Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
—¿Conque un pequeñajo insignificante? —Gogosu miró a Vulpe de arriba abajo—. Bueno, ahora nadie lo diría. ¿Y dice que se preocuparon por no dejar rastros? Eso lo explica todo. Seguro que tuvieron problemas en el campamento. Apostaría a que su padre y su madre eran amantes en secreto, y que ella estaba prometida a otro. Y luego apareció usted, y su padre la raptó. Sucede a veces.
—Esa es una historia muy romántica —dijo Vulpe—. Pero quién sabe…; puede que usted esté en lo cierto.
—¡Por Dios, que ignorantes somos! —estalló de repente Gogosu, y llamó al tabernero—. Nosotros hablando sin parar en nuestra antigua lengua, y sus dos compañeros sin enterarse de nada. Ahora permítame que les invite a otra ronda, y después usted nos presentará. Quiero conocerles a todos, y que me digan en qué puedo servirles, y también quiero que me digan cuánto me pagarán si les llevo hasta unas ruinas
auténticas
.
—Ahora invitamos nosotros, y no quiero discusiones al respecto —dijo Vulpe—. ¿Pero espera que bebamos a la par de usted, Emil Gogosu? Si no va más lento, nos tendrá a todos borrachos y tirados bajo la mesa y no podremos llegar a ningún acuerdo. Y en cuanto a las presentaciones, eso está hecho.
Vulpe puso la mano sobre el hombro del americano que tenía más próximo.
—Este grandullón es Seth Armstrong, de Texas. Como puede ver, Emil, allí hacen los hombres muy altos, quizá porque Texas es un estado muy grande. ¡Es tres veces más grande que Rumania!
Gogosu se mostró impresionado. Estrechó la mano de Armstrong y lo miró de arriba abajo.
El tejano era grande y huesudo, de ojos azules y sinceros en un rostro de expresión honrada, pelo escaso y rubio, y brazos y piernas delgados y largos como pértigas. Tenía la nariz larga; la boca, grande y expresiva; y la barbilla, gruesa y con una sombra de barba. Con una estatura que no llegaba a los dos metros por apenas dos o tres centímetros, Armstrong, incluso sentado, sobrepasaba a los otros por una cabeza.
—Sí que debe de ser grande Texas para que quepan hombres como éste —dijo el cazador.
Vulpe tradujo, y luego señaló con la cabeza al tercer miembro del grupo.
—Éste es Randy Laverne, de Madison, en Wisconsin. Puede que allí no haya tantas montañas como en Rumania, pero le aseguro que el frío es igual de terrible.
—¿Frío? Bueno, no creo que a este señor le moleste mucho, con toda esa carne tan buena que le abriga los huesos. Se la envidio, y le envidio todas las buenas comidas que hizo para tenerla, pero no le servirá de mucho para subir a las montañas. Yo, en cambio, me pego a las rocas como el musgo, en lugares donde a él le arrastraría la fuerza de gravedad.
Vulpe tradujo y Laverne rió de buena gana. Era el más joven y el más pequeño —o al menos el más bajo— de los tres: tenía veinticinco años, el rostro salpicado de pecas, muchos kilos de más y estaba constantemente hambriento. Su cara era redonda; su pelo, rojo y ondulado; tenía los ojos verdes y sonrientes, y las arruguitas de la risa aparecían con frecuencia en los ángulos de su boca y en las comisuras de los ojos. Pero no era un hombre blando: sus enormes manos eran increíblemente fuertes, heredadas de su padre, un herrero.
—Muy bien —dijo George Vulpe—, ahora ya nos conocemos. Mejor dicho, usted nos conoce a nosotros. ¿Y usted, Emil? Sabemos que es un cazador, sí, pero ¿qué más?
—Nada más —respondió Gogosu—. No necesito ser nada más. Tengo una casita y una mujer en Ilia. En verano cazo jabalíes y vendo la carne a los carniceros y las pieles a los sastres y a los zapateros; en invierno mato algunos zorros y vendo las pieles, y cuando aparece algún lobo me pagan para que lo mate. Y así me gano la vida… apenas. Y ahora tal vez seré guía. ¿Y por qué no? Conozco las alturas tan bien como las águilas que anidan en ellas.
