El libro de las fragancias perdidas (2 page)

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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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Sabía lo importantes que eran las fragancias para los antiguos egipcios, pero nunca había visto tanta imaginería relativa a la confección o el uso de aromas.

—¿Quién está enterrado en este sitio? —preguntó Napoleón a Abu—. ¿Ya lo sabes?

—Todavía no, general —contestó Abu—, pero allá debería haber muchas más pistas.

Señaló el centro de la sala.

El sarcófago estilizado de granito negro tenía cinco veces el tamaño de un hombre normal. Su pulida superficie estaba labrada con cartuchos e incrustaciones de turquesa y lapislázuli que conformaban el retrato de un hombre guapo, de aspecto gatuno, con nenúfares azules en torno a la cabeza. L’Etoile le reconoció: era Nefertum, el hijo de Iset. El dios del perfume.

De repente, todo encajó en su cabeza: las escenas de los murales, el motivo de los nenúfares, que hubiera pebeteros en todos los rincones… Era la tumba de un antiguo perfumista egipcio; y a juzgar por su majestuosidad, había sido un venerado sacerdote.

Saurent dio órdenes a voz en grito a su equipo de operarios. Los jóvenes, no sin esfuerzo, alzaron finalmente la tapadera de piedra. Dentro había un ancho ataúd de madera con más representaciones pictóricas de los dos personajes de los murales. Esta vez les costó mucho menos desprender la tapa.

Dentro había una momia mayor de lo normal, de forma singular (normal en longitud, pero el doble de ancha), ennegrecida con asfalto del mar Muerto. En vez de una sola máscara de oro, llevaba dos, ambas igual de elaboradas, y coronadas con sendos tocados de turquesa y lapislázuli, a los que se sumaban otros tantos pectorales de cornalina, oro y amatista. La única diferencia entre las máscaras era que la de la derecha era masculina y la de la izquierda, femenina.

—Nunca había visto nada igual —dijo Abu, azorado, con un hilo de voz.

—¿Qué significa? —preguntó Napoleón.

—No lo sé, general. Es de lo más insólito —balbuceó Abu.

—Desenvuélvela, Saurent —ordenó Napoleón.

Pese a las protestas de Abu, Saurent insistió en que los jóvenes cortasen la tela y pusieran al desnudo la momia real; y ellos, habida cuenta de que el francés les pagaba, accedieron. L’Etoile sabía que las antiguas técnicas de embalsamamiento con aceites olorosos y ungüentos, sumadas al aire seco, deberían haber impedido que se descompusieran los músculos y tejidos blandos del difunto. Hasta el pelo podía haberse conservado. Ya había visto otras momias y le habían fascinado sus cadáveres, de dulce olor.

Solo tardaron unos minutos en cortar la tela ennegrecida y apartarla.

—No, nunca había visto nada igual —susurró Abu.

El cadáver de la derecha no tenía los brazos cruzados en el pecho, como era la costumbre, sino la mano derecha extendida, cogiendo la de la mujer con quien le habían momificado. La mano izquierda de esta última se enlazaba a la de él. Los dos enamorados se parecían mucho, y tan incorruptos estaban sus cuerpos, que no daba la sensación de que hubieran sido enterrados siglos, sino meses atrás.

Todos murmuraron de asombro al contemplar a la pareja, unida en la muerte, pero lo que afectó a L’Etoile no fue lo que veía, sino tener por fin delante el origen del olor que ya había empezado a incitarle en la escalera de mano.

Pugnó por distinguir entre las notas que reconocía y las que no, en busca de los ingredientes que conferían a la mezcla su promesa de esperanza, de noches largas y sueños voluptuosos, de invitación y abrazo; de un pacto eterno y pletórico de posibilidades; de almas perdidas y reunidas de nuevo.

A los ojos del perfumista acudieron lágrimas cuando volvió a inhalar. Era el tipo de olor que siempre había imaginado captar. Estaba oliendo emoción líquida. Giles L’Etoile estaba oliendo amor.

El perfumista estaba desesperado. ¿Qué le daba su complejidad a la fragancia? ¿Por qué era tan esquiva? ¿Por qué no conseguía reconocerla? Él había olfateado y memorizado más de quinientos ingredientes distintos. ¿Qué contenía aquel compuesto?

Lástima que no existiera un aparato capaz de aspirar aire y separar sus componentes… Era una idea que le había comentado hacía mucho tiempo a su padre, Jean-Louis, y de la que este se había burlado, como de tantos inventos y fabulaciones de su hijo, a quien reñía por perder el tiempo en ideas poco prácticas, y por regodearse en un romanticismo insensato.

—El perfume tiene la capacidad de evocar sentimientos, papá —había alegado L’Etoile—. Imagínate la fortuna que haríamos si vendiéramos sueños, y no solo fórmulas.

—Bobadas —le había reprendido su padre—. Somos químicos, no poetas; nuestro trabajo es disimular el hedor de las calles, tapar el olor de la carne y aliviar a los sentidos de la acometida de olores desagradables, nauseabundos y contaminados.

