—¿Tiene idea de cómo fue a parar la señora Webster a ese programa?
—Yo diría que tienen un buen equipo de investigadores que hurgan en las noticias en busca de material e invitados. A mi modo de ver, tuvo que ser muy perjudicial para la señora Webster desde el punto de vista psicológico quedar expuesta ante el mundo entero cuando aún no había tenido oportunidad de hacer frente a lo ocurrido. Tengo entendido que fue la misma clase de situación que en el caso de Drew Martin.
—¿Se refiere a su aparición en el programa de la doctora Self el otoño pasado?
—A mis oídos llega buena parte de lo que ocurre por aquí, tanto si quiero como si no. Cuando viene a la ciudad, siempre se aloja en el Charleston Place. Esta última vez, hace apenas tres semanas, casi no pasó por su habitación, y desde luego no durmió en ella. El servicio entraba y se encontraba la cama hecha, sin otro indicio de que hubiera pasado por allí que sus pertenencias, o al menos parte de las mismas.
—¿Y cómo es que está usted al tanto de eso? —indaga Scarpetta.
—Un buen amigo mío es jefe de seguridad. Cuando vienen parientes y amigos de los fallecidos, les recomiendo el Charleston Place, siempre y cuando se lo puedan permitir.
Scarpetta recuerda lo que dijo Ed, el portero. Cada vez que Drew iba al edificio de apartamentos, le daba veinte dólares de propina. Tal vez era algo más que generosidad; tal vez le estaba recordando que mantuviera la boca cerrada.
Pinos de mar, la plantación más selecta en la isla de Hilton Head.
Por cinco dólares se puede adquirir un pase para todo el día en la garita de seguridad, y los guardias, de uniforme azul y gris, no piden identificación. Scarpetta solía quejarse al respecto cuando Benton y ella tenían un adosado allí, y los recuerdos de aquellos tiempos siguen siendo dolorosos.
—Compró el Cadillac en Savannah —dice el investigador Turkington, que lleva a Scarpetta y Lucy en su coche patrulla sin distintivos—. Blanco, lo que no es de gran ayuda. ¿Se imaginan cuántos Cadillac y Lincoln blancos hay por aquí? Probablemente dos de cada tres coches de alquiler son blancos.
—¿Y los guardias a la entrada no recuerdan haberlo visto, tal vez a una hora fuera de lo normal? ¿Grabaron algo las cámaras? —pregunta Lucy, en el asiento del pasajero.
—Nada útil. Ya saben cómo va eso. Una persona dice que tal vez lo vio y otra persona dice que no. Yo creo que salió al volante del coche pero no regresó, de manera que no hubieran reparado en él de todos modos.
—Depende de cuándo lo cogió —señala Lucy—. ¿Lo guardaba en el garaje esa mujer?
—Solían verlo aparcado en el sendero de entrada, por lo general. De modo que no me parece probable que ese tipo lo haya tenido mucho tiempo. ¿Qué? —Mira de soslayo aLucy mientras conduce—. ¿Se las arregló para robarle las llaves, llevarse el coche y ella no se dio cuenta?
—No hay manera de saber de qué se dio cuenta o no.
—Continúa convencida de que ocurrió lo peor, ¿verdad? —comenta Turkington.
—Sí, lo estoy, remitiéndome a los hechos y al sentido común. —Lucy lleva tomándole el pelo desde que al recogerlas en el aeropuerto hizo un comentario en plan listillo acerca del helicóptero, llamándolo «batidora». Ella le tildó de ludita. El agente no sabía qué era un ludita, y sigue sin saberlo. Lucy no se lo ha explicado—. Pero eso no descarta que haya sido secuestrada para pedir un rescate. No digo que sea imposible. No lo creo, pero desde luego cabe esa posibilidad. Deberíamos hacer exactamente lo que estamos haciendo: involucrar en la investigación a todos los organismos policiales.
—Ojalá hubiéramos podido evitar que trascendiera a los medios. Becky dice que llevan toda la mañana echando gente de la casa.
—¿Quién es Becky? —pregunta Lucy.
—La jefa del equipo de investigación científica. Al igual que yo, tiene otro empleo como técnico de emergencias.
Scarpetta se pregunta a qué viene ese comentario. Quizá no lleva bien lo de estar pluriempleado.
—Aunque, claro, supongo que ustedes no tienen que preocuparse por el alquiler —comenta.
—Claro que sí. Sólo que el mío es un poco más elevado que el suyo —replica Lucy.
—Sí, un poco. Ni me imagino cuánto le cuesta ese laboratorio. O las cincuenta casas y los Ferrari.
—No llegan a cincuenta, ¿y cómo sabe lo que tengo?
—¿Han empezado a utilizar su laboratorio muchos departamentos? —pregunta él.
—Alguno que otro. Aún estamos terminando de instalarnos, pero tenemos lo básico. Y estamos acreditados. Se puede elegir entre nosotros o la DPCS. —La División Policial de Carolina del Sur—. Somos más rápidos —añade—. Si necesita algo que no está en el menú, tenemos amigos en lugares con tecnología punta como Oak Ridge y Y-Twelve.
