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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (15 page)

BOOK: El manipulador
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Su compañero, que ascendía por la carretera en dirección a Jena, vio un
Wartburg
venir hacia él, así que le hizo señas (también a punta de pistola) y ordenó al conductor que lo condujera en seguida a la Comisaría central de Jena. Llevaban recorridos unos dos kilómetros cuando vieron acercarse un vehículo de la Policía. El
vopo
que iba en el
Wartburg
hizo señas amistosas a sus compañeros para que se detuviesen y les relató lo que había ocurrido. Haciendo uso de la radio del vehículo policial, dieron parte del caso, explicaron la naturaleza de los diversos crímenes que habían sido perpetrados y recibieron orden de comunicar los hechos de inmediato a la Jefatura Central de Policía. Mientras tanto, nuevos vehículos policiales eran enviados como refuerzos al lugar del accidente.

La llamada a la Jefatura Central de Policía de Jena fue registrada a las doce horas y treinta y cinco minutos. Pero también había sido tomada, a muchos kilómetros de distancia, en lo alto de las montañas de Harz —al otro lado de la frontera—, por un puesto de escucha británico, cuyo nombre cifrado era
Arquímedes
.

A las trece horas, el doctor Lothar Herrmann, ya de vuelta a su despacho de Pullach, descolgó el teléfono y recibió la ansiada llamada del laboratorio de balística que el BND tenía en un edificio contiguo. En el laboratorio, situado junto al depósito de armas y al campo de tiro, tenían la previsora costumbre, cuando entregaban un arma de fuego a algún agente, de no limitarse a anotar y registrar el número de serie de la pistola, por ejemplo, sino que efectuaban dos disparos en un recinto cerrado y luego recogían las balas y las guardaban.

El técnico, en un mundo perfecto, hubiera preferido disponer de las balas auténticas que habían sido extraídas de los cadáveres de Colonia, pero se las arregló con las fotografías. Todos los cañones de las armas de fuego son diferentes entre sí en lo que respecta a ciertas peculiaridades ínfimas, por lo que cada vez que se dispara un proyectil, el cañón deja en las balas que han salido por él unos rasguños diminutos, llamados
surcos
. Son algo similar a las huellas dactilares. El especialista en balística había comparado las dos balas de muestra que aún se conservaban en el laboratorio de aquella
Walther
entregada hacía diez años con las de las fotografías que le habían dado y de cuya procedencia no tenía ni la menor idea.

—¿Un parecido perfecto? Ya veo. Gracias —dijo el doctor Herrmann.

Llamó entonces al departamento de huellas dactilares —el BND conservaba también un juego completo de huellas de cada uno de sus propios empleados y agentes, además de las de otras personas que caían en su foco de atención—, y recibió la misma respuesta. El doctor Herrmann dio un hondo suspiro y descolgó de nuevo el auricular. Ya no podía hacer nada más; tendría que dirigirse al propio Director General.

Lo que siguió a continuación fue una de las reuniones más difíciles de toda su carrera. El Director General vivía obsesionado con la idea de la eficacia de su Agencia y de la imagen que ofrecía, no sólo en las antesalas del poder en Bonn sino también ante toda la comunidad de los Servicios de Inteligencia de los países occidentales. Las noticias que Herrmann le traía le sentaron como una patada en el estómago.

No dejó de acariciar la idea de que las balas de muestra y las huellas dactilares de Morenz podrían «perderse», pero la rechazó de inmediato. La Policía acabaría por capturar a Morenz tarde o temprano, los técnicos del laboratorio deberían declarar: el escándalo sería mucho peor.

El Servicio Secreto de Inteligencia de la República Federal Alemana ha de rendir cuentas sólo a la oficina del Canciller, y el director general del BND sabía que, más tarde o más temprano, y lo probable era que fuese más temprano, tendría que informar sobre las anomalías que se habían producido en sus dependencias. Le horrorizaba lo que se le venía encima.

—¡Encuéntralo! —ordenó a Herrmann—. Encuéntralo enseguida y recobra esas cintas.

Cuando el doctor Herrmann se disponía a salir del despacho del Director General, éste, que hablaba un inglés fluido, le hizo esta otra observación:

—Doctor Herrmann, los ingleses tienen un dicho que le recomiendo:
Thou shalt not kill, yet need not strive officiously to keep alive
.

El Director le había dado la frase rimada en inglés. El doctor Herrmann la había entendido, pero le faltaba el significado de la palabra
officiously
. De regreso a su despacho consultó un diccionario y decidió que la palabra alemana
unnotig
(innecesario) era, probablemente, la mejor traducción. Durante toda una vida dedicada al BND, ésa había sido la insinuación más elocuente que le habían hecho. Llamó entonces por teléfono al registro central del Departamento de Personal.