—No, padre, te equivocas; es la poesía la esencia de nuestra actividad.

A pesar de la opinión de su padre, L’Etoile estaba convencido de que los aromas podían brindar algo más, y de que su función era más honda. Por eso había venido a Egipto, donde veía confirmadas sus ideas: los antiguos perfumistas eran sacerdotes. El perfume era parte integrante de rituales sagrados y costumbres religiosas. El alma ascendía a los cielos con el humo del incienso.

El general se aproximó para inspeccionar las momias y, aunque Abu musitó una advertencia al verle, Napoleón, restando importancia a sus palabras con un gesto, desprendió un pequeño objeto de la mano de la momia de sexo masculino.

—Extraordinario —dijo al extraer un recipiente idéntico de cerámica de la mano de la mujer—. Los dos tienen lo mismo.

Abrió primero un tarro, y luego el otro. Transcurrido un momento, el general olfateó el aire. A continuación se acercó a la nariz los dos recipientes y los olió uno tras otro.

—L’Etoile, parece que contengan la misma sustancia perfumada. —Le dio uno—. ¿Es alguna pomada? ¿La reconoces?

El recipiente, bastante pequeño para caber en su mano, estaba vidriado en color blanco, y adornado con complejos motivos de coral y turquesa y jeroglíficos que lo rodeaban: el lenguaje perdido de los antiguos, que no sabía leer nadie; pero sí, en el caso de L’Etoile, oler, y cómo… Palpó la ondulada superficie. De modo que era aquello, lo que sostenía, la fuente del olor que le había arrastrado hasta la cámara…

Él no era adivino, ni vidente. Solo había una cosa a la que fuera sensible: el olor. Por eso a los veinte años, en 1789, había dejado a Marie-Geneviève, y París, por el aire seco y el calor de Egipto, a fin de estudiar los mágicos y fascinantes olores de aquella antigua cultura. En todo aquel tiempo, sin embargo, no había descubierto nada que pudiera compararse con lo que sostenía en sus manos.

De cerca, el olor era opulento y maduro. En sus alas, sintió que se alejaba de la tumba, salía al aire libre y allá, bajo la luna, volaba por los cielos hasta una orilla donde percibía el viento, y el fresco sabor de la noche.

Algo le estaba sucediendo.

Sabía quién era: Giles L’Etoile, hijo del mejor perfumista y guantero de París. Y dónde estaba: con el general Napoleón Bonaparte, en una tumba subterránea de Alejandría. Al mismo tiempo, sin embargo, se había visto transportado junto a una mujer, al borde de un río dilatado y verde, bajo un grupo de palmeras datileras; y tenía la sensación de conocerla desde siempre, a ella, que era al mismo tiempo una total desconocida.

Guapa, esbelta, delgada, tenía una espesa melena negra, y unos ojos negros llenos de lágrimas. Los sollozos hacían temblar su cuerpo, envuelto en un fino vestido de algodón; sonidos lastimeros que eran para él como puñales. L’Etoile sabía instintivamente que la fuente, la causa del dolor, era algo que había hecho o dejado de hacer él, y que le correspondía a él atajar su sufrimiento. Tenía que hacer un sacrificio; de lo contrario, le perseguiría eternamente la suerte de aquella mujer.

Se quitó la larga túnica de hilo que llevaba por encima de la falda, y mojó una punta en el agua para limpiarle las mejillas a la joven. Al inclinarse sobre el río, atisbó su rostro en la superficie y vio a alguien a quien no reconocía: alguien más joven, de veinticinco años a lo sumo, y tez más oscura y dorada que la suya. Allá donde las facciones de L’Etoile eran redondeadas, las de aquel joven eran angulosas; y en vez de azul claro, sus ojos eran de un marrón casi negro.

—Miren —dijo a lo lejos una voz—, aquí hay un papiro.

L’Etoile se dio cuenta vagamente de que la conocía: era la voz de Abu. Lo más acuciante, sin embargo, fue el ruido súbito de cascos de caballos. También los oyó la mujer, en cuyo rostro se leyó muy claramente el pánico. Soltando la túnica, L’Etoile cogió su mano y la hizo levantarse para llevarla lejos del río, a algún escondite donde no corriera peligro.

Se oyó un grito. Alguien cayó encima de él. Oyó quebrarse algún objeto de cerámica en el suelo de alabastro. Estaba otra vez en la tumba, y no era el rostro bello y melancólico de la mujer lo que tenía delante, sino a Abu, con un grueso rollo contra el pecho, y la mirada fija en los pedazos de un recipiente de cerámica.

El olor les había puesto a todos en trance, pero fue L’Etoile el primero en salir de él. Todo era un caos de hombres que susurraban, lloraban, chillaban y hablaban en idiomas que le resultaban incomprensibles. Parecían luchar contra demonios invisibles, forcejear con enemigos ocultos, y animar y cobrar ánimos de compañeros invisibles.

¿Qué le había pasado? ¿Qué les había pasado a sus acompañantes?

