El maestro iluminador (35 page)

Read El maestro iluminador Online

Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: El maestro iluminador
3.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al cruzar el patio oyó fuertes carcajadas y vio aparcado un carromato llamativo, enorme. Ya había visto uno así, un carro de plataforma adornado con toldos de colores chillones que podían retirarse para formar un escenario. Debía de pertenecer a una compañía de comediantes que estaba en la taberna. Tanto mejor, así podría confundirse con la multitud, pasar inadvertido, tal vez hacerse con un mendrugo de pan. La comida que tiraban a los perros acallaría su estómago por unas horas.

Abrió la puerta tímidamente y oyó gritos de «¡Cerrad esa puerta, maldita sea, que no entre el frío!».

La cerró rápidamente y agachó la cabeza, para que el tabernero no viera lo joven que era. Alfred habría sabido disimular, pero Colin estaba demasiado cohibido por su aspecto infantil y desaliñado.

—Aquí, tabernero —gritó una voz desde el fondo a oscuras. Alegrándose de la distracción, Colin se apoyó contra la puerta y se tomó un momento para recuperarse. El aire estaba impregnado de humo de turba y aroma de aves asadas. Tenía el estómago agarrotado de hambre. Pasó entre dos saltimbanquis, uno enjuto y nervudo, el otro más musculoso, que discutían amigablemente entre un grupo de comediantes vestidos con ropas chillonas. Mientras se calentaba junto al fuego, intentando no prestar atención a la sensación que el olor de la carne asada le producía en el estómago, los escuchaba a medias.

—La viuda me regaló esta túnica de terciopelo. Lo hizo para demostrar cómo apreciaba mi «voz meliflua» —decía un petimetre con una pluma en un sombrero que hacía juego con su túnica carmesí.

—Pues yo eso lo veo e incluso te supero: a mí su señoría me dio una bolsa de oro —repuso el saltimbanqui musculoso, flexionando los brazos.

—Y yo os gano a los dos. A mí la señora me dio algo más que una bolsa de oro. —El hombre nervudo enarcó las cejas y esbozó una sonrisa maliciosa— Manifestó un gusto especial por mis «contorsiones».

Risotadas.

—Eso es mejor que el oro, desde luego.

—No, qué va. No está tan bien como Maud. —Alzando la voz y la copa, el contorsionista guiñó el ojo a una moza que estaba en el otro extremo de la sala y fingía no reparar en él— Sólo hay una cosa más que nosotros los del pueblo llano hacemos mejor, ¿no es así, Maud?

La moza no contestó, pero sí el forzudo.

—Brindo por eso. Nunca he visto a un noble capaz de rascarse el culo y quitarse los mocos de la nariz a la vez. —Bebió un trago de cerveza y frunció el entrecejo— Todos esos lores y ladies que van por ahí dándose aires, atiborrándose de cisnes y lenguas de colibrí mientras los pobres se mueren de hambre y sus mujeres enloquecen de comer centeno enmohecido, se pavonean como palomas gordas con su ropa elegante, sin fijarse en los mendigos andrajosos en la puerta de sus casas. Es como lo que dice ese predicador, John Ball. Lo oí después de misa en Thetford. Recordad ese nombre: John Ball. Volveréis a oírlo. Según él, Dios nos creó a todos a partir de la misma arcilla.

—Eso me suena a predicador lolardo.

—Puede que sea lolardo, pero hay mucho de cierto en todo eso. De todos modos, ¿quién necesita a un cura? Por mí, que cada hombre sea su propio cura.

—Eso, y que se quede con su propio diezmo. —La pluma del sombrero se agitó con entusiasmo.

—¿Y tú qué sabes de diezmos? —El forzudo sonrió, al parecer recuperando el buen humor— Cada vez que viene el recaudador a cobrar el diezmo, siempre te escudas en la pobreza. —Supongo que podrías darle esa elegante manga de terciopelo como décima parte de sus ganancias —observó el contorsionista. —Sí, y tú podrías dar una décima parte de lo que te dio la señora. —La pluma se estremeció de regocijo—. Eso si el recaudador está dispuesto a buscar entre las sábanas.

