Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
«Pobre desgraciado», pensó mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano y espoleaba al caballo. Probablemente un campesino rebelde que había hablado demasiado alto y con demasiado acierto en contra del impuesto de capitación de Juan de Gante, el segundo en tres años. Un alto precio por decir nada más que la verdad. Pronto su cabeza, con los ojos arrancados por los pájaros, adornaría un poste en alguna puerta de la ciudad, como advertencia a los demás. Decir la verdad era un asunto peligroso.
Dejando el castillo a sus espaldas, la mirada de Finn se posó en la otra maravilla arquitectónica de la ciudad, al este del mercado. La catedral de Norwich, como el castillo, resplandecía apaciblemente a la luz de la tarde. Aunque sólo era un poco menos amenazadora, tenía que reconocer que era una estructura más agradable a la vista. Su torre de crucero cuadrada y normanda era impresionante. No tenía aguja; en 1362 un huracán había destrozado en mil pedazos el chapitel de madera, destruyendo además parte del ábside. Finn sonrió al recordar que Wycliffe se había referido al huracán como «el aliento enfurecido de Dios».
El ábside de la catedral había sido reconstruido por el predecesor del obispo Despenser, pero otras prioridades habían desbancado la construcción de la aguja. Los claustros también requerían una reforma, además de un muro para proteger a los monjes benedictinos de los disturbios. Los monjes ya habían sido agredidos, en 1297, por una muchedumbre enfurecida porque en ocasiones se habían negado a celebrar los oficios, incluso la Eucaristía, si no recibían ofrendas a cambio. «Vendían el cuerpo de nuestro Señor por un penique a fin de adquirir permisos para mantener a sus concubinas —le había dicho Wycliffe—. y no ha cambiado gran cosa en los últimos cien años.» En eso último Finn coincidía con él.
El proceso de reconstrucción de los claustros seguía en curso. Mientras el caballo se abría paso por la calle del Castillo y empezaba a ascender por la cuesta del Olmo, Finn vio trabajar a los picapedreros, oyó el golpe del yeso y el chirrido de los mampuestos mientras revestían el resistente pedernal de Norwich con la piedra más agradable importada de Normandía. Sus maldiciones porque el yeso se endurecía demasiado pronto en el aire frío, porque se les entumecían los dedos azules calzados con mitones, se entremezclaban con las protestas de los pájaros ahuyentados de sus nidos en los nervios de piedra de los claustros.
Cuando llegó a lo alto de la cuesta, Finn descabalgó delante de La Hija del Mendigo, cuyo cartel prometía una espumosa jarra; por la sangre de Cristo, qué bien le sentaría. Le pasó las riendas del caballo a un pequeño rapaz que ya conocía de vista.
—Te daré medio penique y una torta de cerdo si mi caballo sigue aquí cuando vuelva.
El pilluelo harapiento cogió el caballo por el freno y se lo llevó al estrecho pasadizo entre las casas.
—Ni el propio demonio podría quitármelo, mi señor. —Saludó elegantemente, con un vigor y una energía que no correspondían a sus circunstancias.
—No es el demonio quien me preocupa —dijo Finn. Admiraba la iniciativa del muchacho. Ya lo había visto merodear por allí: haciendo recados, limpiando para los puestos del mercado, cualquier cosa con tal de ganar un poco de pan. Había docenas de niños así, a pesar de que se requería mucho ingenio para que un mendigo se mantuviera alejado del cepo. Incluso si alguien daba una limosna a un mendigo se exponía a la cárcel. La mayoría eran siervos fugitivos, que vivían de los desechos de la ciudad y se escondían entre sus murallas en espera de la fecha en que quedarían libres, y allí había desechos de sobra. La cuesta del Olmo era la calle más estrecha de Norwich.
