El Libro de los Hechizos (53 page)

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Authors: Katherine Howe

BOOK: El Libro de los Hechizos
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—Sí. —Sam se echó a reír —. Me han estado haciendo chequeos y exploraciones regulares, pero dicen que todo parece estar bien. Tendrías que haber oído a mi padre: «Esto no te habría pasado si hubieses ido a la Facultad de Derecho», no dejaba de repetir.

Todos los que estaban en la mesa mostraron su desagrado con un gruñido.

—¿Lo ves…?, no es demasiado tarde, Thomas —dijo Connie, dando un codazo a su alumno por debajo de la mesa.

—Pero ¿ahora has vuelto a tu trabajo de restauración? ¿Cómo lo llamas? —preguntó Janine.

—Restauración de campanarios —dijo Sam con una sonrisa traviesa —. Sí. Ahora soy mucho más cuidadoso con el arnés de seguridad—. Se volvió hacia Liz —. Tienes que venir a ver lo que he hecho con la casa. Tiene un aspecto increíble.

—¿Ya hay electricidad? —preguntó Liz, dubitativa.

—En realidad, no —dijo él —. Grace insiste en que le gusta más así. Dice que la acerca a los ritmos cambiantes de la Tierra, o algo por el estilo.

Sam puso los ojos en blanco.

—¿Cuando podré conocer a tu madre, Connie? —quiso saber Janine —. Mencionaste que había regresado, pero ¿consigues verla alguna vez?

Connie sonrió mientras hacía girar el posavasos debajo de su copa.

—Grace es una mujer que sigue su propio programa —dijo.

La verdad era que, si bien Grace había anunciado a finales de septiembre que había reconsiderado vender la casa de Milk Street, y que, en cambio, prefería regresar de Santa Fe a sus «raíces», siempre encontraba alguna razón para no ir a Cambridge: demasiado trabajo en el jardín, o demasiadas limpiezas de auras que atender. Connie sospechaba que su madre simplemente prefería que ella fuese a visitarla. Se había acostumbrado a pasar los fines de semana con Grace haciendo pequeñas tareas en la casa, que había sido liberada de su carga impositiva gracias al considerable beneficio obtenido por la venta de la casa de Nuevo México. Juntas hicieron espacio para las hierbas en el jardín y recortaron la hiedra que cubría las ventanas. No hablaban de ello, sino que preferían trabajar en silencio. Pero una tarde, mientras examinaba algunas notas en el escritorio de su abuela, Connie alzó la vista y vio un paño que dejaba una franja libre de polvo en la ventana situada encima del escritorio. A través de esa franja limpia, apareció su madre en el jardín, sonriendo, con el paño en la mano y meciendo su larga cabellera. Y Connie le sonrió a su vez.

Esa noche, tarde, Connie y Sam recorrían las calles adoquinadas de Cambridge, sosteniendo el peso encorvado de Liz entre ambos mientras se dirigían a casa, en Saltonstall Court.

—Aún no puedo creer que lo quemaras —refunfuñó Liz con la cabeza colgando —. ¡Todo ese maravilloso latín! ¡Un material que nadie ha visto en cientos de años! ¡Oh! —Se apoyó más pesadamente en Connie, descansando su cabeza sobre el hombro de su amiga con fingido dramatismo —. ¡Es un acto tan egoísta! Había toda una disertación sobre los clásicos en ese libro, ¿sabes?

Connie cogió con más fuerza a Liz de la cintura y la ayudó a subir el bordillo.

—Odié tener que hacerlo —repuso —, pero Chilton estaba allí. No podía pensar en otra cosa. Él creía que el elemento que faltaba de la piedra filosofal estaba en el libro. Dijo algo acerca de que era el conducto para el poder de Dios en la Tierra—. Connie se estremeció —. ¡Estaba aterrada!

—Pedro… —dijo Liz arrastrando las palabras —. Ésa es la piedra filosofal.

—¿Qué? —inquirieron Liz y Sam al unísono, y sus miradas convergieron sobre la cabeza gacha de Liz.

—«¡Mas yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia!» O lo que sea. —Liz agitó la mano como si fuese un orador romano y luego soltó una risita —. Pedro significa «piedra» en griego. Es una tautología. La Biblia está llena de acertijos como ése—. Liz hipó —. Cualquiera pensaría que él debería haberlo sabido. Tendría que haber estudiado mejor a los clásicos.

Connie silbó entre dientes.

—Increíble. De modo que no se trata de una sustancia. Pedro es la piedra… , sobre Pedro edificaré mi iglesia. —Hizo una pausa —. De modo que Chilton no estaba del todo equivocado. La piedra filosofal era real, pero no era una piedra, y tampoco era algo que pudiese crearse a partir de elementos y experimentos. Era una persona, una idea. Alguien que podía expandir el poder sanador de Dios sobre la Tierra.

—Caray… —exclamó Sam.

Connie alzó la vista hacia el cielo nocturno. Las luces anaranjadas de la ciudad borraban algunas de las estrellas que podían verse en Marblehead, pero esa noche pensó que podía verlas, titilando a través de la bruma. Cerró los ojos un instante disfrutando de su conocimiento secreto.

