El libro de Los muertos (43 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El libro de Los muertos
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El doctor Franz manipula un poco más el contraste y la ampliación.

—Y ahora se vuelve más raro todavía —comenta.

—Quizá sean células epiteliales. ¿Piel? —Scarpetta escudriña lo que aparece en pantalla—. No se mencionó nada parecido en el caso Drew Martin. Tengo que llamar al capitán Poma. Todo depende de lo que se consideró importante, o de lo que se vio. Y por muy sofisticado que fuera el laboratorio de la policía, seguro que no tienen instrumentos de investigación y desarrollo de calidad. Seguro que no tienen esto. —Se refiere al GC-MBE.

—Bueno, espero que no optaran por la espectromía de masa y diluyeran toda la muestra en ácido, o no quedará nada para que volvamos a realizar la prueba.

—No lo hicieron —dice ella—. Análisis por rayos X en fase sólida. Raman. Cualquier célula epitelial debería seguir en la arena, pero como decía, no tengo noticia de que las hubiera. No se dice nada en el informe. Nadie lo mencionó. Tengo que llamar al capitán Poma.

—Allí ya son las siete de la tarde.

—Está aquí. Bueno, en Charleston.

—Ahora sí me pierdo. Creía que me había dicho que es Carabiniere, no de la policía de Charleston.

—Apareció por sorpresa anoche en Charleston. No me haga preguntas, estoy más confusa que usted.

Sigue molesta. No le sorprendió agradablemente que Benton se presentara en su casa anoche acompañado del capitán Poma. Por un momento se quedó muda de pasmo, y tras tomarse una sopa y un café, se fueron tan repentinamente comohabían llegado. No ha visto a Benton desde entonces, y está triste y dolida; ni siquiera sabe qué le dirá cuando vuelva a verle, sea cuando sea. Antes de abordar el avión esa misma mañana, se planteó quitarse la alianza.

—ADN —dice el doctor Franz—. Así que más vale que no lo fastidiemos con lejía. Pero la señal sería más clara si pudiéramos librarnos de los restos de piel y grasas, si es que se trata de eso.

Es como contemplar constelaciones de estrellas. ¿Se parecen a animales o a la Osa Mayor siquiera? ¿Tiene rostro la Luna? ¿Qué es lo que ve en realidad? E intenta alejar a Benton de sus pensamientos para concentrarse.

—Nada de lejía, y para cubrirnos las espaldas deberíamos hacer análisis de ADN, desde luego —dice—. Y aunque las células epiteliales son comunes en los restos de disparos, eso sólo ocurre cuando se unta las manos del sospechoso con cinta engomada de carbono de doble cara. De manera que lo que estamos viendo, si es que es piel, no tiene sentido a menos que las células epiteliales fueran transferidas por las manos del asesino. O que las células ya estuvieran en el vidrio de la ventana. Pero lo que resultaría peculiar en ese caso es que el vidrio fue limpiado, y estamos viendo las fibras resultantes, que coinciden con algodón blanco, y la camiseta sucia que encontré en el cesto de la ropa es de algodón blanco, pero ¿qué significa eso? La verdad es que no mucho. El lavadero debía de ser un vertedero de fibras microscópicas.

—Con
este
aumento, todo se convierte en un vertedero. —Franz hace chasquear el ratón, manipula y recoloca, y el haz de electrones alcanza una zona de vidrio roto.

Debajo de la espuma de poliuretano, clara al secarse, las grietas parecen cañones. Las borrosas siluetas blancas podrían ser más células epiteliales, y las líneas y poros son una huella de piel de alguna parte del cuerpo que golpeó el cristal. También hay fragmentos de pelo.

—¿Alguien chocó con el vidrio o lo golpeó? —pregunta el doctor—. ¿Tal vez fue así como se rompió?

—No con una mano ni con la planta de un pie. No se observan detalles de estrías de fricción. —No puede dejar de pensar en Roma, y dice—: Tal vez los residuos de disparos, en vez de haberse transferido de las manos de alguien, ya estaban en la arena.

