—No se trata de eso, Caliandra. Sabía que, si volvía a caer en mis antiguas costumbres, si elegía el camino más fácil… me costaría mucho volver a salir de él en el futuro. Porque sería consciente de que siempre podría recurrir al robo o al engaño en un momento de apuro. No; si cambiaba de vida, tenía que hacerlo una sola vez, y para siempre.
»Pero, si he de ser sincero, no sé cuánto tiempo habría podido mantener aquella determinación. Porque mi padre salió de prisión pocas semanas después de que lo encerraran. No sé si convenció a los alguaciles de que era inocente, o los sobornó de alguna manera… el caso es que un día lo vi de nuevo en la plaza, avanzando hacia mí entre la gente. Sabía lo que sucedería cuando me atrapara, de modo que di media vuelta… y salí huyendo.
»Ni siquiera recuerdo por qué me dirigí a los portales. Por aquel entonces los únicos que había en la plaza de Vanicia pertenecían a gremios, y yo no tenía derecho a usarlos. Aun así, me abrí paso entre reses y pastores para tratar de escapar a través del portal de los ganaderos, que conducía a Maradia, aunque yo no lo sabía; solo vi que se trataba de una vía de escape y pensé que, si permitían cruzar a cabras y ovejas, también franquearían el paso a un chiquillo fugitivo como yo.
»Por descontado, el guardián me detuvo y me prohibió seguir adelante. Lloré y supliqué mientras mi padre acortaba la distancia que nos separaba, pero el guardián se mantuvo firme. Y entonces, un hombre que estaba a punto de cruzar con dos vacas me miró y dijo: «El chico viene conmigo». Me agarró por el pescuezo y me llevó con él a través del portal.
Cali lanzó una pequeña exclamación ahogada. Había seguido la historia con gran interés, conteniendo el aliento. Tabit la miró con ternura.
—Aquel hombre y su mujer regentaban una lechería en Maradia —explicó—. Él llevaba todos los días a pastar a sus vacas a los prados de Vanicia, a través del portal del Gremio de Ganaderos, y así obtenía una leche de gran calidad, muy apreciada en la capital. Me permitieron quedarme con ellos, y durante los años siguientes ordeñé las vacas, limpié los establos, repartí cántaros de leche… Por fortuna, nunca me pidieron que regresase a Vanicia por ningún motivo. Y mi padre jamás vino a buscarme.
—Así que conseguiste lo que soñabas —murmuró Cali—: un trabajo honrado, una familia…
—No exactamente. Los lecheros tenían ya dos hijos que heredarían su negocio. Me apreciaban, pero no como a alguien de su familia. Trabajaba para ellos a cambio de comida y alojamiento. Para mí era mucho, y siempre los recordaré con cariño y agradecimiento por ello. Pero no era su hijo; todos lo sabíamos de sobra.
—Sin embargo, tuviste que ir a la escuela en algún momento —insistió ella—. ¿Cómo, si no, pudiste ingresar en la Academia después?
—La verdad es que solo podía ir a la escuela cuando no había trabajo en la lechería, lo cual no sucedía muy a menudo. Pero para entonces ya estaba interesado en los portales. Solía pasar las horas libres en la Plaza de los Portales de Maradia, viendo ir y venir a la gente. Tuve la suerte de poder observar a un maese mientras pintaba un nuevo portal en el muro, y me escapaba todos los días para ver cómo trabajaba. Cuando el portal estuvo terminado y se activó… me pareció cosa de magia. Aquel maese me dijo que había una explicación lógica para todo aquello, pero que un chiquillo ignorante como yo no la entendería jamás.
Cali dejó escapar una alegre carcajada.
—Ahora todo tiene sentido —comentó.
Tabit sonrió.
