El lenguaje de los muertos (22 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
3.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sandra, otra vez furiosa, hizo un gesto negativo con la cabeza. ¡Otra vez se estaba compadeciendo de sí misma! ¿Qué?, ¿sentía compasión de sí misma, de esta hermosa criatura que se reflejaba en el espejo? Había oído tantas veces los pensamientos de otras mujeres que repetían: «¡Dios, qué no daría por ser como ella!».

¡Ah, si supieran!

¿Pero no habría sido mucho peor si hubiera sido fea?

Sandra tenía grandes ojos azul verdoso, una nariz pequeña y respingada, una boca a la que había educado para que pareciera dulce y sin asomo de cinismo, orejas pequeñas medio perdidas en una mata de pelo cobrizo, y pómulos altos que descendían delicadamente hasta una barbilla redondeada y de líneas perfectas. Sandra, claro está, era consciente de su belleza. Puesto que lo eran otras personas, ella no podía ignorarla.

Su ceja derecha, una fina línea de color cobre, se curvaba en un gesto de interrogación, de desafío casi. Como si ella estuviera diciendo: «¡Adelante, piénselo!». Y en ocasiones, lo decía.

En aquellas ocasiones en que detectaba pensamientos halagadores, su sonrisa era brillante, involuntariamente agradecida. Pero su entrecejo se fruncía y sus ojos se entrecerraban en una mirada helada cuando «oía» otra clase de cosas. A primera vista, pues, se podía confundir el rostro de Sandra con el de una modelo de las que aparecen en las revistas femeninas; pero si se lo miraba con más atención, era evidente que su personalidad le había marcado. Había pequeñas arrugas producto de la risa en los ángulos de los ojos, sí, pero también otras líneas verticales y horizontales en su frente que indicaban el infinito número de veces que había fruncido el entrecejo. Sandra se sentía agradecida de que estas arrugas no disminuyeran su belleza.

En cuanto al resto, Sandra sólo tenía dos cosas que criticar en su cuerpo, que si no fuera por ellas hubiera sido perfecto, o al menos tal como ella lo deseaba: sus pechos eran demasiado grandes y sus piernas demasiado largas.

«¡Bueno, a ti puede que te parezcan defectos, pero a mí me encantan!», recordó que le había dicho Harry hacía tiempo. A él le gustaba cuando ella lo rodeaba con sus piernas mientras hacían el amor, o balanceaba sus grandes pechos ante su rostro. Sus grandes pezones, imperfectos como suelen ser todos los pezones, le fascinaban, al menos en aquellas ocasiones en que parecía estar realmente allí. Y Sandra se enfrentó a otra verdad: demasiado a menudo ella había utilizado su sexo para atraparlo en el aquí y el ahora, como si temiera que él pudiera escaparse… a otro mundo.

Sandra sintió repentinamente frío; apagó la luz del lavabo y volvió al dormitorio.

Harry seguía en la misma posición en que ella le había dejado de costado, vuelto hacia la izquierda, y con el brazo en el lugar que había ocupado el cuerpo de Sandra. Su respiración era profunda y acompasada, sus párpados no se movían. Un breve vistazo telepático, espontáneo, le hizo vislumbrar las bóvedas infinitas y vacías del sueño, que él recorría buscando una puerta. La imagen desapareció con la misma velocidad con que se había producido y Sandra suspiró. En los sueños de Harry siempre había puertas, restos quizá de las puertas de Möbius que él en el pasado había hecho surgir de la nada mediante fórmulas matemáticas.

Harry se lo había dicho en una ocasión:

—Ahora que aquello ha terminado, a veces tengo la sensación de que todo fue un sueño, o un cuento leído en un libro de fantasía. Algo irreal, que yo imaginé, o quizás una experiencia de abandono del propio cuerpo. Pero eso me recuerda demasiado claramente cómo era ser incorpóreo, y yo sé que realmente ocurrió. ¿Cómo puedo explicarlo? ¿Has soñado alguna vez que podías volar? ¿Que realmente sabías cómo volar?

—Sí —respondió ella con su suave acento escocés—. Lo he soñado a menudo, y con gran realismo. En ocasiones corría cuesta abajo para coger impulso, y volaba luego sobre las colinas de Pentland, sobre el pueblo en que nací. A veces daba miedo, pero recuerdo que tenía la sensación de que sabía perfectamente cómo hacerlo.

Harry se había entusiasmado.

—¡Justamente! Y cuando despertaste intentaste retener ese conocimiento, no querías que se desvaneciera con el sueño. Y te desilusionó comprobar, cuando despertaste, que estabas otra vez en tierra. Bien —continuó él, desvanecido ya su entusiasmo—, así es como yo me siento muchísimas veces. Como algo que poseí en una serie de sueños infantiles, pero que ha desaparecido para siempre…

«Es mejor para ti, Harry», pensó Sandra. «Ese mundo era peligroso. Ahora estás a salvo.»

Quizás era mejor para Harry, pero no para la Organización E, ni tampoco para el trabajo que le habían asignado a Sandra. Por el contrario, ellos deseaban que él recuperara sus poderes, y no les importaba cómo. Y se suponía que ella era parte del equipo encargado de devolvérselos.

Sandra se acostó junto a Harry, y la mano de él acarició de manera maquinal su pecho. El cuerpo del hombre era delgado y fuerte, en forma. Él se empeñaba en mantenerlo así.

—Es unos cuantos años más viejo que yo —le había dicho un día sin el mejor buen humor en su voz—, así que debo cuidarlo mucho.

