Read El librero de Kabul Online
Authors: Åsne Seierstad
Mansur se estremece y aparta la mirada. La dirige al otro recinto, donde se encuentran las mujeres y los niños:
burkas
azules desteñidas con hijos enfermos en el regazo. Una madre se ha dormido. Su niño mongoloide intenta contarle algo, pero es como hablarle a una estatua con una tela azul encima. Tal vez esta madre ha caminado descalza durante días para llegar a la mezquita y la tumba de Alí antes del año nuevo. Tal vez ha llevado a su hijo en brazos para curarle. Los médicos no lo pueden ayudar: tal vez Alí pueda.
Otro niño se golpea la cabeza rítmicamente con las manos. Algunas mujeres están apáticas, otras duermen, otras están enfermas, cojas o ciegas. La mayoría, sin embargo, ha venido con sus hijos. Todas esperan los milagros de Alí.
Mansur siente escalofríos por la espalda. Bajo el efecto de ese ambiente extremo, decide cambiar su vida. Se convertirá en una buena persona y en un musulmán aplicado. Respetará las horas de oración, dará limosnas, ayunará, frecuentará la mezquita, no mirará a ninguna chica hasta casarse, se dejará crecer la barba y viajará a La Meca.
En el mismo instante en que acaba la plegaria y Mansur ha hecho su promesa, sobreviene la lluvia. Lluvia con sol. Los edificios sagrados y las baldosas pulidas resplandecen y las gotas de lluvia brillan. Llueve a cántaros, Mansur corre, encuentra sus zapatos y al mendigo del gorro de oración. Le arroja unos billetes y cruza la plaza corriendo bajo la lluvia refrescante.
—¡He sido bendecido! —grita—. ¡Estoy perdonado! ¡Estoy purificado!
El agua dijo al impuro: «Ven aquí».
El impuro respondió: «Me avergüenzo».
El agua insistió: «¿Cómo lavarás tu pecado sin mí?».
El vapor rodea los cuerpos desnudos. Las manos se desplazan con movimientos rápidos y rítmicos. Los rayos del sol son filtrados por los dos tragaluces del techo, nimbando los traseros, los pechos y los muslos con una luz pintoresca. De entrada, uno sólo entrevé los cuerpos en el calor de la habitación. Los rostros denotan una profunda concentración: esto no es placer, sino trabajo duro.
En dos grandes salas, mujeres echadas, sentadas o de pie se friegan a sí mismas, entre ellas o a sus hijos. Algunas revelan las curvas de un cuadro de Rubens; en otras sobresalen las costillas descarnadas. Con grandes manoplas de cáñamo se frotan mutuamente la espalda, los brazos, las piernas. Ablandan las callosidades con piedra pómez y las madres frotan a sus hijas casaderas. Las chiquillas de pechos nacientes no tardarán en hacerse madres que amamantarán. Casi todas las mujeres aquí tienen la piel de la barriga agrietada por la premura y frecuencia de los partos.
Los niños gritan y chillan de miedo o de alegría. Los que ya han sido frotados y lavados juegan con los barreños de agua, otros chillan de dolor y se mueven como peces atrapados en una red. Aquí nadie les protege los ojos del jabón con un pequeño trapo. Las ma dres frotan a sus hijos con las manoplas de cáñamo hasta que los pequeños cuerpos negros de mugre se vuelven sonrosados. El baño es una lucha que los críos —prisioneros en las firmes manos de sus madres— están condenados a perder.
Leila se quita mugre y piel muerta, grandes jirones se sueltan y caen en el guante de cáñamo o en el suelo. Hace semanas que Leila se lavó en serio y meses que entró en el
hammam
. No suele haber agua en casa, y Leila no ve ninguna razón para lavarse tan a menudo; la mugre vuelve enseguida de todas formas.
Pero hoy ha acudido al
hammam
con su madre y sus primas. Como solteras, ella y sus primas son particularmente púdicas y no se han quitado la ropa interior. El guante evita estas zonas, pero ataca sin merced los brazos, los muslos, las pantorrillas, la espalda y la nuca. Gotas de sudor y de agua se entremezclan en sus caras, mientras frotan, restriegan y rascan: el aseo es proporcional a la fuerza empleada.
