El libro secreto de Dante (3 page)

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Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: El libro secreto de Dante
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Acaso es un instante aquel en que se percibe el engaño y se advierte, por encima de uno, el silencio insoportable de los cielos.

Allí en la oscuridad, tuvo la extraña sensación de que frente a sus pies, de un momento a otro, fuera a abrirse el abismo. La sensación de la vida de los demás, la sensación de la suya, allí donde estaba, y las historias de todos en ese instante le parecieron igual de poco importantes que las generaciones de malas hierbas que se suceden en los prados. Hubiera debido concluirla así, se preguntó cuál había sido el significado de la incongruente secuencia de hechos nimios que habían constituido su viaje…

Sin embargo, no tuvo tiempo de extenderse sobre esos pensamientos. Quizá porque había tenido que desmontar de su caballo y ahora lo conducía tirando de las bridas. Y porque debía prestar mucha atención a cómo avanzaba, a pie, muy lentamente y con esfuerzo, en la oscuridad absoluta del bosque en el que se había perdido. No tenía ni idea de cómo había acabado en esta selva inextricable, una maraña de maleza en la que se quedaba a cada paso enredado en la hiedra, en las zarzas, en los acebos, que le habían roto los calzones y la capa. Le sangraba el brazo que tenía libre, con el que a ciegas intentaba protegerse de las ramas espinosas. A veces parecía que las ramitas —al romperse— y los guijarros —al chocar— pronunciaran un chisporroteo incomprensible de consonantes, como el grosero insulto de un ronco juez infernal. «Es tu culpa», le pareció oír incluso, en un reproche de matorrales pisoteados. Ciertamente, era solo la voz de una conciencia inquieta, que suele torturar al torturado por el destino presentándole las adversidades como un castigo, y el castigo como la consecuencia de un pecado, sea cual sea.

En realidad no había culpa alguna en haber acabado allí como un ladrón cazado, en seguir caminos impenetrables para no caer en manos de enemigos ignotos, acaso solo imaginarios, acaso dispuestos a hacerle pagar las presuntas deudas de otro. La provincia de Italia es así, una tierra muy difícil, una guerra de todos contra todos. Ahora allí, en el bosque, las copas de los fresnos eran tan tupidas que ni siquiera un rayo de sol penetraba a través del follaje. En la oscuridad tan solo advertía el nerviosismo del caballo. El aire estaba caliente, inmóvil; tenía la garganta seca. Estaba sucio de tierra y de sangre, y su sed era insaciable.

Cayó otra vez —más de una había caído ya—. Cada vez resultaba más difícil volver a levantarse. Se esforzaba en mantener un rumbo fijo: si avanzaba siempre en la misma dirección, seguro que saldría. También los bosques se acaban tarde o temprano. Lo peor, sin duda, sería dar vueltas sin rumbo. Le parecía que, si salía con vida, aquella sería una experiencia cargada de sentidos ocultos, tal como sucede a veces mientras se vive, que se avanza a tientas y nos dotamos en la oscuridad del camino de un destino provisional; y confiamos, avanzando sin saber nada, en salir antes o después a la luz, hallar el camino. Así es la selva del mundo.

Sin embargo, le costaba mucho esfuerzo mantener una ruta rectilínea. Percibía el comienzo de una subida —el bosque estaba en un valle—, entonces, quizá, si avanzara hacia la cresta de la colina, volvería a encontrar el sol y el camino que había perdido, o al menos habría empezado el descenso del último trecho de los Apeninos. Era necesario que se pusiera de nuevo en pie, que no perdiera la esperanza de la luz. Se levantó, pero tropezó enseguida con los retoños frescos de los carpes y cayó de nuevo como un peso muerto… Entonces las pestañas se le bañaron de desesperación, porque en la caída esta vez había soltado la brida, y había perdido el caballo, que ya no veía.

Cerró los ojos e intentó calmar su nerviosismo.

