Read El librero de Kabul Online
Authors: Åsne Seierstad
Los zapatos de la primera
burka
se desvanecen entre otros zapatos en una pasarela estrecha sobre el río desecado. Detrás de ella, las sandalias de sus hermanas quedan atrapadas en medio de la muchedumbre. No tienen otra opción que seguir el movimiento del rebaño; buscar a las otras es imposible, por no hablar de detenerse o cambiar de rumbo. Las tres
burkas
se hallan atascadas entre otras
burkas
y entre los hombres que portan su mercancía encima de la cabeza, debajo del brazo o a la espalda. Ya no se ve el suelo.
Llegadas al otro lado del río, las tres
burkas
se buscan. Una lleva calzado negro, pantalón de puntillas blancas y el borde del vestido es de color púrpura; otra calza sandalias de plástico marrón y el borde de su vestido es negro, y la última —la
burka
más menuda— lleva zapatos de plástico rosa y pantalón, y el borde de su vestido es malva. Se encuentran y alzan las miradas para celebrar un consejo. La
burka
que siempre va a la cabeza lleva a las otras dos a una tienda, una tienda de verdad con ventanas y escaparate que se encuentra en un confín del bazar. Busca un cubrecama y se ha enamorado de un modelo brillante, acolchado y de color rosa llamado París. La colcha lleva a juego cojines consolantes adornados de corazones y flores, y el conjunto entero está embalado en una maleta práctica de rígido plástico transparente. Bajo el nombre de París y un dibujo de la torre Eiffel, hay una etiqueta que indica que es un «Producto de Pakistán».
Éste es el cubrecama que la
burka
quiere para su futura cama conyugal, una cama que no sólo no ha probado todavía, sino que ni siquiera ha visto y que (¡Alá no lo permita!) no verá antes de la noche de bodas. El vendedor pide varios millones de afganis por el conjunto.
—¡Es una cifra muy alta!
Ella intenta negociar, pero el vendedor es intransigente. No obstante, cuando ella está a punto de marcharse, él cede por fin. La
burka
serpenteante obtiene la colcha por menos de un tercio del precio inicial, pero cambia de idea y en vez del modelo rosa opta por el de color rubí. El vendedor de mantas lo envuelve y le regala una barra de labios roja porque se casa.
Ella le da las gracias amablemente y levanta su velo: hay que probar el carmín. Desde luego, Shakila y el vendedor se han hecho amigos y, aparte de él, sólo hay mujeres en la tienda. También Leila y Mariam se animan y levantan sus velos, y tres pares de labios pálidos se colorean de rubí. Las tres mujeres se miran en el espejo y contemplan con ojos ardientes todas las maravillas debajo del mostrador de vidrio. Shakila busca una crema para blanquear la piel; la palidez es uno de los requisitos básicos de belleza de los afganos y una novia tiene que estar pálida.
El vendedor recomienda una crema que se llama Perfact. «Aloe white block cream», indica el paquete; el resto es en chino. Shakila prueba un poco y parece que haya intentado blanquearse la piel con una crema espesa de cinc. Por un momento, la piel se ve más pálida, pero por debajo de la crema se percibe el color natural de su cutis; el resultado es un blanco—marrón manchado. Shakila coloca la crema prodigiosa en su bolsa y las tres hermanas se ríen y prometen volver cada vez que se casen.
Satisfecha, Shakila quiere volver a casa para enseñar sus compras. Encuentran un autobús y suben a él entrando por la puerta trasera para ir a instalarse en los asientos de detrás de la cortina. Las últimas filas del autobús están reservadas para las mujeres con sus bebés y sus bolsas. Las
burkas
se estiran en todas direcciones, se enganchan y son pisadas. Hay que recogerlas un poco al sentarse para poder mirar en derredor sin que la tela quede tirante y obligue a bajar la cabeza. Las tres se sientan en el borde de los asientos con los bolsos en el regazo y las bolsas debajo de las piernas. Las plazas reservadas a las mujeres son pocas, y cuando suben otras pasajeras, las
burkas
se encuentran recluidas entre otras
burkas,
entre cuerpos, brazos, bolsos y zapatos.
Agotadas, las tres hermanas lanzan sus bolsas al suelo antes de descender del autobús, cuando éste se detiene delante de su casa bombardeada. Ondeantes en el viento, entran las tres en el apartamento fresco, se quitan las
burkas,
las cuelgan de sendos clavos y suspiran aliviadas. Han recobrado sus rostros, los rostros que las
burkas
les habían robado.
Víspera del gran día. La habitación rebosa de gente, por todo el suelo hay cuerpos femeninos comiendo, bailando o charlando. Es la noche en que se tiñen con alheña las palmas de las manos y las plantas de los pies de los novios. Se les hace un dibujo color naranja que, según la creencia, brindará felicidad al matrimonio.