—Creía que en esos sitios se dedicaban a la fabricación de armas nucleares.
—No es lo único que hacen.
—Me está tomando el pelo. ¿Se dedican a asuntos forenses? ¿Como qué?
—Es un secreto.
—Da igual —refunfuña el policía—. Nosotros no podemos permitirnos contar con sus servicios.
—No, no pueden, lo que no significa que no vayamos a prestárselos.
Las gafas oscuras de Turkington se reflejan en el espejo retrovisor. Entonces le dice a Scarpetta, probablemente porque ya está un poco harto de Lucy:
—Qué, ¿sigue con nosotros?
El investigador lleva un traje color crema, y Scarpetta se pregunta cómo hace para no ensuciarse en un escenario del crimen. Vuelve sobre los asuntos más importantes que él y Lucy venían discutiendo, y les recuerda que nadie debe dar nada por sentado, incluido el momento de la desaparición del Cadillac de Lydia Webster, porque parece que apenas conducía y sólo se ponía rara vez al volante para ir en busca de tabaco, bebida o algo de comer. Por desgracia, conducir no fue buena idea por su parte, teniendo en cuenta lo afectada que estaba. De manera que alguien podía haberse llevado el automóvil días atrás, y es posible que su desaparición no tuviera nada que ver con la del perro. Luego están las imágenes que envió el Hombre de Arena por correo electrónico a la doctora Self. Tanto Drew Martin como Lydia Webster fueron fotografiadas en bañeras que parecían llenas de agua fría. Las dos parecían drogadas, ¿y qué hay de lo que vio la señora Dooley? El caso debería abordarse como un homicidio, al margen de cuál pueda ser la realidad. Porque —y Scarpetta lleva predicándolo más de veinte años— no se puede volver atrás.
Pero luego se refugia en su propio ámbito privado, nopuede evitarlo: sus pensamientos se remontan a la última vez que estuvo en Hilton Head, cuando vació el adosado de Benton. En ningún momento de aquella época, la más oscura de su vida, le pasó por la cabeza que el asesinato de Benton pudiera haber sido pergeñado para ocultarlo de quienes sin duda lo habrían asesinado de haber tenido oportunidad. ¿Dónde están ahora esos supuestos asesinos a sueldo? ¿Perdieron interés y decidieron que Benton ya no constituía una amenaza o no valía la pena matarlo? Se lo ha preguntado al propio Benton, pero no está dispuesto a hablar de ello, asegura que no puede. Baja la ventanilla del coche y su alianza reluce al sol, pero eso no la tranquiliza, y el buen tiempo seguro que no durará mucho. Está previsto que descargue otra tormenta ese mismo día.
La carretera serpentea entre campos de golf y por encima de breves puentes que cruzan fugazmente angostos canales y estanques. En una ribera terraplenada y cubierta de hierba, un caimán parece un tronco, y las tortugas permanecen inmóviles entre el fango mientras una garceta blanca se yergue sobre sus patas de palillo en aguas poco profundas. La conversación en el asiento delantero se centra en la doctora Self durante un rato, y la luz se convierte en penumbra a la sombra de los inmensos robles. El musgo español semeja cabello gris y muerto. Apenas ha cambiado nada. Se ha construido alguna que otra casa nueva, y Scarpetta recuerda largos paseos y el aire y la brisa salados, las puestas de sol en la galería y el momento en que todo tocó a su fin. Imagina lo que creyó el cadáver de Benton entre las ruinas carbonizadas del edificio donde supuestamente había muerto. Ve su pelo plateado y la carne incinerada entre la madera ennegrecida y la mugre de un fuego del que aún quedaban rescoldos a su llegada. Su rostro había desaparecido, no era más que hueso quemado, y los informes de la autopsia eran falsos. La habían engañado. Quedó desolada, destruida, y ahora siempre será una persona distinta por causa de lo que hizo Benton, mucho másdistinta que por culpa de Marino.
Aparcan en el sendero de entrada de la enorme casa blanca de Lydia Webster. Scarpetta recuerda haberla visto con anterioridad desde la playa, y le parece irreal debido al motivo que los lleva allí. Hay coches de policía aparcados uno detrás de otro en la calle.
—Adquirieron la casa hará cosa de un año. Antes la tenía algún magnate de Dubai —les informa Turkington, al tiempo que abre la puerta del conductor—. Qué triste. Justo habían terminado una renovación general y se habían instalado cuando la niña se ahogó. No sé cómo aguantaba seguir viviendo en este sitio la señora Webster.
—A veces la gente es incapaz de soltar amarras —dice Scarpetta a medida que sortean los adoquines camino de las puertas de teca de doble hoja al final de las escaleras de piedra—. Se quedan varados en un lugar entre sus recuerdos.
—¿Le correspondió en el acuerdo de separación? —pregunta Lucy.
—Es probable que le hubiera correspondido. —Como si, en realidad, no hubiera duda de que está muerta—. Seguían en trámites de divorcio. Su marido se dedica a los fondos de cobertura, inversiones, lo que sea, es casi tan rico como usted.
—¿Por qué no dejamos de hablar del asunto? —rezonga Lucy, molesta.
