—Es curioso, desde luego... —empieza Scarpetta.
—Su asesinato no incumbe a la policía de Charleston —la interrumpe Benton—. No tienen jurisdicción.
Ella le lanza una mirada, y el capitán los observa. Lleva observando su tensa interacción todo el día.
—El no tener jurisdicción no ha impedido a nadie presentarse y hacer ostentación de placa —asegura el capitán Poma.
—Si se refiere otra vez al FBI, ya ha dejado clara su postura —replica Benton—. Si se refiere de nuevo a que fui agente del FBI, la ha dejado clarísima. Si se refiere a la doctora Scarpetta y a mí, fueron ustedes quienes nos invitaron. No aparecimos porque sí, Otto, ya que ha pedido que le llamemos así.
—¿Soy yo, o el vino no acaba de ser perfecto? —El capitán levanta la copa como si fuera un diamante defectuoso.
El vino lo ha elegido Benton. Scarpetta es más entendida que él en vinos italianos, pero esta noche él necesita reafirmarse, como si acabara de caer cincuenta peldaños en la jerarquía evolutiva. Scarpetta alcanza a notar el interés que muestra en ella el capitán mientras mira otra fotografía, y agradece que el camarero no parezca muy inclinado a acercárseles. Está ocupado con la mesa de americanos escandalosos.
—Primer plano de sus piernas —dice—. Magulladuras en torno a los tobillos.
—Magulladuras recientes —puntualiza Poma—. La agarró, tal vez.
—Posiblemente —responde Scarpetta—. No son de ligaduras. —Ojalá él no se hubiera sentado tan cerca, pues no tiene dónde moverse a menos que deslice la silla hasta la pared. Y ojalá no la rozara cada vez que coge una fotografía—. Tiene las piernas recién depiladas —continúa—. Yo diría que en las veinticuatro horas anteriores a su muerte. Apenas hay vello. Le importaba su aspecto incluso cuando iba con amigas. Eso podría ser importante. ¿Esperaba encontrarse con alguien?
—Claro. Tres jóvenes en busca de ligues —dice el capitán.
Scarpetta ve que Benton indica al camarero que traiga otra botella de vino.
—Drew era famosa —señala ella—. Por lo que me han dicho, era precavida con los desconocidos, no le gustaba que la molestaran.
—No tiene sentido que bebiera tanto —dice Benton.
—Lo que no tiene mucho sentido es que bebiera de manera crónica —comenta Scarpetta—. Basta con mirar estas fotografías para ver que estaba en una forma física excelente, esbelta, con una definición muscular magnífica. Si se había convertido en bebedora crónica, por lo visto no llevaba mucho tiempo, como también parecen indicar sus recientes éxitos. Una vez más, debemos preguntarnos si ocurrió algo recientemente. ¿Algún trastorno emocional?
—Deprimida. Inestable. Abusaba del alcohol —enumera Benton—. Todo lo cual hace a una persona más vulnerable ante un depredador.
—Eso es lo que creo que ocurrió —dice Poma—. Una presa fácil. Sola en la Piazza di Spagna, donde se encontró con el mimo de oro.
El mimo pintado de oro hizo su interpretación como suelen hacerla los mimos, y Drew echó otra moneda en su taza, Él volvió a actuar para la joven.
Prefirió no marcharse con sus amigas. Lo último que les dijo fue: «Debajo de toda esa pintura dorada hay un italiano muy guapo.» Lo último que le dijeron sus amigas fue: «No estés tan segura de que sea italiano.» Era un comentario pertinente, pues los mimos no hablan.
Les dijo a sus amigas que siguieran sin ella, que se fueran a ver las tiendas de Via dei Condotti, y prometió reunirse con ellas en la Piazza Navona, en la fuente de los ríos, donde esperaron un buen rato. Le contaron al capitán Poma que habían probado muestras gratuitas de gofres crujientes de huevos, harina y azúcar, y les dio la risa tonta cuando unos chicos italianos les dispararon con pistolas de burbujas, rogándoles que compraran una. En vez de eso, las amigas de Drew se hicieron unos tatuajes temporales y animaron a unos músicos callejeros a que tocaran melodías americanas con caramillos. Reconocieron que se habían emborrachado un poquito en la comida y estaban haciendo tonterías.
Dijeron de Drew que estaba «un poco borracha», y comentaron que era guapa pero no se lo tenía creído. Suponía que la gente se quedaba mirándola porque la reconocía, cuando a menudo era por su atractivo. «La gente que no sigue el tenis no la reconocía necesariamente —le aseguró una de sus amigas al capitán—. Sencillamente ella no entendía lo preciosa que era.»
Poma sigue hablando durante el plato principal y Benton se dedica a beber más que a comer, y Scarpetta sabe lo que está pensando: que ella debería eludir las artes de seducción del capitán, alejarse de él de alguna manera, lo que, en realidad, supondría abandonar la mesa, cuando no la
trattoria.