—Necesito de inmediato el
curriculum vitae
de uno de nuestros agentes —ordenó—; se llama Bruno Morenz.

A las dos de la tarde, Sam McCready se encontraba todavía en lo alto de la montaña donde había llegado con Johnson a las siete de la mañana. De todos modos sospechaba que el primer encuentro en las afueras de Weimar tenía que haber fallado, aunque nunca se estaba seguro de lo ocurrido; Morenz podría haber cruzado la frontera de madrugada, pero no lo había hecho. Y, una vez más, McCready pasó revista al posible horario; encuentro a las doce, partida a las doce y diez, una hora y tres cuartos de viaje… Morenz tendría que aparecer en cualquier momento. Se llevó de nuevo los prismáticos a los ojos y atisbó la lejana carretera al otro lado de la frontera.

Johnson estaba leyendo un periódico local, que había comprado en la estación de servicio de Frankenwald, cuando su teléfono sonó discretamente. Se lo llevó al oído, escuchó unos instantes y se lo pasó a McCready.

—El Cuartel General —dijo—, quieren hablar contigo.

Era un amigo de McCready, que le llamaba desde la estación de Cheltenham.

—Mira, Sam —dijo la voz—, creo saber dónde os encontráis. De repente ha habido un inusitado aumento de las comunicaciones de radio no lejos de donde estás. Quizá deberías llamar a
Arquímedes
. Ellos tienen muchos más datos que nosotros.

En ese momento la comunicación se cortó.

—Ponme con
Arquímedes
—dijo McCready a Johnson—. Con el agente de servicios de la sección de Alemania Oriental.

Johnson comenzó a marcar los números de inmediato.

A mediados de los años cincuenta, el Gobierno británico, actuando a través del Ejército británico del Rin, compró un viejo castillo en ruinas, situado en lo alto de las montañas del Harz, no muy lejos de la bella y pequeña localidad histórica de Goslar. El Harz es un macizo montañoso, compuesto por cimas escalonadas, densamente pobladas de bosques, a través del cual pasaba la frontera entre las dos Alemanias, con un trazado sinuoso, que ora serpenteaba por cerradas revueltas, ora se deslizaba por las laderas de las montañas, ora corría a través de los rocosos barrancos. Era la región favorita para los posibles fugados de la Alemania Oriental que deseaban probar suerte por allí.

El castillo de Lówenstein fue restaurado por los ingleses, de un modo muy llamativo, como lugar de retiro para los músicos de las bandas militares, que podían practicar su arte; lo que sólo era un ardid mantenido con la ayuda de grabaciones y potentes altavoces. Cuando repararon los tejados, los ingenieros enviados de Cheltenham instalaron algunas antenas muy sofisticadas, que fueron perfeccionadas con los años a medida que los conocimientos científicos avanzaban. Pese a que los dignatarios alemanes de la localidad habían sido invitados algunas veces para asistir a auténticos conciertos de música de cámara y militar, ejecutadas por bandas militares contratadas para tales ocasiones. Lówenstein era en realidad una estación filial de la de Cheltenham con el nombre secreto de
Arquímedes
. Su misión consistía en escuchar los interminables parloteos que rusos y alemanes orientales mantenían al otro lado de la frontera. He ahí el valor de las montañas; garantizaban la recepción perfecta.

—Sí, acabamos de retransmitir a Cheltenham —dijo el agente de guardia cuando McCready le dio sus credenciales—, nos han dicho que puede usted llamarnos directamente.

Sam McCready habló durante varios minutos; al colgar el auricular estaba pálido.

—Por lo visto, los de la Policía de la Comisaría de Jena se han vuelto majaras —le dijo a Johnson—. Al parecer ha habido un accidente de tráfico a las afueras de Jena. Al Sur de la ciudad. Un coche de la República Federal Alemana, de marca desconocida, chocó contra un
Trabant
. El alemán occidental golpeó a uno de los
vopos
que se ocupaban del accidente y salió huyendo… en el mismísimo coche de los
vopos
, para mayor sorpresa. Por supuesto, puede que no se trate de nuestro hombre.

Johnson hizo un gesto de asentimiento, aunque creía en esa posibilidad tanto como McCready.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó.

McCready estaba sentado en el
Range Rover
, con la cabeza entre las manos.

—Esperar —contestó—. No podemos hacer nada más.
Arquímedes
nos llamará si hay noticias nuevas.

