El Libro de los Hechizos (48 page)

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Authors: Katherine Howe

BOOK: El Libro de los Hechizos
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Mercy Dane miró esos rostros con tristeza mientras deslizaba un panecillo duro y grueso a través de la ranura de la puerta. No sabía cuánto debía llevar; Sarah Bartlett le había dicho que lo mejor era llevar mucho. Las manos se extendieron desde las aberturas en las puertas, aferrando el magro sustento, la mayoría de ellos demasiado exhaustos siquiera para darle las gracias. Mercy avanzó lentamente a través del corredor distribuyendo sus panes hasta detenerse en la última celda. Miró a través de la ranura en la puerta y sólo pudo distinguir dos figuras acurrucadas en la oscuridad: lo que parecía ser una niña hecha un ovillo en un rincón, vestida sólo con una camisola manchada, y una mujer sentada con la cabeza apoyada contra la pared de piedra, de espaldas a la puerta. El suelo estaba cubierto con una fina capa de paja y el hedor a moho era casi insoportable. La celda se hallaba apenas iluminada por una pequeña ventana rectangular con barrotes situada en lo alto de la pared y toda la luz natural disponible estaba bloqueada por los tacones de las botas de una prostituta parada en la calle.

—¿Mamá? —susurró Mercy a través de la puerta de la celda.

La figura inclinada dentro de la celda no se movió. Mercy miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la estuviese observando y luego alzó la mano hasta el cerrojo de la puerta y susurró una larga retahíla de palabras en latín. Un resplandor azul surgió de las profundidades de su palma, cálido y crujiente, y presionó hacia afuera desde la superficie de la piel para envolver el metal oxidado del cerrojo. Cuando el resplandor disminuyó su intensidad, Mercy apoyó con fuerza las puntas de los dedos contra la pesada madera de la puerta y sintió que cedía a la presión. Se deslizó a través de la estrecha abertura y cerró silenciosamente tras de sí.

—¿Mamá? —volvió a susurrar, avanzando lentamente hacia la figura acurrucada en el suelo. Cuando llegó a donde estaba la frágil mujer en la celda, se dejó caer de rodillas y apoyó suavemente una mano sobre el hombro de su madre. Deliverance volvió lentamente el rostro para mirar a Mercy, la luz del reconocimiento titilando en sus ojos.

—¿Mercy? —preguntó, parpadeando —. Pero ¿cómo has…? —Se interrumpió y aferró a su temblorosa hija contra el pecho.

Mercy hundió el rostro en el cuello de Deliverance, rodeando su cintura con los brazos y respirando en la reconfortante sensación de la piel de su madre.

—Les dije que debía venir para saldar la factura que enviaron —dijo con la voz apagada por los pliegues del cuello de Deliverance —. Luego, con un poco de mano izquierda, conseguí que me permitiesen pasar.

Deliverance acarició el largo pelo que caía sobre la espalda de Mercy, meciéndola ligeramente. Ella sonrió.

—¿Y dónde encontraste la moneda para semejante hazaña? —preguntó Deliverance. Mercy pudo percibir en la voz que su madre estaba orgullosa de ella.

—La señora Bartlett me ayudó —dijo Mercy —. Me prestó el dinero y también su yegua baya. Traje panecillos—. Sacó unos cuantos trozos de pan duro del morral que llevaba —. ¿Le doy uno a Dorcas? —Mercy dirigió una mirada de preocupación hacia la pequeña que yacía inmóvil en la oscuridad en el lado opuesto de la celda, los ojos cerrados, el pulgar entre los dientes —. ¿Dónde está la señora Osborne?

—Yo le daré de comer cuando te hayas marchado —repuso Deliverance —. Esa niña se pone bastante nerviosa cuando alguien se le acerca—. Su voz era triste, resignada —. Y en cuanto a la señora Osborne, ella ya no tiene preocupaciones en este mundo. Dios se la llevó hace tres semanas.

—¿Cuando me haya marchado…? —repitió Mercy mirando los ojos cansados de su madre —. Pero, madre, está todo arreglado. Debes venir conmigo.