—¿Y el misterioso castillo en ruinas? ¿También nos puede llevar hasta él?
—Los castillos abundan —respondió Gogosu—. Pero usted me dijo que hay guías y guías. Y tiene razón: cualquiera puede mostrarle unos cuantos peñascos y llamar a eso castillo. ¡Pero yo, Emil Gogosu, puedo mostrarle un verdadero castillo!
Armstrong y Laverne comprendieron lo que decía y se entusiasmaron.
Armstrong dijo, con su fuerte acento tejano:
—George, cuéntale lo que realmente estamos haciendo aquí. Dile que estaba muy cerca de la verdad cuando habló de Drácula y de los vampiros.
—En América —le explicó Vulpe al cazador—, Transilvania y los
Carpati Meridionali
son muy famosos. En realidad, lo son en todo el mundo. Y no son su gran belleza o su aislamiento la causa de esa fama, sino sus mitos y leyendas. Usted ha mencionado a Drácula, mito cuyos orígenes se remontan al cruel Vlad de la antigüedad, ¿pero no sabe que todos los años cientos de turistas visitan la tierra del gran Drakul y los castillos donde se dice que moraba? Todo este asunto es un gran negocio, y nosotros pensamos que puede ser todavía más grande.
—¡Bah! Este país es un semillero de viejas supersticiones y leyendas —respondió Gogosu—. Y la del empalador Vlad es sólo una entre muchas. —El hombre se inclinó hacia adelante y continuó hablando en voz baja—: Yo podría llevarlos a un castillo antiguo como las montañas, una fortaleza en ruinas tan temida que ni siquiera hoy se atreve nadie a visitarla, y se alza solitaria en un sitio al que no lleva ningún camino, secreta y resguardada por peñascos embrujados.
Después de que Vulpe tradujera sus palabras, Randy Laverne exclamó:
—¡Vaya, vaya! —y luego, con voz más contenida, preguntó—: ¿Pero tú crees que dice la verdad?
El cazador sabía muy bien lo que decía, y le pidió a Vulpe que tradujera su respuesta a Laverne:
—Dígale a su compañero que al último hombre que me llamó mentiroso lo maté de un tiro en la espalda. Y dígale también que esas ruinas que yo conozco han estado siempre guardadas por un gran lobo gris, y también lo están en la actualidad. Y yo puedo decírselo con total certeza, porque he intentado matarlo.
Vulpe comenzó a traducir, pero en medio de su perorata el cazador comenzó a reír.
—¡Eh, eh, no se ponga tan serio! —dijo—. Y no den mucho crédito a mis amenazas tampoco. Pero lo que les he contado del castillo, aunque parezca increíble, es verdad. Paguen por mi tiempo y mi trabajo, y podrán verlo con sus propios ojos. Bien, ¿qué me responden?
Vulpe hizo un gesto con la mano, indicándole que tuviera un poco de paciencia, y Gogosu miró con curiosidad la extremidad del americano antes de que éste la retirase. Ya antes, cuando la cogió durante un momento, le había parecido extraña. Y también había notado algo raro cuando Vulpe cogió a Armstrong por el hombro. Además, daba la impresión de que Vulpe se avergonzaba de sus manos e intentaba mantenerlas fuera de la vista de los demás.
—No tan deprisa —dijo el joven exiliado rumano—. Veamos antes si estamos hablando del lugar apropiado.
—¿El lugar apropiado? —se sorprendió Gogosu—. ¿Y cuántos lugares como ése piensan ustedes que existen?
—Quiero decir que antes queremos comprobar si hemos oído hablar de su castillo —explicó Vulpe.
—No lo creo. No lo encontrará en ningún mapa moderno, de eso puede estar seguro. Sospecho que las autoridades piensan que si no se ocupan de él, si le ignoran durante largo tiempo, acabará por desaparecer. No, estoy seguro de que ustedes no han oído hablar de ese lugar.
