, visto ahora, cambió nuestra propia historia. Si hubieras venido no habría conocido a aquella mujer. La verdad es que nos hicimos amantes allí mismo. Fue algo de piel, un deseo inmediato de los dos.

—¿Por qué me cuentas esto, así, de golpe? No me hieren esas cosas ahora, Santiago, convéncete. Ya no son asunto mío. No creo en el dolor retrospectivo.

—Te lo cuento porque quiero que lo sepas. Eso es todo. Y necesito que te joda. Que en el fondo, cuando luego lo pienses tú sola, te joda. Déjame continuar, déjame contártelo todo como fue.

—No quiero oírlo, Santiago. Y dudo de que me pueda joder ya nada. Te he llamado sólo para decirte que hablé con los niños y que tengo muy claro lo que has sido para mí, te he querido mucho pero ya no quiero seguir a tu lado. No volveré, Santiago, los niños lo saben y lo entienden.

—Bueno, nuestros hijos siempre han sido muy comprensivos. Pero te ruego que me escuches: aquella mujer y yo nos empezamos a ver cada vez que yo iba a un congreso o hacía un viaje de trabajo. Lo pactamos así. Ella venía hasta donde yo estuviera, por cualquier medio: coche, trenes, aviones. Lo dejaba todo colgado en su despacho de arquitecta, pues ésa era su profesión, arquitecta en una importante firma, y corría, o volaba literalmente, hasta la ciudad donde yo me encontrara. Se hospedaba en un hotel que nunca era el mío, obviamente. Es más, evitábamos a toda costa que fuera el mío. Lo hacía por ti, por no despertar sospechas en los amigos y colegas que te conocían, por tu imagen. Escogía ella uno cercano. Y allí aguardaba durante horas a que yo llegara. No sé lo que hacía mientras tanto. Estuvimos así dos años, y nos vimos muchas veces. En Madrid, en cambio, sólo nos vimos dos veces. Y las dos veces en su casa. Tenía una curiosa manera de montar toda una escenografía sofisticada, digámoslo así, para recibirme. Llenaba la casa de velas encendidas de todos los tamaños, decenas de velas, y me recibía desnuda, sólo cubierta con una túnica transparente, de gasa. Prendía por aquí y por allá barritas de incienso de todos los olores. Sonaba una música muy baja que apenas se oía, nunca supe cuál. Era una mujer muy exótica cuando quería follar en su terreno. Se pintaba animales en el vientre. Lo dejamos cuando se sintió una puta. Me lo dijo así, en Vitoria, precisamente la ciudad de tus padres, me dijo: Soy una puta para ti. Se largó esa noche. No volví a verla nunca más.

—Pero ¿conocías su dirección, no?

—Sí, pero nunca volví a su casa. ¿Tú que piensas de una mujer como esa?

—No pienso nada de ella. Me sorprende, sólo eso. ¿La querías?

—No, no la quería, claro que no. Creo que no pude llegar ni a pensar en quererla. No la quería como te quería a ti, desde luego. En todo caso, no me enamoré de ella, si es eso lo que quieres saber. Follaba bien al principio. O muy bien. Luego todo pasó a ser un desastre. Sabía que tú existías, y que existían Paula y Daniel, pero no quería conocer nada de ellos, ni sus estudios ni tu trabajo. Tal vez, ahora que lo pienso, nunca le dije tu nombre, y ella tampoco me lo preguntó jamás. Dime, ¿qué te parece esa mujer?

—¿Quieres saberlo, Santiago?

—Imagino que sí. Sí, por eso te lo pregunto.

—Pues pienso que tal vez fuese de verdad una puta. Pero a su modo. Hay muchas maneras de pagar el sexo. No te cobraba con dinero, te cobraba con tiempo, te quitaba tiempo o tú se lo regalabas. Le divertías o le proporcionabas placer. A lo mejor disfrutaba creyendo que te dominaba.

—No me dominaba.

—A lo mejor era al revés, le gustaba que la pegasen y que la violasen, yo qué sé. Alguna vez eso te ha parecido incluso bien. No creo que te sorprenda.

Ada notó que Santiago se incomodaba al oír esas alusiones. Empezó a balbucear sin encontrar la palabra precisa. Tosió un poco, pero recuperó la calma enseguida; otra vez el tono de su voz sonó a condescendencia. Ella se lo imaginó sonriendo.

