Eso había dicho suspirando, y después se había marchado encogiéndose de hombros y murmurando algo para sus adentros.
Giovanni había atravesado el claustro grande y había encontrado al otro lado de la iglesia los dos refectorios, el grande para los monjes y el pequeño para los invitados. En este último se había detenido, allí donde debía de haber comido la delegación de Rávena con los guardias de la escolta.
—Aún está preparado para comer —le había dicho, cuando pasó por la sala, el monje asignado a las cocinas.
Él se había presentado y había pedido información sobre la comida del poeta florentino que se dirigía a Venecia.
—Una menestra de legumbres y poca carne de pollo, pero un buen vino de aquí, nuestro
sangiogheto,
procedente de la Toscana —le había respondido el monje, que le había entendido mal, con el rostro iluminado al mencionar el vino.
Le había preguntado entonces si se acordaba del poeta y si habían comido otras personas en la abadía ese día. Había obtenido solo la confirmación de lo que ya sabía por Bernard sobre los dos frailes de paso. Dos franciscanos: uno alto y delgado; el otro más bajo, pero robusto.
—También había un señor alto —había añadido el monje—, quizá un caballero, vestido de negro, rapado casi al cero, que se quedó en la otra mesa con los soldados de la escolta y que al final habló con el poeta durante algunos minutos. Se marcharon todos a la mañana siguiente, después de los maitines, cuando llegó la delegación veneciana y se encontraron aquí. Creo que los dos franciscanos se unieron a la comitiva, pues ellos también iban a Venecia.
—¿Cómo eran esos dos frailes? —le había preguntado.
—Ya sabéis cómo son estos frailes menores, con su idea ascética y alegre de la vida cristiana… Para mí estos dos eran un poco demasiado alegres, más alegres que ascéticos, por así decirlo… No hacían más que brindar y beber, me pareció incluso que el poeta estaba irritado… Recuerdo que se llamaban entre ellos con sus nombres de bautismo en lugar de con los adquiridos en la comunidad monástica… El pequeño se llamaba Ceceo y venía de los Abruzos. Me acuerdo de él porque me dijo que después del breve viaje a Venecia regresarían a Bolonia, donde se habían encontrado, de modo que le di un mensaje para un amigo mío franciscano que enseña allí en el
Studium…
Así que ahora Giovanni sabía adonde ir a buscar a los dos frailes menores. Se lo contaría enseguida a Bernard y le pediría que se fuera con él. En Bolonia estaba su amigo Bruno da Lanzano, compañero de estudios y también médico, que podría hospedarlos. Después había preguntado por el abad, con quien quería intercambiar algunas palabras, pero no había ningún abad. El último, don Enrico, del año anterior, descansaba en el camposanto que había al otro lado de la iglesia…
—¿Quién recibió entonces a la delegación, si no fue el abad? —había preguntado Giovanni.
—Don Binato, el aspirante apoyado por los Polentani y su santidad. El otro aspirante, don Fazio, cercano a los Este de Ferrara, secretamente, en mi opinión, esperaba con ansiedad una guerra entre los venecianos y Rávena, que ciertamente habría favorecido a los Este en el control sobre Pomposa y a él mismo para suceder a don Enrico…
Le había contado los desacuerdos entre los Este de Ferrara y el papa de Aviñón, y la situación del monasterio entre la espada y la pared, el debilitamiento de la regla, la llegada a Pomposa de exiliados de otras órdenes, religiosos perseguidos y templarios sin tierra, y la degeneración de la vida monástica, confiada al buen criterio de cada uno de los monjes y sometida a otras formas de supervivencia. Después le había dado, a cambio de una ofrenda, algo de comer. Habían comido juntos lentejas y caldo de gallina vieja, y de este modo habían hablado también de otros asuntos.
Había probado también el
sangiogheto,
y al final el monje, al saber que era médico, le había aconsejado pasar por la tienda del boticario, cuya entrada estaba en el patio grande y a la que tenían acceso los visitantes. Tras un paseo alrededor de los muros del monasterio, se había dirigido a la tienda, situada junto al edificio de la Ragione.
—Encantado, Giovanni, Giovanni da Lucca…
El boticario de la abadía era el hermano Agostino, un auténtico experto en materia de plantas aromáticas y medicinales, y Giovanni lo había acribillado a preguntas. Dado que parecía interesado sobre todo en los venenos, el monje había sospechado; el interrogatorio le pareció insólitamente largo e impropio para un tipo que había dicho que estaba allí únicamente para hablar de Dante. Giovanni explicó entonces que era médico y que su interés por los fármacos y los venenos no tenía nada que ver con su interés por la poesía.
—Vos sospecháis que el poeta ha sido envenenado, ¿verdad? Que ha sido envenenado aquí, en el refectorio de la abadía… —murmuró el boticario.
