El Libro de los Hechizos (24 page)

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Authors: Katherine Howe

BOOK: El Libro de los Hechizos
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—¿Es usted la que está esperando el diario de Bartlett? —preguntó el joven bibliotecario con el rostro severo.

Connie parpadeó y regresó a su mesa, a su cuaderno de notas, el sol en la espalda, y el hombre inclinado sobre un carrito donde había apiladas varias cajas de archivos.

—Sí —respondió ella, echándose hacia atrás en la silla para coger la primera caja.

—Un momento —dijo el joven, apartándola —. Espero que esté familiarizada con las reglas. Nada de bolígrafos. Use los bloques de espuma para mantener las tapas abiertas y evitar así que los lomos se agrieten. No se puede hacer fotocopias. Abra sólo una caja cada vez. Debe manipular los manuscritos lo menos posible, usando esto—. El joven depositó un par de flamantes guantes de algodón blanco en la mesa junto a ella —. Y, francamente, no debería estar sentada al sol —concluyó, lanzándole a Connie una mirada venenosa.

—Me alegro de poder moverme —dijo ella, demasiado cansada incluso para discutir con él.

Poco después, refugiada en la dichosa sombra en un extremo de la larga mesa, Connie deslizó hacia ella la primera de las cajas, cogiendo ligeramente los bordes con las manos enguantadas. Abrió la caja libre de ácido, desligó el frágil cordel que enlazaba el libro del interior y colocó el primer volumen del diario sobre dos cuñas de espuma verdes. Abrió la cubierta y leyó la página de título:

Diario de Prudence Bartlett
[se leía en una caligrafía aguada y apenas visible].

1 de enero, 1741 —31 de diciembre, 1746.

Connie contuvo la respiración, embriagada por la emoción. Prudence no era mencionada por su nombre en el fragmentario registro del juicio de Mercy Lamson en 1715, sino que aparecía como la única heredera del registro testamentario de Mercy. Aunque los habitantes de Nueva Inglaterra eran personas famosas por su educación, muy pocos colonos habían dejado algo tan explícito como un diario… , menos aún tratándose de mujeres. Connie se quedó atónita cuando una llamada casual al Ateneo de Boston reveló que Prudence Bartlett había llevado un diario, que había conseguido abrirse paso hasta las colecciones especiales. Hasta el momento, Connie sabía que el libro de recetas había pasado a manos de Prudence a la muerte de Mercy, o posiblemente antes, pero no había sido capaz de encontrar el testamento de Prudence o la validación del mismo. Sabía que, a menudo, unos registros tan antiguos estaban incompletos o dañados, pero la desaparición de la lista testamentaria de Prudence había hecho que se sintiera horriblemente mal. La semana anterior había habido una tarde sombría en la que Connie había telefoneado a Liz en un estado de pánico autocompasivo, convencida de que nunca podría encontrar el libro de Deliverance.

Ahora estaba sentada a la mesa de lectura, preparada para devorar una fuente primaria muy poco común. El diario que había escrito Prudence se extendía a lo largo de varios volúmenes desde 1741, un año después de que contrajera matrimonio, cuando tenía alrededor de veintiséis, hasta poco antes de su muerte en 1798, más de cien años después de que se celebraran los famosos juicios contra las brujas de Salem. Connie abrió el libro con un brillo de excitación en sus ojos claros y comenzó a leer con el lápiz suspendido sobre su cuaderno de notas.

1 de enero, 1741. El tiempo es muy frío. Me he quedado en casa.

2 de enero, 1741. El frío continúa. Me he quedado en casa.

3 de enero, 1741. Ya casi he acabado el chal. Nieva.

4 de enero, 1741. Sigue nevando.

5 de enero, 1741. El frío deja postrados a algunos. El perro se queda en la cama.