Todos se echaron a reír.

Colin, poco acostumbrado a un humor tan procaz, esperaba que su sonrojo se atribuyera a su proximidad al fuego.

Mientras Maud se movía contoneando sus anchas caderas entre la clientela, Colin la observaba. Su feminidad —la manera en que los pechos tensaban los cordones de su corpiño de campesina— encendió su imaginación pubescente, ya iniciada, tanto como aquel humor soez. Se preguntó qué sentiría uno entre aquellos suaves muslos. Eso lo perturbó, le recordó esa parte de sí mismo que lo había llevado a lo que ahora consideraba un gran pecado y le recordó también todo a lo que estaba renunciando.

Maud se acercó a los saltimbanquis con una bandeja llena de jarras. El forzudo cogió una. El contorsionista alargó la mano y le pellizcó un pecho, ella le propinó una palmada y dio un rápido paso atrás.

—Si lo que buscas es el oro de un bufón, ya puedes volver con tu señora. Yo no tengo oro para despilfarrar con bufones; lo único que puedo darte es cerveza —le dijo, y le vació una jarra en la cabeza.

Los demás aplaudieron y silbaron burlonamente. Colin tuvo que contener una sonrisa al ver la expresión del bellaco.

—Supongo que ya estás bien bautizado. —La pluma del sombrero volvió a estremecerse.

—Sí, y por una mano más hermosa que la de cualquier clérigo —dijo la víctima, y se lamió los labios— y además sabe mejor que el agua bendita.

En medio del júbilo reinante, Colin se sintió aún más solo.

Por fin había entrado en calor, así que se alejó del grupo al amor de la lumbre y el aroma a carne asada. Uno de los comediantes había dejado un laúd en un banco de un rincón. Colin lo cogió y empezó a tañerlo suavemente, cantando en voz baja.

—Tienes una voz agradable, muchacho. —Era el contorsionista nervudo.

Colin no se había dado cuenta de que lo había seguido. Soltó el laúd y sintió el rubor en sus mejillas.

—Lo siento, ¿es vuestro el laúd? Sólo lo miraba, no iba a hacerle nada.

—Tranquilo.

Colin no sabía qué decir. Esperaba que el hombre volviera con sus compañeros. Pero en su lugar, le indicó que le hiciera sitio y se sentó a su lado.

—¿Eres de por aquí?

Colin no supo qué contestar. Ignoraba dónde era «aquí».

—Soy de Aylsham —repuso, antes de pensar que a lo mejor su madre había enviado a alguien a buscarlo.

—Aylsham. Eso está a unas veinte millas al norte. ¿Y qué haces aquí? Estás al sur de Norwich.

¡Al sur! Tenía que dejar el sol a la derecha al amanecer, pero el sol no había salido. Se le cayó el alma a los pies. Debió de notársele en la cara.

—¿Hacia dónde vas?

—Iba a Cromer, a la abadía de Blinham. Voy a unirme a los monjes de allí. Pero se ve que he dado un rodeo.

—No tienes buen aspecto, muchacho. ¿Cuánto hace que no comes?

Colin miró la estera de juncos del suelo.

—Hace tiempo.

—Tabernero, sirve media pinta y un trozo de carne a mi joven amigo.

—No tengo dinero.

—Puedes cantar a cambio de la cena. ¿Alguien quiere oír una canción?

—Sí —contestó una voz desde el fondo del local—. Una canción de amor. Nada de himnos ni cantos fúnebres. De eso ya tendremos bastante dentro de muy poco.