—Cierto. Desde ese día dejé de rondar por la Plaza de los Portales y me dejé caer más por la escuela. Me apliqué muchísimo a mis estudios, con la esperanza de llegar a ser pintor de portales; pero no tardé en descubrir que la Academia era muy cara y no podría ni soñar con pagar la matrícula. Entonces alguien me habló de las becas, y decidí que tenía que intentarlo; como en la escuela del barrio no podían prepararme para el examen de ingreso, pregunté en la Academia si podía usar la biblioteca.
—¿Y te lo permitieron?
—Qué va, es solo para maeses y estudiantes. Pero descubrí que la sede de la Academia en Serena tenía también una biblioteca que, si bien no estaba tan bien surtida como la central, contaba con los textos básicos que debía estudiar para el examen y algunos más, y estaba abierta a los no académicos. De modo que todos los días, después de mis tareas en la lechería, corría a la Plaza de los Portales, hacía cola ante el portal público que conducía a Serena y llegaba allí una o dos horas antes del anochecer. Si algún día tenía más trabajo o había mucha cola en la plaza, y por tanto llegaba más tarde a Serena, sabía que apenas podría estudiar un rato antes de que cerrasen la biblioteca. Pero rapiñaba aquellos momentos, por cortos que fuesen, porque sabía que el tiempo corría en mi contra.
—¿Con cuántos años comenzaste tu preparación, Tabit? —preguntó Cali, impresionada.
—No lo recuerdo con exactitud. Quizá con once o doce años, no lo sé. Sabía que podría presentarme al examen cuando cumpliera los quince, y que, si no me daban la beca, podría intentarlo hasta dos veces más. Pero era muy consciente de que la Academia concedía becas muy raramente y, además, mi formación era autodidacta y muy deficiente. Sabía que, si no lograba entrar en la Academia, podría subsistir trabajando en la lechería, y no me disgustaba la idea. Pero para entonces ya estaba absolutamente fascinado por los portales. Deseaba con toda mi alma estudiar en la Academia, llegar a ser maese y pasar el resto de mi vida pintando portales.
»Y para eso estudiaba. Leí al menos una vez todos los libros que había en la biblioteca de Serena, primero los básicos, después los más complejos, pero aún tenía la sensación de que no sería suficiente. El conserje se acostumbró a verme allí todos los días y, con el tiempo, empezó a cerrar un poco más tarde, solo para que yo pudiera estudiar un poco más. La semana previa al examen, los lecheros me permitieron faltar al trabajo, y pasaba todo el día en la biblioteca de Serena. Y también toda la noche, porque el conserje, como medida excepcional, me autorizó a quedarme allí estudiando el tiempo que necesitara.
»Y eso me salvó la vida. Fue el año de la Gran Epidemia, ¿recuerdas?
Cali frunció el ceño, extrañada, y negó con la cabeza.
—Por supuesto que no —comprendió Tabit—. La epidemia sacudió los barrios humildes de Maradia, pero no alcanzó a la gente adinerada y, por descontado, tampoco llegó hasta Esmira.
»Fue fulminante. Un día murieron todas las vacas, y al día siguiente lo hicieron los lecheros y sus hijos, durante la semana que estuve viviendo en Serena. Si me hubiese quedado con ellos en Maradia, ahora mismo yo también estaría muerto. No soy supersticioso, pero lo consideré una señal de que debía sacar el examen adelante, pese a la tristeza que sentía por haber perdido lo más parecido a una familia que había tenido nunca. Y, de todos modos, no tenía ningún sitio al que volver. La posibilidad de ganarme la vida en la lechería se había esfumado. O entraba en la Academia, o me quedaría otra vez en la calle. Así de simple.
—E hiciste bien el examen —murmuró Cali.
—Saqué la máxima nota y me dieron la beca —respondió Tabit—. El resto ya lo conoces. Y quizá ahora comprendas por qué no me gusta hablar de mi pasado. Hice cosas de las que no me siento orgulloso y…
—Tabit, Tabit… —cortó Cali, con un suspiro; le apretó la mano con cariño—. A mí me parece que no hay nada reprochable en esa historia. Lo tenías todo en contra, pero fuiste capaz de escapar de un destino que parecía inevitable… solo porque no te parecía correcto seguir haciendo lo único que sabías hacer. Trabajaste como un esclavo para conseguir una plaza en la Academia, algo que a otros prácticamente se les regala. ¿De verdad creías que te iba a mirar de otra forma? ¿Que, de pronto, iba a ver en ti a un sinvergüenza como tu padre, en lugar de la persona buena, leal y honesta que eres en realidad?