Connie hundió la cabeza entre las manos con un leve gemido. Por supuesto, no podía esperar encontrarse con largos y reflexivos pasajes acerca de la naturaleza de la condición de la mujer en el siglo XVIII, pero eso… El aburrimiento de una tarde de trabajo examinando las nimiedades de la vida cotidiana de Prudence Bartlett se extendía delante de ella, y Connie sintió que su entusiasmo se escurría, disolviéndose en el suelo a través de sus pies. Volvió unas cuantas páginas del libro, adelantándose en la lectura.

25 de marzo, 1747. Visito a Hannah Glover. Ha tenido una niña. Recibo 3 libras. Café.

Connie se inclinó sobre la mesa concentrándose en la lectura.

30 de marzo, 1747. He trabajado en el jardín.

31 de marzo, 1747. He recogido hierbas. Las he colgado junto al fuego para secarlas.

1 de abril, 1747. No me siento bien. Me he quedado en casa.

2 de abril, 1747. Llueve. Josiah ha ido al pueblo. Me he quedado en casa.

3 de abril, 1747. La lluvia continúa. Me ha llamado Lizabeth Coffin para que la ayude en el parto.

4 de abril, 1747. En casa de los Coffin. Lizabeth ha tenido un niño que ha nacido muerto.

5 de abril, 1747. En casa de los Coffin. Liza en mal estado.

6 de abril, 1747. En casa de los Coffin. Lizabeth mejora. Recibo 2 libras. Paz.

7 de abril, 1747. En casa. Josiah ha regresado.

Connie avanzó en la lectura del diario y encontró numerosas entradas con un contenido casi idéntico. Tamizó las aburridas repeticiones tratando de leer entre líneas para descubrir detalles que Prudence no habría pensado en manifestar de forma explícita. Una mujer que producía gran parte de su propia comida pensaría, naturalmente, que el tiempo era una cuestión muy importante para incluirla en su diario. Y, por la misma razón, se habría enfrascado en la lectura de los calendarios. Connie podía sentirse frustrada por el hecho de que esa remota hija de puritanos taciturnos no hubiese tenido el conocimiento cultural necesario para reflejar por escrito su vida interior, pero ese sentimiento de frustración no sería correcto. En algunos aspectos, el trabajo cotidiano de Prudence
era
su vida interior. Connie continuó leyendo, abriéndose paso a través de días y más días de partes meteorológicos, proyectos de jardinería, idas y venidas del inescrutable Josiah, y repetidas llamadas para que acudiese a ayudar a mujeres del vecindario que padecían diferentes males. De pronto, Connie se echó a reír cuando descubrió la respuesta obvia.

—¡Por supuesto! —dijo en voz alta —. ¡Prudence era comadrona!

El joven bibliotecario la fulminó con la mirada desde detrás de su escritorio.

—¡Oh, venga ya, aquí no hay nadie más! —exclamó ella con tono contrariado a través de la sala.

—¡Chis! —indicó el bibliotecario llevándose un dedo a los labios.

Connie rió para sí, disfrutando de su pequeña rebelión, al tiempo que apuntaba algunos comentarios en su cuaderno de notas. Tal vez había cedido, en parte, a su deseo de desafiar al joven bibliotecario para compensar la taciturna contención que caracterizaba la experiencia de Prudence. Cuanto más avanzaba en la lectura del diario, mayor era el esfuerzo que tenía que hacer para no subirse encima de la mesa o volcar un carro lleno de libros en medio del pasillo de la biblioteca. Casi sentía que le debía a Prudence esa demostración de mal comportamiento.

Connie apuntó cada uno de los hechos que podía recabar de las fechas que aparecían en el diario, intentando atisbar a través de las anodinas anotaciones en la página para ver la vida palpitante que retrataban. Después de cuatro horas de trabajo, había leído todas y cada una de las entradas desde 1745 hasta 1763: casi dos décadas de partes meteorológicos, trabajos domésticos y pagos por traer al mundo a los hijos de sus vecinas. Connie estiró los brazos por encima de la cabeza, haciendo presión con los omóplatos en el respaldo de la silla. La sangre se escurrió desde las puntas de sus dedos y los estiró también, manteniendo el lápiz en lo alto. Apartó el diario, se frotó los párpados y luego regresó a sus notas.