A esas horas, el «BMW» negro ya había sido conducido al garaje del Cuartel General de la Policía de Jena. Nadie se había preocupado por el asunto de las huellas dactilares, sabían a quién querían arrestar. El
vopo
de la nariz rota había sido vendado y ahora estaba prestando una larga declaración, así como su compañero. El conductor del
Trabant
había sido detenido e interrogado, al igual que una docena de mirones más. Sobre el escritorio del comandante de la Comisaría se encontraba el pasaporte expedido a nombre de Hans Grauber, documento este que había sido recogido del pavimento de la calle, donde el
vopo
de la nariz partida lo había dejado caer. Un grupo de inspectores había registrado hasta el menor resquicio en el maletín y la maleta del prófugo. El director del Departamento de Ventas al extranjero de las empresas «Zeiss» había sido conducido a las dependencias policiales de Jena, pese a sus protestas de que jamás había oído hablar de ese Hans Grauber, aunque tuvo que reconocer que, en el pasado, había mantenido relaciones comerciales con la «BKI» de Würzburg; Al enseñarle su firma falsificada en las cartas de presentación, alegó que parecía la suya, pero que no lo era. Su pesadilla no había hecho más que comenzar.

Debido a que el pasaporte era de Alemania Occidental, el comandante de la Policía del Pueblo hizo una llamada rutinaria a la oficina local de la SSD. No habían pasado diez minutos cuando éstos le telefonearon a su despacho.

—Queremos que carguen el coche en un remolque y lo lleven a nuestro garaje principal en Erfurt —le dijeron—. Y que no sigan llenándolo de huellas dactilares. También queremos todo lo que haya encontrado en el automóvil. Copias de todas las declaraciones de testigos, etcétera. ¡Inmediatamente!

El comandante sabía muy bien quién tenía la sartén por el mango en el país. Cuando los de la
Stasi
daban una orden, no había más remedio que obedecer. El «BMW» negro llegó al garaje principal de la SSD en Erfurt, debidamente cargado en un remolque, a las cuatro y media de la tarde y los mecánicos de la Policía Secreta se pusieron a trabajar. El comandante tuvo que admitir que los de la Policía Secreta tenían razón. De momento, nada en aquel asunto tenía sentido. El alemán del Oeste se hubiera encontrado con tener que pagar una multa bastante alta por haber conducido en estado de embriaguez; Alemania Oriental siempre necesitaba divisas fuertes. Pero ahora se enfrentaba a muchos años de cárcel. ¿Por qué habría huido? De todos modos, con independencia de lo que los de la
Stasi
quisiesen hacer con el automóvil, su misión consistía en encontrar a ese hombre. Ordenó a todos los coches de policía y a todos los hombres que andaban patrullando a pie a mil leguas a la redonda que estuviesen muy atentos para ver si daban con el paradero de Grauber y del coche de policía robado. Las descripciones tanto del hombre como del coche, fueron comunicadas por radio a todas las unidades, hasta Apolda, al norte de Jena, y Weimar, al Oeste. No se hizo llamamiento a través de los medios de comunicación, requiriendo la colaboración ciudadana. La ayuda a la Policía en un Estado policiaco es un raro artículo de lujo. Pero el frenético incremento de las comunicaciones radiofónicas fue seguido muy de cerca por
Arquímedes
.

A las cuatro de la tarde, el doctor Herrmann telefoneaba a Colonia y hablaba con Dieter Aust. No le informó de los resultados del laboratorio, así como tampoco le puso al corriente de lo que había recibido de Johann Prinz la noche anterior. Aust no necesitaba saberlo.

—Quiero que interrogue personalmente a Frau Morenz —le dijo—. ¿No tiene a una agente con ella? Pues bien, llámelas y que vayan a verle a usted. Si la Policía se presenta para interrogar a Frau Morenz, no haga nada por impedirlo, pero comuníquemelo en seguida. Trate de sacarle alguna pista sobre adonde puede haber ido Morenz: una casa de veraneo, el apartamento de una amante, la vivienda de algún pariente, todo lo que pueda. Utilice al personal a su servicio al completo para seguir cualquier pista que ella le dé. Y hágame saber los progresos.

—En Alemania no tiene más parientes que su mujer, una hija y un hijo —contestó Aust, que también se había estado interesando por la vida pasada de Morenz, al menos en los datos que los expedientes personales le revelaron—. Creo que su hija es una
hippie
, vive en una comuna, en Dusseldorf. Tendré que hacerle una visita, por si acaso.

—Hágalo —dijo Herrmann, y colgó el teléfono. Y basándose en algo que acababa de leer en la carpeta de Morenz, el doctor Herrmann envió un mensaje cifrado, al que puso la categoría de «sumamente urgente», al agente que el BND tenía entre el personal de la Embajada alemana en la plaza Belgrave de Londres.

A las cinco de la tarde, el teléfono del equipo radiofónico que se encontraba en el portón del
Range Rover
comenzó a sonar. McCready atendió la llamada. Pensó que sería Londres o
Arquímedes
. La voz que escuchó era débil, ahogada, como si el que hablaba se estuviese asfixiando.

—¿Sam, eres tú, Sam?

McCready se puso rígido.

—Sí —respondió con brusquedad—, soy yo.

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