Read El maestro de Feng Shui Online
Authors: Nury Vittachi
Esta vez era Wong quien iba al volante. Su manera un tanto errática de conducir, aprendida cuando de joven llevaba camiones en Guangdong, daba miedo en Singapur pero parecía adaptarse bien a las caóticas carreteras del este de Malasia. Conducía normalmente por el medio de la calzada. Los grandes haches que de vez en cuando los hacían brincar en sus asientos no parecían preocuparle en absoluto. Se lanzaba sin temor sobre rebaños de ovejas, sin ocasionar daños a éstas ni al vehículo. Iba mirando el mapa desplegado encima del volante, pues no quería extraviarse.
El sol daba de lleno en las ventanillas, y los lugareños los miraban pasmados, lo mismo que los bueyes de mansos ojos. El aire acondicionado del coche, encendido a plena potencia, no podía competir con el tremendo calor.
Después de una hora de viaje sin incidentes, los pasajeros empezaron a relajarse. Como no era dado a conversar, Wong prefería tener algo en que ocuparse, y declinó todos los ofrecimientos de ser relevado al volante.
Sinha era lo contrario. Repantigado cuan largo era en el asiento del pasajero (que parecía empequeñecerse bajo su peso), hablaba sin cesar sobre personas que había conocido, y parecía capaz de seguir así indefinidamente pese al escaso interés de sus oyentes.
Contó diversas historias. En una ocasión había ido en busca de un levitador que al parecer vivía en la región montañosa cerca de Simia, en el norte de la India. Antes de partir había hecho varias pesquisas, para asegurarse de que el hombre en cuestión desafiaba genuinamente la fuerza de la gravedad, y no era uno de esos yoguis que botan sobre un colchón con las piernas cruzadas mientras sus discípulos fotografían debidamente la escena.
—Se me aseguró repetidas veces que no era un impostor, que se trataba de un verdadero hombre flotante, de modo que me puse en camino e hice el viaje de dieciséis horas en autobús hasta el lugar donde vivía —dijo—. A partir de allí fui preguntando a los lugareños y al final di con alguien que lo conocía personalmente. Se negó a conducirme montaña arriba hasta que le di una gran suma de dinero. Yo, de todos modos, le habría pagado cuando llegáramos, ya que me gusta mostrarme generoso con los pobres del país de mis antepasados. En fin, el hombre quería el dinero por adelantado, de modo que se lo di. Se marchó corriendo a meterlo en el banco, lo que en su caso significaba, sospecho, esconderlo en un agujero debajo de su cama; los pobres son muy previsibles, siento decirlo, y la previsibilidad es uno de los grandes defectos de la raza humana. De hecho, me atrevería a decir que uno de los motivos de que los pobres sean pobres y no dejen de serlo es que se conducen de un modo absolutamente previsible. Sólo el hombre que se libera del sendero trillado tiene la posibilidad de mejorar sus circunstancias. De lo contrario, uno es como un buey arrastrando un arado siempre por el mismo surco, año sí, año no. Uno pensaría que los pobres del norte de la India se darían cuenta de esto, porque justo delante de sus narices tienen el ejemplo de bueyes atrapados todo el año en idénticos surcos, pero...
—¿Y el hombre que levitaba? —intervino Joyce—. ¿No podría volver a él?
—Oh, sí, perdón. Estaba divagando, yéndome por las ramas. Tendrán que perdonarme, pero siempre he sentido inclinación a irme por la tangente. Y no será que se me dé mal divagar. A un tío mío que era político en Uttar Pradesh le pidieron una vez que pronunciara un discurso de diez minutos en acción de gracias antes de una comida. Entre divagaciones y demás, la alocución duró casi una hora y la comida se echó a perder. Los primeros platos estaban ya fríos, y los que estaban por llegar se habían quemado. Sí, sí, el levitador.
Sinah cambió de posición sus largas piernas y pasó un brazo sobre el respaldo del asiento antes de continuar.
—Entré en la profunda cueva iluminada por velas donde se suponía que vivía aquel hombre (mi guía se negó a acompañarme, pues por lo visto nadie podía acercarse al levitador a menos que fuera un acólito que hubiera seguido sus enseñanzas durante años). Bien, me lo encontré sentado a una mesa y me pareció un hombre absolutamente normal. Era una mesa alta, al estilo occidental, y él estaba allí sentado como si se dispusiera a comer el asado de vacuno de los domingos. Nada de eso, por supuesto, porque en la India no se come vacuno, a menos que uno quiera verse en un gran lío como me ocurrió a mí una vez, y es una historia que merece la pena contar. Sucedió cuando yo tenía unos veinte años y acababa de terminar mis estudios superiores. Pero ya lo contaré más tarde, ¿de acuerdo? El levitador, sí. Estaba, como digo, sentado a una mesa, encima de la cual había velas y un altar improvisado con varios dioses. Rezando sus oraciones, sin duda. Tuvimos que probar varios dialectos hasta dar con uno que ambos entendiéramos, y poco después estábamos charlando como amigos de toda la vida. Yo me quedé de pie, haciendo reverencias, mientras él permanecía sentado con las manos juntas. Hablamos de toda clase de cosas, misticismo, líderes religiosos, alimentos preferidos.