Hasta el momento, en el diario no había aparecido ninguna mención a la tristemente famosa abuela de Prudence. Los contornos de la vida de Prudence emergían lentamente de las páginas: era una comadrona y, aparentemente, muy hábil en su oficio, ya que hasta entonces no había perdido a ninguna madre y sólo a un puñado de críos. Estaba casada con un hombre llamado Josiah Bartlett, quien aparentemente se ganaba la vida como estibador, cargando y descargando barcos cuando atracaban en los muelles de Marblehead. Los Bartlett parecían haber sido amigos de larga data de la familia de Prudence, si bien Connie no podía precisar con exactitud cómo había obtenido esa impresión. Aparentemente Prudence estaba bien considerada por sus vecinos, sin bien carecía de lo que Connie habría llamado amigos. Vivía en Marblehead pero asistía a la iglesia sólo de manera esporádica. Prudence viajaba únicamente cuando debía visitar a una paciente, mujeres que estaban repartidas por todo el condado de Essex: en Danvers, Manchester, Beverly, llegando al norte hasta Newburyport y al sur hasta Lynn.

Unas cuantas entradas destacaban lo suficiente como para copiarlas de manera textual, y Connie volvió a leerlas.

31 de octubre, 1747. El tiempo es cada vez más frío. Muere el viejo Pet Petford. Que Dios lo perdone.

Connie no estaba segura de lo que podía significar esa entrada, pero era tan raro que Prudence hiciera algún comentario sobre una persona que no fuese una de sus pacientes o su familia que la nota sobre Peter Petford —quienquiera que fuese —había saltado de la página. Connie dibujó un asterisco junto al nombre en su cuaderno de notas, un recordatorio para buscar ese nombre en otra parte.

6 de noviembre, 1747. Nieva. Dolores durante gran parte de la noche. Nacimiento de una niña sana. Patience. Me he quedado en casa.

Connie sonrió. Había estado mirando esa entrada durante cinco minutos antes de deducir que señalaba el día en que Prudence había dado a luz a una hija, cuyo nombre era tan contundente como el de la propia madre.

17 de julio, 1749. Lluvia y viento. Las endibias se han salvado. Jeded Lampson se ha perdido en el mar.

Connie no lo sabía a ciencia cierta, pero se sentía razonablemente segura de que esa entrada indicaba la muerte del padre de Prudence. Se apoyó en el respaldo de la silla con expresión pensativa. Qué contención, Prudence escribiendo una entrada tan aséptica para la pérdida de un progenitor. Connie no podía imaginarse a sí misma respondiendo de un modo tan frío si se hubiera enterado cuando Leo se perdió en el extranjero. Y aunque Grace raramente hablaba de Lemuel Goodwin, su padre, cuando lo hacía era siempre con ternura y pesar. ¿Cuál fue la respuesta de Mercy ante la pérdida de Jedediah Lamson? El diario no lo decía. ¿Qué había hecho su abuela cuando perdió a Lemuel? No conocía a ningún historiador que se hubiese referido alguna vez a lo que ocurría en la mente de aquellas mujeres que sobrevivían a sus esposos.

Frunció el ceño. Por supuesto, la mayoría de los hombres con los que se había encontrado mientras investigaba la familia de Deliverance Dane no sólo habían fallecido antes que sus esposas, sino que habían sido todas muertes accidentales. Accidentes violentos, desgraciados. Sospechaba que, si hallaba más información acerca de Nathaniel Dane, quien había muerto antes que Deliverance, él también encajaría en ese patrón. Un trabajo peligroso, vivir en el pasado.

No había aparecido ninguna otra prueba del nombre de pila del esposo de Mercy Lamson, pero Connie no veía ninguna otra razón para que ese hecho quedase registrado como parte del día de Prudence. Su sospecha se vio reforzada por una entrada del mes siguiente.

20 de agosto, 1749. Sol, calor apacible. Llega madre. Trabajo en el jardín.