A Giovanni le sorprendió tanto una pregunta tan directa que por un momento no supo qué responder. El boticario continuó:
—Desapareció arsénico esa mañana, mientras yo estaba en el oficio tercero. En realidad podría haber sido cualquiera; aquí estaba solo el lego que me ayudaba, pero era un chico negligente, pobrecillo, y lo ha pagado caro… Se aprovechaba de cada una de mis ausencias para hacer de las suyas… Y murió envenenado ese mismo día, tras haber servido en las mesas de la delegación de Rávena…
—¿Qué? ¿El lego murió envenenado? Pero ¿cuántos años tenía?
—Dieciocho…
—El veneno…, el veneno no estaba destinado a él, ¿no es cierto?… Entonces quizá… Se llevó los restos de la comida, ¿verdad? —preguntó Giovanni.
—Lo hacía siempre, era la paga por su servicio —respondió el padre Agostino.
—¿Aquí quién podría haber tenido motivos para envenenar al poeta? —preguntó.
—Los hermanos partidarios de los Este —contestó el monje— tenían todo el interés del mundo por hacer fracasar la misión de Dante. Una guerra entre Venecia y Rávena sin duda habría favorecido los intereses de los señores de Ferrara, que estaban a la expectativa y no esperaban otra cosa para meter mano también en esta abadía. El poeta era conocido por su refinada dialéctica, infalible cuando se basaba en la pasión. Y cuando se trataba de paz, él estaba siempre convencido de que se trataba de una buena causa. Era muy probable que su misión tuviera un resultado favorable, y también aquí alguien lo habría detenido de buena gana…
—¿El padre Fazio? —insinuó Giovanni. —El padre Fazio —confirmó el boticario.
—No lo conozco, apenas lo he visto un momento, pero no me parece la clase de…
—No es la clase de persona que se expondría directamente, eso es cierto, pero podría haberse servido de sicarios… —sugirió el monje farmacéutico.
—¿Los frailes menores? —preguntó entonces Giovanni.
—No eran franciscanos de verdad —dijo el otro—, ningún franciscano se dejaría llamar Ceceo por un hermano… A lo mejor ellos eran los sicarios, y a pesar de todo excluiría también que actuaran por cuenta del padre Fazio; quizá los enviaban directamente los Este… o tal vez los venecianos… Francamente, no tengo ni la más remota idea; no conocía al señor Alighieri hasta el punto de saber quién querría su muerte…
El asunto se complicaba. De todos modos había que encontrar a esos frailes, ya fueran auténticos o falsos, y había que interrogarlos. Si habían sido ellos los sicarios, era la única manera de llegar a quien ordenó el crimen. Iría a Bolonia, con o sin Bernard.
Finalmente le había dado las gracias al boticario y le había preguntado por don Binato. Lo encontraría por la tarde en el cementerio, cerca de los muros septentrionales de la abadía, en la tumba de don Enrico.
Tras una breve parada en los establos para comprobar las condiciones en las que se encontraba su caballo, fue a buscarlo. Se puso a caminar lentamente entre dos hileras de lápidas grandes de piedra blanca, bajo los muros, donde estaban los abades antiguos y los recientes de la abadía. Allí estaba la tumba de don Enrico, con su silueta esculpida en la losa de piedra, tumbada con los brazos en cruz sobre el pecho. En las lápidas más antiguas, más sencillas, leyó los nombres de los demás, algunos famosos, como san Guido y Martino el ermitaño.
—¿Qué buscáis, joven, entre los muertos? —dijo una voz que parecía salida de una de las tumbas. Se volvió, vio el busto de un monje asomar detrás de un antiguo sarcófago, precisamente como si estuviera saliendo de él. Reconoció al sacerdote anciano y altivo que por la mañana, después de la ceremonia, no le había dirigido la palabra. Respondió que tan solo quería hablar de Dante y que, si él era don Binato, quizá podría revelarle cosas interesantes. El monje bajó de la escalera con la que había subido a la lápida.
—Esto está siempre lleno de caracoles —dijo— que profanan la memoria de los grandes hombres que han vivido en este lugar santo borrando los nombres con su baba. Todos los días vengo aquí a esta hora, a desinfectar las tumbas y a rezar a san Guido para que vele por el futuro de la abadía.
Ese día, según le reveló don Binato, habían discutido de política. Dante se había acalorado y había expresado sus propias opiniones, sobre Europa y sobre Italia, sobre el papado de Aviñón, sobre la crisis del Imperio.
