El libro secreto de Dante (26 page)

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Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: El libro secreto de Dante
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Quot vestitur Dodona frondibus… A
Giovanni le vino a la cabeza el verso del
Dulce solum natalis patrie
que había oído en la taberna de la Garisenda: Dodona, en Epiro, era el más antiguo oráculo de Zeus.

—De Dodoma —dijo—,
che
queri
per alp(e) è già chet' i'la piana de Dodoma.
¿Recuerdas qué dijo Bernard sobre el enlace
muta cum liquida?
Una de las dos consonantes se puede elidir, así que
dedoldoma
se convierte en «de Dodoma», o sea, cambiando la nasal, «la llanura de Dodona» en Epiro; lo que buscas en el monte, es decir, quizá la colina de Moriah en Jerusalén, ahora, en cambio, descansa en la llanura de Dodona, por eso usa
quaerere
y no
petere.
Significa «buscar», pero también que es un sitio al que se va a preguntar para saber. Y he aquí por qué es en el cielo de Júpiter donde se disuelve el enigma numérico en la
Comedia:
Júpiter, Zeus, representa la justicia divina, es en su cielo donde Dante se encuentra con David…

—¡Sí, así es! —exclamó Bruno—. El roble de Zeus en Dodona, donde los más antiguos sacerdotes del culto interpretaban el susurro de las hojas y el vuelo de los pájaros. ¿Estará allí la nueva Jerusalén? Claro, un lugar que no se le ocurriría a nadie…

Volvieron a escribir la composición entera, los nueve eneasílabos completos:

Ne l'un t'arimi, e i dui che porti

e com zà or c'incoco(l)la(n). Né

l'abento ài là: (a) Tiro (o) Cipra;

per cell(e) e cov(i) irti, qui.
Che
queri

per alp(e) è già chet(i) i'la piana

de Dodoma. E ito, io meda

lape ve tra(r)rò.
Badi me' s'ò

qualcos'i' che chiedo, ch'è per saver:

più gli ò che poria amissa.

Bruno intentó también hacer una paráfrasis que fuera definitiva:

Nell'uno ti nascondi con i due che porti

e che ci ammantano così (con le loro ali).

Né lì hai riposo: a Tiro o a Cipro;

ma qui, attraverso caverne e covi inaccessibili.

Ciò che cerchi sul monte è già quieto nella piana

di Dodona. Ed essendoci andato, io vi trascinerò su

il lapis medus.
Osserva meglio se c'è

qualcosa che chiedo, che è per supere:

l'ho occultata più che potrei
[59]
.

Se sintieron como si estuvieran soñando. Podía ser casual que uniendo los cantos, los tercetos, las sílabas según un diseño numérico contenido en tres fragmentos igualmente misteriosos del poema resultara una secuencia de versos más bien híbrida en cuanto al lenguaje pero en cualquier caso dotada de sentido. ¿Qué probabilidad había de que esto mismo sucediera sin que hubiera una intencionalidad por parte del autor? Realmente no sabían qué pensar.

Se acordaron de Bernard. Con la regla de la
muta cum liquida,
él tenía que haber llegado a la misma conclusión enseguida. Quizá fuera precisamente allí adonde había ido, a la llanura de Dodona, en Epiro, donde estaba el roble milenario a través del cual Zeus dejaba oír su propia voz al antiguo oráculo.

II

Q
uizá fuera porque había traído consigo reservas de pan de centeno que había encontrado en el mercado, en el puesto de un panadero de Corfú. Y ya se sabe que a veces el pan duro, especialmente el que tiene cornezuelo, cuando empieza a fermentar hace que se vean cosas que no son exactamente como parecen, lo cual dificulta distinguir entre lo que efectivamente se ha visto y lo que, por el contrario, no estaba y de hecho no habría podido estar nunca. O quizá fuera por la naturaleza singular de los lugares que atravesó, habitados por deidades y potencias ocultas: lugares con nombres espantosos que evocan a los espectros y a los espíritus de los mundos subterráneos, monstruos infernales, sombras de las vidas que fueron. Pero quizá, sencillamente, fuera por el estado de sobreexcitación en que se hallaba, pues a veces la condición de la mente de quien está convencido de encontrarse cerca de un cambio crucial es tal que lo lleva a ver detrás de cada persona con la que se cruza un ideograma, un signo dotado de un significado especial. En resumen, no sabía explicar por qué, pero ese viaje fue para él una especie de catábasis, un descenso a los infiernos, una incursión en su subsuelo olvidado, el encuentro fatal consigo mismo y con el secreto de las cosas.