Entre las lágrimas que le humedecían los ojos, le pareció entonces distinguir un resplandor, el borde de un vestido blanco que se deslizaba hacia lo alto por el tronco de un arce; un ángel quizá, o un fantasma femenino. Se secó los ojos, levantó la mirada y vio que se trataba simplemente de un haz de luz que hería las copas impenetrables del bosque. El alma se le ensanchó, como un río que se convierte en lago. Se apoyó con la mano en una rodilla y se puso de nuevo en pie. Dio algunos pasos. La subida era más abrupta y los árboles se espaciaban. Se dijo: «Lo he conseguido». Otro paso y desembocó más allá del margen del bosque, que daba a un páramo desierto de agrietada tierra roja; el paisaje le pareció irreal: una colina desnuda detrás de cuya cima se intuía la luz del sol naciente.

En la lejanía, en medio de aquella tierra seca, vio la letra ele, una gran ele mayúscula de pelambre moteada: era el
Lynx
—el Lince—, claro, lo reconoció… ¿O se trataba de un leopardo acuclillado lamiéndose un hombro? Se detuvo asustado y se preguntó dónde había acabado. La terrible aparición con forma de animal estaba aún allí, inmóvil, y ahora lo miraba. Estaba seguro de que se trataba de una visión demoníaca. Era una figura cambiante que, manteniendo la postura en ele, estaba asumiendo el aspecto del gran León; sí, era ya el soberbio león de espesa melena, que se levantó imponente sobre las cuatro patas, haciendo temblar el aire a su alrededor. Pensó que la ele sería una marca diabólica, la figura del rey del Infierno. A menudo el Maligno adopta la apariencia de animales que no son animales, hasta el punto de que cambian de aspecto como Proteo el informe. De hecho ahora la bestia se estaba ya convirtiendo en la Loba, una loba famélica, delgadísima, voraz, que un instante después de la metamorfosis lo localizó. Una bestia horrible y enorme que empezaba a avanzar babeante hacia él.

Se quedó inmóvil, listo para escapar hacia el bosque. De pronto la loba empezó a correr en su dirección, pero él estaba como paralizado y no podía moverse. Advirtió entonces la presencia de un perro de caza. ¿El Vertragus, un galgo agilísimo? Un lebrel… salido de quién sabe dónde. Se había puesto a perseguir a la loba y ahora las dos bestias se acercaban a la carrera. Pero parecía que su cuerpo no le obedeciera, que su alma se hubiera separado, y el pensamiento de huir no se transformaba en ningún movimiento de las piernas. La loba estaba ya casi encima de él. Presa del pánico, pensó que había llegado el final, pero después vio que la tierra se retiraba aterrorizada. Vio el suelo abrirse delante de sus pies en una vorágine sin fondo, a la loba hundirse —con el lebrel en las costillas— abajo, abajo, hasta el corazón de magma de la tierra, que se la tragaba en el abismo del que había sido expulsada.

Abrió otra vez los ojos, sudado, aún presa del nerviosismo por la escena terrible que acababa de soñar, tanto que incluso le pareció tranquilizador el hecho de despertarse allí, en la oscuridad aún densa de un bosque infestado de auténticos lobos, en el mismo lugar donde había caído la última vez y donde se había quedado amodorrado. «Tal vez las pesadillas sirven para esto —se dijo—, para que nos parezca familiar la realidad más abrumadora del día que nos espera». El cansancio debía de haberle vencido y le había cerrado los ojos. Había perdido completamente la noción del tiempo. Le tranquilizó oír el relincho, allí cerca, de su caballo.