Deliverance miró el rostro impetuoso de su hija y se echó a reír débilmente. Extendió una mano para apoyarla en la mejilla enrojecida de Mercy y, ante su contacto, ella pudo percibir la profundidad de la resignación de su madre.

—Oh, hija mía —dijo Deliverance, alzando levemente las comisuras de los labios —. Sabes que no puedo ir.

—Pero ¡sí puedes! —exclamó Mercy, aferrando las muñecas de su madre —. ¡El carcelero duerme por la pócima que le di, y he aprendido el conjuro para abrir las cerraduras! ¡Madre, sólo tenemos que salir de aquí!

—¿Y dejar a los demás, cuando son inocentes de un crimen que, debes comprenderlo, yo he cometido? —preguntó Deliverance mirando fijamente el rostro de su hija para ver si entendía lo que le estaba diciendo.

—¿Cometido? —inquirió Mercy, sentándose sobre los talones.

«Seguramente está desconcertada —pensó —. En todos estos meses que lleva en prisión, su mente también debe de haberse extraviado.»

Deliverance se movió, adaptando la posición de la espalda contra la pared de piedra con un leve gemido.

—Entonces, ¿realmente mataste a Martha Petford? —preguntó Mercy con una expresión desolada y confusa.

—¡Ah, no! —dijo Deliverance, negando con la cabeza —. No fui yo, aunque no me sorprende que no me creyesen, porque esa niña, de alguna manera, estaba embrujada. Y la medicina que yo elegí le habló a la enfermedad equivocada.

—Pero ¿por qué? —preguntó Mercy, desconcertada —. ¿Quién querría matar a una niña?

—Nadie, salvo el más malvado y horrible de los demonios. Pero piensa en ello, Mercy. ¿Cómo haces para convocar algo a través de un conjuro? —Miró a su hija, las cejas bajas sobre los ojos pálidos —. El sufrimiento tiene que ser causado por algún malhechor y no por simple ocurrencia o por la divina Providencia. Y, sin embargo, el malhechor podría no saber que está haciendo lo que hace, ni siquiera el medio por el cual lo consigue. El error consiste en buscar el objetivo de la maldad y no contentarse con tratar sus efectos—. Deliverance cerró los ojos, descansando un momento y tragando —. No es necesario que un hombre sea un hechicero para embrujar a una alma que sufre.

—Madre —dijo Mercy —, no lo entiendo. ¿Quién fue, entonces, el malhechor en el caso de la pequeña Martha?

Deliverance abrió los ojos y Mercy pensó que se veían opacos, como si su brillo estuviese gradualmente empañado por la fatiga y la desnutrición.

—Peter Petford, por supuesto —aseguró Deliverance con voz firme.

Mercy se quedó boquiabierta.

—¡El señor Petford!

Se sentó balanceándose sobre los talones, los labios abiertos en una expresión de asombro.

—Sin que él lo supiese —añadió Deliverance —. Pobre hombre.

—Pero ¿cómo? —insistió Mercy.

—Cuando llegué junto al lecho de su hija, pensé que la pequeña sufría de ataques comunes. O quizá estaba fingiendo… , esa triste pequeña obligada a llevar la casa a tan tierna edad, y sin tener tampoco a su madre. —Deliverance se llevó una mano frágil a la frente para alejar ese desagradable recuerdo —. Le di a beber una suave pócima para los nervios y recé por ella, pensando que un tónico caliente y unas palabras suaves podrían reanimarla—. Suspiró profundamente y su pecho se elevó y bajó por el esfuerzo —. Raramente había estado tan equivocada. Además, tenía saturnismo, una enfermedad provocada por un exceso de plomo, como si el metal se hubiese filtrado en su comida a partir de unas ollas en mal estado. Sus ataques empeoraron mientras estaba con ella, y aunque pronuncié algunos conjuros para combatir el metal y el envenenamiento, ya era demasiado tarde. Y la pobre niña murió.

—Saturnismo… —dijo Mercy mientras abría mucho los ojos y asimilaba las palabras de su madre.

—Sí, porque Saturno es el planeta del plomo, así como Mercurio es el planeta del azogue. Veo que has seguido adelante con tus estudios, niña lista.

