Read El librero de Kabul Online
Authors: Åsne Seierstad
El coche se detiene; la fila de vehículos no se mueve.
—Seguro que es cosa de mi imaginación —dice Akbar—, pero la verdad es que me empieza a doler la cabeza.
—A mí también —dice Mansur—. ¿Nos vamos a la salida más cercana?
—No, apostemos por que la caravana de vehículos salga pronto del túnel —responde Said—. Imaginaos que se pone en movimiento y no estamos en el coche; entonces seríamos nosotros quienes crearíamos atascos.
—¿Es así como se muere por intoxicación de monóxido de carbono? —se inquieta Mansur.
Están sentados con las ventanillas cerradas. Said enciende un cigarrillo, Mansur grita y Akbar se lo quita y lo apaga.
—¿Estás loco? ¿Quieres intoxicarnos todavía más? —vocifera.
Una inquieta sensación de pánico se extiende por el vehículo. Siguen sin avanzar, pero de repente algo pasa: delante de ellos, los coches empiezan a moverse lentamente. Los tres muchachos salen del túnel muy lentamente y con un dolor de cabeza insoportable. Una vez fuera, al aire libre, el dolor desaparece, pero siguen sin ver nada en esa remolinante papilla blanca grisácea. No tienen más remedio que seguir las huellas en la nieve y el brillo fugaz de unos faros delante de ellos. Girar es imposible, todos en la caravana conducen hacia un mismo destino, todos los peregrinos siguen las mismas huellas heladas y apisonadas. Hasta Mansur ha cesado de mordisquear sus galletas, y un silencio mortal impera en la cabina. Es como conducir en la nada, pero en esta nada hay precipicios, minas, aludes y otros peligros amenazando a cada momento.
Por fin la bruma se levanta, pero siguen al borde del abismo. Es casi peor ahora que ven por dónde van. Han comenzado el descenso. El coche zigzaguea de un lado a otro, y de repente derrapa por el camino. Said ha perdido el control del vehículo y maldice, Akbar y Mansur se agarran, como si esto les pudiera ayudar en caso de salirse el coche del camino. De nuevo reina un silencio nervioso en la cabina. El vehículo se desliza lateralmente, se endereza, otra vez patina de lado antes de seguir zigzagueando. Pasan una señal de tráfico que les da otro susto: «¡Aviso! ¡Gran peligro de minas!». Justo fuera —o incluso dentro de la zona de patinazos— está repleto de minas, y ninguna nieve del mundo les puede proteger contra las minas antitanques. «Esto es una locura», piensa Mansur, pero no dice nada. No quiere ser tachado de cobarde; además, él es el más joven. Contempla los tanques que, aquí también, están dispersos, casi cubiertos de nieve, junto con los coches siniestrados que tampoco han llegado a su destino. Mansur reza, no puede ser verdad que Alí le haya llamado sólo para verle caer por un precipicio. Si bien muchos de sus actos no han estado conformes con el islam, él ha venido para purificarse, dejar atrás los pensamientos impuros y hacerse un buen musulmán. Pasa la última parte de la montaña en una especie de trance.
Después de una pequeña eternidad, llegan las estepas despejadas, y las últimas horas hasta Mazar—i—Sharif es cuestión de coser y cantar.
Cuando se aproximan a la ciudad, son adelantados por camionetas con hombres fuertemente armados en las plataformas de carga, hombres barbudos con Kaláshnikov apuntando en todas las direcciones que pasan a cien kilómetros por hora por los baches del camino. El paisaje es un desierto, estepas y colinas de roca. De vez en cuando atraviesan pequeños oasis verdes y aldeas con casas de adobe. A la entrada de la ciudad les paran en un puesto de control. Hombres bruscos les hacen señales para que pasen una barrera que consiste en una cuerda atada entre dos misiles inutilizados.
Entran en la ciudad fatigados y agarrotados. Por más increíble que parezca, han hecho el trayecto en sólo doce horas.
—De modo que esto era un pasaje completamente normal por el túnel de Salang —comenta Mansur—. ¡Imaginaos los que tardan varios días! ¡Yuhuuu! ¡Ya estamos aquí! ¡Alí,
here I come
!
En todas las azoteas hay soldados con las armas listas. Se teme que habrá disturbios la noche de fin de año, y aquí no hay ninguna fuerza de paz internacional, sino —por el contrario— dos o tres señores de la guerra luchando entre sí. Los soldados en las azoteas pertenecen al gobernador, que es de la etnia hazara, mientras los soldados de las camionetas son del tayik Atta Mohamed. Y los que combaten por el uzbeko Abdul Rashid Dostum se reconocen por un uniforme distinto. Tanto los unos como los otros apuntan con sus armas a las calles donde miles de peregrinos pasean o charlan sentados en grupos, al lado de la mezquita, en el parque, en las aceras.
La mezquita azul, una mancha luminosa en la oscuridad, es una revelación. Es el edificio más bello que Mansur ha visto en su vida. Los focos son un regalo de la embajada norteamericana con ocasión de la visita del embajador a la ciudad para el fin de año. Linternas rojas iluminan el parque alrededor de la mezquita, que ahora rebosa de peregrinos.