Maud le llevó una tabla llena de comida y mientras Colin la devoraba, el contorsionista nervudo le explicó:

—Representamos ciclos y vamos camino de Fakenham para el ciclo de Pascua. Lo más probable es que lleguemos a Cromer a principios de verano. Siempre nos puede ir bien tener a alguien que cante y toque el laúd. Si no te molesta un poco de pintura en la cara, puedes venir con nosotros. No hay paga, pero sí damos de comer. —Le indicó a Maud que rellenara la jarra de Colin— y sin duda recibirás una pequeña remuneración por tus dotes. Eres un chico rubio y guapo con una voz dulce: las damas te colmarán de regalos. Actuaremos en unas cuantas fiestas y banquetes por el camino para darnos un respiro de las historias de la Biblia, y eso se agradece. Después del miércoles de Ceniza empezaremos con los milagros. Seguro que para Pentecostés habremos llegado a Blinham.

Colin no tuvo que pensárselo mucho. ¿Qué otra opción tenía? Tras casi una semana en la carretera, había acabado hambriento, aterido de frío y más lejos de su destino que cuando partió. O se iba con los comediantes o volvía a casa. Y si volvía a casa... Evocó una imagen de Rose, rápidamente sustituida por el rostro abrasado del pastor. Si regresaba al calor y la seguridad de Blackingham, no lograría la expiación ni para él ni para ella.

—¿Pasaréis por Aylsham? —preguntó.

—Sí, pero no tenemos intención de quedarnos allí.

Eso le convenía. Podía enviar un mensaje a su madre para que supiera que se encontraba bien; sabía que estaría preocupada. Todavía podía ir a Cromer, sólo que tardaría un poco más.

Colin se comió el último trozo de carne del hueso de pollo y se limpió la mano en el calzón.

—Bien, ¿qué me dices, muchacho? ¿Te unes a nuestra compañía?

—Tengo que comer —contestó Colin—. Y Cromer está muy lejos.

El contorsionista se rió.

—Bien dicho. Decidido, pues. —Cogió el laúd y se lo tendió—, Y ahora ha llegado el momento de pagar tu cena.

Colin rasgueó las cuerdas.

—Conozco una canción de amor —dijo, y empezó a cantar con la garganta tensa y nerviosa.

Vivo por el anhelo de mi amor

a lo más hermoso,

capaz de procurarme dicha,

y a ella estoy atado.

«Sólo es otra canción de amor», se dijo, endureciendo su corazón frente al recuerdo de la fragancia de su cabello, la suavidad de sus labios. Pero un silencio se apoderó de los actores, que asintieron con aprobación mientras escuchaban su voz quejumbrosa.

Finn se acordó del puñal en la bota. No lo habían cacheado, sólo empujado por la escalera, sin quitarle los grilletes, hasta la mazmorra subterránea del antiguo castillo. Le pareció reconocer al guardia que le pasó el cubo de los excrementos con un bastón. De él no recibiría ninguna ayuda.

Debía tener paciencia, pensó, y marcar los días en la roca que constituía su cama. Era difícil esperar, difícil estar tranquilo recordando la cara de pavor de Rose, pero no le quedaba más remedio. Ya vendría un abogado con su toga —enviado por Kathryn— para defender su inocencia, para restablecer la justicia. «Estas cosas requieren tiempo —pensó el segundo día, recordando los ojos de Kathryn cuando había mentido—. Hay un malentendido. Kathryn lo resolverá. Alfred explicará por qué me colocó las perlas.» El tercer día dio rienda suelta a su ira, a su protesta indignada, y gritó amenazas e improperios —en un par de ocasiones le contestaron con risas toscas, pero la mayoría de las veces nadie respondió en absoluto— hasta quedarse afónico.

Cuando llevaba siete marcas en la piedra, se planteó escapar por sus propios medios. No necesitaba esperar a que lo rescataran como a una doncella indefensa encerrada en una torre. Pero si lo hacía, se convertiría en un fugitivo de la justicia, y lo mismo le ocurriría a su hija.

Al final, fue la mugre lo que lo convirtió en un cobarde. No fue la oscuridad del calabozo, ni el frío; tampoco el hambre, ni la sed que no lograba saciar la ración diaria de agua fétida con una película de grasa de cordero; ni la profunda desesperación que lo atormentaba y que crecía con el paso de los días, una desesperación que traslucía la sospecha de que nunca saldría de esa mazmorra a la que lo habían arrojado como a Satán al infierno.