Benton está convencido de que el capitán es un fantoche integral, porque va contra el sentido común que un
medico legale
interrogue a los testigos como si fuera el inspector a cargo, y el capitán no menciona en ningún momento el nombre de nadiemás implicado en el caso. Benton se olvida de que el capitán Poma es el Sherlock Holmes de Roma, o probablemente está tan celoso que no soporta pensarlo siquiera.
Scarpetta toma notas mientras el capitán relata con detalle su larga conversación con el mimo de oro, que cuenta con lo que parece una coartada infalible: siguió actuando en el mismo lugar a los pies de la Scalinata di Spagna hasta bien entrada la tarde, mucho después de que las amigas de Drew regresaran en su busca. Aseguró recordar vagamente a la chica, pero no tenía ni idea de quién era, le pareció que estaba borracha, y luego ella se marchó. En resumidas cuentas, le prestó muy poca atención, según dijo. Es un mimo y como tal se comportó en todo momento, añadió. Cuando no hace de mimo, trabaja de portero nocturno en el hotel Hassler, donde se alojan Benton y Scarpetta. En lo alto de la Scalinata di Spagna, el Hassler es uno de los mejores hoteles de Roma, y Benton insistió en que se alojaran en el ático por razones que aún no ha explicado.
Scarpetta, que apenas ha probado el pescado, sigue mirando las fotografías como si fuera la primera vez. No interviene en la discusión entre Benton y Poma acerca de por qué algunos asesinos exhiben de una manera grotesca a sus víctimas. No aporta nada a la explicación de Benton sobre la emoción que produce a estos depredadores verse en los titulares de la prensa o, mejor aún, merodear por las proximidades o entre el gentío, observando el drama del descubrimiento y el pánico consiguiente. Estudia el cadáver desnudo y magullado de Drew, de costado, con las piernas juntas, las rodillas y los codos doblados, las manos debajo de la barbilla.
Casi como si estuviera durmiendo.
—No estoy segura de esto —dice.
Benton y el capitán dejan de hablar.
—Si nos fijamos —desliza una fotografía hacia Benton—, sin tener presente que es una exhibición degradante desde el punto de vista sexual, quizá quepa preguntarse si hay algo diferente. Tampoco tiene que ver con la religión. No es una plegaria a santa Agnes. Pero en el modo en que está colocada —sigue hablando según le vienen las ideas a la mente—, desprende casi cierta ternura.
—¿Ternura? ¿Está de broma? —replica Poma.
—Como si durmiera —señala ella—. No me parece que esté expuesta de una manera típicamente degradante desde el punto de vista sexual: la víctima boca arriba, los brazos, las piernas abiertas, etcétera. Cuanto más lo miro, menos me lo parece.
—Es posible —reconoce Benton, al tiempo que coge la fotografía.
—Pero está desnuda a la vista de todo el mundo —discrepa el capitán.
—Mire bien su postura. Podría estar equivocada, claro, sólo intento abrir la mente a otras interpretaciones, dejando de lado mis prejuicios, mis suposiciones de que este asesino rebosa odio. No es más que una sensación. La insinuación de una posibilidad distinta, de que tal vez quería que la encontraran pero su intención no pasaba por degradarla sexualmente.
—¿No aprecia desdén? ¿Ira? —Poma está sorprendido, parece incrédulo de veras.
—Creo que lo que hizo le permitió sentirse poderoso. Tenía necesidad de dominarla. Tiene otras necesidades que en este momento no podemos reconocer —dice ella—. Y desde luego no estoy insinuando que no haya un componente sexual. No digo que no haya ira. Sencillamente no creo que sean ésas sus motivaciones.
—En Charleston deben de sentirse muy afortunados al contar con usted —la elogia él.
—No estoy segura de que en Charleston se sientan así. Al menos, no creo que el juez de instrucción local sea de ese parecer.
Los americanos borrachos están cada vez más bulliciosos. Benton parece interesado en lo que están diciendo.
—Una experta como usted al alcance de la mano... Yo me tendría por afortunado si fuera ese juez de instrucción. ¿Y no saca partido de sus conocimientos? —pregunta Poma, y laroza al alargar el brazo para coger una fotografía que no necesita mirar de nuevo.
—Envía sus casos a la Facultad de Medicina de Carolina del Sur; nunca ha tenido que vérselas con una consulta de patología privada. Ni en Charleston ni en otra parte. Yo trabajo para algunos jueces de instrucción de jurisdicciones periféricas que no tienen acceso a instalaciones y laboratorios forenses —explica ella, distraída por Benton.
Éste le indica que preste atención a lo que están diciendo los americanos borrachos:
—... Yo lo que creo es que cuando empiezan a decir que no se ha revelado tal y cual, resulta sospechoso —pontifica uno de ellos.
—¿Por qué iba ella a querer que lo supiera nadie? No la culpo. Es igual que con Oprah o Anna Nicole Smith. Si la gente se entera de dónde están, aparecen en manada.
—Qué asco. Supon que estás en el hospital...
—O en el caso de Anna Nicole Smith, en el depósito de cadáveres. O en el maldito suelo...
—... Y hay multitudes ahí mismo en la acera, gritando tu nombre.
—Si no puedes aguantarlo, no te metas, eso me parece a mí. Es el precio que hay que pagar por ser rico y famoso.