La madre de Leila, Bibi Gul, con sus setenta años, está sentada desnuda en una charca en el suelo. A lo largo de su espalda desciende en cascada su larga melena gris, que normalmente está escondida debajo de un pañuelo azul claro. Sólo aquí, en el
hammam,
la deja suelta. Es tan larga que las puntas flotan en la charca en el suelo. Bibi Gul parece estar en trance: con los ojos cerrados, goza del calor. De vez en cuando hace unas tentativas perezosas de lavarse, moja el paño en la cubeta de fregar que le ha dejado Leila, pero enseguida se rinde, los brazos le pesan y no llega debajo de la enorme barriga, sobre la que reposan laxos los pechos. Se queda sentada en su trance, tiesa como una gran estatua gris.
De tanto en tanto, Leila echa furtivas miradas a su madre para asegurarse de que se encuentra bien, mientras ella se frota y charla con sus primas. El cuerpo de esta joven de diecinueve años es infantil, se debate entre niña y mujer. Toda la familia Khan tiende a la obesidad, en todo caso según el estándar afgano. Su morfología es el resultado de la grasa y los aceites que echan en cantidades generosas en sus platos. Panqueques fritos, trozos de patata chorreando grasa, cordero en salsa a base de aceite condimentado. La piel de Leila es pálida e impecable, suave como el culito de un bebé. Su tez vacila entre el blanco, el amarillo y el gris pálido. La vida que lleva se refleja en su piel de niña que no ve jamás el sol y en sus manos, ásperas y gastadas como las de una mujer vieja. Leila sufría de vértigos desde hacía tiempo, y cuando fue al médico, éste le diagnosticó que le faltaba vitamina D, o sea, sol.
Paradójicamente, Kabul es una de las ciudades más soleadas del mundo. A los 1.800 metros de altitud, el sol da de lleno casi todos los días del año agrietando la tierra, resecando lo que antaño eran jardines húmedos, haciendo arder la piel de los críos. Pero Leila no lo ve nunca. El sol no penetra en el apartamento de la planta baja de Microyan, ni traspasa la rejilla de su
burka
. Leila tan sólo permite que el sol le caliente la cara en el patio de la casa de pueblo de Mariam. Pero rara vez tiene tiempo de ir a ver a su hermana mayor.
En la casa, Leila es la que primero se levanta y la última que se acuesta. Al son de los ronquidos de los que duermen en el salón, ella enciende el fuego en la estufa con ramitas. Enseguida prende fuego en el horno de leña del baño y hace hervir el agua para cocinar y lavar la ropa y los platos. Todavía es de noche; Leila llena de agua las botellas, las ollas y los cacharros. A esa hora nunca hay corriente eléctrica, pero ella está acostumbrada a tantear en la oscuridad. A veces lleva una pequeña lámpara consigo. Prepara el té, que debe estar listo para cuando los hombres de la casa se despiertan a las seis y media, ya que si no lo está se enfadan con ella. Mientras hay agua en las tuberías, Leila sigue llenando los recipientes que usa porque no sabe nunca cuándo se cortará el agua, tal vez dentro de una hora, tal vez dentro de dos.
Todas las mañanas, Eqbal chilla como si fuera a morir y sus chillidos ponen los pelos de punta a cualquiera. Echado o acurrucado en su estera, se niega a levantarse. A los catorce años se inventa cada día nuevas dolencias para no tener que pasar doce horas en la tienda. Cada día en vano. Todos los días acaba levantándose, pero al día siguiente vuelve a repetir la escena.
—¡Cabrona! ¡Perezosa! Mis calcetines tienen agujeros —grita y se los arroja a su tía.
Eqbal se venga en quien puede.
—¡Leila, el agua se está enfriando! ¡No hay suficiente agua caliente! ¿Dónde está mi ropa? ¿Dónde están mis calcetines? ¡Tráeme el té! ¡El desayuno! ¡Limpíame los zapatos! ¿Se puede saber por qué te has levantado tan tarde?