Vivió esa experiencia como si fuese el sueño de otro; se sintió como si fuera el personaje de un libro en el insólito momento, pues no es lo acostumbrado, de conocer a su propio autor. O bien como si se hallara en una de aquellas escrituras antiguas que había encontrado en la biblioteca de Ahmed, historias griegas de la época de los héroes, donde el protagonista se topa con un personaje cualquiera, un rey o un pastorcillo, habla con él y medita sobre sus inspiradas palabras; de pronto advierte en el aire el perfume característico que dejan los dioses cuando se han manifestado a los humanos, y de ese modo se entera de que alguno de los hombres con los que se ha topado ocultaba una divinidad, tal vez al propio autor de su historia que ha intervenido en persona para protegerlo de las insidias que le ha tendido, o bien a la diosa sabiduría que se encarna en quien quiere; a esta se la reconoce enseguida, la diosa de los ojos azules, pues tiene la mirada transparente como la superficie del mar cuando incluso desde lo alto de un acantilado se ve nítidamente el fondo. Ciertamente, se encontraba de humor para epifanías, y cualquier cosa que le hubiera sucedido en ese lugar le habría parecido cargada de sentido.

Había encontrado en Kerkyra un guía excelente, un timonel griego de consumada sabiduría que se llamaba Spyros. Había traído consigo reservas de comida seca de harina y agua, unas pocas mudas de ropa, todos los denarios que le quedaban, una letra de cambio de una empresa florentina para embolsarse el equivalente a diez florines y la pala con el mango retráctil que habría tenido que usar en San Juan de Acre para trabajar en el campo de batalla y que en cambio nunca había utilizado. Habían navegado a toda vela hacia el sur y después habían hecho escala en una pequeña isla no muy alejada de la costa.

—Tenemos que penetrar en el interior remontando el curso de un río —dijo Spyros—, ir un poco más hacia el sur, hasta el cabo Cimerio y la desembocadura del río negro. Si fuera verano no te llevaría, porque no regresaríamos vivos; el aire es malsano, hay pantanos que te tragan y mosquitos con aguijones de hierro. Nadie quiere ir a vivir a la llanura de Fanari, las muchachas de las colinas de los alrededores no aceptan jamás que las cortejen pretendientes de las tierras bajas, por muy ricos que sean. Si alguna acepta, quiere decir que es realmente muy pobre. Allí abajo se vive mal, de cada dos recién nacidos mueren tres y no se sabe cómo aún no se han extinguido. Si fuera verano habría que llevar estiércol de vaca para quemarlo y mantener alejados a los insectos, pero también están las mefíticas exhalaciones del pantano, de las que se muere, agua que enferma, hierbas venenosas con las que se impregnan flechas mortales y un haba salvaje que, si se come, parece que hace ver liebres vestidas de obispo que caminan con la cabeza hacia abajo por el techo de las casas. Pero ahora es casi invierno, y se corren menos riesgos. Solo barro fundido que se derrama desde los montes y entierra viva a la gente, ríos que inundan y anegan la llanura, y una niebla tan densa que, si ahora estuviera aquí, yo tendría la extraña sensación de estar hablando solo…

Bernard pensó que se trataba solo de una estrategia del barquero para aumentar el precio del viaje. Lo relativizó, le atribuyó escasa importancia y acordó una cifra asequible para la última travesía. Hubo unos días de calma en el mar casi a mediados de noviembre, y partieron. Llegaron pronto a las inmediaciones de las costas del Epiro, y prosiguieron por el litoral a la izquierda durante un breve trecho. Llegaron a una bahía y entraron en la desembocadura de un río que tenía las orillas cubiertas por altas cañas. Alrededor había una niebla inmóvil y densísima que convertía en inquietantes las siluetas jorobadas de los sauces, apostados como grandes buitres en lo alto de las cañas.

