Scarpetta sopesa su enfoque. Muestras de ADN, pero no en este laboratorio, y no debería hacerlo primero, no necesita hacerlo primero porque ni el TXR ni la supercola destruyen el ADN. Supercola, decide, y saca el revólver de la bolsa de papel para luego anotar el número de serie. Abre el cilindro vacío y obtura ambos extremos del cañón con bolas de papel. De otra bolsa saca las seis balas del 38 especial, que coloca en vertical dentro de una cámara de vapor, que no es otra cosa que una fuente de calor en el interior de una campana de cristal. En su interior hay un cable tendido de un extremo al otro, del que deja suspendido el revólver por la guarda del gatillo. Coloca un cuenco de agua caliente para que haya humedad, echa supercola a una cazuela de aluminio y cubre la cámara de vapor con una tapa. Luego pone en marcha un extractor de aire.
Otro par de guantes nuevos, y coge la bolsa de plástico que contiene el colgante de la moneda de oro. La cadenita de oro tiene muchas probabilidades de cobijar restos de ADN, y la embolsa por separado antes de etiquetarla. En la moneda puede haber restos de ADN, pero también huellas; la sostiene levemente por el canto y la observa con ayuda de una lupa cuando oye la cerradura biométrica de la puerta del laboratorio. Entra Lucy, y Scarpetta percibe su estado de ánimo.
—Ojalá tuviéramos un programa de reconocimiento de fotografías —comenta Scarpetta, porque sabe cuándo no hacer preguntas acerca del ánimo de Lucy y sus causas.
—Lo tenemos —dice Lucy, que evita su mirada—. Pero necesitas algo para compararlo. Muy pocos organismos policiales tienen bases de datos con fotografías en las que buscar, y aquellos que las tienen tampoco sirven porque no hay nada integrado. Quienquiera que sea este gilipollas, tendremos que identificarlo de otra manera. Y no me refiero necesariamente al cabrón de la
chopper
que se supone apareció en el paseo detrás de tu casa.
—Entonces ¿a quién te refieres?
—Pues a quien llevaba el colgante y tenía el arma. Y a que no sabes con seguridad que no fuera Bull.
—Eso no tendría sentido.
—Lo tendría si quisiera hacerse pasar por un héroe, o esconder alguna otra cosa que se traiga entre manos. No sabes quién llevaba el arma ni el colgante porque no viste a quien los perdió.
—A menos que las pruebas indiquen algo diferente —le recuerda Scarpetta—, voy a dar crédito a sus palabras y le voy a estar agradecida por haber corrido el peligro que corrió para protegerme.
—Tú piensa lo que quieras.
Scarpetta la mira a la cara.
—Me parece que ocurre algo.
—Sólo digo que el supuesto altercado entre él y quienquiera que sea el tipo de la
chopper
tuvo lugar sin testigos, eso es todo.
Scarpetta echa un vistazo al reloj y se acerca a la cámara de vapor.
—Cinco minutos, ya debería estar. —Retira la tapa para detener el proceso—. Tenemos que comprobar el número de serie del revólver.
Lucy se acerca y mira en el interior de la campana de cristal. Se pone guantes, introduce las manos, suelta el cable y recoge el revólver.
—Se aprecian estrías muy leves en el cañón. —Vuelve el arma de aquí para allá y luego la deja en la encimera recubierta de papel, introduce de nuevo las manos en la campana y recoge las balas—. Hay alguna huella parcial. Me parece que se aprecian suficientes detalles. —Las posa también sobre la encimera.
—Voy a fotografiarlas y tal vez puedas escanear las fotos de manera que podamos obtener las características e introducirlas en el Sistema Automatizado de Identificación de Huellas.
Scarpetta telefonea al laboratorio de huellas digitales y explica lo que están haciendo.
—Trabajaré primero con ellos para ahorrar tiempo —dice Lucy, y su tono no es amistoso—. Elimina los canales decolor para que el blanco pase a negro y pásalas por el sistema de identificación lo antes posible.
—Ocurre algo. Supongo que ya me lo dirás en el momento oportuno.
Lucy no escucha.
—Entra basura, sale basura —dice con furia.
Es su comentario preferido cuando está en plan cínico. Se escanea una huella para introducirla en el sistema de identificación y el ordenador no sabe si está viendo una roca o un pez. El sistema automatizado no piensa, no sabe nada. Solapa las características de una huella con las características correspondientes de otra huella, lo que supone que si faltan características o están oscurecidas o no las ha codificado correctamente un investigador forense competente, hay muchas probabilidades de que la búsqueda resulte nula. El sistema de identificación no es el problema, sino la gente. Lo mismo puede decirse del ADN. Los resultados sólo están al nivel de las muestras tomadas, la manera en que se han procesado y la persona que se ha encargado de la tarea.