Aquí es donde Mansur va a pedir perdón por sus pecados, aquí es donde se va a purificar. Al ver la gran mezquita, se siente agotado y hambriento. Las coca—colas y las galletas rellenas de plátano y kiwi no son comida sustancial para un viaje.
Los restaurantes están abarrotados de peregrinos. Mansur, Said y Akbar al final logran encontrar un faldón de alfombra donde sentarse en un oscuro restaurante en la calle de los kebabs. Por todas partes hay olor a cordero asado, que es servido con pan y pequeñas cebollas enteras.
Mansur toma un gran bocado de la cebolla y se siente casi ebrio. De nuevo, le entran ganas de gritar de alegría. Pero se mantiene quieto, devorando su comida al igual que sus dos compañeros; ya no es un niño, intenta disimular su nerviosismo tal como lo hacen Akbar y Said. Tranquilo y sereno, todo un cosmopolita.
A la mañana siguiente, a Mansur lo despierta la llamada a la oración del ulema.
Alahu akbar
(«Alá es grande») resuena como si unos enormes altavoces hubieran sido atados a sus conductos auditivos. Mira por la ventana hacia la mezquita que brilla azul a la luz del sol matinal. Cientos de palomas blancas vuelan por el recinto sagrado. Habitan en dos torres delante de la cámara funeraria, y se dice que si una paloma gris se une a ellas, sus plumas se vuelven blancas al cabo de cuarenta días. También se dice que una de cada siete palomas es un alma santa.
Junto a Akbar y Said, Mansur consigue atravesar la barrera de seguridad de la mezquita sobre las seis y media. Gracias al carné de prensa de Akbar, llegan hasta el podio. Muchos han pasado la noche aquí para estar lo más cerca posible cuando se ize la bandera de Alí. Lo hará Hamid Karzai, el nuevo dirigente de Afganistán. A un lado se encuentran las mujeres, tranquilamente sentadas, algunas vestidas con la
burka,
otras simplemente con un velo blanco. Al otro lado, donde están los hombres, hay una gran muchedumbre apretujada. Fuera del recinto, los árboles están llenos de gente. La seguridad es extrema porque se espera a todos los ministros del país, y la policía hace gala de largas porras. Aun así, no pueden impedir que más gente salte las barreras. Las saltan y se escapan corriendo para evitar los golpes de las porras.
El equipo de gobierno hace su entrada con Hamid Karzai a la cabeza vestido con su característica capa de seda rayada azul y verde. Siempre se viste de forma que representa al país entero, el gorro de cordero de Kandahar en el sur, la capa de las regiones del norte y la túnica propia de las provincias occidentales fronterizas con Irán.
Mansur estira el cuello e intenta acercarse más. Nunca ha visto a Karzai en persona; el hombre que logró batir a los talibanes en su sede principal, Kandahar, y que por poco murió cuando un misil norteamericano perdió el rumbo y cayó entre sus tropas. Karzai, pashtun de Kandahar, había apoyado durante un corto período a los talibanes; pero luego se sirvió de su posición como jefe de tribu del poderoso clan de los popolzai para ganar seguidores en la lucha contra el régimen talibán. Cuando Estados Unidos empezó su campaña de bombardeos, Karzai realizó un viaje suicida en moto por los feudos de los talibanes para convencer a los consejos de ancianos de que la era talibán había acabado. Se dice que logró convencerlos más por su valentía que por sus argumentos. Mientras los combates desolaban los alrededores de Kandahar, los delegados de la conferencia de la ONU en Bonn le votaron como nuevo líder del país.
—Intentaron destruir nuestra cultura. Intentaron hacer añicos nuestras tradiciones. ¡Intentaron quitarnos el islam! —grita Karzai a la muchedumbre—. Los talibanes trataron de ensuciar el islam, arrastrarnos a todos por los suelos, enemistarnos con el mundo entero. Pero nosotros sabemos lo que es el islam, ¡islam es la paz!
El nuevo año empieza hoy, año 1381 de nuestro calendarlo islámico. Es el año de la reconstrucción. ¡Es el año que hará de Afganistán un país seguro, el año en que vamos a fortalecer y a desarrollar nuestra sociedad! Hoy recibimos ayuda de todos los Estados, pero llegará el día en que seremos un país que ayudará al mundo —grita Karzai, y la masa le aclama.
—¿Nosotros? —cuchichea Mansur—. ¿Ayudar al mundo?
La idea le parece absurda. Él ha pasado toda su vida en guerra, y para él Afganistán es un país que recibe todo de fuera, desde la comida hasta las armas.
Después de Karzai, es el turno del ex presidente Burhanuddin Rabbani, que toma la palabra. Un hombre con gran presencia, pero poco poder real. Teólogo y profesor de la Universidad de El Cairo, fundó el partido Jamiat—i—Islami, que organizó una facción de los
muyahidin
. Había tenido consigo al estratega militar Ahmed Shah Masud, que fue el gran héroe en la lucha contra la Unión Soviética, en la guerra civil y en la resistencia contra el régimen talibán. Masud había sido un líder carismático, profundamente religioso pero al mismo tiempo pro occidental. Hablaba un francés fluido y quiso modernizar el país. Víctima de un atentado suicida perpetrado por dos tunecinos dos días antes de los ataques terroristas a Estados Unidos, Masud ha obtenido estatus de mito. Los tunecinos llevaban pasaporte belga y se hicieron pasar por periodistas.