—¿Quiere decir antes de que él la tocara?

—Es posible. Drew Martin no recibió ningún disparo. Eso lo sabemos a ciencia cierta. Sin embargo, hay restos de bario, antimonio y plomo en la arena encontrada en las cuencas de sus ojos. —Lo repasa todo de nuevo en un intento de ordenar sus ideas—. Puso allí la arena y luego le pegó los párpados con cola. Así que los supuestos restos de disparos podrían haber estado en sus manos y se transfirieron a la arena, porque sin duda la tocó. Pero ¿y si esos restos estaban allí porque ya se encontraban allí?

—Es la primera vez que oigo hablar de que alguien haga algo semejante. ¿En qué mundo vivimos?

—Espero que sea la última vez que oigamos hablar de alguien haciendo algo semejante, y llevo haciéndome esa misma pregunta la mayor parte de mi vida —comenta Scarpetta.

—Nada indica que no estuviera ya allí. En otras palabras, en este caso —indica las imágenes en la pantalla—, ¿se trata de arena en la cola o de cola en la arena? ¿Y estaba la arena en sus manos o estuvieron sus manos en la arena? La cola en Roma. Ha dicho que no utilizaron espectromía de masas. ¿La analizaron mediante espectroscopia infrarroja?

—No lo creo. Es cianocrilato. Eso es todo lo que sé —responde ella—. Podemos probar con la espectroscopia infrarroja a ver qué huella digital molecular obtenemos.

—Muy bien.

—¿En la cola de la ventana y también en la de la moneda?

—Desde luego.

La Espectroscopia Infrarroja por Transformada de Fourier es un concepto más sencillo de lo que podría sugerir su nombre. Los vínculos químicos de una molécula absorben longitudes de onda luminosas y producen un espectro anotado tan característico como una huella digital. A primera vista, lo que encuentran no es ninguna sorpresa. Los espectros son iguales para la cola utilizada en la ventana y la cola en la moneda: ambas son un cianocrilato, aunque ni Scarpetta ni Franz lo reconocen. La estructura molecular no es la del etilcianocrilato de la supercola corriente.

—Dosoctilcianocrilato —dice él, y el día se les está escapando. Son las dos y media—. No tengo ni idea de lo que es, salvo un adhesivo. ¿Y la cola de Roma? ¿Qué estructura molecular tenía?

—No estoy segura de que nadie lo preguntara.

Edificios históricos suavemente iluminados y la aguja blanca de Saint Michael que apunta hacia la luna con toda claridad.

Desde su espléndida habitación, la doctora Self no alcanza a distinguir el puerto y el océano del cielo porque no hay estrellas. Ha dejado de llover, pero no por mucho rato.

—Me encanta la fuente de piña, aunque no se puede ver desde aquí. —Habla con las luces de la ciudad del otro lado de la ventana porque es más agradable que hablar con Shandy—. Allá abajo en el agua, debajo del mercado. Los niños, muchos de ellos desfavorecidos, chapotean en ella en verano. Yo diría que si tienes uno de esos apartamentos tan caros, seguro que el ruido te fastidia el estado de ánimo. Escucha, oigo un helicóptero. ¿Lo oyes? —dice la doctora Self—. La Guardia Costera. Y esos inmensos aviones que tienen las Fuerzas Aéreas. Parecen acorazados volantes que sobrevuelan la zona cada dos minutos, pero ya sabes lo de los grandes aviones. Es un derroche de dinero de los contribuyentes, ¿y para qué?

—No te lo habría dicho si hubiera creído que dejarías de pagarme —dice Shandy desde su butaca cerca de una ventana, donde la vista no le despierta el menor interés.

—Para seguir derrochando, seguir matando —continúa la doctora Self—. Ya sabemos lo que ocurre cuando regresan acasa esos chicos y chicas. Lo sabemos pero que muy bien, ¿verdad, Shandy?