—Entre un hombre y una mujer pasan cosas como ésas, a lo largo de su vida íntima. Podrías madurar y ver que hay juegos sexuales y experiencias que forman parte de los dos, sólo de los dos, en una pareja. Creí que lo habías aceptado así y que te gustaba.

—Ir después al hospital no le gusta a nadie. Ser forzada a follar tampoco.

—Eres muy dramática, Ada. Aquello no fue para tanto. Admito que en alguna ocasión me ha gustado algo de sexo más fuerte, pero fue instintivo y con tu consentimiento.

—¿Mi consentimiento? ¡Maldito seas, Santiago, me violaste, joder! —se enfureció Ada—. ¡Me follaste sin ninguna contemplación, ni siquiera me miraste a los ojos ni me preguntaste si quería esa experiencia, como tú lo llamas!

—No parecía que fuese así en aquel momento. Era un juego que aceptaste, Ada.

—Mejor dejémoslo, Santiago. No hay solución. No removamos ahora esa mierda. Ya estoy fuera del alcance de tu voz y de tus deseos. No hay margen para interpretaciones.

—No puedo imaginarte con otro. Me destroza hacerlo —dijo Santiago, de pronto afectadamente inseguro.

Mientras hablaba, Ada extrajo de la guantera la alianza de la boda. Se la había quitado del dedo anular hacía unos meses. La colocó en el centro de la palma de la mano y cerró el puño. Sintió calor.

—Ya no llevo la alianza en el dedo —dijo Ada.

—Yo todavía sí. ¿Por qué no habría de hacerlo? Sigo casado.

—Yo ya no. Por eso te estoy llamando. Ojalá pudieras oír el ruido que producirá sobre la acera, dentro de un minuto, cuando la tire por la ventanilla.

—¿Entonces quieres mi perdón? —dijo Santiago al cabo de un silencio en el que pareció no haber escuchado lo que ella había dicho.

—¿Qué? ¿Estás loco? Quiero el divorcio. O mejor dicho, te anuncio el divorcio.

—Ahora es tu voz la que hace daño. Y sin poder verte siquiera. No es justo que hablemos así.

—Es verdad, lo siento, tal vez teníamos que haber hablado cara a cara.

—¡Cállate, por favor, no digas que lo sientes! Nadie te puede creer. Además, ya ha trascendido lo nuestro.

—¿Trascendido?

—Sí, me refiero a que todo el mundo sabe que estás con otro. Amigos y pacientes, con las peores intenciones, se me acercan y me dicen que me anime, que saben por lo que estoy pasando, que si es un mal momento, etcétera. Me dicen cosas patéticas: que si la cerámica es dura pero que cuando se rompe, se rompe en mil pedazos, que si la fidelidad esto o la fidelidad lo otro... ¡Imbéciles! Odio esa compasión tan maligna, Ada. Disfrutan cada vez que dicen la palabra «fidelidad».

Ella permanecía en silencio. Santiago respiró hondo antes de añadir:

—La realidad, Ada, es ésta: nos abandonas, a mí y a tus hijos, nos dejas, te marchas, tienes un amante y te vas con él.

Ada pensó: «¿Cuántas realidades conozco ya? ¿Cuántas realidades hay?»

—Y ante eso —siguió Santiago— mi respuesta es: ¡Que te jodan, que te jodan y que te jodan! Y lucharé contra ti hasta donde pueda.

—Somos adultos. Hagamos cosas de adultos. No dejemos que nos odiemos, te lo ruego. No arreglaremos nada así. Será un error.

—Pues será mi error. Quédate tranquila. ¿Lo amas, verdad?

—...

—¿Lo amas? —repitió Santiago, ahora con voz grave y desafiante.

—Sí, lo amo. Lo amo mucho. De verdad que lo amo con toda mi alma.

Otra vez se produjo entre los dos un largo vacío que rompió Santiago.

—Me engañaste. Y yo a ti, ya te lo he contado. Ahora dime una cosa: ¿lo engañarás también a él, al nuevo?

—Sólo hay rencor en lo que dices. Cuando te calmes, lo comprenderás.

—Tienes razón, estoy muy herido, perdona. Ya ves, ahora quiero llorar yo solo. Estoy en la consulta. Fuera hay decenas de pacientes esperando una solución, una palabra que les salve del pequeño contratiempo de morirse y yo sólo quiero llorar, como cuando he llorado en tu cuello, algunas veces. Ahora tengo lágrimas amargas, verdaderamente amargas. Me doy asco y me siento un estúpido. ¿Sabes una cosa?

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