El maestro iluminador (36 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: El maestro iluminador
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Pero luego llegó el día en que ya no le quedaron fuerzas para mantener esa brillante visión. Sólo quedaban el frío, la comezón en el estómago, la espesa oscuridad y el hedor.

Fue en un día como ése cuando lo llamó el obispo.

XVII

Vi que las mangas [del monje] estaban adornadas con una excelente piel gris, la mejor de la tierra, y la capucha, para sujetarla por la barbilla, tenía un broche hábilmente diseñado de oro labrado.

GEOFFREY CHAUCER.

Los cuentos de Canterbury (siglo
XIV
)

Finn yacía hecho un ovillo en su cama de piedra, sumido en un estado de duermevela y estupor cuando lo despertó el pie del guardia. Le dio un puntapié en el vientre, apuntando hacia arriba. Finn se quedó sin aliento un instante y luego lo recuperó de golpe con un dolor lacerante. El guardia le puso las esposas de hierro y lo levantó. Finn se tambaleó como un viejo. Un rayo de luz entró por la rejilla abierta por encima de su celda, clavándose en su ojo como la aguja de hueso de Kathryn. Miró a su torturador con los ojos entrecerrados, y éste rió.

—No sabes quién soy, ¿eh? ¿No reconoces al viejo Sykes, al que trataste mal por incordiar un poco a un enano?

Desde luego, Finn lo había reconocido el primer día, pero había confiado en que Sykes estuviese demasiado borracho para recordar su encuentro en La Hija del Mendigo. Vana esperanza, Sykes se acordaba y estaba allí para ajustar cuentas. Finn no dijo nada. Mejor dejar que se desahogara. Se divertiría menos si él no ofrecía resistencia. De todos modos, no le quedaban fuerzas para resistirse. Se encorvó hacia delante, apretando los codos contra los costados para aliviar el dolor de las costillas.

—Ya no eres un elegante caballero, ¿eh? Hueles tan mal que das asco. Habrá que lavarte o el verdugo no querrá acercarse para ponerte la soga. Ya no eres tan valiente sin tu bonito puñal, ¿eh?

El puñal. Tal vez había llegado por fin el momento. Finn movió el pie izquierdo dentro de la bota y sintió el cuero liso donde tenía que estar enfundado. Recordaba vagamente haberlo lanzado a un par de ojos relucientes en la oscuridad, y no se había molestado en recuperarlo. Habría tenido que buscarlo a tientas por el suelo cubierto de cieno, ¿y para qué?

El guardia lo condujo hacia la escalera. Tropezó con el primer escalón. Todavía tenía los grilletes en los pies: los llevaba desde hacía tanto tiempo que ya parecían parte de su cuerpo; incluso la piel irritada en torno a los tobillos se le había endurecido para formar una costra protectora.

—No puedo subir con los grilletes. Tendrás que quitármelos —dijo con un hilo de voz a causa de las costillas magulladas.

Le costaba demasiado respirar como para desperdiciar una bocanada de aire.

—No tengo que quitarte nada. Puedo hacerte subir de una patada, como la bolsa de mierda de perro que eres. Pero se me podría cansar la pierna y es posible que quiera usarla después, ¿no crees?

Soltó la argolla de hierro de una pierna y la cadena y la argolla suelta golpetearon contra el suelo cuando Finn reanudó el ascenso.

—Por si se te ocurre echar a correr, te aconsejo qué no lo hagas. Para demostrárselo, le pisó la cadena abruptamente. Finn se tambaleó hacia delante, conteniendo un gemido.

Cuando llegaron al patio de tierra que daba a las mazmorras, Finn volvió a tropezar. La luz lo cegó y sintió que le estallaba la cabeza. Para una mente que llevaba semanas sumida en el silencio, el ruido era ensordecedor —el relincho de los caballos, el graznido de las aves de corral, los gritos, el ladrido de los perros y el trajín de los guardias—, una agresión a los sentidos. Le embargó un anhelo casi religioso por el silencio aislado de su calabozo.

