El librero de Kabul (15 page)

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Authors: Åsne Seierstad

BOOK: El librero de Kabul
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Después de Nesar Ahmad llegó Bulbula, la hija que enfermó de pena por la encarcelación de su padre y que se pasa los días mirando al vacío.

Mariam, que nació unos años más tarde, es, sin embargo, muy espabilada. Niña habilidosa y animada y alumna estudiosa, se convirtió en una hermosa mujer que pronto tuvo multitud de pretendientes. A los dieciocho años fue dada en matrimonio a un chico del mismo pueblo que tenía una tienda y que Bibi Gul consideraba un buen partido. Mariam se fue a vivir con la familia de él, con su cuñado y su suegra. Allí había mucho que hacer, porque la suegra tenía las manos inutilizadas por habérselas quemado en un horno de pan, y algunos dedos le habían desaparecido del todo, mientras que otros se habían soldado entre sí. Pese a todo, los dos medios pulgares que le quedan le permiten comer sola y llevar a cabo tareas simples, cuidar de los críos y transportar algunas cosas manteniéndolas cerca del cuerpo. Mariam fue feliz en su nuevo hogar. Hasta el estallido de la guerra civil. Cuando una de las primas de Mariam se casó en Jalalabad, la familia corrió el riesgo de viajar hasta allí pese a los caminos inseguros, mientras el marido de Mariam, Karimullah, se quedó en Kabul a cuidar de la tienda. Una mañana, cuando fue a abrirla, se encontró en medio de fuego cruzado, recibió una bala en el corazón y murió en el acto. Mariam lo lloró tres años. Finalmente, Bibi Gul decidió, con el consentimiento de la madre de Karimullah, darla en matrimonio a Hazim, hermano del difunto. Mariam acabó con una nueva familia a la que cuidar y se esforzó en consideración al nuevo marido y a los niños. Ahora espera su quinto hijo, y el hijo mayor de su primer matrimonio, Fazil, ya está trabajando, llevando cajas y vendiendo libros en la librería de Sultán. También vive en casa de Sultán para aliviarle el trabajo a Mariam.

Después de Mariam, Bibi Gul parió a Yunus, su hijo favorito. A Yunus lo mima, le compra pequeños regalos y le pregunta si necesita algo; y es él quien suele acabar con la cabeza en su regazo, después de la cena, cuando la familia se adormece sentada o echada en las esteras del apartamento. Yunus es el único de quien su madre sabe la fecha exacta de su nacimiento, porque ocurrió el mismo día del golpe de Estado que acabó con el régimen de Zahir Shah, el 17 de julio de 1973.

Del nacimiento de los otros hijos no se sabe ni el día ni el año. En los documentos de Sultán, el año de nacimiento varía entre 1947 y 1955. Cuando Sultán suma su primera infancia, sus años escolares, la primera guerra y la segunda y la tercera, llega a la conclusión de que tiene cincuenta y tantos. Los otros calculan su edad de la misma forma. Y como nadie sabe nada a ciencia cierta, se puede tener la edad que a uno le apetezca. Shakila, por ejemplo, puede afirmar que tiene treinta años aunque aparenta cinco o seis más.

Después de Yunus vino Basir, que hoy día vive en Canadá, donde su madre le concertó un matrimonio. Bibi Gul vierte otra lágrima porque no sabe nada de él desde que se casó y se fue hace dos años. Lo peor que le puede pasar a Bibi Gul es estar lejos de sus hijos; son lo único que tiene en la vida, descontando las almendras garrapiñadas que guarda en el fondo del cofre.

El último hijo es el causante de que Bibi Gul no pare de comer. Unos días después del parto tuvo que dejarlo a una parienta sin hijos, por mucho que la leche goteaba y Bibi Gul lloraba. La parienta llevaba quince años buscando quedarse embarazada, rezando a Alá, desesperada y probando toda suerte de medicinas y consejos, y finalmente le había pedido un hijo a Bibi Gul, quien esperaba su décimo hijo. Porque una mujer adquiere valor como madre, sobre todo de hijos varones. De entrada, Bibi Gul se había negado.

—No puedo regalar a mi propia carne.

Pero la parienta continuó rogando, lloriqueando y amenazando.

—Sé misericordiosa, tú ya tienes mucha prole y yo no tengo ni un solo hijo. Dame siquiera uno sólo —imploró llorando—. No puedo vivir sin hijos.

Al final, Bibi Gul cedió y le prometió su hijo nonato. Cuando el bebé nació, se quedó con él veinte días dándole el pecho, haciéndole caricias y llorando por tener que regalarlo. Bibi Gul se había hecho una mujer importante a través de sus hijos. Cuantos más, mejor; sin ellos no tenía nada. Pero a los veinte días tuvo que dejar el bebé en manos de su parienta, y aunque le manaba la leche, no podía amamantarlo más. El niño no debía tener ningún lazo con su madre, pues a partir de ese instante ella no sería más que una parienta lejana. Bibi Gul sabe que su hijo está bien, pero sigue afligida por haberlo perdido. Cuando se encuentra con él, tiene que hacer como si no fuera su hijo, según prometió al regalarlo.