¿Qué era lo que había soñado entonces? La escena del primer canto de la
Comedia,
que había releído antes de salir: el Lince, el León y la Loba, los tres símbolos de la lujuria, de la soberbia, de la avidez, que en la selva oscura le impiden a Dante el camino hacia la luz. Sin embargo, jamás había prestado atención a lo que el sueño ahora le había revelado: todos sus nombres empezaban por ele, las tres bestias habrían podido ser otras tantas manifestaciones de la
envidia primera,
de Lucifer, que las ha parido, y a quien el Vertragus, el lebrel, las devolverá. Cuando llegara a Rávena, le contaría el sueño a Dante Alighieri en persona, y se reirían juntos. Finalmente, quien se había convertido en el poeta más grande de todos los tiempos le hablaría, y él podría preguntarle en persona todo lo que deseaba saber y manifestarle todos sus interrogantes sobre el magnífico poema que estaba escribiendo. Le preguntaría a quién aludía con el misterioso lebrel del primer canto de la
Comedia,
y a quién después con el otro vengador, el
Quinientos diez y cinco,
el DXV. Acaso a un dux —el dogo, el más alto cargo de la república de Venecia— o a un comandante, según le parecía entender al interpretar las letras latinas del número, el enigmático mensajero divino anunciado al final del
Purgatorio.

Había muchas cosas que preguntar. Solo tenía que seguir avanzando en aquellas tinieblas, salir de la selva oscura, volver a encontrar el camino hacia el mar, hacia el alba, hacia la antigua capital de Occidente. Miró a su alrededor, vio asomar entre las ramas altas de los árboles la luna cercana a la puesta de sol. Le dio la espalda y prosiguió en la dirección opuesta, tomando de nuevo las bridas de su caballo. En dirección opuesta al ocaso, hacia el Adriático, el mar del que surge el sol; ahora sabía adonde ir. Afortunadamente, pocos pasos después entrevió un sendero que hendía la maleza, aún demasiado impenetrable para recorrerlo a caballo, pero al término del cual se encontró en una explanada de tierra más grande. Volvió a montar en su cabalgadura y corrió a brida suelta en una dirección que se halla a mitad de camino entre la estrella Polar y Venus, que brillaba luminosa en el horizonte, allí donde pronto saldría el sol.

Lucifer, la estrella de la mañana, escolta del sol naciente.

Llegó al galope a la cresta de la última colina antes del litoral, se detuvo para que su corcel descansara y para curarse las heridas con la resina del tártago. Frente a él se abría la llanura, con los muros iluminados de una ciudad sobre el Adriático que ahora se veía en la distancia. El sol empezó a asomar precisamente entonces, un punto rojo en el límite extremo del mar en el sureste. No había niebla, y lo vio subir lentamente hasta convertirse en una bola de fuego apoyada en el horizonte. Lo había admirado al ponerse en el Tirreno, algunos años antes, pero nunca al salir del mar. «A la gente que vive por aquí —pensó— debe de parecerle algo corriente y, sin embargo, es una escena que llena de nueva energía. La naturaleza se despierta, los pájaros se ponen a cantar todos a la vez, el día empieza en pocos instantes': es la emoción del comienzo en su intensidad más pura… Quién sabe si el poeta en los últimos años ha respirado este anuncio de nueva vida, si aún se despierta pronto para no perderse espectáculos como este, ahora que vive aquí, en la orilla del Adriático, donde el Po desciende para encontrar paz para sí mismo y para sus afluentes exhaustos de Lombardía».

Se tumbó bajo un pino a descansar, antes de retomar el camino.

Que había sido precisamente aquella la primera alba en que Dante no había vuelto a abrir los ojos —esos ojos que habían sido tan sensibles a cualquier mínima vibración de la luz— lo supo solo cuando finalmente llego a Rávena y se puso a buscar posada en las viejas casas de la poderosa familia güelfa Traversari, en las inmediaciones de San Vitale. Había entrado por la puerta Cesárea colándose en la torre vigía de Santa Ágata Maggiore, había atravesado un par de puentes sobre lo que quedaba de los canales de la antigua laguna, lechos cenagosos de ríos convertidos en secas cloacas de los que exhalaba un agrio hedor a putrefacción. «El sepulcro a cielo abierto —había pensado— del Imperio antiguo». Había desembocado después en la plaza de la iglesia de la Resurrección y había oído a un pregonero municipal mencionar el nombre del altísimo poeta. De este modo había sabido que el cadáver de Dante Alighieri, rodeado de laurel y acicalado como corresponde a un hombre de tal grandeza, por deseo explícito de don Guido Novello da Polenta, señor de la ciudad, había sido llevado en procesión desde su casa de Rávena hasta la iglesia de la Orden de los Frailes Menores, donde al día siguiente tendría lugar la ceremonia fúnebre.

