Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
La pasada semana proyecté releer este penoso testamento, refundirlo, exponer con mayor orden y mayor detención mi testimonio; pero se me ha hecho tarde. Os lo envío como está, amontonado sin concierto alguno, o con el desatinado concierto con el que fue fluyendo.
Quizá si todo hubiera sido de otro modo -y yo también- lo habría redactado con meticulosidad y pormenores; pero pertenezco a una época y a una cultura -que es la vuestraen que los más esplendorosos palacios se construyeron con unos cuantos maderos y un poco de escayola. Ahí dejo, pues, los elementos necesarios para que alguien, si quiere, los mezcle y los transforme. Ni tengo tiempo ya, ni ganas, ni la certeza de que haya algo en este mundo que merezca la pena. El valor que conservan es el de haber sido escritos más o menos en la hora en que lo que narran ocurría.
Yo fui educado como un príncipe, y, por lo tanto, no fui un buen gobernante. Me atrajo la lectura; tuve curiosidad; pude haber sido más o menos sabio. No me lo permitieron; me obligaron, en cambio, a luchar por la supervivencia de mi pueblo. No desempeñé un papel airoso, ni pudo ser de otra manera.
Pero ¿por qué volver -acaso me lo pregunto por la comodidad de no revisar estos papeles- sobre lo que ya queda lejos? Lejos para vosotros, porque para mí, no: hay circunstancias en que la vida se detiene, se paraliza sobre un momento concreto, como una mula que se niega a avanzar, como una vieja ebria que se desploma y se adormece ante los lugares en que le dieron de beber...
No, no quiero pensar en que haya habido jamás acontecimientos más importantes que éste de hoy.
No el que sucederá en la batalla del califa contra sus enemigos, sino el de haber visto amanecer en Fez el día en que cumplo quizá sesenta y cuatro años... Mi memoria no es buena: Amina me lo probó anoche; podría añadir algo a estos papeles, pero con el aroma del recuerdo perdido, y ya sin ton ni son. Permanece el perfume de la rosa cuando la rosa se marchita; sin embargo, ¿qué es el perfume sin la rosa? Prefiero que los recojáis con la misma espontaneidad con que nacieron. Y además, ¿quién sabe si llegarán hasta vosotros, o si os interesará siquiera echarles un vistazo?
Hernando de Baeza -que formaba parte del cuerpo de mis traductores en la Alhambra, y que fue amigo mío y mi cronista- siempre aprobó que yo escribiera. Pero me conminaba -ésa es la palabra- a escribir lo que sólo yo sabía. Y me sublevaba que fuese el hecho de ser yo rey lo que a él le atraía; no mi corazón, ni los sentimientos provocados por nacer en un trono en el ocaso, ni los resentimientos que el entorno, marchito como la rosa de antes, producía en mí. Se me ha injuriado como perdedor del Reino; sin embargo, nadie se ha ocupado de averiguar cómo fui de veras, ni si luché con todas mis fuerzas, que no eran muchas ciertamente. A nadie se le ha ocurrido que acaso fuese yo -y no por rey- la mejor personificación de un pueblo condenado a abandonar el Paraíso... He sido más tiempo súbdito que rey, exiliado más que coronado. Hace más de treinta años que entregué las llaves de mi casa: una reproducción, porque las verdaderas acompañarán, para vosotros, este manuscrito, cuyo prestigio consiste en provenir de alguien que, cuando os llegue, no será, y de que apenas es mientras os lo dedica.
Acaso contenga lo que jamás un hijo debe saber de un padre; pero he ejercido tan poco tiempo de ello... El mayor de vosotros aún no tenía dos años cuando fue empleado como rescate mío. Apenas hemos vivido juntos. Os fuisteis en seguida de Fez. Para vosotros, como para los demás, seré el traidor tan sólo. Por otra parte, ¿quién dice lo que un hijo debe saber o no de un padre? ¿No os han contado ya, y de peor modo, lo peor? ¿No han sido inicuos conmigo, en favor suyo, los cronistas?
No intento defenderme; también es tarde para eso. Soy un viejo, y a los viejos se nos niega la épica tanto como la lírica. En la batalla próxima estaré al lado de quien me acogió (ni ahora ni nunca fui yo el que decidió las batallas): ya no queda en el mundo nadie al que le deba más que a este sultán de Fez, si no es quizá a vosotros, a quienes, imposibilitado de devolveros lo perdido, os obsequio con el relato de su pérdida. No intento siquiera con él poner el punto sobre las íes. Sólo que esta arca, donde guardo lo que aún permanece del jardín -el arca de la novia:
“Si tú quisieras, Granada, contigo me casaría,”
como cantó el romance de los castellanos-, logre alcanzar, ya que yo no, manos andaluzas. Y, de ellas, siguen las vuestras siendo las más significativas y las menos manchadas. No espero nada de vosotros: ni un retorno, ni una correspondencia, ni la reivindicación; pero lleváis aún sangre nazarí, la única sangre nazarí incontaminada que hay ya sobre la tierra. Mis antepasados hicieron Granada, y la deshice yo; leed sin prisa estos papeles para que sepáis cómo. Pero si os cogen desganados, arrojadlos al mar, o arrojadlos al fuego: dará igual; no se perderá nada. Aunque debéis saber que en ellos sólo relato lo que fue; de lo que será, nada sabemos. El Todopoderoso dirá a su hora la palabra que quiera. Una historia -no lo echéis en olvido- no puede contarse bien hasta que concluye. Comienza, por lo tanto, el turno vuestro. El mío se agotó:
“Lo que temí perder yo lo he perdido; lo que esperé ganar ya no lo espero”.