Hacía un día frío y soleado y él sólo llevaba su camisa mugrienta. Empezó a temblar descontroladamente.

—¿Qué llevas ahí, Sykes? —preguntó uno de los hombres que andaba por las caballerizas.

—Un trozo de carne de cuervo. Pero antes tengo que frotarlo; si no, ni los buitres querrán saber nada de él.

—¿Necesitas ayuda?

—No querría compartir el placer.

Finn avanzó a ciegas con paso vacilante, empujado por Sykes, hasta que tropezó con un abrevadero de madera y sintió que lo arrojaban dentro de un empujón. El contacto con el agua lo sobrecogió ahogando incluso el dolor de las costillas. Intentó salir, pasando la pierna libre por el borde del abrevadero, sacando la mitad del cuerpo, pero una mano brutal le empujaba la cara hacia abajo. Así que al final iban a ahorrarle el trabajo al verdugo. Se obligó a dejar de forcejear, a permanecer inmóvil como una comadreja en la boca de un perro. Consciente de que no podía defenderse de su agresor, resistió el deseo de luchar. El agua agolpada en los oídos amortiguó unas voces discrepantes.

—Por la sangre de Cristo, Sykes, lo has ahogado. El obispo no se alegrará. Sácalo.

Un segundo más y le habrían estallado los pulmones.

—Ahora mismo, he dicho.

La mano lo soltó, y Finn, escupiendo, sacó la cabeza del agua.

Sykes lo cogió por la camisa, desgarrándosela, y lo arrastró. Otro guardia se acercó corriendo y lo envolvió en una manta.

—Despenser lo quiere vivo, idiota.

—Tenía que lavarlo, ¿no? No podía permitir que ofendiera la delicada nariz del obispo. Eso no estaría bien, ¿no crees?

—Ya te enseñaré yo lo que estaría bien, imbécil.

Finn estaba de pie, chorreando, envuelto en una manta, que, aunque no del todo limpia, estaba algo mejor que la anterior. No podía parar de temblar, pero el agua fría, cuya superficie tenía una capa rota de hielo, lo había despejado.

El obispo quería verlo. Así que al final iba a obtener una audiencia. Más le valía empezar a preparar su defensa. Permaneció inmóvil en el patio, temblando, oyéndolos discutir por él mientras intentaba reconstruir el andamio roto del argumento que había erigido en su mente al principio de su encierro.

Sykes se alejó disimuladamente en dirección a la caballeriza mientras el capitán ordenaba que le quitaran los grilletes. Finn se frotó las muñecas. Sin los hierros le parecieron ligeras y extrañas.

—¿Qué día es hoy? —preguntó.

Le castañeteaban los dientes, por lo que pronunciaba las palabras entrecortadamente. No podía dejar de temblar.

—Siete de enero. Ayer fue el día de la Epifanía.

Santo Redentor, había estado en esa cloaca un mes. Se puso a temblar más violentamente y cada estremecimiento le sacudía las costillas rotas.

—Vamos, tenemos que hacerte entrar en calor y lavarte para ver al obispo. —El oficial miró a Finn como si le esperase una tarea difícil y laboriosa.

—¿Tendré un juicio, pues?

Por fin alguien había dado la voz de alarma. Lady Kathryn había hecho valer su influencia. El maltrato recibido sólo había sido por culpa del bribón de Sykes.

—No sé nada de un juicio, sólo que el obispo quiere verte en el salón de la torre. —El oficial le indicó que lo siguiera.

Una vez en la torre del homenaje empleada como cuartel, Finn se calentó junto a un brasero de carbón y sostuvo una taza de caldo entre las manos como si fuera el Santo Grial. Si bebía algo más que pequeños sorbos sentía náuseas, pero el temblor se había detenido y, si mantenía el torso inmóvil, el dolor era soportable.