—Está bien, pero, de todas maneras, vamos a comprobarlo. Como usted sabe, las hazañas, los territorios y la historia de Drácula (estoy hablando del príncipe de Valaquia que dio su nombre a Drácula) están registrados por las crónicas de la época y son absolutamente ciertos. Un inglés utilizó hechos verdaderos para escribir una ficción, y así surgió la leyenda. Y luego un francés muy conocido también escribió acerca de un castillo en los Cárpatos, y probablemente dio también origen a una o dos leyendas más. Y finalmente fue un americano quien hizo lo mismo.
»La cuestión es que este americano (su nombre no significaría nada para usted) se ha hecho famoso. Si nosotros pudiéramos encontrar su castillo… ¡sería tan importante como la historia de Drácula! ¿Turistas? ¡Entonces sí que vería
touristi
en cantidad, Emil Gogosu! Y usted hasta podría ser el jefe de los guías…, si le interesara.
Gogosu se mordisqueó el bigote.
—¡Ja! —exclamó, pero los ojos le brillaban, y en su rostro apareció una expresión de codicia. Se frotó la nariz, y por fin dijo—: Muy bien. ¿Qué desean saber? ¿Y cómo sabremos que el castillo que yo conozco y el que ustedes están buscando son el mismo? ¿Cómo?
—Puede que eso sea más sencillo de lo que usted se imagina —respondió Vulpe—. Por ejemplo, ¿cuánto tiempo hace que su castillo está en ruinas?
—Voló mucho antes de que yo naciera —respondió Gogosu encogiéndose de hombros, y se sorprendió al ver que Vulpe se sobresaltaba—. ¿Qué sucede?
Pero el americano ya estaba traduciendo para sus compañeros, que le miraban pasmados. Vulpe terminó de traducir y se dirigió otra vez al cazador.
—¿Ha dicho «voló»? ¿Quiere decir que…, que estalló?
—Sí, o lo bombardearon —respondió Gogosu frunciendo el entrecejo—. Cuando un muro se derrumba, cae, pero algunos de los muros del castillo volaron por el aire, fueron lanzados a gran distancia.
Vulpe estaba ahora sumamente interesado, pero se esforzó por disimularlo.
—Y ese castillo, ¿tiene nombre? ¿Quién era su dueño antes de que se derrumbara? Eso es muy importante.
Gogosu adoptó una expresión pensativa, se golpeó la frente con un dedo, se recostó en la silla, y finalmente dijo que no con la cabeza.
—El padre de mi padre tenía unos mapas muy antiguos —dijo—, y allí estaba el nombre del lugar. Yo lo vi por primera vez en esos mapas y decidí ir a conocerlo. Pero su nombre…, su nombre se me ha olvidado.
Vulpe tradujo sus palabras.
—¿Era un mapa como éste? —preguntó Armstrong y sacó una reproducción de un antiguo mapa rumano que desplegó sobre la mesa. El papel se mojó un poco con la cerveza, pero el daño no era serio.
—Sí, como éste —asintió Gogosu—. Pero más antiguo, mucho más antiguo. Y éste sólo es una reproducción. Déjeme ver —Gogosu estudió el mapa—. No, no aparece aquí, mi castillo no aparece. Hay un espacio en blanco. Bueno, es comprensible, el lugar es muy siniestro. Ya se lo dije, a todos les gustaría olvidarlo: ¿Leyendas? ¡No puede ni imaginárselas! ¡Ahhh! —y Gogosu se recostó en el asiento y se apretó la cabeza entre las manos.
—¡Por Dios! —se sobresaltó Laverne—. ¿Le pasa algo?
—No, estoy bien, estoy bien —dijo Emil Gogosu—. Ahora lo recuerdo, Gheorghe —dijo el cazador dirigiéndose a Vulpe—. Era… Ferenczy.
Vulpe y sus compañeros se quedaron boquiabiertos.
—¡Por Dios! —repitió Laverne, esta vez casi en un susurro.
—¿El castillo Ferenczy? —preguntó Armstrong, inclinándose hacia adelante y cogiendo al cazador por el brazo.
—Sí —asintió Gogosu—. Ése era su nombre. Y es el castillo que ustedes buscan, ¿verdad?