—Dame lo que acordamos y tal vez te deje en paz. Sencillamente quiero lo que todo el mundo. Eso no tiene nada de malo. Irak me importa una mierda —le espeta Shandy—. No estoy interesada en tirarme horas aquí hablando de política. Si quieres oír hablar de auténtica política, vente al bar. —Ríe de una manera francamente desagradable—. Eso sí que tiene gracia, tú en el bar. Una «cerda» vieja como tú. —Hace tintinear el hielo en la copa—. Una exploradora perdida entre los arbustos en tierra del presi Arbusto. —Bush significa «arbusto».

—Igual resulta que no sois más que mala hierba.

—Porque odiamos a los moros y los maricas y no creemos en eso de tirar bebés por el retrete o venderlos troceados para experimentos médicos. Nos encanta la tarta de manzana, las alitas de pollo, la Budweiser y Jesucristo. Ah, sí, y también follar. Si me das lo que he venido a buscar, me callaré de una vez y me iré a casa.

—En tanto que psiquiatra, siempre he dicho: «Conócete a ti mismo.» Pero no en tu caso, querida. Te recomiendo que no te conozcas a ti misma en absoluto.

—Una cosa sí que está clara —dice Shandy en tono sarcástico—: Marino superó lo que tenía contigo cuando se lo montó conmigo.

—Hizo exactamente lo que predije. Tomó la opción más equivocada —dice la doctora Self.

—Es posible que seas tan rica y famosa como Oprah, pero ni con todo el poder y la gloria del mundo serías capaz de camelarte a un tío como sé hacer yo. Soy joven y dulce y sé lo que quieren, y puedo seguir adelante tanto como ellos y hacerles que sigan dale que te pego mucho más tiempo de lo que nunca soñaron —se jacta Shandy.

—¿Estás hablando de sexo o del derbi de Kentucky?

—Estoy hablando de que eres vieja.

—Tal vez debería invitarte a mi programa. Podría plantearte preguntas fascinantes. Qué ven en ti los hombres. Qué perfume de almizcle exudas para que te vayan detrás de ese culito torneado que tienes. Te sacaríamos tal como estás ahora, con pantalones de cuero negro ceñidos como la piel de una ciruela, y cazadora vaquera sin nada debajo. Las botas, claro. Y el toque maestro: un pañuelo que parece en llamas. Deteriorado, por decirlo con delicadeza, pero es de tu pobre amigo, el que ha tenido ese horrible accidente. A mi público le resultaría enternecedor que llevaras su pañuelo al cuello y digas que no te lo quitarás hasta que se recupere. No sé si decirte que cuando alguien se abre la cabeza como un huevo y el cerebro queda expuesto al entorno, el asunto es bastante grave.

Shandy toma un trago.

—Sospecho que en el transcurso de una hora, y no veo material para toda una serie, sólo un pequeño segmento de un programa, llegaremos a la conclusión de que eres atractiva y seductora, con una tersura y un encanto innegables —dice la doctora Self—. Lo más probable es que puedas satisfacer tus viles preferencias por el momento, pero cuando te hagas tan vieja como crees que soy yo, la gravedad hará de ti una persona sincera. La gravedad te dará alcance. La vida tiene tendencia a la caída, no a permanecer en pie o remontar el vuelo, ni siquiera a mantenerse sentada, sino a caer con tanta dureza como cayó Marino. Cuando te insté a buscarle después de que él hubiera sido lo bastante necio como para buscarme a mí, el desplome en potencia parecía mínimo. Apenas los problemas que pudieras causar tú, querida. ¿Y hasta dónde podría caer Marino, después de todo, cuando nunca ha llegado a nada?

—Dame el dinero —dice Shandy—. O igual debería pagarte yo para no tener que seguir escuchándote. No me extraña que tu...