Finalmente, ya no pudo resistirlo.

—Sólo te diré esto, y será mejor que no se te ocurra repetirlo. ¿Prometido?

Miró a Liz a los ojos, que brillaban a través de la niebla del alcohol.

—¿Qué? —susurró su amiga.

Connie se inclinó hacia adelante y acercó los labios a la oreja de Liz.

—Radcliffe ha hecho muchos más progresos que Harvard microfilmando sus colecciones especiales.

Se produjo un momento de silencio mientras la afirmación de Connie penetraba en el cerebro de su compañera.

—Oh, Dios mío —exclamó Liz con la mirada perdida en la media distancia. Parpadeó y luego se detuvo, volviéndose hacia Connie —. ¡Oh, Dios mío! ¿Radcliffe? Pensé que habías dicho que ese industrial como se llame había donado todos los libros del Ateneo de Salem a Harvard —dijo en un tono de voz un punto más alto.

—Sí —contestó Connie, y sus labios se abrieron en una sonrisa —. ¿Recuerdas que nunca podía encontrar la manera de describir el libro? ¿Cómo aquí era un almanaque, allí era un libro de sombras, luego era un libro de recetas…?

—Dios santo —dijo Liz, y la súbita comprensión de lo que su amiga estaba diciendo iluminó sus ojos.

—Exactamente —dijo Connie.

—No puedes estar hablando en serio —exclamó Liz llevándose una mano a la frente.

—Radcliffe —continuó Connie, reanudando la caminata hacia su dormitorio en el campus —, como todos sabemos, tiene una de las colecciones de libros de cocina más importantes del mundo.

—Increíble —dijo Liz —. No me extraña que Chilton nunca lo encontrara.

—Sí —convino Connie, sonrojándose ligeramente. Sam estiró la mano por detrás de la espalda de Liz para acariciar el brazo de Connie.

—¿De modo que aún está allí, en alguna parte? —preguntó Liz, retomando el paso hacia el campus.

—Sí. Cambié algunos detalles en la ficha del catálogo —confesó Connie —. Probablemente no debería haberlo hecho, pero al menos de ese modo sabré que el texto sobrevive oculto entre los archivos. Aunque —hizo una pausa y miró a Sam —creo que Grace tenía razón.

—¿Cómo es eso? —preguntó él, apartando un mechón de pelo de la frente de Connie.

Mientras lo hacía, un grupo de estudiantes disfrazados cruzaron la calle lanzándose alegres insultos entre ellos. Una de las chicas llevaba un largo vestido negro, un sombrero alto y puntiagudo de ala ancha en la cabeza, y arrastraba una escoba. En los brazos sostenía un gato de juguete relleno.

— No creo que lo necesitemos —dijo Connie, sus ojos claros brillando en la oscuridad.

En ese momento, a unos treinta kilómetros de Cambridge, en la autopista que discurría paralela al mar, el crepúsculo avanzaba a través de Marblehead. En la distancia se oyó el disparo de un cañón, seguido poco después de otra explosión, y luego otra, los estallidos resonando en la agrietada cara de granito de los acantilados mientras los clubes náuticos que bordeaban el puerto anunciaban la puesta de sol. En la parte norte de la ciudad vieja, más allá de Milk Street, tras dejar atrás un astillero lleno de cascos de madera vacíos volcados como esqueletos de elefantes en la oscuridad, una pareja mayor caminaba a lo largo de la zona más elevada de Old Burial Hill. Se dirigían hacia un banco que se encontraba en el sitio donde había estado la primera iglesia de la ciudad, desaparecida hacía ya mucho tiempo; era el lugar que ofrecía la mejor vista del puerto cuando el agua se volvía de un gris anaranjado bajo los últimos rayos de sol. La pareja se sentó en el banco, apoyando las espaldas con un gesto de alivio. Ambos permanecieron sentados durante un rato, disfrutando del aire salobre mientras éste barría las laderas de la colina, llevando consigo el ligero sonido de los aparejos que golpeaban contra los mástiles de los veleros anclados en el agua, y los gritos y las carreras distantes de niños jugando.

—¡Eh! —dijo el hombre, saliendo de su ensoñación —. ¡Aquí no se admiten perros! ¡Fuera!

Dio unas palmadas ante un perro pequeño, apenas visible entre la hierba de la colina, que había estado durmiendo acurrucado contra una de las lápidas. El animal alzó la cabeza sin prisa, mirando al hombre.

—¡Largo! —dijo el hombre —. ¡Vete a casa! ¡Vamos!

La mujer cloqueó con evidente desaprobación.

—Es toda gente nueva —le dijo al hombre mientras le palmeaba la manga —. No se puede molestar a ninguno de ellos.

—Deberían tener un poco de respeto —protestó él, pasando un brazo por encima de los hombros de su esposa con un gesto protector.

—Deberían tenerlo —convino ella, acomodándose más cerca de su esposo.

El tinte anaranjado que bañaba la superficie ondulada del agua en el puerto había comenzado a retroceder ante el avance del azul oscuro de la noche, emergiendo desde los senos de las olas para extenderse sobre el agua.