Los hombres dan portazos y golpean las paredes. Las habitaciones, el pasillo y el baño parecen un campo de batalla. Los hijos de Sultán discuten, gritan y lloran. Sultán se queda con Sonya tomando té y desayunando. Sonya se ocupa de él, Leila del resto. Rellena los barreños del aseo, busca la ropa, sirve el té, fríe huevos, va a por pan, limpia los zapatos... Los cinco hombres de la casa se van al trabajo.
A regañadientes, Leila ayuda a sus tres sobrinos —Mansur, Eqbal y Aimal— a prepararse para salir. Nunca le dan las gracias, nunca le ayudan en nada.
—¡Maleducados! —bufa para sí misma cuando le dan órdenes los tres chavales pocos años menores que ella.
—¿No hay leche? ¡Si yo te dije que compraras más! —brama Mansur—. ¡Parásito!
Si ella se atreve a protestar, siempre recibe la misma respuesta mortal.
—Cállate, mujer —suele decir Mansur entonces con fuerza, golpeándole el estómago o la espalda—. No estás en tu casa, ésta es mi casa.
Tampoco Leila tiene la sensación de estar en su casa. Es la casa de Sultán, de sus hijos y de su segunda mujer. Leila, Bulbula, Bibi Gul y Yunus no se sienten bien acogidos en la familia, pero desde luego ni siquiera se plantean irse de allí. Dividir la familia sería un escándalo. Además hacen bien su papel de buenos criados, al menos en el caso de Leila.
A veces ella lamenta no haber sido dada en adopción al nacer, al igual que su hermano mayor.
—Mis nuevos padres me hubieran matriculado en cursos de informática y de inglés desde un principio, ya estaría en la universidad, tendría ropas bonitas y no viviría como una esclava —dice soñadora.
Leila ama a su madre, no es ésa la cuestión, pero siempre ha tenido la impresión de que nadie se ha ocupado realmente de ella, siempre se ha sentido la última de la fila. Y así ha sido: Bibi Gul no tuvo más hijos después de ella.
Después del caos matutino y la partida de Sultán y sus hijos, Leila puede respirar un poco, beber su té y desayunar. Luego barre las habitaciones por primera vez en el día. Camina encorvada con una escobilla de paja y barre, barre y barre habitación tras habitación. El polvo se levanta y se arremolina, antes de volver a posarse en el suelo detrás de ella. El olor a polvo no abandona nunca el apartamento. Leila no se puede librar del polvo: sus gestos, su cuerpo, sus pensamientos son polvorientos. Barriendo logra al menos quitar las migas, los trozos de papel, la basura. Barre todas las habitaciones varias veces al día: como todo tiene lugar en el suelo, éste se ensucia enseguida.
Ahora en el
hammam
intenta quitarse ese polvo frotando, ese polvo que rueda en pequeñas y gordas espirales, ese polvo que se pega a su vida.
—¡Ay! Si tuviera una casa donde bastara con barrer una vez al día, que quedara limpia después y no tuviera que volver a barrer hasta el día siguiente —suspira Leila.
Sus primas asienten con la cabeza. Al ser hijas menores, también tienen la misma vida que ella.
Leila ha traído ropa interior que quiere lavar en el
hammam
. Normalmente lava la ropa de la familia en la penumbra del baño sobre un taburete al lado del hoyo en el suelo. Entonces tiene enfrente de ella varios barreños, uno con jabón y uno sin él, uno para la ropa blanca y otro para la oscura. Ahí lava sábanas, moquetas, toallas y ropa, las frota y las escurre antes de tenderlas. El secado es difícil, sobre todo en invierno. Hay cuerdas para tender la ropa fuera de los edificios, pero los robos son frecuentes, de modo que Leila no quiere dejarla ahí, al menos que algunos de los niños las vigilen hasta que estén secas. Si no es así, tiende todo en cuerdas en el pequeño balcón. El balcón es de sólo dos metros cuadrados y está lleno de víveres y de trastos viejos, una caja de patatas, una canasta de cebollas y otra de ajos, un gran saco de arroz, cajas de cartón, viejos zapatos, algunos trapos y otros objetos de los que nadie se atreve a deshacerse, por si algún día alguien los necesita.