Mi esperanza se ha muerto antes que yo; la que me queda es muy humilde: que este legado no testifique contra mí.
“No te levantes tú, corazón, en mi contra también.
Una vez muerto, no te levantes, corazón: descansa.”
Debo irme ya. He de armarme -procuraré hacerlo solo- para acudir a la batalla. No retornaré de ella: ni vivo, ni muerto. Deseo entregarme a las aguas del río, como Aliatar en la derrota de Lucena; que no pueda encontrar nadie los restos del que fui, ni mis armas reales. Saldré sin despertar a Amín ni a Amina. Estarán juntos, idénticos y amantes, rezumantes de vida sobre la misma cama. ¿Para qué despedirme de nada ni de nadie? Todo está concluido.
Dios a sí mismo se interpreta; pero yo dudo que le haya dado a ningún rey un salario peor que el que me ha dado a mí.
Me encomiendo, antes de comenzar, a Dios -honrado y ensalzado sea-, si nos mira y si nuestra vida no es en vano. Y a Mahoma, el Profeta, Sello de los profetas anteriores y Señor de la estirpe de Adnam.
Alabado sea Dios, Señor del Universo, el Clemente, el Misericordioso, el Dueño del Día del Juicio. A Ti te adoramos, a Ti te suplicamos. Guíanos por el camino recto. Por el camino de aquéllos a quienes concediste gracia, y no por el de los que te airaron, ni por el de los que se extraviaron.
Mi nombre y tú ya estáis a salvo en el jardín: fuera del tiempo, su maleficio no os perturbará.
Boabdil
De lo poco que aprendo en la madraza, fundada por mi antecesor Yusuf I, y de los encanecidos maestros, fríos y desdeñosos con los jóvenes, una sola cosa es la base de todas las demás: no somos libres. Nuestro destino se nos adjudica al nacer; se nos entrega, igual que la tablilla en que estudiamos de niños las primeras letras y sus combinaciones. Puede borrarse lo que en ella dibujamos, pero la tablilla permanece imperturbable; luego, cuando aprendamos a escribir y a leer, se nos regalará como recuerdo, y la conservaremos, enternecidos y altaneros, toda la vida. El texto de nuestro destino está desde el principio escrito; lo único que podemos hacer, si somos bastante osados, es transcribirlo con nuestra mano y nuestra letra, es decir, aportar la caligrafía que alguien nos enseñó.
Yo de mí puedo jurar que jamás he elegido. Sólo lo secundario o lo accesorio: una comida, un color, la manera de pasar una tarde. La libertad no existe. Representamos un papel ya inventado y concreto, al que nunca añadimos nada que sorprenda esencialmente al resto de los representantes. En mí nadie se fijaría si no fuese el primogénito de Abul Hasán, rey de Granada.
Aquí lo primero que aprende un príncipe a decir —antes aún que ‘padre’ o ‘madre’— es ‘no abdicaré’, para saberlo repetir con naturalidad desde el día de su coronación. A pesar de eso, nunca se está seguro de que la abdicación no se producirá, aun en el caso de que la coronación sí se produzca.
Somos distintos unos de otros, y eso nos induce a creer que somos libres; pero estamos prefigurados de antemano: nuestras determinaciones dimanan de nuestros jugos gástricos y de nuestros razonamientos, o sea, de nuestro estómago y de nuestro cerebro, que son intransformables. Nos parece, por ejemplo, que elegimos a la persona amada; no es cierto: sólo dos o tres posibilidades nos son —y apenas— ofrecidas. No la elegimos: nos resignamos a ella; nuestro sexo, que con el estómago y la cabeza nos perfila, es otro portavoz. El destino es quien manda; por eso respeto y comprendo a quienes lo cumplen sin rebelarse. Ellos son los que están más próximos a alcanzar la felicidad, si existe, que no creo: quienes se desenvuelven y se acaban en el lugar y en la dirección en que nacieron. Pero no comprendo ni respeto a quienes se rebelan. Pienso en Almanzor, el suplantador de los omeyas, que —con la ambición del que quiere reinar sin haber nacido en las gradas del trono, con su desastrosa ambición de rábula que no repara en barrastrastornó las páginas del libro de su vida al probar a los súbditos que contra el poder cabe el desprecio. Está escrito el destino: la dificultad reside en saberlo leer. Hay quienes, mientras aspiran a superar el suyo, son sólo el arma del de los otros: se erigen en dueños del azar, y, a fuerza de combatir desde su vulgar sino, se transforman en los apoderados del ajeno, y juegan al ajedrez en nombre de la Historia, derrocándolo todo, pieza a pieza, hasta inundar de sangre los tableros. Qué irreversible consternación para un hombre comprobar, al final, a la entrada de su Medinaceli, que, cuando resolvía en aparente libertad, estaba siendo utilizado.