»Al final me cansé de tanta cháchara y le pregunté abiertamente acerca de la levitación, y él dijo que sí, que podía hacerlo. Pero cuando le pedí una demostración, cambió de tema. Yo insistí. Él volvió a irse por las ramas y no logré convencerlo de que se alzase del suelo aunque fuera unos milímetros. Se me quedó mirando, sonriente. Y cuando se lo pedí otra vez, de manera más perentoria, me dio esta interesante respuesta, que siempre recordaré: "No se nos concede este don para que hagamos demostraciones, sino para fines elevados." A lo que yo repliqué: "Mostrar su pericia a un viajero a fin de que éste pueda divulgar la noticia entre miles de personas es un fin elevado, ¿no cree?" Y él dijo: "Su idea de fin elevado no coincide con la mía. Un fin elevado puede ser remontarse en el aire para glorificar a los dioses, aunque no haya nadie mirando salvo los dioses mismos. Ése es el más elevado de los fines, porque la gloria es sólo para los dioses."
Sinha se mordió la uña del pulgar y se removió ligeramente en su asiento, haciéndolo crujir horriblemente. Tras una breve pausa, continuó:
—Pensé que escurría el bulto, aunque, por supuesto, no se lo dije. Creí entender que sólo levitaba cuando nadie podía verlo, lo cual significaba que jamás habría una prueba de su don. Con todo, aquel hombre estaba imbuido de una tangible santidad, así que me mostré educado y le di las gracias. «Mi visita ha terminado», dije, hice una reverencia y di media vuelta para marcharme. Ya enfilaba la salida cuando pensé una cosa. Él había dicho que un fin elevado puede ser glorificar a los dioses, y era lo que estaba haciendo en aquel preciso momento, venerando el altar que tenía sobre la mesa. Y de repente pensé... Me encontraba a unos veinte o treinta metros. Giré bruscamente y me agaché un poco para mirar debajo de la mesa. No había ningún taburete ni silla. El hombre estaba sentado sobre el vacío, con las piernas cruzadas y el trasero flotando a casi tres palmos del suelo. ¡Había estado levitando todo el rato! Desanduve mis pasos, pero el hombre dijo: «Su visita ha terminado», y apagó las velas. La gruta quedó en completa oscuridad y no podía ver a un palmo de mis narices. Me quedé quieto y le grité que encendiera alguna luz. Sólo recibí silencio. Di media vuelta y me encaminé hacia la boca de la cueva. Nunca más volví a ver a aquel levitador.
Sinah permaneció callado unos instantes, con la mirada fija en algún punto lejano. Luego continuó:
—Regresar de allí fue otra aventura. Me dije que yo también podía levitar, y decidí probarlo mientras me encontraba en la montaña sagrada, cerca del influjo de aquel santo. Las montañas, por alguna razón, siempre parecen sagradas. Incluso en la Biblia de los cristianos, Moisés y Jesús subieron a sendos montes para ver a su dios. Tiene algo que ver con la idea de grandeza y quietud, algo que se aprecia mejor que en ningún sitio en el Himalaya, cordillera que visité por primera vez cuando tenía nueve años...
Al cabo de media hora, Joyce decidió pasarse a la música. Cada vez que Sinah se volvía para dar énfasis a alguna cosa, ella asentía con gesto de entender. El astrólogo no pareció fijarse en los pequeños cables de auricular que iban de sus orejas a su bolso.
* * *
Las aldeas por las que pasaban eran agotadoramente iguales unas a otras, y los tres se alegraron cuando llegaron a la verja del parque, donde fueron recibidos por un hombre menudo de ojos saltones y cara velluda que respondía al nombre de Icksan Dubeya.
—Suban primero a la casa —les dijo—. Allí conocerán al dueño, Sulim Abeya Tambi. Él les explicará lo que quiere.
—Por favor, ¿qué puesto ocupaban las dos personas fallecidas? —preguntó Wong.
—Estaban en el sendero de la selva. Lo verán más tarde.
—No; me parece que se refiere a qué puesto ocupaban en la empresa —intervino Joyce—. Acaba de decir que vayamos a ver al dueño, pero nuestro contacto en Malasia dijo que los dueños habían sido devorados.
—Sí, eran copropietarios, junto con el señor Tambi. Los que murieron eran el señor y la señora Legge. Eran todos socios, pero los Legge ya no están. Se los comieron los leones. Mala manera de morir. —El hombre sonrió, enseñando una boca de dientes manchados.
—Entonces el señor Tambi es ahora el único dueño del complejo, ¿no es así? —preguntó Joyce, haciendo un poco de chica detective—. O sea, ¿para él es mejor así?, quiero decir, ¿sin que estén los otros de por medio?
—Se puede decir que sí.
El tono de Duyeba le resultó difícil de interpretar. ¿Quería decir que era mejor, o que se podía creer que así era pero incurriendo en un error?
Más difícil todavía era interpretar la expresión de su cara, debido a que sus ojos miraban en direcciones opuestas. Señaló toscamente hacia una bifurcación y les dijo que tomaran el desvío de la izquierda y siguieran los carteles de «Prohibido el paso».