Se le quebró la voz y no pudo continuar. Tabit se quedó mirándola, embargado por la emoción.
—Cali… —fue capaz de decir.
Ella tenía los ojos húmedos. Tabit trató de hablar, pero sacudió la cabeza, rendido ante los sentimientos que lo desbordaban. Alzó la mano para acariciar la mejilla de Cali, con el mismo cuidado que ponía cuando las yemas de sus dedos rozaban los trazos de un portal. Ella cerró los ojos con un suspiro.
Y, apenas un instante después, se estaban besando, entre titubeos al principio, con mayor seguridad después. Tabit la rodeó con los brazos, aún sin terminar de creer lo que estaba sucediendo. Cali se recostó contra él.
—¿Era… tu primer beso? —preguntó ella tras un momento de vacilación.
Él se puso rojo hasta las orejas. La joven sonrió.
—Tampoco yo tengo mucha experiencia —confesó—. A pesar de lo que digan por ahí.
—No me importa lo que digan por ahí, Cali —replicó Tabit—. Todos tenemos un pasado; lo que verdaderamente cuenta es lo que somos ahora, y lo que queremos ser en el futuro. Lo que hayas hecho antes… es asunto tuyo; es tu vida y no tengo derecho a entrometerme en ella. —Tragó saliva antes de añadir—: Sé que te va a sonar estúpido e ingenuo, como muchas cosas de las que digo, pero yo… te quiero.
Cali se tensó entre sus brazos, y Tabit temió haber ido demasiado lejos.
—Esto, por supuesto, no cambia nada si tú no quieres —se apresuró a decir—. No te sientas obligada a… quiero decir, sé que tú y Yunek…
—Yunek y yo nunca llegamos a nada —cortó ella; hizo una pausa para ordenar sus pensamientos y después prosiguió—. Me gustaba, claro que sí. Pero, desde lo de Kelan… no me había atrevido a iniciar otra relación con nadie. Cuando conocí a Yunek, pensé que con él las cosas serían distintas. Que podría abrir mi corazón al mundo otra vez. Pero quería ir paso a paso, esperar a conocerlo mejor…
Calló un momento, perdida en sus recuerdos. Tabit aguardó pacientemente a que ella siguiera hablando.
—Éramos demasiado diferentes para que aquello pudiera funcionar. A pesar de todo, yo estaba dispuesta a intentarlo; pero tenía miedo, y supongo que por eso dejé pasar el tiempo. Esperé a que Yunek diera el primer paso… y nunca llegó a hacerlo. No sé si de verdad sentía algo por mí. Si es así, nunca me lo dijo. No hemos pasado de ser amigos… y, después de la forma en que nos traicionó, puede que ni siquiera eso.
—Comprendo —asintió Tabit, tras un instante de reflexión—. Lo siento por Yunek… y también por mí —añadió, con una triste sonrisa—; porque, si ni siquiera él pudo derribar las barreras de tu corazón, yo…
—¡Pero no se trataba de eso! —cortó ella, emocionada; se incorporó para mirarlo, y en sus ojos ardía una nueva chispa de ilusión—. ¿No lo has comprendido aún? No tienes que derribar ninguna barrera porque… —inspiró hondo antes de continuar—, porque ya lo has hecho, Tabit. No sé cómo ni cuándo ha sido, pero… me he ido enamorando de ti, poco a poco y sin darme cuenta —confesó, ruborizada; sacudió la cabeza, entre divertida y desconcertada—. No puedo creerlo, te conozco desde primero. Hasta hace poco más de un mes apenas habíamos cruzado un par de frases entre clase y clase, y ahora… ahora siento que solo quiero estar contigo, y con nadie más.