Uno de los jóvenes operarios egipcios estaba derrumbado contra la pared, sonriendo y cantando una canción en un antiguo idioma; otro, tumbado en el suelo, gemía, y otro se debatía con un agresor invisible. Dos de los sabios no estaban afectados, pero sí horrorizados por lo que veían. Saurent rezaba de rodillas, con una expresión beatífica; hablaba en latín, diciendo misa. El cartógrafo aporreaba la pared, gritando sin cesar un nombre masculino.

La mirada de L’Etoile localizó a Napoleón. El general, inmóvil y de pie junto al sarcófago, observaba fijamente un punto en la pared, como si diese a un lejano panorama. Tenía la piel más blanca de lo habitual y la frente perlada de sudor. Parecía mareado.

Había olores capaces de sanar enfermedades, y otros que las provocaban: venenos que, con su dulzura, seducían antes de absorber todo el aliento. El padre de L’Etoile se lo había enseñado todo acerca de ellos, poniéndole en guardia contra sus efectos.

Temió por sí mismo, y por su comandante, y por los hombres de la sala. ¿Les habría emponzoñado a todos algún antiguo olor nocivo?

Tenía que ayudarles. Cogió una cajita de oro de un montón de tesoros arrumbado contra la pared del fondo, y la abrió para verter su contenido al suelo: oro y cristales de colores. Acto seguido, se apresuró a meter en ella el recipiente de cerámica que aún estaba intacto. En último lugar, recogió los trozos del que se le había caído al general, los echó en la caja y cerró la tapa.

El olor seguía siendo conspicuo, pero una vez a buen recaudo los contenedores del perfume, el aire empezó a despejarse lentamente. L’Etoile vio que uno de los hombres se levantaba y miraba a su alrededor. Otro, después, hizo lo mismo. Intentaban situarse.

Un fuerte impacto acompañó la caída de Napoleón contra el ataúd de madera, cuya tapa se hizo astillas. El perfumista había oído rumores de que sufría epilepsia, el mismo trastorno nervioso que había afectado a su héroe, Julio César. Por la boca del general, aquejado de convulsiones, ya había empezado a salir espuma.

Su ayuda de campo acudió corriendo y se agachó a su lado.

¿Sería el extraño perfume el causante de aquel episodio? En todo caso, no cabía duda de que había afectado a L’Etoile. Solo ahora empezaban a pasársele el mareo y la desorientación que había experimentado desde el momento de entrar en la tumba.

—¡Este sitio está maldito! —bramó Abu, arrojando el rollo de papiro al ataúd, sobre los cuerpos resecos—. ¡Tenemos que salir ahora mismo!

Salió a toda prisa de la cámara interior, y se marchó por el primer pasillo.

—La tumba está maldita —repitieron con voces temblorosas los jóvenes trabajadores, dándose empujones por la angosta entrada.

Los siguientes en irse fueron los sabios.

El ayuda de campo de Napoleón ayudó a salir al general —que, pese a haber recuperado sus facultades, aún estaba débil—, dejando solo a L’Etoile en el sepulcro del perfumista y la mujer enterrada a su lado.

Se inclinó hacia los enamorados para coger el rollo de papiro lanzado por Abu al interior del ataúd; después lo añadió al contenido de la cajita de oro, y la guardó en lo más profundo de su bolsa.

2

Nueva York, en la actualidad

Martes, 10 de mayo, 8.05 h

A los catorce años, la mitología le había salvado la vida a Jac L’Etoile. De aquel año lo recordaba todo, en especial lo que había intentado olvidar; era de lo que se acordaba con mayor detalle. Como siempre ocurre, ¿no?

La chica que la esperaba a la salida del estudio de televisión de la calle Cuarenta y nueve Oeste no podía tener mucho más de catorce años. Larguirucha y desgarbada, pero con la exaltación y el nerviosismo de un potrillo, se acercó y tendió un ejemplar del libro de Jac,
Buscadores de mitos
.

—¿Me puede firmar un autógrafo, señorita L’Etoile?

Jac acababa de salir en un magazine matinal para promocionar su libro, pero de famosa tenía muy poco. Su programa por cable, titulado también
Buscadores de mitos
, que analizaba la génesis de las leyendas, no podía presumir ni de un millón de espectadores, así que encuentros de aquel tipo eran al mismo tiempo inesperados y gratificantes.

La limusina que había pedido estaba en punto muerto junto a la acera, con el chófer al lado de la puerta derecha, pero no importaba si llegaba un poco tarde; a donde iba solo la esperaban fantasmas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Maddy.

Olió el perfume de la joven, un suave aroma alimonado: las adolescentes y la cidra siempre acababan encontrándose. Destapó el bolígrafo y empezó a escribir.

—A veces va bien saber que existen de verdad los héroes —dijo en voz baja Maddy—, y que hay gente capaz de cosas increíbles.

La calle de enfrente del Radio City Music Hall, con su ruido y gentío, era un lugar un poco extraño para una confesión. Aun así, Jac asintió con la cabeza y sonrió a Maddy con complicidad.

También ella había tenido aquellas ansias. Demasiado tiempo.

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