Una cloaca abierta que se extendía por un alcantarillado en medio de la calle adoquinada hacía peligrar el tránsito tanto de hombres como de animales. Pero, además de acoger el mercado semanal, era el principal barrio comercial de Norwich, donde los ricos mercaderes laneros y los tejedores flamencos vivían en algunas de las casas más grandes de la ciudad, con sus almacenes que se extendían por detrás hasta el río. En el otro extremo de la calle, las casas de los tenderos y los maestros de gremios se hallaban encaramadas encima de los locales y las tiendas, inclinadas sin orden ni concierto hacia la calle, a la que daban un aspecto de laberinto. Un laberinto en el que podían desaparecer un niño y un caballo si surgía la tentación.
Una vez en la taberna, Finn se sentó junto a una sucia ventana que le permitía verlos a ambos. El chico volvió a saludarlo y le guiñó el ojo con picardía. Finn le devolvió el saludo. Su caballo estaría allí cuando lo necesitara, de eso no le cabía duda.
Finn había ido a la cuesta del Olmo a comprar plumas, pero antes tomaría algo para entrar en calor y esperar a Medio Tom, que debía reunirse con él allí para entregarle un paquete de Wycliffe. No tuvo que esperar mucho. En el rincón opuesto de la taberna oyó risotadas procedentes de un grupo de cinco hombres, reunidos en corro. El cabecilla, el que estaba más cerca de Finn y le daba la espalda, vestía la librea de la prisión del castillo.
—Podríamos atarlo y ver si se balancea tanto como el otro.
—Qué va, es demasiado bajito. Eso no tiene ninguna gracia.
Simplemente se agitaría como un trozo de cebo para los peces.
Sonoras carcajadas.
—Pues entonces vamos a ver hasta dónde llega si lo lanzamos hacia arriba.
Un brazo y luego un saco de harapos salió volando hacia el techo, rebotó contra una viga y dio una voltereta en el aire antes de aterrizar en el suelo. Cayó justo fuera del círculo, cuan largo era, y se puso en pie de un brinco, milagrosamente ileso. Era Medio Tom. El enano corrió hacia la puerta pero una mano lo agarró y lo devolvió al corro.
Finn cogió el puñal que llevaba en la bota y se acercó al círculo. Dentro del corro, Medio Tom se agitaba, maldecía e intentaba morder el brazo que lo sujetaba.
—Cáspita, qué enano tan resistente. Pero apuesto dos peniques a que la próxima vez revienta.
Finn se acercó a los hombres. A primera vista, era un grupo variopinto. Hombres que se hacían los matones más por miedo que por gusto; tal vez la ejecución hubiera despertado en ellos un poco de sed de sangre. Finn ya lo había visto antes: personas normales, en otros momentos capaces de realizar actos de bondad, que se convertían en perros salvajes en busca de una presa. Fingiendo interés, miró por encima del hombro del guardia de la prisión y retrocedió ligeramente cuando vio un piojo avanzar por el pelo grasiento del hombre. Le hincó la punta del puñal en la espalda, apretando lo justo para que atravesara el jubón de cuero.
—¿Por qué no soltáis al enano, amigo? —dijo en tono gentil, pero presionando un poco más para que el guardia no dudara de sus intenciones.
El hombre volvió la cabeza para mirar a su agresor, tensando el cuerpo cuando el puñal atravesó la áspera tela de la camisa. La mano que sujetaba a Medio Tom se relajó lo suficiente para que el enano pudiera soltarse y salir corriendo hacia la puerta.
Finn apoyó una mano en el hombro del guardia mientras sostenía firmemente el puñal con la otra.
—Seguro que vuestros amigos quieren celebrar que no son ellos los que cuelgan al final del puente del castillo.
—¿Ya vos qué os importa? —repuso el hombre con falsa bravuconería.
Finn notó las miradas furtivas de sus compañeros que intentaban ver qué ocurría. Les facilitaría las cosas.
—Tabernero, sirva una ronda de la mejor cerveza a estos amigos míos y póngala en mi cuenta.