—Ya sabes cuán raro es que las huellas estén siquiera tomadas como Dios manda, ¿no? —Lucy sigue despotricando en tono mordiente—. Hay algún agente paleto en una cárcel que recoge todas esas tarjetas con las diez huellas digitales, anclado todavía en el sistema de tinta y presión que se utiliza desde hace siglos, y luego las vuelcan todas en el sistema de identificación y no son más que mierda, cuando podrían no serlo si utilizáramos un sistema de escaneo óptico biométrico. Pero no hay ninguna cárcel que tenga dinero suficiente. No hay dinero para nada en este jodido país.
Scarpetta coloca la moneda de oro en el sobre de plástico transparente y la observa con una lupa.
—¿Quieres decirme por qué estás de tan mal humor? —Teme la respuesta.
—¿Dónde está el número de serie para que pueda introducir esa arma en la base de datos del Centro Nacional de Información Criminal?
—Ese papel de ahí encima del mostrador. ¿Has hablado con Rose?
Lucy lo coge y se sienta ante un ordenador para empezar a pulsar teclas.
—He llamado para ver qué tal estaba. Ha dicho que la que necesitaba ayuda eras tú.
—Una moneda de un dólar americano —dice Scarpetta, refiriéndose a la moneda aumentada por la lupa, para no tener que decir nada más—. De mil ochocientos setenta y tres. —Y repara en algo que nunca había visto en una prueba sin procesar.
—Me gustaría disparar el arma en el tanque de agua y contrastar los datos de balística con la RNIIB. —La Red Nacional Integrada de Información Balística—. A ver si se ha utilizado el revólver en otro delito. Aunque ya sé que aún no consideras delito lo que ocurrió y no quieres meter en esto a la policía.
—Tal como te he dicho —Scarpetta no quiere mostrarse a la defensiva—, Bull forcejeó con él y le hizo soltar el arma. —Observa la moneda y va ajustando la lente—. No puedo demostrar que el tipo de la
chopper
hubiera venido a agredirme. No llegó a entrar en la propiedad, sólo lo intentó.
—Eso dice Bull.
—En otras circunstancias, diría que esta moneda ya ha sido sometida al método de la supercola en busca de huellas dactilares. —Con la lupa, Scarpetta examina lo que parecen pálidas estrías blancas en ambas caras.
—¿A qué te refieres con «en otras circunstancias»? No tienes ninguna información, no sabes nada acerca de la moneda, dónde ha estado ni de dónde ha salido, salvo que Bull la encontró detrás de tu casa. Quién la perdió es otra historia.
—Desde luego parecen residuos de polímeros, como la supercola. No lo entiendo —dice Scarpetta, y lleva la moneda protegida por el plástico hasta el atril de copia—. Hay muchas cosas que no entiendo. —Levanta la mirada hacia Lucy—. Supongo que cuando estés lista para hablar conmigo ya lo haras. —Se quita los guantes, se pone otros nuevos y una mascarilla.
—A mí me parece que lo único que hace falta es fotografiarla. No es necesario recurrir al azul arma ni al TXR. —Lucy se refiere a las estrías que se aprecian en la moneda.
—Como mucho, pólvora negra, quizá, pero sospecho que ni siquiera nos hará falta recurrir a eso. —Scarpetta ajusta la cámara montada sobre la columna del atril de copia y manipula los brazos de los cuatro focos—. Voy a fotografiarla. Luego se puede enviar todo a ADN.
Arranca un pedazo de papel marrón para la base del atril de copia, saca la moneda del sobre y la deja con la cara hacia arriba. Corta un vaso de polietileno por la mitad y coloca la mitad en forma de embudo sobre la moneda. Iluminación de carpa casera para minimizar el resplandor, y los detalles de las estrías resultan mucho más visibles. Coge el dispositivo de control a distancia de la cámara y empieza a sacar fotografías.
—Supercola —dice Lucy—. Así que podría ser la prueba de un delito y de alguna manera volvió a entrar en circulación, por así decirlo.
—Eso lo explicaría. No tengo ninguna certeza, pero desde luego lo explicaría.
Un rápido tecleo.
—Moneda de oro de un dólar —dice Lucy—. Americana, de mil ochocientos setenta y tres. A ver qué encuentro al respecto. —Pulsa más teclas—. ¿Por qué tomaría alguien Fiorinal con codeína? ¿Y qué es, exactamente?
—Butalbital con fosfato de codeína, aspirina, cafeína —explica Scarpetta, al tiempo que vuelve la moneda con cuidado para fotografiarla del otro lado—. Un fuerte narcótico con efectos analgésicos, a menudo recetado para los dolores de cabeza intensos provocados por la tensión. —Se cierra el obturador de la cámara—. ¿Por qué?
—¿Y qué me dices del Testroderm?
—Un gel de testosterona que se frota sobre la piel.
—¿Has oído hablar de Stephen Siegel?
Scarpetta piensa un momento, pero no se le ocurre nadie, el nombre le resulta desconocido por completo.
—No, que yo recuerde.
