—Que la belleza de tu soberbia melena sea el látigo que azote mi vanidad o el cilicio que hiera mi incontinencia…
Al final le pedía disculpas, cuando ella seguía mostrándose ofendida, y le rogaba que no se lo tomara a mal, que tan solo tenía ganas de jugar un poco. Ella insistía en que no se divertía para nada, que él bromeaba como una bestia. Pero en el fondo, en el fondo, lo cierto es que se divertía, y en esos momentos ella casi lamentaba no haber sido la que él había amado.
Ahora era demasiado tarde, como de costumbre. Cuando llegó a Rávena, Dante ya no conocía a nadie, ni siquiera a Antonia, que siempre había estado cerca de él. Ella, Gemma, nunca había querido salir de Florencia, a pesar de las cartas que su marido le había escrito rogándole que se reuniera con él y con sus hijos. Veinte años después había llegado, finalmente, justo a tiempo de verlo morir. Había sido demasiado rígida, un corazón de granito. La verdad es que había tenido que aguantar, por sus hijos: si hubiera abandonado Florencia, le habrían requisado también la casa donde vivía. Había gente ávida, y de otro modo no hubiera podido esperar recuperar el porcentaje de su dote sobre los terrenos de Dante requisados.
Pero ahora que estaba allí, había una cosa que no soportaba, que no podía perdonarle aún, a su marido o a sí misma: que él no se hubiera fiado de ella, que no la hubiera hecho partícipe de sus proyectos. Lo recordaba cuando se extasiaba leyendo a Virgilio y daba vueltas por la casa recitando en voz alta versos en latín más incomprensibles que los de la misa. Si le hubiera confiado entonces que al final del todo él sería el Virgilio cristiano en lengua vulgar, como había dicho aquel amigo y admirador suyo boloñés… Si le hubiera dicho también que un día se posaría la luz de la gloria sobre ellos, acaso se habría entregado completa e incondicionalmente, y le hubiera seguido a cualquier parte. En cambio le había tocado sufrir sin una explicación, le había correspondido el dolor insensato, injustificado, lo peor que le puede suceder a un ser humano. Y él lo sabía, lo había escrito incluso, que el dolor sin esperanza es el infierno del hombre.
Cuando llegó a Rávena y vio la bella casa que don Guido da Polenta le había donado a su marido, la fama de la que estaba rodeado, los señores del Véneto y la Romana que se lo disputaban llenando a sus hijos de honores y de rentas, de repente todo adquirió un significado. Los veinte años de humillación sufridos en Florencia se habían vuelto ligeros como un soplo de brisa estival, toda la vida de Dante se había vuelto clara como un libro. Ahora entendía por qué esa rigidez de fraile, esa coherencia aparentemente obtusa. Ha de ser incorruptible como el más severo de los jueces, inflexible con uno mismo, despiadado como un dios, quien quiere atribuirse a sí mismo el derecho de juzgar a los muertos.
Pero si Dante se lo hubiera dicho, ella lo habría entendido. No habría transcurrido casi toda su vida buscando una explicación a la incomprensible obstinación de su marido, alejada de sus hijos —desterrados con el padre desde que tenían catorce años—, buscando siempre en vano la protección de la camarilla de los Donati para evitar ser expulsada ella también y para conseguir que regresara su familia. Eso no lo podía perdonar, que Dante no la hubiera considerado digna de formar parte de sus planes. Había confesado a Antonia su disgusto, y la hija le había contestado que no se torturara, que, por el contrario, su padre de algún modo había querido protegerla, manteniéndola lejos de todos los tormentos que la obra le había costado, las noches insomnes, las dudas atroces, el éxtasis y los desalientos. Además, no había cambiado nada, le explicaba Antonia sonriendo, porque incluso ahora que tenía tanto dinero, no era consciente de ello, exactamente igual que cuando estaba en Florencia, que tampoco se daba cuenta de que le faltaba…
Y la casa en cierto sentido se le parecía. Era de reciente construcción, pero estaba edificada sobre los restos de una vivienda romana de la que había conservado la planta a pie de calle. Todas las habitaciones se encontraban en la planta baja, dispuestas alrededor de dos espacios abiertos: un atrio y un jardín más grande. Alrededor ya no estaban las columnas del peristilo, excepto dos incorporadas a la pared divisoria de una habitación larga y estrecha que había sido construida a un lado. En cambio permanecían los mosaicos del antiguo suelo en la parte que se asomaba al patio interno, delimitado al fondo por el muro sin puertas ni ventanas que lo separaba de otra calle de la ciudad. La habitación construida al lado derecho del peristilo era el dormitorio del poeta, donde sobrevivía la pavimentación romana con una escena del rapto de Europa. A Gemma le gustaba quedarse allí, asomada al jardín. De vez en cuando miraba la cama donde él había muerto. Ahora que ya no estaba, le hablaba para sus adentros como no había hecho nunca antes. Descubrió que tenía muchas cosas que contarle, por ejemplo su disgusto cuando él se había negado a volver a Florencia, como habían hecho otros después de la amnistía. Claro, hubiera tenido que declararse culpable y pedir perdón, pero ella habría podido volver a verlos a todos, volver a abrazar a sus hijos. Había maldecido su orgullo, su presunción, su obstinada arrogancia. Se había equivocado: como de costumbre, él tenía razón. No podía admitir culpas tan alejadas de la realidad, tan mezquinas, tan indignas de él, y erigirse al mismo tiempo en juez de los muertos. Finalmente lo perdonó por haberla dejado sola.