Un vuelco en el corazón. Se había retirado bajo un pórtico, arrastrando consigo al caballo, para esconder las lágrimas. El largo viaje que había hecho para llegar hasta allí, para hablar con él, que era el único que hubiera podido ayudarle…, todo inútil. Ni siquiera podría contarle nunca cómo el inmenso poema estaba convirtiéndose en la gramática de sus sueños.

II

S
e decidió a entrar solo poco antes de la puesta de sol, cuando la multitud se había disuelto y el ir y venir se había terminado. La iglesia que en Rávena algunos llamaban aún de San Pier Maggiore, y que ahora era de los frailes de San Francesco, estaba inmersa en una tranquila penumbra rociada de incienso. Habían encendido tan solo unas pocas antorchas en las paredes, entre los frescos ennegrecidos por la acción del humo.

Ya no había casi nadie: solamente una hermana de Santo Stefano degli Ulivi velaba el cadáver situado frente al altar. Él sabía bien quién era esa mujer: Antonia, seguro, la hija de Dante y de Gemma, que había entrado en el monasterio con el nombre de sor Beatrice. Ahora nadie más se hallaba cerca del lecho fúnebre; algunos fieles aún rezaban, de rodillas, al fondo de la iglesia, y cuatro escuderos de Novello da Polenta, dos a cada lado del altar, quienes, ahora que la situación era tranquila, se habían sentado a descansar en los asientos de madera de los frailes menores. Como entre la población había quien creía que Dante había ido realmente en carne y hueso al Infierno —cuando estaba vivo— y corría el rumor de que estaba dotado de poderes sobrenaturales, la superstición habría también podido llevar a actos de profanación, a coger trozos de tela o incluso jirones de carne del muerto como amuletos, para conjurar la mala suerte, como sucedía con los santos. Cuatro soldados, evidentemente, bastaban para mantener alejadas esas crueles manifestaciones de locura plebeya.

Se quedó quieto detrás de la hija, que rezaba arrodillada a los pies del padre. El poeta estaba allí, con las manos cruzadas sobre el pecho, herida blanca sobre la ropa negra. Lo saludó para sus adentros. «Gracias por todo, maestro», le dijo. Lo imaginó caminando un poco encorvado, como lo había visto tiempo atrás, avanzando a pasos lentos hacia la luz cegadora en la que poco a poco lo veía disolverse. Había pasado por este mundo, y el mundo no volvería a ser el mismo.

Precisamente en ese instante oyó a la monja sollozar y tuvo que morderse los labios para no ponerse él también a llorar. Antonia se levantó envuelta en lágrimas, permaneció un momento quieta, después se acercó deprisa, ocultando el rostro, hacia la puerta que conducía a la sacristía, detrás de la cual desapareció. Entonces se acercó lentamente al muerto y lo observó. Vio que tenía el rostro sereno, apenas un poco ceñudo, como cuando estaba absorto en sus pensamientos. Estaba delgado y las mejillas, con dos surcos excavados a ambos lados de la boca, hacían resaltar, más de cuanto recordaba, las anchas mandíbulas. La frente alta, que le pareció gigantesca, estaba coronada de laurel. Notó que tenía los labios negros, y esta circunstancia lo inquietó. ¿De qué había muerto? Por ahí se decía que a causa de la malaria de los pantanos de Comacchio, cuando iba a Venecia por encargo de Novello da Polenta. Como su amigo de antaño, Guido Cavalcanti; el destino había querido que los uniera la misma muerte: los venenos del aire, cuando ambos habían sobrevivido a los de la política.

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