Un jornalero alto y de aspecto cansado se encogió de hombros y fue el primero en relajarse. Después, uno por uno, fueron cogiendo una jarra de la bandeja que les ofreció el tabernero con cara de alivio. El circunstancial vínculo que los unía se rompió y el grupo de cazadores de enanos se dispersó, evitando mirarse a los ojos. «Pero esto no se acaba aquí», pensó Finn observando al corpulento bellaco al que retenía a punta de puñal y a quien había estropeado la diversión.
—¿Qué me decís, amigo? También hay una jarra para vos.
Antes de terminar la frase, el hombre se había girado para intentar arrebatarle el cuchillo, pero calculó mal y cogió la hoja. Chillando como un gato escaldado, apartó la mano ensangrentada.
En ese momento apareció Medio Tom seguido de un alguacil que lucía la insignia escarlata que lo identificaba como subalterno del sheriff.
—Este hombrecillo dice que estáis alterando la paz del rey. —Ceñudo, miró alrededor—. Tenía que haber supuesto que estaríais metido en esto, Sykes.
—No pasa nada, alguacil —dijo Finn—. Os aseguro que la paz del rey está tan intacta como siempre. Sólo le mostraba mi puñal al guardia cuando se le ha caído, y al intentar cogerlo se ha cortado la mano.
Los demás juerguistas apuraron sus bebidas y se dirigieron sigilosamente hacia la puerta. Antes de marcharse, uno de ellos tuvo el detalle de alzar su jarra vacía en dirección a Finn.
—¿Lo veis? Está todo en orden. Preguntadle al tabernero.
Este asintió. Sin duda tenía motivos más que suficientes para temer la justicia del rey. El alguacil, no del todo convencido, seguía con la mano apoyada en la empuñadura de su pequeña espada.
—Le decía a Sykes que debería ocuparse de ese corte antes de que se le encone —dijo Finn mientras limpiaba la sangre del puñal.
—Desde luego, pienso ocuparme de ello. Y bien que lo haré, de eso podéis estar seguro.
Sin embargo, pese a las miradas iracundas y la amenaza velada, Sykes se vendó la mano herida con un trapo que le dio el tabernero y se encaminó torpemente hacia la puerta. El alguacil se apartó sólo un poco, obligando al guardia a pasar junto a él de lado.
—No falla: pasa cada vez que hay un ahorcamiento, y siempre está Sykes por medio. Yo en vuestro lugar me mantendría alejado de él durante un tiempo. Ese hombre tiene una veta malvada tan grande como una puta vieja y gorda.
—Gracias, pero mi amigo y yo... —hizo una señal con la cabeza a Medio Tom y advirtió la sorpresa del alguacil—, mi amigo y yo nos habremos ido antes de que Sykes esté en condiciones de darnos problemas.
Tras marcharse el alguacil, Finn pidió comida para él y Medio Tom.
—¿Seguro que no te has hecho daño? Ha sido una buena caída.
La amplia sonrisa del enano le dividió el rostro en dos medialunas.
—He tenido ocasión de aprender algún que otro truco en mi vida. —Partió un trozo de pan y se lo llevó a la boca. Masticó con vigor y luego añadió—: En general no me acerco a esta clase de lugares o me voy corriendo, pero cuando todo lo demás falla, me hago un ovillo y meto la cabeza dentro del jubón. ¿Lo ves? Así.
Acto seguido la cabeza del hombrecillo se encogió de modo que parecía una gran tortuga asomando de su cascarón. Finn no pudo evitar reírse. En lugar de ofenderse, a Medio Tom también le hizo gracia. Tras coger un trozo de cebolla, otro trozo de pan, y tragar, añadió:
—Y cuando vengo a la ciudad siempre me pongo dos camisas. Es una buena almohadilla para amortiguar los golpes.
—Muy ingenioso.
—Ya, pero no siempre funciona. Una vez me rompieron tres costillas. Y calculo que esta vez no me habría librado tan bien si no hubieses estado aquí para salvarme.
Finn agitó la mano para restarle importancia.