—¿Cómo se llama el río? —preguntó Bernard.

—Aqueronte —respondió el guía.

Le recorrió un escalofrío, solo uno, pero que le atravesó todo el cuerpo. Se lo hizo repetir.

Sí, era precisamente el Aqueronte, el río de los muertos.

—No sabía que estaba aquí…

—Lo remontaremos hasta la confluencia con el Cocho, antes del lago Aquerusia —dijo entonces Spyros—, donde hay una colina que los antiguos llamaban Ephyra porque había una colonia de Corinto, creo, y de ahí el antiguo nombre… Allí, en algún sitio, en la noche de los tiempos, debió de estar el más antiguo oráculo de los muertos, de ello habla Homero en la
Odisea;
venía gente de toda la Hélade para encontrarse con sus propios difuntos… Pasaremos la noche, yo en mi barca y tú donde quieras. Yo no bajo en un lugar del que se dice que está frecuentado por espíritus. Hasta allí te acompañaré, pero después continuarás solo; yo te esperaré durante trece noches y doce días, transcurridos los cuales, si no te veo, regresaré.

Ese parecía el lugar originario del más allá pagano, el Hades, tal como lo narran los libros antiguos; estaban todos los ríos del Infierno, el Aqueronte, el Cocito y, según añadió Spyros, también el Flegetonte, un río cuyo fondo brillaba de corpúsculos fosforescentes, además del Estige, una corriente que parecía nacer del goteo del techo de una gruta. Entrar en esa región con una niebla lechosa, con la barca avanzando lentamente, impulsada por los remos que los dos hombres empleaban cuando no había viento, era algo que le turbaba, pero lo que le asustó más que nada fue empezar a oír, de repente, un profundo rugido procedente del subsuelo, y prolongados lamentos como de recién nacidos o dolientes, pero con un extraño eco que amplificaba el sonido y lo volvía impresionante.

Uuuuuh… Uuuuuh… Un quejido siniestro que provenía de todos los lados.

—Es el gran toro —dijo Spyros—, prisionero en una caverna del subsuelo, que muge su dolor atávico… Eso cuenta una vieja leyenda. Otra prefiere decir que se trata del ladrido del perro tricéfalo, Cerbero, que refunfuña y se queja por tres gargantas. Pero también hay quienes piensan, yo entre ellos, que se trata simplemente del retumbar de ríos subterráneos que desembocan en la bahía directamente en el mar… También el Aqueronte hace eso, más arriba, si se sigue más allá del pueblo de Glyki, donde es alimentado por mil corrientes que discurren bajo el suelo y que repentinamente fluyen como por milagro de una roca hueca o incluso de la grava de un sendero…

A veces parecían, ciertamente, los lúgubres aullidos de tres perros gigantescos. Si los antiguos habían copiado de ese lugar pantanoso y oscuro la geografía de su más allá, pensó, tenían muy buenas razones. Spyros le dijo que había sido Homero el primero en ambientar en esos lugares el viaje de Ulises en la nebulosa tierra de los cimerios, para encontrar las sombras de su madre y del adivino Tiresias; después todos los demás habían aceptado para el Infierno aquella siniestra topografía.