Wong quitó el pie del embrague con demasiada brusquedad y el coche arrancó con una sacudida.
Recorrieron lentamente cuesta arriba un largo camino serpenteante. A la izquierda, un cercado alto separaba un espeso bosque, sin duda la zona de animales. Pasaron por delante de varias edificaciones de mantenimiento —garajes, almacenes, algo que parecía una caballeriza— antes de que la calzada llegara al camino de grava de una casa grande de escasa altura. Era de piedra amarilla, al viejo estilo colonial, pero tenía un aspecto de cubo que delataba sus orígenes más recientes.
El geomántico paseó concienzudamente la mirada por el exterior del edificio. Imitaba las villas de las plantaciones del antiguo Singapur. Estaba asentada sobre pilotes al estilo malayo, pero tenía amplias galerías europeas. Aleros decorados y pérgolas a la manera de Kallang hacían pensar en un arquitecto chino, pero de gustos eclécticos: las ventanas exhibían persianas portuguesas.
Las galerías inferiores estaban provistas de mosquiteras de un tono rosa bastante chillón, actualmente común en aquella parte de Malasia. Sinha rió:
—Está claro que algún científico encontró el color que menos gustaría a los insectos, sin tener en cuenta que los seres humanos podían encontrarlo igual de repugnante.
En el porche los esperaba su anfitrión. Sulim Abeya Tambi era un hombre orondo y sudoroso, con rizos de cabello negrísimo que parecían pegados a un rostro moteado de color marrón oscuro. Vestía prendas blancas de lino, demasiado finas para que lo favorecieran, y su tripa se sacudía en perezosa sincronización con sus andares anadeantes. Era alto, más de dos metros de estatura, y sus manos parecían palas.
—Pasen, pasen, me alegro de que hayan venido. Pasen y pónganse cómodos —dijo efusivamente con un tono fino
y
agudo, pero de acento inesperadamente culto.
Los condujo a un vestíbulo anticuado, con paneles de madera teñida y un barullo de ropa y zapatos sobre una mesa baja. Siguieron hasta una amplia sala, donde Tambi los invitó a tomar asiento en unas butacas de ratán bastante incómodas. Luego se alejó para pedirle a un sirviente que sirviera coco fresco.
—¡Ay! Odio estas butacas —dijo Joyce, tratando de acomodarse—. Tienen unos pinchos que se te clavan en los Levis.
Tras el ajetreo de la llegada, el silencio volvió a la sala. Entonces, los callados sonidos selváticos empezaron a filtrarse desde la galería: ruidos sibilantes, chisporroteos. De vez en cuando algún pájaro emitía su voz, que parecía casi humana. Joyce había apagado el
discman
por educación, pero seguía sonándole una canción en la cabeza. La silenció a fuerza de voluntad y luego salió a la galería. Contempló el mar de verde que se extendía ante ella. En la distancia se oyó una especie de cacareo. La escena tenía un aire hipnótico.
Tres minutos más tarde, su obeso anfitrión volvió y se acomodó augustamente en una silla de mimbre que tenía dos soportes, donde apoyó los tobillos.
—Cuánto me alegro de tenerlos aquí —dijo—. Ha sido un verano horrible y queremos empezar de cero; por eso necesito sus consejos. —Arrugó el entrecejo en una expresión de dolor profundo. Continuó—: Hace tres semanas estábamos a punto de hacer realidad un sueño. Teníamos veinticinco personas en el equipo, y un gran número de animales, incluidos cinco leones. Salían anuncios nuestros en las revistas de todo el país. La prensa estaba ansiosa por ver qué ofrecíamos y las agencias de viajes nos incluían en sus itinerarios. Tambi's Trek iba a convertirse en el hito de toda visita a Malasia.
Sorbió la leche de coco mediante una pajita que se veía ridículamente delgada contra aquel corpachón.
—Y entonces todo empezó a ir mal. —Cerró los ojos y echó la cabeza atrás, como si hablase al techo—. La muerte de mis queridísimos amigos y socios significó el fin de mi sueño. ¿Quién querría venir a un parque de animales donde ni siquiera sus propietarios estaban a salvo? ¿Quién se acercaría siquiera a semejante lugar? —De repente abrió los ojos y miró alternativamente a sus invitados—. ¿Usted? ¿Usted? ¿Usted, señorita?
—Hombre, yo... —dijo Joyce, preguntándose si debía decir que había hecho algo más que acercarse al lugar.
—Exacto. Usted no vendría. Todos los viajes organizados fueron cancelados; toda la publicidad, retirada. Todo el personal (canallas desagradecidos) huyó, salvo mi primo Dubeya, a quien ya conocen. Así pues, me dispuse a afrontar un largo período de luto y abandoné el proyecto. Estaba destrozado, conocía a Gerry y Martha Legge desde hacía muchos años, y los consideraba mis mejores amigos. Pero luego pensé: No. Voy a intentarlo una vez más. Se lo debo a ellos. Los Legge amaban a los animales, igual que yo. Lo haré, pero no por mí, sino en su memoria.