El perro, entretanto, se había tomado su tiempo para levantarse. Estiró las patas delanteras lujuriosamente hacia adelante y bostezó. Luego se alejó de la lápida junto a la que había estado durmiendo y, cuando el hombre volvió la vista para regañarle otra vez, el animal parecía haberse esfumado.

La propia lápida, retrocediendo detrás de la noche inminente, era de color pizarra, estaba inclinada y mellada en los bordes. El grabado que antes había habido en ella se había desdibujado, llevado por la lluvia y el paso del tiempo. Sin embargo, si uno miraba con atención, la primera letra grabada en la lápida podría haber sido una «D».

Epílogo

Brujas reales, vida real

L
os juicios por brujería celebrados en Salem en 1692 no son un tema nuevo para los historiadores ni tampoco para los novelistas. Sin embargo, cuando los juicios aparecen en la literatura o en la historia, generalmente se da por sentado que actúan a modo de pretexto para otra cosa, ya sea que éstos fueron la consecuencia de rivalidades sociales en Salem y la actual Danvers (la antigua aldea de Salem), o bien que articularon las tensiones en torno al fluctuante papel de las mujeres en la cultura colonial, o que todas las atribuladas niñas habían ingerido pan atacado por un hongo que les provocó alucinaciones. Lo que habitualmente se omite en esos relatos es que, para la gente que experimentó el pánico vivido en Salem, los juicios trataron realmente acerca de la brujería. Todas las personas implicadas en ellos —jueces, jurados, clérigos, demandantes y acusados —vivían dentro de un sistema religioso en el que no cabía absolutamente ninguna duda de que las brujas existían, y de que el diablo podía provocar el mal en la Tierra a través de interlocutores humanos. Cuando comencé a pensar en
El libro de los hechizos
, decidí tomar literalmente por una vez a los habitantes de Salem: ¿y si la brujería era real?

Y, en cierta medida, la brujería
era
real, si bien no en la forma en que la consideramos en la actualidad. La Inglaterra medieval y de los albores de la edad moderna conservaba una larga tradición de las llamadas «personas dotadas», gente instruida que vendía servicios esotéricos que iban desde la adivinación pura y dura hasta la localización de pertenencias extraviadas y la curación de diversas enfermedades. En términos específicos, esos individuos estaban especializados en el exorcismo; si uno sospechaba que alguien le había hecho un maleficio, esas personas eran la mejor esperanza para enmendar la situación. Se trataba generalmente de gente de negocios astuta, cuya reputación siempre era un tanto sospechosa; después de todo, se podía suponer que cualquiera que tuviese el poder de eliminar maleficios también podía tener la capacidad de causarlos.

La mayoría de esas personas dotadas procedían del gremio de los artesanos, más que de la clase obrera, en parte porque los comerciantes tenían más flexibilidad horaria para ver clientes, pero también porque era más probable que fuese gente instruida. Los conjuros que ofrecían derivaban tanto de grimorios publicados, o libros de hechizos traducidos del latín al inglés, como de prácticas que se remontaban al cristianismo anterior a la Reforma. Se cree que la tradición de esos clarividentes y sanadores no viajó a Nueva Inglaterra con los colonos, lo que fue debido tanto a la forma extrema de protestantismo que practicaban, en la que hasta la Navidad eran considerada como una celebración demasiado pagana, como a la novedad del espacio físico del Nuevo Mundo. Las cualidades tangibles de la magia, derivada de objetos especiales, oraciones especiales y lugares especiales, estaban intrincadamente enraizadas en los encantados dominios del Viejo Mundo.

¿O no era tan así? Cuando estalló el pánico en Salem, la aldeana Mary Sibley sugirió que el culpable podía ser revelado a través de un pastel de brujas, un panecillo preparado con harina de centeno y orina de las niñas afectadas, que luego era horneado y dado a comer a un perro. Aunque la personalidad de esta joven en la historia es producto de mi imaginación, sus acciones no lo son. La verdadera Mary Sibley fue castigada por haber recurrido a medios diabólicos para verificar actos diabólicos, pero ella, no obstante, estaba convencida de que esa técnica mágica popular poseía un poder real para solucionar el problema de brujería que asolaba Salem. Del mismo modo, el misterioso marcador de límites que aparece en el relato está basado en un mojón auténtico que se encuentra en Newbury, Massachusetts. La magia todavía acechaba las vidas cotidianas de los habitantes coloniales de Nueva Inglaterra, si bien su rostro permanecía oculto.

Me he esforzado por ser lo más precisa posible en mi exposición del mundo histórico que habitaban Deliverance y su familia, prestando especial atención a los detalles del atuendo y el interior de las viviendas. Además, numerosas personas reales amenizan el relato, aunque debo apresurarme a añadir que están utilizadas de un modo ficticio, y que algunos detalles de sus vidas han sido adornados o cambiados. El juez y los miembros del tribunal durante el juicio de Deliverance por calumnias en 1683 son todos reales, como lo es Robert King Hooper, el acaudalado comerciante de Marblehead. Mi descripción del gobernador William Stoughton, quien presidió el juicio por brujería en Salem, deriva de un retrato existente de él.

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