Los futuros esposos no están juntos. Los hombres celebran una fiesta y las mujeres otra. A solas, las mujeres despliegan una actividad frenética, casi inquietante. Se dan palmadas en el trasero y se pellizcan los pechos las unas a las otras, bailan entre ellas, los brazos se mueven como serpientes y las caderas como las de las bailarinas árabes del vientre. Como innatas seductoras, las chiquillas bailan y ondulan sus cuerpos, con la mirada desafiante y las cejas levantadas. Hasta las mujeres mayores se atreven a bailar, aunque en general abandonan antes de que la danza llegue a su punto álgido. De esa manera, demuestran que todavía lo pueden hacer, pero que simplemente no les da la gana llegar hasta el final.
Shakila está sentada sobre el único mueble de la habitación: un sofá que ha sido traído para la ocasión. Como le corresponde, sigue la escena de lejos sin bailar ni sonreír, porque su alegría ofendería a la madre que está abandonando, mientras que la tristeza contrariaría a su futura suegra. El rostro de la novia debe permanecer impasible, no debe mirar en derredor, sino mantener la mirada perdida en el vacío. Shakila cumple la misión con brillantez, como si toda su vida hubiera estado preparándose para esta noche. Erguida como una reina, conversa tranquilamente con quien esté sentada a su lado en el sofá, un honor que todas disfrutan por turnos. Sólo sus labios se mueven cuando contesta las preguntas de las invitadas.
Vestida de rojo y verde, negro y oro, Shakila parece estar envuelta en la bandera afgana para ser luego rociada de oro. Sus pechos sobresalen como dos cúspides; está claro que le va bien el sostén comprado a ojo. Debajo del vestido, su cintura está estrechamente atada y tiene el rostro untado con espesas capas de Perfact, los ojos realzados con
khol
y los labios pintados con su nuevo carmín. En una palabra, ha logrado el aspecto de novia perfecta, que es tener una apariencia tan artificial como la de una muñeca; de hecho, la palabra novia y la palabra muñeca son la misma en
dari: arus
.
Por la noche, una romería con panderetas, tambores y linternas pasa delante de la puerta principal. Son las mujeres de la casa de Wakil, sus futuras cuñadas, sobrinas y otras parientas. Cantan en la oscuridad total de la noche dando palmadas y bailando:
Hemos venido a buscar a esta joven en su casa para llevarla a la nuestra.
Novia, no bajes la cabeza ni derrames lágrimas amargas.
Es deseo de Alá, más bien dale las gracias a Alá.
Ay, Mahoma, mensajero de Alá, resuelve los problemas de la joven.
¡Hazle fáciles las cosas difíciles!
Las mujeres de la casa de Wakil bailan sensualmente agitando los chales y los pañuelos que cubren sus caras y sus cuerpos. La habitación está llena de vaho y exhala una dulce fragancia de sudor, y aunque las ventanas están abiertas de par en par y las cortinas ondean al viento, el viento fresco de la primavera no es suficiente para refrescar a las mujeres.
Sólo la llegada de fuentes rebosantes de
pilau
marca una pausa en la danza. Todas se sientan en el suelo donde antes bailaban; sólo las mayores lo hacen en los cojines arrimados a la pared. Leila —la hermana menor de Shakila— y sus primas más pequeñas traen la comida, cocinada en gruesas ollas en el patio de atrás. Se ponen en el suelo fuentes llenas de arroz, con grandes trozos de cordero, con berenjenas en salsa de yogur, con tallarines de espinacas y de ajo y con patatas en salsa de pimiento. Las mujeres se juntan en grupos alrededor de las fuentes, y con la mano derecha aprietan el arroz y se lo llevan a la boca. Comen la carne y la salsa con trozos de pan que arrancan de las hogazas, todo con la mano derecha. La izquierda es la mano impura y no se emplea. Ahora sólo se oyen los ruidos de la masticación. La comida se consume en silencio, silencio que las mujeres sólo rompen para invitarse mutuamente a servirse más. Es una muestra de buena educación dar los mejores trozos a la vecina.
Cuando todas están satisfechas, puede comenzar la ceremonia de la alheña. Es tarde y ya nadie baila, algunas se han dormido y otras están echadas o sentadas alrededor de Shakila, observando cómo la hermana de Wakil le unta la masa verde de musgo en las manos y los pies, cantando la canción de la alheña. Una vez las manos están untadas, Shakila tiene que cerrarlas y su futura cuñada rodea cada puño con tiras de tejido, para que se formen los dibujos. Luego los envuelve en trozos de tela para evitar que ensucien su ropa o las sábanas. La hermana de Wakil desviste a Shakila hasta dejarla en ropa interior —bragas largas de algodón blanco y una túnica— y la estira en una estera en medio del suelo con un cojín grande debajo de la cabeza. Luego la alimentan con carne, hígado asado y gajos de cebolla que ha preparado su hermana especialmente para Shakila, la que va a dejar a su familia.
Bibi Gul está contemplando a su hija desde su asiento siguiendo con los ojos cada bocado que las hermanas le dan de comer. La madre de la novia rompe a llorar y todas la acompañan mientras confían en que Shakila tendrá una buena vida.
Cuando ésta termina de comer, se arrellana junto a Bibi Gul en posición fetal y su madre la abraza. Shakila nunca ha dormido en otro cuarto que no fuera el de su madre. Hoy es la última noche que pasará en su regazo. La próxima dormirá en el dormitorio de su marido.