La hija menor de Bibi Gul es Leila. Diligente y trabajadora, hace la mayoría de las tareas de la casa. Esta mujer soltera de diecinueve años, al ser la última hija de la familia, está por debajo de todos. Cuando Bibi Gul tenía su edad, ya había parido a cuatro hijos, dos que murieron y dos que sobrevivieron. Pero en este preciso momento todo esto está lejos de sus pensamientos; ahora le preocupa que el té se haya enfriado y que ella haya cogido frío. Esconde las almendras debajo del colchón y quiere que alguien le traiga su chal de lana.

—¡Leila! —grita.

Leila levanta la cabeza de entre las ollas.

XI
TENTACIONES

Ella entra con la luz del sol como una gracia ondeante que irrumpe en la penumbra de la habitación. Mansur sale de su letargo a la vista de esta criatura que se desliza por las estanterías.

—¿En qué puedo ayudarte?

Mansur sabe de inmediato que tiene ante él a una mujer joven y bella: lo ve en el porte, los pies, las manos y la manera de llevar el bolso. Contempla los dedos largos y pálidos.

—¿Tiene
Química nivel II
?

Mansur pone su cara de librero más profesional. Sabe que no tiene el libro; no obstante, pide a la chica que le siga hasta el fondo del local para buscarlo. Se coloca muy cerca de ella y busca en los estantes, mientras el perfume de la joven le cosquillea en la nariz. Se pone de puntillas y se inclina fingiendo buscar. A veces se gira hacia ella para escrutar las sombras de los ojos. Nunca ha oído hablar de ese libro.

—Por desgracia, no nos queda ningún ejemplar aquí, pero tengo algunos en casa. Si puedes volver mañana, te lo traigo.

Al día siguiente se pasa toda la jornada esperando que aparezca la maravilla, sin el libro de química, pero con un plan. Pasa el tiempo elaborando nuevas fantasías hasta la hora de cerrar al crepúsculo. Frustrado, baja las rejas metálicas que protegen las agrietadas lunas del escaparate por la noche.

Ese día, el posterior a su decepción, está de mal humor y languidece detrás del mostrador. Privado de electricidad, el local está en sombras, y ahí donde entran los rayos del sol, el polvo vuela, acentuándose la tristeza del lugar. Cuando los clientes le piden un libro, Mansur responde secamente que no lo tiene, incluso si está en un estante delante de sus narices. Maldice las cadenas que le atan a la librería de su padre, maldice a su padre que no le deja el viernes libre ni le permite estudiar, que no le deja comprar una bicicleta o ver a sus amigos. Odia las obras polvorientas de la tienda; de hecho, odia los libros en general y ni ha empezado a leer uno solo desde que lo sacaron del colegio.

Lo despiertan unos pasos ligeros acompañados por un crujido de tela pesada. Igual que la primera vez, ella aparece en medio de un rayo de sol que hace bailar el polvo de los libros a su alrededor. Mansur reprime las ganas de saltar de pura alegría y de nuevo adopta un aire de librero serio.

—Te esperaba ayer —comenta con el tono benevolente de un profesional—. Tengo el libro en casa, pero no sabía qué edición ni qué encuadernación o qué precio buscas. Este libro ha salido en muchas ediciones y no podía traerlas todas. ¿Podrías acompañarme para elegir el ejemplar que quieres?

La chica dentro de la
burka
le mira extrañada y manosea su bolso un poco insegura.

—¿A tu casa?

Ambos se quedan callados durante un momento. «El silencio es el mejor medio de persuasión», piensa Mansur, temblando de nerviosismo. Es una invitación osada la que acaba de hacer.

—Necesitas el libro, ¿no? —dice por fin.

Milagro de milagros, la chica acepta. Se sienta en el asiento trasero del coche, pero de forma que puede ver a Mansur por el retrovisor. Durante la conversación, él intenta sostener lo que cree es su mirada.

—Bonito coche —comenta la joven—. ¿Es tuyo?

—Ah, es mío, pero no es nada especial —responde Mansur, restándole importancia. Pero entonces el vehículo parece aún más bonito, y él, más rico.

Conduce al azar por las calles de Kabul con una joven velada en el asiento trasero. No tiene el libro que ella busca, y además en casa están su abuela y todas sus tías. La presencia tan cercana de la desconocida le preocupa y le excita. En un momento de valentía, le pide que le deje ver la cara. Ella se queda completamente rígida durante unos segundos antes de levantar la pieza delantera de la
burka
y mantener su mirada en el retrovisor. Lo sabía: es muy bella, sus ojos maquillados son grandes y oscuros. Parece unos años mayor que él. Haciendo unas piruetas verbales excepcionales, y gracias a su encanto y su capacidad de convencer, Mansur logra que la estudiante se olvide del libro de química y la invita a un restaurante.

Detiene el coche, la joven sale y se cuela discretamente por la escalera que lleva al restaurante Marco Polo, donde Mansur pide toda la carta: pinchos de pollo asado, kebab,
manta
(fideos afganos rellenos de carne),
pilau
(arroz con grandes trozos de cordero) y pudín de pistacho de postre.