Vulpe y sus compañeros se miraron, poco menos que estupefactos.
—Sí —respondió finalmente Vulpe—, es el castillo que buscamos. ¿Nos llevará usted hasta allí? ¿Mañana?
—Pueden estar seguros de que les llevaré —dijo Gogosu—, ¡si me pagan! —y miró las manos de Vulpe, que sujetaba el mapa sobre la mesa.
Vulpe advirtió la dirección de la mirada del cazador, pero en esta ocasión no intentó ocultar las manos, y se limitó a alzar una ceja en un gesto de interrogación.
—¿Fue un accidente? —preguntó el rumano—. Si es así, se las han arreglado muy bien.
—No —respondió Vulpe—, no fue un accidente. Es de nacimiento. Mis padres me enseñaron a mantenerlas siempre escondidas. Y aún sigo haciéndolo, salvo delante de mis amigos…
El sol, a causa de las montañas, pareció salir un poco más tarde; pero cuando por fin se alzó en el cielo, el calor fue intenso de inmediato. A las ocho y media los tres americanos esperaban a Gogosu en el polvoriento camino junto a la posada, con las mochilas en el suelo y cubiertas las cabezas con gorras de viseras oscuras para protegerse del sol. El viejo cazador les había dicho que pasaría a «recogerlos» a esa hora, aunque no estaban seguros de qué era lo que quería decir con «recogerlos».
Randy Laverne había terminado un botellín de cerveza y lo había dejado a un lado del umbral de la posada cuando oyeron el ruidoso traqueteo de un autocar local. Estos eran tan escasos que su llegada constituía un acontecimiento digno de ser fotografiado, y Seth Armstrong cogió su cámara y comenzó a hacer fotos del vehículo a medida que éste se aproximaba a la posada por la serpenteante carretera.
El autobús era un artefacto muy peculiar: grandes ruedas sin guardabarros, un capó que vibraba incesante sobre el estrepitoso motor, y las ventanas sucias de salpicaduras e insectos. El cristal del conductor estaba especialmente embadurnado con las vísceras de cientos de insectos suicidas, y Emil Gogosu, asomado a una de las puertas delanteras con una gran sonrisa en el curtido rostro, les señaló mediante gestos que debían subir.
El vehículo se detuvo; el conductor sonrió y sostuvo en alto un rollo de billetes de color pardo. Gogosu se apeó y ayudó a los americanos a depositar sus mochilas en el portamaletas que había en la parte superior del antiguo autocar. Después subieron, pagaron los billetes y se desplomaron en los durísimos asientos mientras el conductor aprovechaba que iban cuesta abajo para ahorrarle trabajo al motor.
George Vulpe iba sentado junto a Gogosu.
—Muy bien —dijo cuando recobró el aliento—, ¿hacia dónde nos dirigimos?
—Primero, mi paga —dijo el cazador.
—Viejo, tengo la impresión de que no confía en nosotros —replicó Vulpe.
—No tan «viejo», que sólo tengo cincuenta y cuatro años —dijo Gogosu—. Pero no he llegado a esta edad sin aprender que es mejor cobrar por adelantado. No es un problema de confianza; no quiero que ustedes se caigan a un precipicio llevándose mi dinero en el bolsillo, eso es todo —y lanzó una carcajada cuando vio la cara que ponía Vulpe—. Vamos a Lipova, y allí cogeremos el tren a Sebis —dijo Gogosu un instante después—. En Sebis veremos si alguien nos puede llevar en su carro hasta la aldea de Halmagiu. ¡Y allí empezaremos la escalada! Es un largo camino, en verdad, lo contrario de un atajo. El castillo está sólo a unos cincuenta kilómetros de aquí, a vuelo de pájaro, pero no somos pájaros. De modo que en lugar de cruzar los montes Zarundului, los rodearemos. De todas maneras, es imposible ir a través, no hay caminos. Y Halmagiu es un buen lugar para instalar el campamento base. Y ahora despreocúpese; la subida no será muy difícil si la hacemos a la luz del día. Si un «viejo» como yo puede subir esas montañas, ustedes, los jóvenes, deberían trepar como cabras.