—¿Qué ocurre? —le pregunta Scarpetta a Benton.
—Parece que nuestra vieja amiga la doctora Self ha tenido alguna clase de emergencia esta mañana y va a estar fuera de antena una temporada —responde.
Poma se vuelve y mira la mesa de americanos alborotados.
—¿La conocen? —pregunta.
—Hemos tenido nuestros encontronazos con ella. Sobre todo Kay —explica Benton.
—Creo que leí algo al respecto cuando estaba buscando información sobre ustedes. Un caso de homicidio espectacular en Florida, tremendamente brutal, en el que intervinieron.
—Me alegra que se haya documentado sobre nosotros —dice Benton—. Qué meticuloso.
—Sólo quería familiarizarme antes de su llegada. —El capitán mira a Scarpetta a los ojos—. Una mujer muy hermosa que conozco sigue a la doctora Self con regularidad —explica—, y me ha contado que vio a Drew en su programa el otoño pasado. Era algo relacionado con su victoria en un famoso torneo en Nueva York. Reconozco que no presto mucha atención al tenis.
—El Open de Estados Unidos —le recuerda Scarpetta.
—No sabía que Drew hubiera participado en su programa —dice Benton, que frunce el ceño escéptico.
—Pues así es. Lo he comprobado. Esto es muy interesante. De pronto, la doctora Self tiene una emergencia familiar. He estado intentando ponerme en contacto con ella, y aún tiene que responder a mis llamadas. ¿Quizá podría interceder? —le pregunta a Scarpetta.
—Dudo seriamente que sirviera de nada —responde—. La doctora Self me detesta.
Regresan paseando por la poco iluminada Via Due Macelli.
Scarpetta imagina a Drew Martin paseando por esas mismas calles. Se pregunta con quién se encontró. ¿Qué aspecto tenía? ¿Qué edad? ¿Qué hizo para ganarse la confianza de ella? ¿Ya se habían visto con anterioridad? Era de día, con mucha gente por la calle, pero hasta el momento no ha aparecido ningún testigo que viera a Drew en algún momento después de que dejara al mimo. ¿Cómo era posible? Era una de las atletas más famosas del mundo, ¿y no la reconoció ni una sola persona por las calles de Roma?
—¿Quizá todo fue fruto del azar? ¿Como la caída de un rayo? Por lo visto, no estamos más cerca de responder a esa pregunta —dice Scarpetta mientras ella y Benton pasean en la cálida noche, sus sombras desplazándose sobre la piedra antigua—. ¿Estaba sola y ebria, quizá perdida en alguna calle secundaria poco transitada, y él la vio? ¿Y entonces? ¿Se ofreció a mostrarle el camino y la llevó hasta donde pudiera ejercer control absoluto sobre ella? ¿Quizás a su vivienda? ¿O a su coche? En ese caso, debe de hablar al menos un poco de inglés. ¿Cómo es posible que no la viera nadie? Ni un alma.
Benton permanece callado y arrastra los zapatos por la acera. La calle está ruidosa debido a la gente que sale de restaurantes y bares, bulliciosa, con escúteres y coches que a punto están de atropellarlos.
—Drew no hablaba italiano, ni una palabra apenas, según nos han dicho —añade Scarpetta.
Hay estrellas en el cielo, la luna tenue sobre Casina Rossa, la casa de estuco donde murió Keats de tuberculosis a los veinticinco años.
—O la siguió —continúa—. O tal vez tenía alguna clase de relación con ella. No lo sabemos y es posible que no lo sepamos nunca a menos que vuelva a hacerlo o sea atrapado. ¿Vas a hablarme, Benton? ¿O voy a seguir con este monólogo más bien fragmentario y redundante?
—No sé qué demonios os traéis entre manos vosotros dos, a menos que sea tu manera de castigarme —dice él.
—¿Nosotros dos?
—El maldito capitán. ¿Quién, si no?
—La respuesta a la primera parte es que no nos traemos nada entre manos, y es ridículo que pienses lo contrario, pero ya volveremos sobre eso. Me interesa más eso que dices de que te estoy castigando, porque no tengo antecedentes de castigarte a ti ni a nadie.
Empiezan a subir la Scalinata di Spagna, esfuerzo agravado por los sentimientos heridos y el exceso de vino. Los amantes están entrelazados, y unos jóvenes alborotados que están armando bulla no les prestan atención. A lo lejos, según parece a un kilómetro y pico cuesta arriba, el hotel Hassler, iluminado e inmenso, descuella sobre la ciudad como un palacio.
—No va con mi carácter —comienza de nuevo—, eso de castigar a la gente. Me protejo y protejo a otros, pero no castigo. Al menos a la gente que me importa. Pero sobre todo —sin resuello—, a ti nunca te castigaría.
—Si tienes intención de salir con otros, si estás interesada en otros hombres, no puedo reprochártelo. Pero dímelo. Eso es lo único que te pido. No montes numeritos como has estado haciendo todo el día. Y toda la noche. No me vengas con estúpidos jueguecitos de instituto.