Read El libro de un hombre solo Online
Authors: Gao Xingjian
Él fue a cerrar la puerta, se quitó los zapatos y se sentó en la otra punta de la cama.
—¡No me esperaba esto!
—¿Qué? —preguntó ella inclinando la cabeza.
—¡Qué pregunta!
La joven Xu Ying sonrió de nuevo con la boca entreabierta.
Mucho más tarde, recordó cómo empezó todo, recordó que aquella noche hubo flirteo y seducción, deseo e impulso, también amor, no sólo miedo.
—¿Es tu verdadero nombre? —preguntó él.
—No puedo contestarle ahora.
—Entonces, ¿cuándo me lo dirás?
—Ya lo sabrá a su debido tiempo, depende.
—¿De qué depende?
—¿No lo ha entendido?
Se quedó en silencio; se sentía bien con ella. Fuera había cesado el ruido, también el del agua de la fuente, pero se notaba una especie de tensión en el ambiente, como una espera. Esta impresión la mantuvo en su memoria durante mucho tiempo, cada vez que rememoraba aquella escena.
—¿Podemos apagar la luz? —preguntó él.
—Molesta a los ojos —añadió ella.
Cuando apagó la bombilla, rozó en la oscuridad una pierna de la muchacha. Ella la dobló de inmediato, pero dejó que se tumbara a su lado. Él se acostó prudentemente, recto, boca arriba. Pero en una cama individual como aquella era inevitable que sus cuerpos se tocaran. Intentaban evitarlo, permaneciendo en sus límites. El calor húmedo del cuerpo de la joven y el aire sofocante de la habitación le hicieron sudar a mares. En la oscuridad, el techo inclinado que distinguía levemente parecía bajar sobre él para aplastarlo, haciendo que se sintiera todavía más oprimido.
—¿Puedo quitarme la ropa?
Ella no respondió, pero no hizo nada para evitarlo. Al quitarse la ropa, la rozó, pero ella no se movió, aunque no dormía.
—¿Qué vas a hacer a Beijing?
—Voy a ver a mi tía.
¿Era realmente el momento adecuado para ir a visitar a unos parientes? No le creyó.
—Mi tía trabaja en el Ministerio de Sanidad —prosiguió ella.
Él dijo que él también trabajaba en una institución del Estado.
—Ya lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Ha mostrado su carné de trabajo hace un rato.
—¿Te has fijado entonces también en mi nombre?
—Sí, la señora lo ha anotado.
En la oscuridad, vio, o mejor sintió, que ella sonreía con la boca entreabierta.
—Si no, no habría...
—¿Dormido conmigo? —él acabó la frase.
—¡Era mejor saberlo!
Percibió ternura en su voz. Colocó la palma de la mano sobre la pierna de la joven; ella no se la quitó. Pero pensó que ella confiaba en él y no se atrevió a ir más lejos.
—¿De qué universidad eres? —preguntó él.
—Ya he acabado, estoy esperando que me destinen.
—¿Qué has estudiado?
—Biología.
—¿Has disecado cadáveres?
—Claro.
—¿Cadáveres de personas?
—No soy médico, he estudiado sólo la teoría, pero hice prácticas en el laboratorio de un hospital; estaba esperando mi plaza de trabajo, iba a salir ahora, si no hubiera sido por...
—¿Por qué? ¿Por la Revolución Cultural?
—Me iban a destinar a un laboratorio de Beijing.
—¿Eres hija de funcionarios?
—No.
—Pero ¿tu tía es un alto cargo?
—¡Lo quiere saber todo!
—En realidad, ni siquiera sé si tu nombre es verdadero o falso.
Ella rió de nuevo, esta vez su cuerpo se movió de verdad, lo sintió bajo su mano. Le apretó el muslo por fuera del pantalón.
—Se lo diré todo. —Le tomó la mano y la quitó del muslo—. Lo sabrá todo —murmuró.
Él le apretó la mano, poco a poco se fue distendiendo.
«¡Cloc, cloc!» ¡Golpeaban a la puerta! A la puerta de entrada del albergue.
Ellos no se movieron, se quedaron manteniendo la respiración para escuchar qué ocurría, con las manos cogidas. La puerta del albergue se abrió y se armó un gran revuelo. ¿Hacían la inspección de rutina o buscaban a alguien que había huido? Un grupo de hombres interrogó primero a la señora gorda; luego abrieron una a una las puertas de las habitaciones de la planta baja. Otros subieron a la primera planta. Los pasos sonaban sobre sus cabezas, buscaban por todos los lados. De pronto, el resonar de unos pasos que corrían se hizo mayor, los gritos e insultos se sucedieron en un desorden general. Después oyeron un ruido sordo, como el de un saco de arena al caer al suelo, los chillidos de un hombre y un fragor confuso. Los gritos se transformaron en un quejido hiriente que acabó apagándose.
Estaban sentados en la cama, con el corazón a mil por hora, esperando que llamaran a su puerta. La confusión continuaba en la escalera y en la planta baja. O bien habían olvidado ese cuchitril, o quizá vieron por el registro que ellos no tenían nada que ver con la pesquisa, el caso es que nadie llamó a la habitación. La puerta de la entrada del albergue se cerró, la encargada todavía murmuró unas cuantas palabras confusas, luego volvió el silencio.