—Comandante, ¿qué hará usted con Osama Bin Laden cuando haya conquistado todo el país? —fue la última pregunta que escuchó Masud en vida. Le dio tiempo de soltar una última carcajada antes de que los terroristas activaran la bomba en la cámara. Hasta los pashtun cuelgan ahora retratos del tayik Masud, el león de Panshir.
Rabbani dedica su discurso a Masud, y está claro que la guerra santa contra la Unión Soviética marcó su propia época de gloria.
—¡Si obligamos a los comunistas a salir de nuestro país, ahora podemos obligar a salir a todos los invasores de nuestro Afganistán sagrado! —proclama.
Las tropas rusas se retiraron en la primavera de 1989. Unos meses más tarde cayó el muro de Berlín y dio comienzo la disolución de la Unión Soviética, acontecimientos por los que ahora Rabbani se da a sí mismo todos los méritos.
—Sin
yihad,
el mundo seguiría en las garras de los comunistas. El muro de Berlín cayó gracias a las heridas que nosotros infligimos a la Unión Soviética y a la inspiración que dimos a los pueblos oprimidos. Dividimos la Unión Soviética en quince partes. ¡Hemos liberado al pueblo del comunismo! ¡La
yihad
llevó a un mundo más libre! ¡Salvamos al mundo porque acabamos con el comunismo aquí, en Afganistán!
Mansur toquetea su cámara. Se ha acercado al podio para hacer fotos de cerca de los oradores. Sobre todo quiere retratar a Karzai, y saca foto tras foto de este hombre menudo. Así tendrá algo que mostrar a su padre.
Uno tras uno hablan, rezan y vuelven a hablar los hombres en el estrado. Un ulema da las gracias a Alá, mientras que el ministro de Educación explica que Afganistán tiene que ser un país donde las armas den paso a Internet.
—¡Cambiemos las armas por ordenadores! —exclama, y añade que los afganos tienen que dejar de hacer distinciones entre diferentes grupos étnicos—. Mirad a América, allí viven todos en un solo país, todos son americanos. ¡Allí no tienen estos problemas!
Durante los discursos, la policía sigue aporreando en vano a la muchedumbre porque cada vez más espectadores logran forzar las barreras que cercan el recinto sagrado. Hay tantos gritos y chillidos entre el público que apenas se oyen los discursos; esto tiene más aspecto de
happening
que de una ceremonia religiosa. En las escaleras y las azoteas de alrededor hay soldados armados, y una decena de soldados de las fuerzas especiales norteamericanas —equipados con ametralladoras y gafas negras— han tomado posiciones en la terraza de la mezquita para proteger al rubicundo embajador norteamericano. Otros están delante de él o a su lado.
Para muchos afganos, es un sacrilegio que impíos pisen de este modo la terraza de la mezquita. Ningún infiel puede entrar en ella y los guardias paran a quienes lo intentan. No hay muchos, sin embargo: esta primera primavera, tras la caída de los talibanes, Afganistán no es exactamente un destino de viaje popular entre turistas occidentales. Sólo algún que otro trabajador humanitario se ha extraviado hacia la celebración del nuevo año.
También Atta Mohamed y el general Abdul Rashid Dostum, señores de la guerra y en conflicto entre sí, están en el podio. El tayik Atta Mohamed gobierna la ciudad, pero el uzbeko Dostum opina que debía ser él quien lo hiciera. Los dos enemigos jurados se encuentran codo a codo en el estrado: Atta Mohamed con barba, como un talibán, Dostum con el aspecto de un boxeador retirado antes de tiempo. Colaboraron a regañadientes en la última ofensiva contra el régimen talibán; ahora de nuevo hay distanciamiento entre ellos. Dostum es el miembro de peor fama del nuevo gobierno, y fue elegido por la mera razón de que no se sintiera tentado a sabotearlo. El hombre que en estos momentos entrecierra los ojos para defenderse del sol y mantiene los brazos pacíficamente cruzados por delante de su cuerpo grueso es uno de los sujetos sobre los que circulan las historias más terribles en Afganistán. Para castigar una falta, era capaz de atar a sus soldados a un tanque y arrastrarlos hasta que no quedaran de ellos más que jirones sangrantes. En una ocasión, miles de milicianos talibanes fueron conducidos al desierto y encerrados en unos contenedores, que fueron cerrados con candados y luego abandonados. Cuando unos días más tarde se abrieron los contenedores, los prisioneros habían muerto y su piel estaba carbonizada por el calor ardiente. Dostum también es conocido como un maestro en el arte de la traición: ha servido a varios amos y ha traicionado a todos. Luchó como aliado con los rusos cuando la Unión Soviética invadió Afganistán; entonces era ateo y gran bebedor de vodka. Ahora guarda las formas, alaba a Alá y predica el pacifismo.