Tabit sonrió, algo abrumado ante aquella felicidad inesperada.
—Pero… pero… —tartamudeó, tratando de poner en orden sus pensamientos—. Entonces… ¿eso significa que…?
Cali inspiró hondo y lo miró a los ojos. Parecía insegura de pronto.
—Tú me has contado muchas cosas —empezó—. Cosas que nunca le habías contado a nadie. Ahora es mi turno, porque quiero que lo sepas todo… Porque quiero que me conozcas de verdad antes de seguir adelante.
Tabit iba a replicar, pero comprendió que aquella confesión era importante para ella, del mismo modo que él había sentido la necesidad de hablarle de su pasado como rufián.
De modo que asintió y se dispuso a escucharla. Cali respiró hondo y comenzó:
—Seguro que has oído lo que cuentan de mí en la Academia, ¿no?
—No suelo prestar atención a los rumores —respondió él con diplomacia.
Ella le dedicó una cálida sonrisa.
—Eso es lo que dicen todos. Aunque seguro que en tu caso sí es verdad. En fin —prosiguió—, el caso es que son todo mentiras. Cuando Kelan empezó a alardear de lo que había pasado entre nosotros, decidí fingir que no me importaba. Le sentó muy mal, claro, así que se dedicó a difundir todo tipo de rumores sobre mí, y otros chicos también comenzaron a fanfarronear al respecto. Sabía que Kelan lo hacía solo para molestarme, así que no le di esa satisfacción. Nunca desmentí los rumores, pero tampoco los confirmé. No fue un mal plan, en realidad —sonrió—, porque a Kelan le sentó fatal que yo no representara el papel de doncella mancillada que a él le hubiese gustado. Él había hablado de nuestra relación como una especie de gran conquista, y yo hacía ver que no había sido para tanto. Mi reputación no volvió a ser la misma, pero su orgullo tampoco. Y solo por eso valió la pena. Además, con el tiempo dejó de importarme lo que otros pudieran pensar de mí. Yo sabía quién era Caliandra de Esmira, lo que había hecho y lo que no, lo que pensaba y lo que sentía. Y con eso me bastaba.
»Hasta hace poco, al menos, ha sido así. Pero ahora he descubierto que sí existe alguien que quiero que me conozca, que sepa cómo soy de verdad. Y no fue Yunek quien despertó esa inquietud en mí, Tabit. Has sido tú. Por eso…
—No hace falta que sigas —dijo Tabit, emocionado, atrayéndola hacia sí para abrazarla—. Lo cierto es que, si me hubiera parado a pensarlo, me habría dado cuenta enseguida de que lo que decían de ti no podía ser verdad.
—¿Y eso? —se extrañó ella.
Tabit sonrió.
—Porque, si lo fuera, te habrían expulsado de la Academia hace mucho tiempo. Pero el caso es que no me paré a pensarlo, porque en el fondo me daba igual. Eres Cali, y te quiero —declaró, mirándola con seriedad y un cariño que hizo que el corazón de Cali se estremeciera una vez más.
—Yo también a ti, Tabit —murmuró ella, emocionada.
Se quedaron así, mirándose a los ojos, hasta que decidieron que ya habían perdido demasiado tiempo con explicaciones.
Y se besaron otra vez, y ya no supieron nada más hasta que, un buen rato después, una voz conocida los sobresaltó:
—¡Arriba, estudiantes! Dejad de hacer manitas; tenemos mucho trabajo por delante.
Cali y Tabit dieron un respingo y se separaron, muertos de vergüenza. De pie, junto a ellos, se encontraba maese Belban, aunque parecía poco interesado en lo que estuvieran haciendo. Pasando por alto detalles como la melena revuelta de Cali o la respiración entrecortada de Tabit, el viejo profesor les mostraba, muy orgulloso de sí mismo, una especie de cacerola vieja en la que borboteaba algo de color violeta.