En la oscuridad ella se contrajo de repente, él abrazó su cuerpo lleno de temblores, besó sus mejillas húmedas de sudor y sus labios suaves. La transpiración y las lágrimas saladas se mezclaban. Acarició sus senos, también mojados, desabrochó el botón del pantalón, pasó la mano entre los muslos, también ahí estaba empapada, la chica se dejó hacer, como paralizada. Cuando la penetró, estaban desnudos los dos...
Ella dijo más tarde que se había aprovechado de un momento de debilidad para poseerla, que eso no tenía nada que ver con el amor, pero él replicó que ella no había mostrado resistencia alguna. Después de eso, en silencio, sintió bajo sus dedos que un líquido salía entre las piernas de la joven. Se inquietó. En aquella época las estudiantes no sólo no tenían derecho a casarse, sino que quedarse embarazada o abortar sin estar casada podía acabar en una catástrofe. Ella lo tranquilizó:
—Tengo la regla.
Entonces hizo de nuevo el amor con ella. La joven no se opuso, lo acogió con todo su cuerpo. Reconoció que él hizo de ella una mujer, él ya había tenido experiencias con otras mujeres. Por aquel entonces, si ella sólo hubiera sentido rencor hacia él, y no ternura, no se le habría ofrecido desnuda a la luz del día que se filtraba por la puerta, dejándole secar con una toalla húmeda las manchas de sangre de sus muslos, y luego mostrándole un sentimiento especial. Recordaba cómo de rodillas besó los pezones en punta, ella lo abrazaba fuertemente y murmuraba que tenía miedo de quedarse embarazada; pero aun así se tumbó boca arriba y se entregó de nuevo a él.
Nadie podía saber entonces qué les esperaba ni nadie podía imaginar lo que ocurriría. En un momento de frenesí incontrolable, la besó por todo el cuerpo, sin que la joven opusiera la menor resistencia. Después del miedo que habían pasado, la tensión acumulada salía libremente. Sus cuerpos pronto quedaron cubiertos de sangre, pero ella no tuvo una palabra de reproche hacia él. Más tarde, él salió a cambiar el agua de la palangana y ella le pidió que se volviera mientras se vestía.
La muchacha se quedó en el muelle, sin poder salir de allí, justo después de que él subiera al barco. Les dijeron que los trenes volvían a funcionar, pero que sólo se podía salir de la estación, no entrar. Para tomar el tren, primero había que subirse a un transbordador que los conducía a la otra orilla del río. Los viajeros se amontonaban en el embarcadero, formando una masa negruzca. Al alba el río estaba cubierto de bruma y el sol formaba una bola rojiza. Parecía el día del Juicio Final. Un marino que llevaba una insignia en la camiseta gritaba por un megáfono: «¡Dejen que los pasajeros que no sean de la ciudad suban primero! ¡Que muestren su carné de trabajo para subir!».
En el muelle la gente se empujaba y no mantenía la cola, había un gran desorden. Los separaron, él gritó su nombre, el nombre que ella había dado cuando llegaron al albergue, pero la joven ni se inmutó. Sin embargo, él todavía llevaba su mochila, se la había dado cuando entraron en el embarcadero, probablemente para librarse de ella. En el interior había un carné de estudiante, así como unos documentos mimeografiados por su grupo en los que se exponía la urgencia de la situación. Lo empujaron a bordo. Los que no pudieron demostrar con papeles que no eran de la ciudad se quedaron en el muelle bloqueados. Ella también, con sus cortas trenzas, tragada por la muchedumbre. Apoyado en la barandilla, la buscó con la mirada y gritó otra vez su nombre, su falso nombre; la muchacha no parecía oírle y se quedó inmóvil en el mismo lugar, quizá no tuvo tiempo de comprender que la llamaba a ella mientras el barco se iba.
Un inmenso lodazal, algunas hierbas raras, tú en medio de la ciénaga, con el cuerpo impregnado del hedor del lodo. Te gustaría llegar a un lugar seco, lavarte la cara y el cuerpo con el agua inmunda de la superficie del cenagal, aunque sabes perfectamente que de todas formas no conseguirás lavarte por completo, pero tienes que salir, debes saltar; no obstante, volverás a caer en el lodazal, estarás hecho una piltrafa en medio del agua y del lodo, y todavía tendrás que trepar...
En la incierta lejanía, una luz parece centellear, vas hacia ella, o mejor dicho, trepas hacia allí. La luz brilla a través de un claro, es una casa, una puerta, subes hasta la puerta, estiras la mano para tocarla, consigues al fin abrirla, escuchas el murmullo del viento, pero no hay viento; en una sala grande, un círculo de luz te ciega, intentas alcanzar ese círculo, luego te pones en pie sobre una sólida plancha de madera, y ahí descubres que estás desnudo como un gusano, pero delante no ves nada...
Tienes que adoptar una pose, luego no moverte, transformarte en estatua.