—¡Madre! —sonó la voz de Antonia—, ¿dónde estás?
Salió por la puerta que asomaba al jardín y la vio acercarse con ese joven cuya presencia ya había advertido en el oficio fúnebre.
—Te presento a Giovanni da Lucca —le dijo señalándolo—, un admirador de mi padre. Durante los próximos días vendrá a transcribir los últimos cantos del
Paraíso.
Yo también estaré, la abadesa me da permiso para permanecer contigo y con mis hermanos mientras queráis quedaros en Rávena.
—No sé si te ha dicho Iacopo que el
Paraíso
está incompleto —contestó Gemma—. Han venido dos hombres de Scaligero a reclamar la parte final del poema, y tus hermanos no han encontrado nada. Han buscado por todas partes. En el dormitorio están los cuadernos de tu padre, de los que hacía transcribir, canto por canto, antes que nada, la copia para el señor de Verona, y después autorizaba la de sus discípulos, que aquí eran numerosos. El
Paraíso
se interrumpe al final del vigésimo canto, que es la parte que ya tiene el señor Can, de la familia Scala. Iacopo dice (yo no lo sé, no entiendo de eso) que la obra llega hasta el cielo de Júpiter, y que faltan, como mínimo, Saturno y las estrellas fijas. Eso dice, y según Pietro los cantos finales del
Paraíso
tendrían que ser treinta y tres como los del
Purgatorio
y los del
Infierno,
de modo que en total, junto con el introductorio, sumen cien…
—¿Han buscado bien por todas partes? —preguntó Antonia—. Porque estoy segura de que nuestro padre había concluido la obra cuando partió. Vino a despedirse antes de marcharse, y estaba como no lo había visto nunca, atento a todo lo que decía, como si se hubiera liberado de golpe de todos sus pensamientos. Teníais que haberlo visto, Giovanni. No sé cómo estaba cuando lo conocisteis, pero los últimos años los pasó completamente absorto por su poema. Se le podía hablar durante horas y daba la impresión de que te escuchaba, pero de repente te miraba con aire turbado y te pedía que repitieras lo último que habías dicho; y por respuesta obtenías un verso, dos, tres endecasílabos. Se veía que estaba inmerso en otro mundo… En cambio, cuando vino a despedirse, y sería la última vez, estaba alegre, de buen humor… Pensé que tenía que haber terminado la
Comedia.
Estaba como nunca lo había visto antes: aliviado, sereno, casi rejuvenecido…
Entonces vino a llamarlas Iacopo. Tenían que ir al vestíbulo, que estaba lleno de gente porque acababa de llegar Guido Novello para conocer a la señora. De pronto el duro corazón de Gemma empezó a galopar. No estaba acostumbrada a lo mundano. Su hijo la cogió por debajo del brazo y la acompañó. El vizconde había entrado ya en el pequeño huerto, cuyo centro lo ocupaba un olivo plantado en el aljibe del antiguo
impluvium.
Junto a él su mujer, Caterina dei Malvicini; también los escuderos y otros nobles amigos, y algunos secuaces del poeta, uno de los cuales, con la cítara en la mano, cuando vio aparecer a Gemma empezó a tocar. Entonces Fiduccio dei Milotti, el médico —Alfesibeo para los de su círculo—, uno de los más fieles discípulos del maestro, empezó a declamar:
Siede la terra dove nata fui
su la marina dove
i’l
Po discende
per aver pace co' seguaci sui.