—¡Las puertas del Hades! —anunció, señalando delante de él un punto en el que las orillas del río parecían extinguirse entre dos colinas—. Detrás de esas colinas —añadió— se abre la llanura de pantanos y arenas movedizas donde ya no conviene adentrarse en barca. Allí se bifurcan los dos ríos, el Aqueronte y el Cocito. Más arriba se halla la confluencia del Piriflegetonte, el río del fuego. Hasta ese punto incluso Ulises llegó en su nave negra. El lago muerto y gélido de Aquerusia lo llaman también Aornos, «sin pájaros», pues se dice que si por error un emplumado lo sobrevuela, cae dentro fulminado por las terribles exhalaciones venenosas de sus vapores… Yo te dejaré en la colina cuya silueta verás a tu izquierda, allí pasarás la noche, después recorre a pie el valle, con el Cocito a tu derecha, hasta el viejo puente. Pasa al otro lado, atraviesa la parte alta de la llanura, donde en primavera florecen los asfódelos de hojas lanceoladas, los blancos prados que vio Ulises en el más allá (Campos Elíseos los han llamado después), que es donde el dios del inframundo Aidoneo concede a algunas almas luminosas de sabios y héroes pasar cuarenta días al año a la luz del sol. Continúa hasta que el alto monte que hay a tu derecha disminuya casi a la altura de tus pasos. En ese punto rodéalo, hay un paso que atraviesa tres cadenas de montes. Cuidado con los osos, con los lobos, con los jabalíes, con las víboras y con los ladrones. El tercer valle es el tuyo, más allá de las dos cimas gemelas del Tomaros verás aparecer a tus pies la llanura de Dodona, con lo que queda de un teatro antiguo y las ruinas de una vieja iglesia…

Poco antes de la puesta de sol fueron a Ephyra. Spyros ató a un palo sumergido en el río su embarcación, Bernard bajó con su petate. Se despidieron. El francés subió hacia la cima de la colina, que apenas asomaba por encima de la niebla, donde descubrió restos de antiguos muros y montones de piedras procedentes de una construcción, una casa o una iglesia que debía de haber sido destruida hacía mucho tiempo. Encontró una esquina aún cubierta por un trozo del antiguo techo que no se había derrumbado y decidió pernoctar allí. Desde la cima de la colina se veía por un lado el mar, donde el sol se estaba poniendo en un cielo de fuego, y por otro la llanura, un lago blanco de vapores. Frente a él, el perfil de una alta montaña, más allá de la cual otros dos relieves y dos valles, y después debía de hallarse aquello que estaba buscando. Comió un poco del pan de centeno y después se puso a explorar mejor el lugar.

Entre los montones de piedras le impresionaron dos losas apoyadas la una en la otra, que servían de suelo; una fisura entre las dos dejaba entrever debajo un espacio que parecía vacío. Se agachó para mirar, cogió una piedrecita y la dejó caer en la cavidad. Pasaron algunos segundos antes de que oyera el ruido del impacto con el suelo de abajo: allí debajo había una habitación de la antigua casa cuyo techo no había cedido. Cogió la pala y empezó a excavar alrededor de una de las dos losas de piedra, para intentar levantarla y ver qué había debajo. Pero cuando esta fue liberada de la tierra que había a su alrededor, cedió, se desmoronó y se llevó consigo también las otras piedras que sostenían el peso. Bernard perdió el equilibrio y cayó. Durante unos instantes no vio nada, estaba aturdido. Después, cuando su vista se adaptó a las nuevas condiciones de visibilidad, se dio cuenta de que se había precipitado entre los muros de un antiguo palacio o de algo parecido. Se levantó en la oscuridad y comprobó que no tenía nada roto. Le dolía la cabeza. Por el agujero que se había abierto en lo alto se filtraba poca luz. Las paredes que había a su alrededor eran las de un pasillo serpenteante. ¿Un laberinto? «Si camino manteniendo siempre el muro a mi derecha, no debería perderme». Pero encontró enseguida, la primera vez que giró a la derecha, una gran puerta en forma de arco. Notó que un líquido caliente le recorría la frente, estaba sangrando. Entró en el espacio grande al que daba acceso la puerta. Se limpió con el dorso de la mano la sangre, que goteó rápidamente hasta el suelo. Oyó un ruido de succión, como de alguien bebiendo.

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