—Si yo hubiese llegado a la hora acordada no habrías necesitado que te salvara nadie. ¿Tienes algo para mí de maese Wycliffe?
Medio Tom metió la mano entre su camisa, desató una correa y sacó un paquete forrado de cuero.
—Esto también sirve de almohadilla. Los papeles están aquí dentro. Maese Wycliffe aconseja discreción —y pronunció las palabras que no entendía con cautela, saboreándolas primero con la lengua—: Dice que el arzobispo le ha pintado una diana en la espalda.
—¿O sea, que has hablado con él?
—Sí, fue a Thetford para hablar en el sínodo de obispos, como me dijiste. Me colé con una compañía de actores que los entretenía en la comida. Bastó con un par de volteretas, una vertical o dos. Maese Wycliffe hizo ver que me mandaba a hacer un recado y luego me dio este paquete como si fuera mi paga.
—¿Le diste las páginas acabadas?
—Sí, ése era el recado que se suponía que tenía que hacer.
—¿Le gustó mi trabajo?
—Sólo lo miró muy por encima. Me ofreció una bolsa.
—¿Le dijiste lo que te indiqué?
—Sí, le contesté que tu trabajo era... —hizo una pausa y puso los ojos en blanco— gratis —dijo muy ufano, orgulloso de su nuevo vocabulario.
—¿Y qué contestó?
—Que recibirías tu recompensa en el cielo.
—Eso es suficiente, supongo. ¿Le has dicho también que intentaría hacer otra copia de sus traducciones en cuanto tenga tiempo?
—Dijo..., no recuerdo lo que dijo, pero más o menos la idea es que cuanta más gente lea las Sagradas Escrituras por su cuenta, más se verá cómo los engaña la Iglesia.
Finn asintió. Había leído la traducción mientras trabajaba y le pareció fascinante. Nunca había leído el Evangelio según san Juan en latín, sólo había captado su significado de los sermones, obras de teatro y fragmentos en latín que se sabía de memoria. Se lo había creído porque le habían dicho que debía creérselo. Pero la traducción de Wycliffe mostraba a un Cristo distinto del que hablaban los curas. Sin duda se veía su sufrimiento, pero también había alegría y amor, mucho amor, del tipo del que hablaba la anacoreta. «Porque Dios amaba el mundo...» Eso era lo único que había, pensó Finn, pero bastaba. Si uno se lo creía.
—¿Sabes leer, Tom?
—Los monjes intentaron enseñarme, pero yo no entendía el latín. Si pudiera leer la Biblia, bueno, valdría la pena el esfuerzo. —Sonrió—. Ahora que soy mensajero, sería más fácil que intentar recordar todas esas palabrejas que siempre dices.
Desde el otro lado de la ventana, Finn vio al chico que le sujetaba el caballo dar pataditas en el suelo con los pies envueltos en trapos para mantenerlos en calor. Era hora de irse. Pidió una torta de cerdo y le compró al tabernero una gruesa manta, diciendo que a lo mejor la necesitaba antes de llegar a su casa. Si el niño no tenía una cama, esa noche al menos podría abrigarse.
Al final Finn no se libró de ver la máscara de la muerte del ahorcado. ¿Quién era el finado? ¿Un cazador furtivo, un ladronzuelo? O tal vez un adivino. Todos ellos delitos que se castigaban con la horca. Era muy fácil para un hombre perder la vida, ya fuese por ofender a la Iglesia o por ofender al rey. Una señal de advertencia para él. ¿Acaso el hecho de iluminar los textos de Wycliffe lo convertía en miembro del movimiento lolardo? Tampoco era ilegal... todavía. ¿Qué ángel o demonio lo había inducido a decantarse de una manera tan precipitada? ¿Y por qué? No le preocupaban demasiado las recompensas en el cielo, tampoco las llamas del infierno, simplemente le había parecido lo más sensato. Le gustó la idea: que cada hombre pudiera leer las Escrituras por su cuenta.