Durante la comida, Mansur intenta hacerla reír, quiere que se sienta halagada y la invita a comer más. Ella está sentada en un rincón del restaurante, de espaldas a las otras mesas, con la
burka
echada hacia atrás. Ha dejado a un lado los cubiertos y come con las manos, como la mayoría de los afganos, mientras le cuenta su vida a Mansur y le habla de su familia y de sus estudios. Pero él, presa de la excitación, no la escucha. Es su primera cita, su primera cita ilegal. Al irse deja una propina exageradamente generosa a los camareros con la que busca impresionar a su acompañante. Por su vestimenta, Mansur deduce que no es rica, pero que tampoco es pobre. Él tiene que volver cuanto antes a la tienda y ella entra sola en un taxi, algo que con el régimen talibán hubiera costado latigazos y cárcel tanto a ella como al taxista. La cita que acaban de celebrar en el restaurante habría sido imposible entonces, un hombre y una mujer que no eran parientes no podían caminar juntos por la calle, y ni en sueños ella hubiese podido quitarse la
burka
en público. Las cosas han cambiado, por suerte para Mansur, que promete a la estudiante llevarle el libro a la tienda al día siguiente.

Toda la jornada siguiente pondera qué decirle a la chica cuando vuelva. Debe cambiar de táctica, dejar de ser librero y empezar a comportarse como un seductor. Del lenguaje del amor, Mansur no conoce otra cosa que las frases grandilocuentes de las películas indias y paquistaníes, que invariablemente comienzan con un encuentro y pasan por el odio, la traición y el desengaño antes de acabar con maravillosas promesas de amor eterno. Buena escuela para un joven seductor.

Detrás del mostrador, junto a una pila de libros y de papeles, Mansur se imagina la conversación con la estudiante:

—Desde que te fuiste ayer, no he dejado de pensar en ti. Sabía que tú tenías algo especial, que tú estás hecha para mí. ¡Eres mi destino!

Seguramente le gustará escuchar esto, y habrá que mirarla a los ojos, tal vez incluso cogerla de la muñeca.

—Necesito estar a solas contigo. Quiero verte entera, quiero ahogarme en tus ojos —dirá.

O se mostrará más reservado y le dirá:

—No te pido mucho, sólo que si puedes vengas de vez en cuando; lo entenderé si no quieres hacerlo, pero, ¿podrías entonces venir al menos una vez a la semana?

Tal vez debía hacerle promesas:

—Cuando cumpla dieciocho años, nos podremos casar.

Tendrá que actuar como el Mansur del coche caro, el Mansur de la tienda elegante, el Mansur que da generosas propinas, el Mansur vestido al estilo occidental. Tiene que tentarla con la vida que podría tener con él.

—Tendrás una casa grande con jardín y muchos criados, e iremos de viaje al extranjero.

Tiene que hacerla sentirse deseada y demostrarle lo mucho que ella significa para él.

—Sólo te quiero a ti, cada segundo que paso sin ti es un sufrimiento.

Si aun así ella no hace lo que él le pide, habrá que echar mano del dramatismo:

—Si me dejas, ¡primero mátame! ¡O de lo contrario quemaré el mundo entero!

Pero la estudiante no vuelve ese día, ni al siguiente, ni al siguiente. Mansur sigue ensayando sus mensajes, pero se siente cada vez más descorazonado. ¿Será que no le cayó bien a la chica? ¿Acaso sus padres la descubrieron y le han prohibido salir? ¿Es posible que alguien los viera y se chivara? ¿Tal vez un vecino o un pariente? ¿Es que él dijo algo improcedente?

Un señor mayor con bastón y gran turbante interrumpe sus cavilaciones saludando en voz baja y preguntando por una obra religiosa, que Mansur —fastidiado— le tira sobre el mostrador. Él no es Mansur, el seductor, no es más que Mansur, el soñador romántico, el hijo del librero.

Cada día la espera y cada día cierra con llave las puertas metálicas sin que ella haya hecho acto de presencia. Las horas que pasa Mansur en la tienda se vuelven cada vez más insoportables.

La librería de Sultán no es la única de la calle, hay otras; así como hay otras papelerías, copisterías y talleres de encuadernación. En una de las tiendas trabaja Rahimula. Pasa a menudo por la tienda de Mansur a tomar té y charlar, pero este día es Mansur quien pasa por la tienda de Rahimula. Lamenta su suerte; Rahimula sólo se ríe.

—Esto te pasa por probar suerte con una estudiante. Ésas son demasiado virtuosas; debes intentarlo con alguien que necesite dinero. Las más fáciles son las mendigas, y muchas de ellas no están nada mal. O vete donde la ONU y ofrécete para distribuir harina y aceite, ahí van muchas viudas jóvenes.

Mansur se queda boquiabierto. Conoce la esquina donde se reparte comida para los más necesitados, sobre todo viudas de guerra con hijos pequeños. Reciben una ración al mes, y muchas mujeres venden una parte de la ración ahí mismo para obtener un poco de dinero.

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