Necesitas flotar por los aires como una telaraña y desaparecer poco a poco como un pedazo de nube;
Necesitas ser como la rama espinosa del azufaifo, como la hoja del árbol de sebo cuando empieza el invierno, que se vuelve violeta oscuro por el hielo y que tiembla en el viento;
Necesitas vadear los arroyos, escuchar el ruido que producen tus pies desnudos sobre los adoquines grises de la calle;
Necesitas sacar tus recuerdos pesados de la cuba de pintura para manchar el suelo;
Necesitas un escenario brillante para que él se revuelque con una mujer desnuda bajo la mirada de la gente;
Necesitas mirarlos desde arriba con tus ojos vacíos, dos agujeros negros;
Necesitas ver detrás de la puerta las sombras de la luna llena que brilla solitaria en el firmamento;
Necesitas copular con una loba, aullar con ella, con la cabeza mirando al cielo;
Necesitas bailar solo, describiendo un redondel, con pasos pequeños, rápidos y ligeros, ti-ti-ta, ti-ti-ta;
Esperas que él, tu bailarín, saltará en el suelo como un pez fuera del agua;
Esperas que una mano cruel agarrará a ese pez gordo y resbaladizo, que lo abrirá de golpe con un cuchillo, aunque no quieres que muera de ese modo;
Necesitas encontrar una voz muy aguda para contar una historia olvidada, tu infancia, por ejemplo;
Necesitas sumergirte lentamente en el fondo del agua, en la oscuridad, como un barco que se hunde, y quieres ver cómo suben las burbujas a la superficie, en el más absoluto silencio;
Necesitas convertirte en un pez cabezón que se mueva por las algas, agitando la cabeza, moviendo la cola;
Esperas convertirte en un ojo triste, profundo y desconsolado, y contemplar con ese ojo cómo gira y vuelve a girar el mundo, y ese ojo está en el centro de tu mano;
Esperas ser una resonancia, y, en esa resonancia, se distingue una suave voz de barítono ante un muro de sonido;
Esperas ser una canción de jazz, que se interpreta libre e inesperadamente, con improvisación y fluidez, luego, se convierte en una postura extraña, una sonrisa equívoca, un semblante a la vez sonriente y sospechoso, después, se vuelve totalmente insensible y se pone rígido. Más tarde, sigilosamente, te deslizas y te transformas en locha de estanque, mientras conservas en tu rostro impasible una sonrisa extraña; abres la boca, mostrando los dientes, dientes ennegrecidos por el humo de tabaco, o dos grandes dientes de oro que brillan en medio de ese rostro risueño y petrificado, es muy divertido.
Esperas convertirte en el niño que orina en la esquina de una calle del centro de Bruselas. Los hombres y las mujeres van a beber el agua que mea, las chicas no paran de reírse al lado, mientras que tú eres un viejo que contemplas el espectáculo desde un bar cerca de allí. Estás tan viejo, tu rostro está cubierto de arrugas tan profundas, que tu expresión se queda igual, rías o no, y bebes una cerveza dulce, tan negra como la salsa de soja.
Te gustaría echarte a llorar a moco tendido delante de todo el mundo, pero sin ruido, las personas no sabrían por qué lloras, ignorarían si lloras realmente o si finges; asimismo, te gustaría llorar sobre este mundo afectado, también sin hacer ruido, haciendo el papel del hombre que llora, dejando perplejos a los distinguidos espectadores. Después te encantaría poder abrirte el pecho ante todos y sacar un corazón de plástico rojo, después un puñado de paja de arroz o de papel higiénico y lanzarlos hacia los que aceptan aclamarte; avanzar con paso ligero, luego resbalar, caer al suelo y no poder levantarte, morir de un infarto en el escenario, en realidad no necesitas que te socorran, sólo haces comedia, sólo de esta manera querrías mostrar la pena y la alegría, la tristeza y el deseo, con una pequeña sonrisa llena de astucia, ¿sonrisa o mueca? Más tarde te irías discretamente con una chica que acabarías de conocer, que se habría enamorado de ti, haríais el amor de pie en los lavabos, sólo se verían tus pies, sus piernas estarían rodeando tu cintura, tirarías de la cadena para que se oyera el ruido del agua, purificándote, haciendo que las lágrimas cayeran sobre todo el mundo, llenando de lluvia los cristales del planeta, que el mundo entero se hiciera borroso, tan borroso que no se supiera si es por la lluvia o la niebla, y tú te quedarás de pie al lado de la ventana contemplando los copos de nieve que caen silenciosamente y cubren por completo la ciudad, como un gigantesco sudario blanco, y tú, delante de la ventana, piensas tristemente que él mismo se ha perdido...
También podemos cambiar el punto de vista, tú te encuentras entre los espectadores, lo ves subir al escenario, un escenario vacío, está de pie, desnudo, y bajo la luz cruda de los proyectores debe habituarse durante unos instantes a esa luminosidad antes de que pueda, a través del haz de luz que ilumina el escenario, distinguirte a ti, sentado en un sillón de terciopelo rojo en la última fila del teatro, también vacío.