Deliverance le sonrió a su hija.

—¿Pudiste ver qué ollas eran? —preguntó Mercy.

—Unas pocas… , algunas piezas de vajilla con el lacado descascarado, aunque no estoy segura. El plomo también explica la falta de atención de ese hombre. Lo que mata a un niño en medio de grandes convulsiones y tormentos afecta a los sentidos de un hombre maduro. Y quizá matara también a Sarah Petford, ya que falleció pocos meses antes de que la niña cayera enferma. —Una profunda expresión de tristeza barrió el rostro de Deliverance —. De modo que Martha estaba embrujada de alguna manera, pero no había nada que se pudiera hacer. ¿Debo hacer desgraciado al padre afligido con la verdad? ¿Llevarlo de la distracción a la destrucción total sin que a nadie le importe?

—Pero, entonces, eres inocente, madre. Tú trataste de curar a Martha, no de causarle daño —insistió Mercy —. ¡Debemos hablar con el gobernador Stoughton! Él es un hombre instruido. Tiene que saber cuándo alguien le habla con la razón.

—Me temo que nadie en ese tribunal estará dispuesto a atender a razones —dijo Deliverance —. Están atenazados con el miedo por sus propias reputaciones. Mientras esas muchachas descontroladas griten «brujería», no es aconsejable que el tribunal obre de otra manera. Y mientras esas muchachas prueben el poder a través de su capricho y sus mezquinas manías, los juicios continuarán.

Deliverance volvió a cerrar los ojos y apoyó una mano sobre la rodilla de Mercy.

—Que Cristo en Su infinita misericordia las perdone.

—Pero debes venir conmigo, madre —insistió Mercy con la voz convertida en un chillido —. De otro modo, sería una grave injusticia.

Deliverance rió con el rostro sombrío.

—¿Injusticia? —repitió —. Junto a esa pared yace el vivo retrato de la injusticia—. Señaló a la pequeña niña rota que estaba encadenada a la pared opuesta. No hay nada de satánico en la brujería (decir eso es casi un sacrilegio), pero soy una bruja a pesar de todo. ¿Cómo puedo marcharme y dejar que unos inocentes mueran en mi lugar? —Acarició la mejilla de Mercy y alzó la barbilla de su hija hasta que sus ojos se encontraron —. ¿Qué indicaría esa acción acerca de mi alma inmortal?

Los ojos de Deliverance penetraron en los de Mercy y, por primera vez, su hija comprendió que no podía llevar a cabo su plan. ¿Cómo se le podía haber ocurrido que sería de otra manera? ¿Pedirle a su madre que dejase a un lado la vida eterna y la esperanza de la salvación divina a cambio de pasar unos pocos años juntas en ésta? Eso hizo que Mercy se enfrentase a su propio egoísmo y sus sienes enrojecieron de vergüenza. «Soy una persona miserable», pensó, detestándose a sí misma, porque si bien sabía lo que inevitablemente iba a ocurrir, no obstante deseaba que su madre se marchara con ella.

Mientras estos desagradables pensamientos luchaban juntos en la mente de Mercy, arrugándole el gesto, sintió que su madre jugaba suavemente con su pelo.

—Ahora, escúchame bien, hija mía —dijo Deliverance con expresión grave —. Tendrás que marcharte de Salem. No toleraré ninguna discusión—. Alzó una mano, desechando las objeciones de Mercy —. Verás por la pobre Dorcas que el tribunal ordena buscar delitos dentro de las familias. Debes marcharte.

Una visión de la vida que le esperaba se desplegó delante de Mercy: un largo corredor sombrío, vacío y silencioso. Todo lo que conocía estaba en Salem: sus amigos, los amigos de su madre, su iglesia. Su padre estaba enterrado allí. Y muy pronto también lo estaría su madre. Ante este pensamiento, su labio comenzó a agitarse, y los primeros temblores de pánico comenzaron en su vientre y enviaron descargas malignas detrás de las costillas, hacia las piernas, en las manos que aferraban y soltaban el delantal.