—El poeta tenía una extraordinaria capacidad fabuladora, charlando con él se entraba por un rato en otro mundo. Un soñador. Decía que la historia sigue un curso propio necesario, aunque los proyectos humanos individuales no siempre lo secundan, y así retrasan lo que debe ser y al final inevitablemente será. «Italia será un único organismo —decía—, se hablará una sola lengua, formará parte de un único gran imperio cristiano que abarcará a Europa entera, desde la península ibérica hasta Constantinopla, y la
Respublica christiana
estará unida finalmente bajo leyes comunes, como en la época de Carlomagno. Para que esto suceda —había proseguido— hacen falta dos circunstancias: que se limite las pretensiones de la dinastía de los Capetos y de Francia respecto a la parte germánica del Imperio y que la Iglesia pierda su poder temporal, su reino terrenal, para volver a ser exclusivamente una gran guía espiritual… La deriva de las naciones —añadió— no promete nada bueno, solo inagotables conflictos, si no está subordinada a una institución central que asegure la universalidad del derecho». Un bonito sueño en la teoría, pero no sucederá nunca: el Imperio germánico y Francia, por ejemplo, jamás podrán ponerse de acuerdo, y el rey de la dinastía de los Capetos y el de Inglaterra están a punto de entrar en guerra en el mismo corazón de Francia… Los poetas no hacen más que inventar mundos imposibles, pero el mundo es este, el único mundo real, aquel en el que vivimos y al cual de un modo u otro tenemos que intentar adaptarnos…
Le dio la razón a su pesar, así era esa época: soñar una Italia y una Europa en paz, un mundo basado en la justicia y regulado por leyes imparciales era una pura abstracción. La misma Rávena tenía que protegerse de Venecia y de Rímini, los venecianos y los veroneses se disputaban Padua, las ciudades de Italia estaban llenas de exiliados de otros lugares, los negros de Pistoia y los blancos de Florencia se convertían en amigos en Bolonia… Coincidía con don Binato en que, fuera como fuera, ellos no verían nunca ese mundo, una Europa civil, activa y pacífica, pero no por eso dejaba de valer la pena soñar con ella. No se lo dijo, se lo guardó para sí, y decidió cambiar de tema:
—He sabido —prosiguió— que vuestra abadía ha sido recientemente golpeada por un luto, una muerte misteriosa, la de un lego que esa noche servía las mesas…
—Una indigestión, quizá —se apresuró a sugerir don Binato—. El muchacho era glotón, y la gula es un vicio capital. Confío en que haya tenido el tiempo y la fuerza para arrepentirse y en que su alma descanse en paz… —dijo, y se hizo la señal de la cruz.
—¿No podría haber muerto envenenado?
Don Binato le lanzó una mirada severa y no contestó. Cambió de tema también él:
—¿Queréis confesaros, hermano? También vos tendréis que aliviar la conciencia y cualquier momento es bueno para hacerlo…
—Tengo prisa por partir antes de que oscurezca —respondió Giovanni.
—Entonces no os entretengo —dijo el monje, y le ofreció la mano para que se la besara en señal de despedida, como si ya fuera el abad del convento. La verdad es que ya estaba harto de insinuaciones e intromisiones con el asunto de la muerte de ese pobre muchacho. Si los señores de Ferrara o los venecianos habían querido eliminar a Dante y se habían dedicado a envenenarle a los legos, él no quería ni saberlo. Sobre la mano que había tendido se posó un mosquito y le picó. Giovanni, tras aguardar a que el insecto acabara, se apresuró a ejecutar el besamanos. El aspirante a abad dio media vuelta y se alejó deprisa, gruñendo para sí maldiciones sobre el tiempo perdido. El chico estaba muerto, el poeta también… Si Dios lo había querido así, tendría que haber alguna razón…
State contenti, umana gente, al quia…
[18]
Giovanni permaneció inmóvil un momento, desagradablemente atónito por la manera brusca en que había sido despedido. Le vino a la cabeza la imagen de san Pedro intentando en vano caminar sobre las aguas. «También ellos son hombres —pensó—. Quizá seamos nosotros los que nos equivocamos cuando esperamos de ellos la santidad siempre». Chafó el mosquito antes de que le picara también a él. Advirtió que era uno de esos que vuelan con el cuerpo oblicuo. Entonces se acordó de que tenía que marcharse.
N
o llegó a Rávena hasta última hora de la mañana del día siguiente. Fue enseguida a ver a Bernard, que se había alojado con el sacerdote de San Teodoro. Lo encontró en la celda de los invitados, inclinado sobre una mesa hojeando el poema, y le contó lo que había averiguado en Pomposa. Tenían que ir a Bolonia lo antes posible para encontrar a los dos auténticos o presuntos franciscanos.
—Es mejor quedarnos buscando los trece cantos finales de la
Comedia
—había contestado Bernard—. El tesoro de los templarios es más importante, sobre todo si está en peligro y alguien puede llegar antes que nosotros, los mismos que mataron al poeta…
—Pero si el crimen tuviera realmente algo que ver con las historias que me habéis contado, entonces encontrando a los sicarios quizá…
—¡El crimen es seguro que tiene que ver con el secreto que alguien quería impedir que el poeta revelara! —atajó el extemplario.