Prudence no había hecho ninguna mención previa a su madre, pero después de esa entrada Mercy aparecía periódicamente, descrita con el mismo lenguaje que Prudence empleaba para otros miembros de su familia. Prudence describía a su madre acudiendo a la iglesia, llevando a menudo al bebé Patience (llamada «Patty») consigo, o trabajando en el jardín, o viajando ocasionalmente con Prudence para visitar a una embarazada. Ambas mujeres parecían vivir juntas, aunque no se hacía ninguna mención a que Mercy contribuyese con los gastos de la casa. Aparentemente había sido acogida por Prudence más por piedad que por elección.

Connie no sabía por qué Prudence no había visitado a su madre en los cuatro años anteriores a su convivencia en común. ¿No se llevaban bien? Por supuesto, madres e hijas con fuertes personalidades podían ver el mundo desde puntos de vista muy diferentes. Connie arrugó la nariz, incómodamente consciente de esa verdad en su propia relación con Grace. O en la relación de Grace con Sophia. La hipótesis de Connie acerca de su complicada relación recibió un modesto apoyo de una entrada apuntada en el diario algunos años más tarde.

3 de diciembre, 1760. Mucho frío. Patty no está bien. Madre busca su almanaque. Muy enfadada cuando se entera de que lo di a la
Sociall Libar
. Le aplica una cataplasma. Patty mejora.

Connie examinó esa anotación con cierta inseguridad. La escritura del diario era tan sucinta y concentrada que tratar de leer el tono o la intención en las palabras escogidas se le antojaba una interpretación excesiva. Aun así, la entrada le pareció muy importante. Casi airada, Connie apoyó la frente en las manos, golpeándose ligeramente la cabeza con las puntas de los dedos, los ojos fijos en sus notas.

Entonces, en 1763, encontró el episodio que hacían presagiar los registros de la iglesia y el Departamento de Validación de Testamentos. Se arriesgó a mirar por encima del hombro al joven bibliotecario que estaba detrás del escritorio y lo vio absorto en la tarea de acomodar libros en las estanterías. Con las manos debajo de la mesa, Connie tiró de cada dedo enguantado, liberó su mano izquierda de su cálida cubierta de algodón y arrastró la mano desnuda a través de la mesa para rozar con la piel la letra manuscrita en la página. La mano de Prudence se había movido por esa misma página, había presionado el papel. La tinta conservaba pequeñas y antiguas motas de su piel donde ella había lamido el extremo de su pluma o había borrado una palabra. Connie trató de entrar en ese territorio que Prudence y Mercy habían ocupado, trató de conjurar la sensación que iluminase el yo desaparecido de Prudence. Sus dedos acabaron por posarse en un estrecho bloque de pasajes escritos al final de la página, palabras apretujadas como si fuesen pequeñas hormigas que despiezan un escarabajo.

17 de febrero, 1763. Nevisca y lluvia. Madre no está bien. Patty cuida de ella. Nos hemos quedado en casa.

18 de febrero, 1763. La lluvia continúa. Ha llamado la esposa del abogado Slattery. Patty va a visitarla. Nos hemos quedado en casa.

19 de febrero, 1763. Húmedo y más frío. Madre sigue mal. Josiah ha ido al pueblo a buscar a un médico. Madre, muy molesta. Patty, con los Slattery.

20 de febrero, 1763. Continúa el frío. Madre duerme, aunque pobremente. Pregunta por Patty. Pregunta por el almanaque. Josiah, en Salem. Patty, con los Slattery.

21 de febrero, 1763. Frío. Me he quedado en casa. Patty regresa. La señora Slattery dio a luz sin problemas. Recibo 6 chelines y 3 peniques.

22 de febrero, 1763. Demasiado frío para que nieve. Me he quedado en casa. Madre, muy mal. Recibo la visita de Bates.

23 de febrero, 1763. Frío. Josiah regresa con el Dr. Hastings. Madre no lo verá. Pregunta por mí. Parece muy apenada.

24 de febrero, 1763. Demasiado frío para escribir. Madre muere.

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