—El Testroderm lo recetó él, y resulta que es un proctólogo de tres al cuarto en Charlotte, de donde es Shandy Snook. Y resulta que su padre era paciente de ese proctólogo, lo que podría indicar que Shandy lo conoce y puede obtener recetas de su puño y letra cuando le viene en gana.
—¿Dónde fue presentada la receta?
—En una farmacia de isla Sullivan, donde resulta que Shandy posee una casa de dos millones de dólares a nombre de una S. L. —dice Lucy, que vuelve a teclear—. Quizá sería buena idea que le preguntaras a Marino qué coño está pasando. Creo que todos tenemos motivos para estar preocupados.
—Lo que más me preocupa es lo furiosa que estás.
—Me parece que no sabes cómo me pongo cuando estoy cabreada de veras. —Lucy sigue descargando golpes de dedo rápidos, duros y furiosos—. Así que Marino va colocado hasta las cejas. Lo más probable es que se esté untando gel de testosterona como si fuera bronceador y tragando pastillas como loco para superar las resacas. De pronto se ha convertido en un King Kong ebrio y furioso. —Pulsa las teclas con sonoros chasquidos—. Probablemente sufra de priapismo, y podría tener un ataque al corazón. O volverse tan agresivo que pierda el control cuando ya está fuera de control de tanto beber. Es asombroso el efecto que puede tener una persona en otra en apenas una semana.
—Está claro que su novia no es una buena influencia.
—No me refiero a ella. Tuviste que soltarle tu noticia.
—Pues sí, tuve que decírselo, y también a ti y Rose —responde Scarpetta con voz queda.
—Tu moneda de oro vale unos seiscientos dólares —dice Lucy, y cierra un fichero en el ordenador—. Sin contar la cadena.
El doctor Maroni está sentado delante de la chimenea en su apartamento al sur de San Marco, las cúpulas de la basílica grises bajo la lluvia. La gente, sobre todo los de la zona, llevan botas de goma verde, mientras que los turistas calzan unas amarillas baratas. En cuestión de un momento, el agua cubre las calles de Venecia.
—Sencillamente oí lo del cadáver. —Habla por teléfono con Benton.
—¿Cómo? En un primer momento el caso no era importante. ¿Por qué ibas a oír hablar del asunto?
—Me lo contó Otto.
—Te refieres al capitán Poma. —Benton está decidido a distanciarse del capitán, tanto que ni siquiera es capaz de pronunciar su nombre de pila.
—Otto me llamó por otra razón y lo mencionó —dice Maroni.
—¿Por qué estaba él al corriente? Al principio, no se dijo gran cosa en las noticias.
—Estaba al corriente porque es Carabiniere.
—¿Y eso lo convierte en omnisciente? —bromea Benton.
—Estás resentido con él.
—Lo que estoy es perplejo —replica Benton—. Es
medico légale
de los Carabinieri. Y era la policía nacional, no los Carabinieri, quien tenía jurisdicción en este caso. Y como siempre, eso es porque la nacional llegó antes al escenario del crimen. Cuando era crío, a eso se le llamaba «pedirse prime». En lo que respecta a una actuación policial, a eso se le llama «inaudito».
—¿Qué quieres que te diga? Así funcionan las cosas en Italia. La jurisdicción depende de quién llega al escenario primero, o a quién llaman. Pero no es eso lo que te tiene tan irritable.
—No estoy irritable.
—¿Le estás diciendo a un psiquiatra que no estás irritable? —Maroni enciende la pipa—. No estoy allí para ver en qué estado te encuentras, pero no me hace falta: estás irritable. ¿Dime por qué tiene importancia cómo me enteré acerca de la mujer muerta cerca de Bari?
—Ahora das a entender que no soy objetivo.
—Lo que estoy dando a entender es que te sientes amenazado por Otto. Permite que intente explicarte la secuencia de los hechos con más claridad. El cadáver se encontró en la cuneta de la Autostrada en las afueras de Bari, y no me llamó la atención en un primer momento. Nadie sabía quién era la mujer y se pensó que se trataba de una prostituta. La policía especuló con que el asesinato estaba relacionado con la Sacra Corona Unita, la mafia de Puglia. Otto dijo que se alegraba de que los Carabinieri no estuvieran implicados, porque no le hacía ninguna gracia vérselas con gánsteres. Según dijo, no le atraía resolver crímenes en los que las víctimas eran tan corruptas como sus asesinos. Creo que fue un día después cuando me informó de que había hablado con el patólogo forense en la Sezione di Medicina Legale en Bari. Por lo visto, la víctima era una turista canadiense desaparecida a quien se había visto por última vez en una discoteca en Ostuni. Iba bastante borracha y se fue con un hombre. Una joven que encajaba con la misma descripción fue vista al día siguiente en la Grotta Bianca, en Puglia, la Caverna Blanca.
—Otra vez da la impresión de que el capitán Poma es omnisciente, y al parecer todo el mundo lo informa a él.
—Otra vez pareces resentido con él.
—Hablemos de la Caverna Blanca. Tenemos que dar por sentado que este asesino hace asociaciones simbólicas —propone Benton.