—¿Ha preguntado alguien por mí? ¿Una dama, la señora de Blackingham o mi hija? Se llama Rose.

—No que yo sepa. Y me habría enterado, soy el oficial al mando.

A continuación, como para demostrarlo, se volvió para ordenar que trajeran una bañera delante del fuego. Su último baño había sido junto al fuego de la alcoba de Kathryn, antes de que ella lo traicionara. Nunca volvería a estar limpio.

—Ahora que me acuerdo, sí que vino alguien preguntando por el iluminador. Eres tú, ¿no?

Finn asintió con la cabeza.

—Dijo que traía un mensaje de Blackingham. Un enano. Un hombrecillo curioso, lo mandé a tu carcelero.

A su carcelero, Sykes. Así que no lo habían abandonado por completo. Supuso que Kathryn había enviado a Medio Tom y Sykes no le había dejado verlo.

El guardia se levantó, con las llaves colgándole, y le lanzó a Finn un trozo de toalla. Una toalla limpia. Le escocieron los ojos, pero no iba a romper a llorar delante del guardia porque veía una toalla limpia y una pastilla de jabón.

—Tengo que hacer la ronda —dijo el oficial— Este castillo alberga a unos cuantos «invitados» nobles, la mayoría franceses. Han pedido un rescate por ellos y me pagan un pequeño suplemento para que les proporcione algunos lujos. —Le guiñó un ojo a Finn—. Hay un duque de Burdeos que siente debilidad por las rubias culonas.

Le dio a Finn un pantalón y una camisa limpios; la camisa no era de fina batista, pero sí de buen algodón inglés.

—Lo siento, obviamente no puedo darte una navaja. Pero aquí tienes un peine para el pelo y la barba. Usa el lado de los dientes finos. Al obispo no le gustan los piojos.

Finn cogió el peine y lo puso encima de la pila de ropa, que mantuvo alejada de su cuerpo como si no quisiera contaminarla con su suciedad.

—Una cosa más, si me permites pedirla, ya que en estas circunstancias no puedo ofrecer una recompensa inmediata por los servicios.

El oficial sonrió. —Puedes pedirla.

—Creo que Sykes me ha roto las costillas. Si pudieras darme un trozo de tela para vendarme el tórax, recordaré tu amabilidad.

—Creo que eso se puede conseguir para un preso especial del obispo.

—Y que esté limpio, si no es mucho pedir.

El oficial soltó una carcajada y Finn se dio cuenta de que se había mostrado más de lo aconsejable ante ese hombre. Estaba tan abrumado por la idea de que volvería a estar limpio que sólo oyó a medias la respuesta del oficial. ¿Había dicho el «preso especial del obispo»? Eso no auguraba nada bueno.

—Bien, estará limpio. Y enviaré a un muchacho para que te ayude a ponerte la venda y un poco de jugo de adormidera para el dolor. Después un oficial te acompañará a ver al obispo. —Luego, serio, añadió—: Por si tienes la menor intención de intentar escaparte, te aconsejo que no lo hagas. El castillo es un lugar seguro y es posible que esta reunión con Henry Despenser sea tu única oportunidad. Haz todo lo posible por agradarle. He visto a hombres de mejor cuna que la tuya desaparecer entre las paredes de este castillo.

Sentado en su silla de respaldo alto, Henry Despenser aguzaba el oído, como el galgo a sus pies. La suya era una pose estudiada con la que pretendía intimidar a sus suplicantes, obligándolos a arrodillarse del todo (el obispo despreciaba la reverencia superficial). Tendió la mano izquierda, de palma cuadrada y carnosa, y acarició con el índice que lucía un anillo la oreja de la perra. Tenía la mano derecha apoyada en el brazo de la silla y tamborileaba en el roble tallado con el anillo pastoral que llevaba en el dedo corazón. Cuánto placer daba el ejercicio del poder. Doblegar a un hombre a su antojo, sobre todo a un hombre como el que había llamado, podía producir una sensación de éxtasis casi tan intensa como el desahogo carnal.