En casa, Leila usa viejos jerseys velludos, camisas manchadas y faldas que se arrastran por el suelo y acumulan el polvo que deja la escoba. En los pies lleva sandalias desgastadas, y en la cabeza, un pequeño pañuelo. Lo único que brilla en ella son sus pendientes dorados y sus pulseras de plástico liso.
—Leila...
Una voz la llama débilmente y un poco fatigada entre los gritos y los chillidos de los niños. La voz apenas se oye por el estrépito de las mujeres que se echan cubos de agua las unas a las otras.
—¡Leilaaa!
Es Bibi Gul que ha salido de su trance. Con un paño para lavarse en una mano, mira perdida a su hija menor. Leila lleva el guante de cáñamo, el jabón, el champú y la jofaina hasta donde se encuentra su gran madre en cueros.
—Ponte de espaldas.
Bibi Gul maniobra para tenderse en el suelo. Leila frota y friega el cuerpo de su madre hasta hacerlo vibrar. Los pechos cuelgan a ambos lados. La barriga, tan grande que cubre el sexo cuando Bibi Gul está de pie o sentada, se despliega como una masa blanca e informe.
Bibi Gul se echa a reír: hasta ella ve lo cómico de la situación. La hija menuda y mona, la madre gorda y vieja. Unos cincuenta años las separan. Como ellas se ríen, las demás mujeres también pueden sonreír. De súbito, esta sesión de friegas desencadena la hilaridad general.
—Estás tan gorda, mamá, que pronto te morirás —le reprocha Leila mientras le pasa el paño de lavar por todos los sitios donde la madre no llega.
Un poco después, la pone boca abajo y —con la ayuda de las primas— lavan cada parte del cuerpo enorme. Finalmente le lavan el largo pelo: Leila echa el champú de China sobre el cuero cabelludo y masajea delicadamente, como si temiera arrancarle el resto de los finos pelos. La botella de champú está casi vacía; es un vestigio de los tiempos de los talibanes. La mujer representada en la botella ha sido tachada con rotulador grueso y indeleble. De la misma manera que mutiló los libros de Sultán, la policía religiosa arremetió contra los embalajes. Cuando un rostro femenino adornaba una botella de champú, o una cara infantil el jabón para bebés, las imágenes eran tachadas. Los seres vivos no debían ser representados.
El agua se empieza a enfriar. Los críos que todavía no han sido lavados del todo chillan más que nunca. Pronto sólo quedará agua fría en el
hammam
lleno de vapor. Las mujeres abandonan los baños y aparece la mugre. En los rincones se ven cascaras de huevo y algunas manzanas podridas. Quedan restos de suciedad, ya que las mujeres llevan en el
hammam
las mismas sandalias de plástico que usan en los senderos de las aldeas, en las letrinas de las afueras de las viviendas y en los patios.
Bibi Gul se pone de pie y todas salen para vestirse. Nadie ha traído cambio de ropa, por lo que todas vuelven a ponerse las mismas ropas con las que vinieron. Finalmente se ponen las
burkas
encima de las cabezas recién lavadas. Cada
burka
tiene un olor distinto. La de Bibi Gul huele a las emanaciones que la caracterizan: viejo aliento que se mezcla con flores melosas y algo agrio. La de Leila está impregnada por un sudor juvenil y el tufo de la cocina. En rigor, todas las
burkas
de la familia Khan huelen a comida, ya que se cuelgan en clavos delante de la cocina. Ahora todas las mujeres están tan limpias que brillan debajo de las
burkas
y de la ropa; pero el jabón de fregar y el champú chino luchan contra un poder superior. Pronto las
burkas
les devolverán su propio vaho de viejas o jóvenes esclavas.