—Hija —dijo su madre, cogiendo nuevamente la barbilla de Mercy y obligándola a que la mirase —, tenemos un plan. Le vendí nuestra casa hace varios meses al señor Bartlett, después de que Mary Sibley vino a visitarnos, ¿recuerdas? Vi algo de esto en el agua con el huevo, pero no sabía exactamente cuándo sucedería. Utilicé el dinero para ordenar que construyeran una casa en Marblehead, y ya está casi terminada. Se encuentra en Milk Street, en el final de una larga senda solitaria, bien oculta en el bosque.

Mientras Deliverance hablaba, la confusión, la sorpresa y el miedo surcaron el rostro de Mercy mientras hacía un esfuerzo por entender lo que su madre le decía. ¿La casa? ¿Estaba vendida hacía seis meses? Pero ¡ella no conocía a nadie en Marblehead!

—Tendrás que coger el libro de recetas, la Biblia y marcharte de Salem —continuó Deliverance —. Puedes llevarte la yegua baya de la señora Bartlett. El señor Bartlett, que está informado de nuestros planes, puede ayudarte a sacar los muebles cuando la Providencia lo permita.

Mercy miró fijamente el rostro de su madre y pudo leer el carácter absolutamente irrevocable de su voluntad. Y deseó, no por primera vez, ser tan franca y directa como ella. De modo que ahora debía actuar sin ayuda de nadie, a partir del día siguiente estaría verdaderamente sola. Mercy se rodeó el cuerpo con los brazos, tratando de contener el pánico que la invadía.

—Mercy —dijo Deliverance suavemente, estirando la mano para acariciar el rostro tembloroso y húmedo de su hija —, está escrito en el Nuevo Testamento, en Mateo, que Dios descendió y habló con Pedro, diciendo que sobre esa piedra se edificaría su iglesia.

Alisó la ceja de Mercy con el pulgar y sonrió.

—Tú eres Pedro, hija mía. Tú eres la piedra sobre la cual se edificará su iglesia. Porque, a través de ti, Su poder se sentirá sobre la Tierra en toda su infinita bondad. Y por eso no debes pasar tus días con miedo y recriminaciones. Debes esforzarte por afirmar tu seguridad, y luego no debes desistir de reanudar tu oficio, porque lo que haces es la obra de Dios.

—Pero madre… —dijo Mercy con la voz quebrada, abrumada por lo pequeña, débil e impotente que se sentía ante todo lo que le esperaba.

Deliverance la hizo callar apoyando un dedo sobre los labios de Mercy y negando con la cabeza.

—Basta. Te marcharás esta misma noche. No quiero que vengas a la colina occidental mañana.

Ante estas palabras, Mercy hundió la cabeza en el regazo de su madre y comenzó a llorar en silencio. Permanecieron sentadas así durante varias horas, mientras la diminuta ventana en lo alto de la pared se volvía opaca y luego oscura, y más tarde de un gris tenue y acuoso.

La multitud había empezado a congregarse varias horas antes en la colina occidental de Salem. Hombres y mujeres con indumentarias sombrías vagaban con una falsa expresión de seriedad en los rostros para enmascarar su altiva excitación. Las voces se mezclaban, cada una de ellas en un registro ligeramente más elevado de lo habitual, fundiéndose en un miasma estridente de anticipación y arrogancia moral. Grupos de mujeres hundían las manos en los bolsillos atados a las cinturas, intercambiando pan duro y queso. Una banda de críos corría alrededor de las piernas de los adultos, persiguiéndose entre sí mientras emitían gritos de alegría. Bajo el calor de la tarde, el barro que había sido batido por las botas y los cascos de las cabalgaduras desde mucho antes de que amaneciera se había endurecido formando profundas costras remachadas que se desmoronaban bajo el peso de más pies, hasta quedar convertidas en un polvo fino que se elevaba a través de la multitud, manchando vestidos, veteando rostros y cubriendo el sol con un paño gris. En la distancia, elevándose desde la neblina de polvo y el zumbido de la plebe, se veía una estrecha estructura de madera que consistía en una delgada plataforma coronada con una alta tabla de la que pendían seis líneas serpenteantes de cuerda gruesa.

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