—No ló digas —salta la doctora Self, pero con una sonrisa—. Ya acordamos sobre quién no hablamos y qué nombres no debemos pronunciar nunca. Es por tu propio bien. Esa parte no debes olvidarla. Tienes mayores motivos de preocupación que yo.

—Pues deberías alegrarte. Te hice un favor y ahora ya notendrás que seguir tratando conmigo. Probablemente te caigo más o menos tan bien como el doctor Phil, el psicólogo de los famosos.

—Él ha estado en mi programa.

—Bueno, pídele un autógrafo de mi parte.

—No me alegro —replica la doctora Self—. Ojalá no me hubieras llamado con esa noticia tan asquerosa. Me la contaste para que te untara y te ayudara a no acabar en la cárcel. Eres una chica lista. No me conviene que estés en la cárcel.

—Ojalá no te hubiera llamado. No sabía que dejarías de enviarme cheques por...

—¿Por qué? ¿Por qué crees que te pagaba? Lo que estaba costeando ya no necesita ser costeado.

—No debería habértelo contado, pero siempre me dijiste que tenía que ser sincera.

—Si lo hice, fue una pérdida de tiempo —asegura la doctora Self.

—¿Y te preguntas por qué...?

—Me pregunto por qué quieres fastidiarme rompiendo nuestra norma. Hay ciertos temas que no sacamos a colación.

—Puedo sacar a Marino. Y desde luego lo he hecho más de una vez. —Shandy esboza una media sonrisa—. ¿Te lo he dicho? Aún quiere follarse a la Gran Jefa. Eso debería cabrearte, porque las dos sois más o menos de la misma edad.

Shandy devora los entremeses como si fueran pollo frito Kentucky.

—Igual te echaría un polvo si se lo pidieras amablemente, pero a ella se la tiraría antes incluso que a mí, si tuviese la oportunidad. ¿Te lo imaginas? —dice.

Si el bourbon fuera aire, no quedaría nada que respirar en la habitación. Shandy ha hecho tanto acopio en el salón del bar privado que ha tenido que pedirle al conserje una bandeja mientras la doctora Self se preparaba una taza de manzanilla caliente y miraba hacia otra parte.

—Debe de ser una mujer especial —insiste Shandy—. No me extraña que la odies tanto.

Fue metafórico. Todo lo que representa Shandy lleva a la doctora Self a apartar la mirada, y llevaba tanto tiempo mirando a otra parte que no vio venir la colisión.

—Lo que vamos a hacer es lo siguiente —dice ahora—. Vas a largarte de esta ciudad tan bonita para no regresar nunca. Sé que echarás de menos tu casa de la playa, pero puesto que sólo digo que es tuya por ser amable, predigo que lo superarás rápidamente. Antes de hacer el equipaje, la despejarás hasta dejar sólo el esqueleto. ¿Recuerdas las historias sobre el apartamento de Lady Di? ¿Lo que ocurrió después de su muerte? La moqueta y el papel pintado arrancados, hasta las bombillas desaparecieron, y su coche quedó reducido a un cubo de metal.

—Nadie va a tocar mi BMW ni mi moto.

—Empezarás esta misma noche: frota, pinta, usa lejía, quémalo todo, me trae sin cuidado. Pero que no quede ni una gota de sangre, semen o saliva, ni una sola prenda, ni un solo cabello, fibra o miga. Deberías volver a Charlotte, el sitio que te corresponde. Únete a la Santa Iglesia del Bar Deportivo y adora al dios del dinero. Tu difunto padre era más listo que yo: no te dejó nada, y yo desde luego tengo algo que dejarte. Lo llevo en el bolsillo. Así me libraré de ti.

—Fuiste tú quien dijo que debía vivir aquí en Charleston para poder estar...

—Y ahora tengo el privilegio de cambiar de opinión.

—No puedes obligarme a nada, joder. Me importa una mierda quién seas, y estoy harta de que me digas lo que tengo que decir. O no decir.

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