Porque nadie sobrevive a la tarea para la que nació: todo fue enrasado y medido previamente. Cumplida su misión, solo ya el poderoso sobre el tablero que fue desalojando, el destino —su destino esta vez— le lanza el jaque mate.
La vida es una inapelable partida en la que todos los jugadores acaban por perder...
El discurso anterior era demasiado juvenil. Hoy me parece tópico y pedante; pero fue lo que estrenó estos papeles. Antes de que lo terminara, mi madre me llamó a sus habitaciones. Entraba la mañana por el ajimez como una llamarada, y encharcaba de oro el pavimento. Miraba yo, distraído de su plática, las dos clases de losas. En la primera, una figura femenina se enfrenta a otra masculina, con unos escudos entre ellas; visten trajes cristianos: él, calzas altas; ella, unas mangas ajustadas más oscuras bajo otras amplias claras, y el largo pelo partido en dos y unido en una trenza; el dibujo es azul, en varios tonos.
En el otro modelo también se enfrentan, y también con distintos azules, un ciervo y un caballo, esbeltos y rampantes...
Mi madre acaba de trasladarse a la Alhambra desde su palacio del Albayzín, donde se había retirado, en señal de disgusto, cuando el rey comenzó sus relaciones con Soraya.
Pero, al ver aumentar el poder de ésta, ha creído prudente recuperar su sitio de sultana y sus habitaciones oficiales.
Yo la escuchaba con los ojos en el suelo, sin prestarle demasiada atención. Suponía que se trataba de algo que yo había hecho mal, o de algún proyecto político de los que no me apasionan: era para lo único que mi madre podía convocarme. No obstante, percibí en sus palabras un tono nuevo, dulcificado, muy insólito en ella. La miré.
Reclinada, no me miraba a mí, sino un paño bordado que, entre las manos, doblaba y desdoblaba. Había ordenado retirarse a todas sus sirvientas, y, sorprendentemente, nos hallábamos solos. Cuando me decidí a atender, llevaba hablando un rato. Yo estoy acostumbrado a oír a rachas sus peroratas, en las que da rodeos interminables, y aborda los temas desde un lejano principio que sólo ella relaciona con el final.
Se refiere, por ejemplo, a su primo el rey Mohamed X, o a su padre Mohamed IX, antes de comunicar a quien sea que es necesario hacer obras en la planta de arriba, o modificar el trazado de un jardín, o celebrar la Fiesta de los Sacrificios de este año con especial suntuosidad.
Su monólogo estaba en marcha.
Yo puse los ojos en la delicada figura masculina de la solería, que tenía junto a mi pie derecho.
—Si lo que fragua tu padre es atentar contra mis privilegios en favor de una esclava cristiana, le pararé los pies. Soy reina por los cuatro costados. No dependo de él ni por mi sangre, ni por mi economía, ni por mi inteligencia. Soy una mujer horra en todos los sentidos. No necesito nada; pero, puesto que tú has sido designado heredero, quiero contar contigo. Y te advierto que las trapacerías de Isabel de Solís te alcanzan tanto a ti como a mí.
Ella nunca la llama Soraya porque opina que su conversión áen lo cual acertabaú es una táctica.
—No olvides que tu padre tiene tres hijos de ella. Y que, aunque sean más jóvenes que tú, o precisamente por serlo, los preferirá.
El poder de la lujuria (tú aún no lo sabes, aunque también de eso quiero hablarte) es muy grande.
Yo, sin comprender muy bien, trasladé mi mirada a la figura femenina del azulejo. Ya estaba hecho a lo sorprendente de los monólogos maternos.
—Y el de la vanidad. Tu padre, siempre engreído, nombrará heredero, aunque sea volviendo sobre sus actos, a alguien más joven, como si eso le asegurara una más larga vida. Así se verá menos acuciado a dejarle el trono a nadie; ya sabes qué poco partidaria es Granada de los sultanes niños, y cuánto daño le ha venido por ellos.
Ignoraba adónde conduciría tal conversación. El trayecto era habitual. No valía la pena que hubiese interrumpido mis ejercicios para eso: ni los de equitación, según ella creía, ni los de poesía, por los que los había sustituido esa mañana, que me gustaban más.
—Yo tengo que defender mi fortuna; tengo que defender mis derechos, y, por desgracia, ya que tú no lo haces, tengo que defender los tuyos. Eres mi prolongación y, dado el cariz de los acontecimientos, mi único medio de seguir en el trono, si hablamos claramente.
Quizá con otro hijo me habría ido mejor... Mírame cuando te hablo, Boabdil.
Lo hice. Levanté los ojos desde el ciervo azul, ahogado en el remanso de sol; pero ella tampoco me miraba. Fue entonces cuando levantó sus ojos. Son espléndidos.
Lo único espléndido que hay en su rostro no hermoso; oscuro, demasiado largo, con un ligero bozo sobre el labio superior; un rostro adusto y poco grato. Se puso de pie sin darme tiempo a ayudarla.