Turkington abre la puerta principal. Los investigadores científicos están dentro. En el vestíbulo, apoyada en una pared de estuco, hay una ventana con un vidrio roto.
—La señora que estaba de vacaciones —le dice Turkington a Scarpetta—, Madelisa Dooley. Según su declaración, el vidrio ya no estaba en la ventana cuando ella entró por la puerta del lavadero. Este cristal de aquí —se agacha y señala un vidrio en la parte inferior derecha de la ventana— es el que ese tipo retiró y volvió a pegar. Si se mira, apenas se aprecia el pegamento. Le he hecho creer a la señora Dooley que no encontramos cristales rotos cuando entraron los agentes. Quería ver si cambiaba su versión, así que le dije que no había vidrios rotos.
—Supongo que no lo han rociado con espuma primero —dice Scarpetta.
—He oído hablar de ello —reconoce Turkington—. Tenemos que empezar a hacerlo. Yo tengo la teoría de que si la versión de la señora Dooley es correcta, después de que ella se fuera ocurrió algo en la casa.
—Lo rociaremos con espuma antes de envolverlo para su transporte —dice Scarpetta—, para estabilizar el vidrio roto.
—Como prefiera. —Se llega hasta la sala de estar, donde un investigador saca fotografías del desorden sobre la mesa de centro y otro levanta cojines del sofá.
Scarpetta y Lucy abren los maletines negros. Se ponen fundas para el calzado y guantes. Una mujer con pantalones vaqueros y un polo con la leyenda «Forense» a la espalda sale de la sala. Probablemente tiene unos cuarenta y tantos, con ojos castaños y el pelo moreno y corto. Es menuda, y a Scarpetta le resulta difícil imaginar que una mujer tan pequeña y liviana quisiera entrar a formar parte de un organismo policial.
—Usted debe de ser Becky —dice, y hace las presentaciones.
Becky indica la ventana apoyada contra la pared y dice:
—El vidrio inferior derecho. Tommy debe de habérselo explicado ya. —Se refiere a Turkington, y señala con un dedo enguantado—. Se utilizó un cortavidrios y luego se volvió a pegar el cristal. ¿Que por qué me fijé? —Se le nota orgullosa de sí misma—. Había arena pegada a la cola. ¿Ven?
Miran, y alcanzan a verlo.
—Parece que cuando la señora Dooley entró en busca del propietario —explica Becky—, el vidrio debía de estar desprendido de la ventana y en el suelo. A mí me resulta verosímil que hiciera lo que dice. Salió de aquí por piernas, y luego el asesinó lo ordenó todo antes de marcharse.
Lucy inserta dos recipientes presurizados en una funda a la que va unida una pistola mezcladora.
—Sólo pensarlo hace que se te pongan los pelos de punta —dice Becky—. Esa pobre señora probablemente estaba aquíala vez que él. Dijo tener la sensación de que alguien la estaba observando. ¿Es eso aerosol de cola? He oído hablar de ello. Fija en su lugar el vidrio roto. ¿De qué está hecho?
—Mayormente de poliuretano y gas comprimido —dice Scarpetta—. ¿Han tomado fotografías? ¿Han espolvoreado en busca de huellas? ¿Han hecho frotis para ver si hay ADN?
Lucy fotografía la ventana desde distintos ángulos, con escala y sin ella.
—Fotos y frotis, pero no huellas. A ver si encontramos restos de ADN, pero me sorprendería, teniendo en cuenta lo limpio que está todo —asegura Becky—. Está claro que limpió la ventana, toda. No sé cómo se rompió. Quizá se estrelló contra ella algún pajarraco, como un pelícano o un buitre.
Scarpetta empieza a tomar notas, documenta las zonas donde el vidrio está dañado y las mide.
Lucy protege con cinta adhesiva los bordes del marco de la ventana y pregunta:
—¿Desde qué lado te parece a ti?
—Yo diría que lo rompieron desde dentro —contesta Scarpetta—. ¿Podemos darle la vuelta? Tengo que rociar con aerosol el otro lado.
Ella y Lucy levantan la ventana con cuidado y le dan la vuelta de manera que se vea el reverso, la apoyan contra la pared y toman más fotografías y notas mientras Becky se mantiene aparte y las observa.
—Necesito que me eche una mano —le dice Scarpetta—. ¿Puede acercarse?
Becky se coloca a su lado.
—Muéstreme a qué altura estaría el vidrio roto si la ventana estuviera en su lugar. Enseguida voy a echar un vistazo al sitio donde lo recogieron, pero de momento, déjeme hacerme una idea.
Becky toca la pared.
—Yo soy baja, claro —dice.
—Más o menos a la altura de mi cabeza —señala Scarpetta, observando el vidrio roto—. Esta rotura es similar a la quevemos en los accidentes de tráfico, cuando la persona no lleva el cinturón de seguridad y golpea el parabrisas con la cabeza. Esta zona no fue perforada. —Señala el agujero en el cristal—. Sencillamente recibió lo más recio del golpe, y apuesto a que hay fragmentos de vidrio en el suelo, dentro del lavadero, quizá también en el alféizar.