Ni siquiera fue el temor por su hija abandonada o el dolor al recordar la traición de Kathryn. Le había estado dando vueltas a esto último hasta que juró no volver a pensar en ello, pero enseguida su mente se vio acosada por la misma pregunta una y otra vez: ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?; las palabras resonaban en su cabeza como la letanía de un gran inquisidor. «No fue por ninguna de esas razones. Fue por la suciedad: los piojos que se arrancaba del cuerpo y la barba —día tras día, hora tras hora, segundo tras segundo— y, maldiciendo, reventaba entre las uñas sucias; las costras de pus que se formaban por las picaduras de los bichos; el cieno mohoso que cubría la repisa de piedra que le servía de asiento, cama y mesa. Fue el hedor de sus propios excrementos: ésa fue la causa de su ruina».

Ni siquiera podía rezar. ¿Qué dios respondería en medio de semejante mugre?

No había gran diferencia entre el día y la noche, sólo crecía o disminuía la densa oscuridad, pero seguía el paso de los días merced a su ración diaria de sopa y la marca en la roca. Ahora pasó la mano por encima de las marcas. Veintiuna. Veintiún días. ¿Cómo podía un hombre verse reducido a una bestia en tan poco tiempo? Estaba demasiado débil para arrastrar los grilletes unos pasos y apuñalar a las alimañas nocturnas que acechaban en la oscuridad con sus brillantes ojos. ¿De qué le servía el puñal ahora, a menos que quisiera desplomarse sobre su punta como Saúl sobre su espada? Una rápida puñalada hacia arriba y por debajo de las costillas. Un ruido, el de una rata royendo un hueso de origen incierto, disipó esa tentación. Eso y Rose.

En sueños agitados, se le presentaba Kathryn sentada a su lado en el jardín de otoño: «Flota en el aire un aroma de fruta suculenta y carne asada. Está con la cabeza gacha sobre su bordado, y la pequeña aguja de hueso entra y sale, señalando un sendero curvo por la tela. La mitad de su cara está oculta por el pelo plateado; la otra, a la sombra de la rama del espino. Me arrodillo a su lado. Le toco la manga, le aparto el pelo y le susurro algo a su oído de porcelana. Ella se echa a reír, como agua cristalina borboteando en un arroyo, limpia, pura y dulce. Levanta la cara para recibir mi beso, pero con un movimiento rápido del brazo me clava la aguja de hueso en el ojo. No veo nada salvo un dolor insoportable».

Cada vez despertaba lamiéndose lágrimas saladas en las comisuras de la boca.

Para luchar contra los demonios en la pesadilla que era su vida, pintaba brillantes imágenes en su mente, disponiendo los colores y las miniaturas de san Juan, evocando un Libro de Raras. Pintó suficientes imágenes en el lienzo de sus párpados como para llenar el trabajo de toda una vida. Aquello no era el hermoso evangelio encargado por el abad, sin duda tampoco las ilustraciones sencillas del texto de Wycliffe. Era más bien un salterio, tan glorioso como el Dios celebrado por David y Salomón, todo de color azur y carmesí, bordeado con hojas de acanto en pan de oro y encuadernado en oro batido, con una corona de rubíes engastada. Un libro que haría babear de codicia al obispo de Norwich. Un libro que rivalizaría con el legendario Evangelio de Herimann, encargado por el duque de Sajonia en1185, el gran
Aurea Testatur
, con su sello de oro. Le dolían los párpados de soñar con él.

Other books

Loving Katherine by Carolyn Davidson
Beauty Submits To Her Beast by Sydney St. Claire
The Manga Girl by Lorenzo Marks
Twerp by Mark Goldblatt
Summer Nights by Christin Lovell
Moth to the Flame by Sara Craven
Clutched (Wild Riders) by Elizabeth Lee
Kraken Mare by Jason Cordova, Christopher L. Smith