Unas horas más tarde la despiertan. Sus hermanas desatan los trozos de tela que cubren sus manos, quitan la alheña rascando y dejan a la vista los dibujos naranjas en las palmas y los pies. Shakila se limpia del rostro la pintura de muñeca de la noche anterior y, como de costumbre, toma un abundante desayuno. Come carne asada, pan, mermeladas y pudín, y bebe té.
A las nueve la novia está lista para ser maquillada, peinada y acicalada. Acompañada por Leila, Sonya y una prima, sube a un piso en Microyan. Es un salón de belleza que también existía en tiempo de los talibanes. Incluso en aquella época, las novias querían ponerse guapas aunque estuviera prohibido, y se aprovechaban de una de las normas del régimen: llegaban veladas al salón de belleza y salían de él de la misma forma, pero con una nueva cara bajo el velo.
La maquilladora dispone de un espejo, una silla y un estante con frascos y tubos que —a juzgar por el diseño y el estado— parecen datar de hace varios decenios. En las paredes ha colocado carteles con estrellas cinematográficas de Bollywood, la meca del cine hindú. Las bellezas escotadas dirigen sonrisas insinuantes a la novia circunspecta.
Poca gente diría que Shakila es guapa. Tiene grandes los poros de la piel, los párpados hinchados, la cara ancha y la mandíbula prominente. Pero tiene los dientes más bonitos y más blancos del mundo, el pelo brillante y la mirada traviesa, y ha sido la hija más solicitada de Bibi Gul.
—No sé por qué me gustas tanto —le había dicho Wakil durante la cena en casa de Mariam—. No eres ni siquiera guapa.
Lo había dicho con ternura, y Shakila se lo había tomado como un cumplido. Ahora sólo se esfuerza por ser lo bastante bella y su mirada juguetona se ha apagado. Una boda es un asunto sumamente serio.
Primero le enroscan la melena oscura con pequeños rulos de madera, después le depilan las cejas pobladas y unidas. Ésta es la señal definitiva de que está a punto de convertirse en una mujer casada: antes del matrimonio, las mujeres no se pueden depilar las cejas. Shakila chilla, la maquilladora depila. Las cejas se vuelven arcos bonitos y Shakila admira el resultado en el espejo; su mirada entera parece haberse elevado un poco.
—Si hubieras venido antes, también te hubiese decolorado el vello del labio superior —comenta la esteticista y le muestra un tubo misterioso y algo desconchado que indica «Cream bleach for unwanted hair».
La esteticista unta la cara entera de Shakila con Perfact y le cubre los párpados con una sombra pesada y brillante en rojo y oro. Luego realza los ojos con un gran lápiz de
khol
y selecciona un carmín de un rojo marrón.
—Haga lo que haga, no seré nunca tan guapa como tú —se lamenta Shakila a Sonya, pero su cuñada, más joven que ella, sólo sonríe y refunfuña algo ininteligible. En ese momento se está poniendo un vestido de tul de color azul claro.
Cuando Shakila ya está maquillada, le toca a Sonya ser embellecida, mientras las otras ayudan a la novia a ponerse el vestido. Leila le ha dejado una faja, una cinta larga y elástica que le acentuará el talle. El vestido de mañana es de un verde menta vivo y brillante, con puntillas sintéticas, volantes y bordes dorados. El vestido tiene que ser verde, el color del islam y de la suerte.
Una vez bien ajustado el vestido y los pies forzados a entrar en los zapatos de altos tacones, la esteticista le quita los rulos. Rizado, el pelo se mantiene en su sitio gracias a un broche bien apretado encima de la cabeza, mientras el flequillo —con la ayuda de grandes cantidades de laca— es esculpido en forma de ola a un lado de la cara. Después le colocan el velo de color verde menta y, finalmente —como adorno adicional—, le fijan en la cabellera una decena de pequeñas pegatinas, estrellas azul cielo con el borde dorado, y en cada mejilla, tres estrellas plateadas. Shakila empieza a parecerse a las actrices de Bollywood que cuelgan de la pared.
—¡Ay! ¡El paño, el paño! —grita Leila de repente—. ¡Ay!
—¡Oh, no! —exclama Sonya mirando a Shakila, que no reacciona.
Leila se levanta y sale precipitadamente de la habitación. Por suerte no está lejos de casa. ¿Cómo ha sido capaz de olvidar el paño, lo más importante de todo...?
Las demás permanecen quietas, sin dejarse perturbar por el pánico de Leila. Una vez que todas tienen pegatinas en el pelo y en las mejillas, se ponen las
burkas
. Shakila intenta colocarse la suya sin que le estropee el peinado, y por eso no la aprieta sobre la cabeza como de costumbre, sino que la deja reposar encima de su cabellera rizada sin tirar de ella. Por este motivo, la rejilla no queda en su sitio delante de los ojos, sino en lo alto de su cabeza. Sonya y una prima la tienen que guiar como a una ciega por la escalera; Shakila prefiere caerse antes que ser vista sin
burka.