Amor ch'al cor gentil ratto s'apprende…
[5]
Y a continuación los restantes versos del quinto canto del
Infierno,
el canto de Rávena y de Francesca da Polenta, la tía de Guido Novello, los versos preferidos por el gran señor, que se los conocía de memoria y lloraba cada vez que los oía recitar. Porque la tía Francesca le había querido mucho a don Guido cuando este era un niño. Ella había sido una joven de rara belleza y refinada cultura; sin embargo un oscuro presentimiento la había entristecido cuando, a los veinte años, se había convertido en la esposa del más patán de los Malatesta y había partido para Rímini. Don Guido aún tenía diez años, y fue como si se le marchara una segunda madre. Recordó que su tío Lamberto había tenido que digerir la noticia de la muerte de su propia hermana sin mover ni una pestaña, mostrando que no pasaba nada con el marido asesino por el bien de su ciudad, la cual se debatía entre los Malatesta, los Montefeltro y los venecianos. En cambio él, Guido, si hubiera podido, cuando llegó a Rávena, justo después del homicidio, hubiera estrangulado con sus propias manos a ese horrible monigote. Sin embargo, Gianni il Ciotto había muerto solo, cojeando se marchó camino del río Cocito.
Cuando concluyó la ejecución del fragmento, Guido abrazó a la viuda y empezó su solemne discurso. Dijo que para él el canto de Francesca seguía siendo el más emocionante de todo el poema, porque le recordaba a su infeliz tía, pero también porque contenía los versos más bellos que jamás un hombre hubiese escrito sobre el amor. Narraban el conflicto entre el amor y el deber mejor que el cuarto libro de la
Eneida.
Su tía había sido entregada al riminés cojo para mantener la paz entre dos ciudades; la paz de su corazón había sido sacrificada por la de la Romana entera. Pero ya se sabe que en un corazón noble la pasión arraiga como la llama en el candelabro. Y aunque el que hablaba era Dante, cuando escuchaba esos versos le parecía estar escuchando la voz de la pobre Francesca.
Gemma, que lo escuchaba todo atentamente, pensaba mientras tanto que en realidad no amaba especialmente ese canto sobre el amor, donde parecía que lo que había condenado al Infierno a los dos cuñados de la Romana no había sido la lujuria, sino más bien la vida matrimonial impuesta por sus familias y vivida como una opresión. Y esos versos la llevaban a pensar que Dante, que sabía de amor, había puesto un poco de su parte. El poeta conocía los sentimientos de esa mujer porque eran los suyos. Francesca debía de haber sido para él un espejo femenino, como él dividida entre el matrimonio impuesto y la espontaneidad de la pasión. Esto era lo que entendía Gemma, por lo que el canto no, no le gustaba. Las lágrimas que ahora vertía no eran de emoción por el trágico acontecimiento contado por su marido, sino porque se acababa de confesar que toda su dureza de mujer de piedra, su obstinación salvaje, sus veinte años de alejamiento del hombre que, a pesar de todo, la reclamaba habían sido en el fondo su manera de amarlo. Y mientras el vizconde de Rávena terminaba su sermón anunciando que se sentía en la obligación de corresponder al honor que el sumo poeta había concedido a su ciudad, por lo que mandaría construir un monumento fúnebre digno de él, Gemma escondió el rostro entre sus manos, avergonzada de llorar.
Afortunadamente, casi nadie se fijó en ella.
Del matrimonio del poeta, que la voz del pueblo quiso tachar de muy desgraciado, jamás nadie sospechó en cambio lo estable que había sido.
D
espués se marcharon todos, invitados por Da Polenta, y Giovanni se quedó solo. Sor Beatrice le había permitido que empezara la transcripción de los ocho cantos del
Paraíso
que le quedaban por copiar. Ella se marchaba a Santo Stefano hasta el crepúsculo y regresaría con la puesta de sol. Le había enseñado, antes de marcharse, el dormitorio y el estudio del poeta, que eran adyacentes y estaban comunicados. En ellos su padre transcurría gran parte del tiempo libre, leyendo y escribiendo.
Antonia lo había acompañado en primer lugar al dormitorio, estrecho y largo, en el lado derecho del antiguo peristilo. La decoración era sobria. Una mesa justo en la entrada, bajo la única pared tapizada, y enfrente un gran arcón para la ropa, mientras que al fondo de la habitación, en la zona más oscura, estaba la cama, un colchón sobre una tabla de madera maciza con un curioso cabezal de cuero en el que estaban colgadas nueve hojas de pergamino en una funda cosida de estera que se abría en nueve marcos dispuestos formando un cuadrado. Antonia le había acompañado hasta el borde de la cama para enseñárselo, de tal manera que había podido contemplar tan extraña composición. En los pergaminos así colocados se citaban determinados versos de la
Comedia
misteriosamente dispuestos, cuyo significado parecía requerir un laborioso esfuerzo de interpretación.