Examinó la habitación. Todo había sido dispuesto como él había ordenado. Sus sirvientes conocían bien la importancia que concedía a los detalles. La perra irguió las orejas; a continuación también él lo oyó: el sonido de una espada larga al rozar el borde de los escalones y luego unos pasos.

Extendió el dobladillo de su túnica para ampliar el círculo de la orla de piel. Cuánta energía destinada a tender una encerrona a un diletante de la pintura, a un diletante quizá también de la herejía. De todos modos, valió la pena tomarse la molestia: la insolencia de ese hombre no podía quedar impune; además, estaba el asunto del retablo de cinco paneles que quería para el altar de la catedral. ¿Por qué pagar por algo que podía conseguir gratis? Había visto la obra del iluminador, sus trazos audaces, sus ricos colores, y envidiaba su talento. Pero si no podía poseer el talento, poseería al hombre que lo tenía.

Clavó la uña en el pelaje de la perra, introduciéndola en el pequeño hueco entre la oreja y el cráneo. El animal tembló, pero se quedó quieto. Ni siquiera soltó el más ligero gruñido. Una bestia bien adiestrada y sometida, ése era el tipo de obediencia que él inspiraba.

Llamaron levemente a la puerta. El obispo acariciaba la cabeza de la perra, que soltó un suave gemido y se estremeció antes de apoyar la cabeza en las patas delanteras.


Benedicite.

—Vuestra eminencia.

El oficial cruzó el umbral y se arrodilló, golpeando las baldosas de piedra con su larga espada. El iluminador, de pie detrás de él, inclinó la cabeza como si hiciera una reverencia, pero mantuvo el torso recto.

—¿Vuestro preso no se arrodilla en presencia de la Santa Iglesia?

El oficial tiró del brazo de Finn, obligándolo a arrodillarse de un golpe. Pero no fue una acción voluntaria y su postura no reflejaba humildad suficiente para dar a entender que las semanas en el calabozo hubieran mejorado su actitud. Muy bien, cuanto más dura la lucha, más dulce es el triunfo.

—El preso está herido, eminencia. Lleva las costillas vendadas. Le cuesta rendir pleitesía.

—¿Esa lesión se produjo estando bajo nuestra custodia?

—Ha sido un accidente, eminencia. Ha tropezado en la escalera.

—Ya veo. —Despenser sonrió— Deberíais tener más cuidado... maese Finn, ¿es ese vuestro nombre? Podéis levantaros.

El dolor se traslució en el rostro del preso cuando se puso torpemente en pie. Henry siguió acariciando la cabeza de la perra.

—Podéis dejarnos, capitán.

—Pero eminencia, recordad que este hombre está acusado de asesinato.

—Lo sé. Lo repito, podéis dejarnos.

Cuando el oficial salió por la puerta, el obispo dirigió la mirada hacia Finn. Hombres en situaciones menos apuradas que la suya se ponían nerviosos con semejante escrutinio. Despenser admiró, aunque a regañadientes, la sangre fría del iluminador.

—¿Sois un asesino de sacerdotes, maese Finn?

—No soy un asesino, eminencia. Han cometido una gran injusticia, como veréis en cuanto examinéis las pruebas. Si entrevistáis a mi hija, sabréis...

El obispo lo interrumpió con un gesto de la mano.

—Una hija que no hable a favor de su padre es una mala hija. Además, semejante testimonio sería prematuro. El sheriff del condado todavía está reuniendo pruebas, y esa ardua tarea requiere tiempo. Sir Guy tiene otros asuntos pendientes, al menos eso me dice. Mientras tanto, estoy seguro de que entenderéis que la Santa Iglesia no puede permitir que quede libre un hombre sospechoso de haber asesinado a un sacerdote. —«Sobre todo un hombre con vuestros contactos heréticos», pensó.

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