Como si no le perteneciera, sino que fuera meramente su cuidador. Era difícil creer que en una época ese cuerpo no era el de Harry. Pero Sandra, y se alegraba de ello, no le había conocido en aquella época.

—¿Qué pasa? —murmuró él mientras ella se apretaba contra su cuerpo.

—Nada —susurró Sandra en la oscuridad de la habitación—, duerme.

—Hmmm… —dijo él, e instintivamente se acercó aún más a ella.

Estaba tibio y era Harry. Sandra nunca se había sentido antes tan segura junto a un hombre. A pesar de todos sus problemas, cuando estaba con Harry la joven tenía la sensación de que él era sólido como una roca. Le acarició el pecho, pero muy suavemente; no quería excitarle ni despertarlo, sólo inducir en él un sueño más profundo.

Pero quien se quedó profundamente dormida fue ella.

¡Haaarry…!
—La madre de Harry, Mary Keogh, le llamó desde su tumba acuática, pero no pudo comunicarse con él. En el presente nunca podía hablar con su hijo, y sabía la razón, pero no le impedía intentarlo una y otra vez—.
Harry, hay alguien que está intentando desesperadamente hablar contigo. Dice que erais amigos, y que tiene que decirte algo muy importante
.

Harry la oía, pero no podía responder. Sabía que no
debía
responder, porque le habían prohibido hablar con los muertos. Si en alguna ocasión lo intentaba, o incluso si sólo pensaba en hacerlo, de inmediato oía en su mente esa voz irresistible, reforzando las órdenes que habían vuelto inútiles sus poderes de necroscopio.

¡No debes, Harry, o sufrirás la pena del dolor! Sí, grandes dolores. Torturas tales que oirías las voces de los muertos deformadas más allá de toda posibilidad de reconocimiento. Una agonía mental tan enorme que nunca te atreverías a volver a intentarlo. No deseo ser cruel, padre, pero es para protegerte… y protegerme yo mismo. Faethor Ferenczy, Thibor y Yulian Bodescu quizá fueron los últimos… o puede que no. ¡Los wamphyri tienen poderes, padre! Y si hay otros escondidos en tu mundo, ¿no crees que saldrían a buscarte antes de que tú los descubrieras a ellos? Pero te buscarán sólo si tienen motivos para temerte. Y yo ahora te despojo por completo de aquello que justificaría su búsqueda. ¿Me comprendes?

—Lo haces por ti mismo —había respondido Harry—, y no porque temas por mí. Tienes miedo de que yo vuelva un día y te destruya en tu madriguera. Te he dicho que nunca lo haría, pero es evidente que no confías en mi palabra.

Las personas cambian, Harry. Y tú también puedes cambiar. Soy tu hijo, pero también soy un vampiro. No puedo arriesgarme a que un día regreses armado con la espada, la estaca y el fuego. Ya lo he dicho antes: eres peligroso como necroscopio, pero sin la ayuda de los muertos no puedes hacer nada. Sin ellos, no hay banda de Möbius. No podrás regresar aquí, ni buscarme en otros lugares. Y sí, también por esa razón te impongo estas restricciones
.

—Entonces me condenas a la tortura. Los muertos me aman. ¡Me hablarán!

Quizá lo intenten, pero tú no los escucharás ni les responderás. No de manera consciente. Por consiguiente, te niego ese don
.

—¡Pero yo soy un necroscopio! Para mí es un hábito hablar con los muertos. ¿Y cuando sea viejo? ¿Qué sucederá si hablo con ellos entonces? ¿También entonces estaré condenado al sufrimiento?

Hay que abandonar los hábitos, Harry. Lo digo por última vez, y si dudas de mí, inténtalo: no debes hablar conscientemente con los muertos, y si ellos te hablan debes borrar inmediatamente sus palabras de tu memoria… o sufrir las consecuencias. Que así sea
.

—¿Y todas las matemáticas que me enseñó Möbius? ¿Tendré que olvidarlas?

¡Ya las has olvidado! Ésa es mi prohibición más inmediata, porque no seré invadido en mi propio territorio. Y ahora… deja ya de discutir. Todo ha terminado… y es irrevocable
.

Y en ese instante, Harry había sentido un terrible desgarramiento mental que le hizo gritar, seguido por la oscuridad, que a su vez fue seguida por…

… Su recuperación de la conciencia en Londres, en la sede de la Organización E.

Esto había ocurrido hacía cuatro años. Harry le había contado a la Organización E todo lo que podía, los ayudó a completar y cerrar los expedientes sobre él y sus hazañas. Ya no era un necroscopio, no podía imponer su voluntad metafísica sobre el universo físico; la Organización ya no tendría ningún trabajo para él. Pero Harry tenía la seguridad de que no se darían por vencidos ni siquiera después de que hubieran probado y descartado todos los medios de que disponían para devolverle sus poderes paranormales. Como necroscopio había sido enormemente valioso. Nunca le olvidarían, y harían todo lo posible para volver a contar con él. Y también los muertos, sus millones de amigos. Los amigos verdaderos de Harry —los que realmente conocía de entre los millones que pueblan el más allá— sólo eran un centenar, pero todos los demás conocían su existencia. Y para ellos, siempre había representado la única luz en medio de la oscuridad eterna.

Y ahora uno de ellos —de hecho, el ser más importante para Harry— intentaba hablar con él.

Harry, mi pequeño Harry, hijo mío, ¿por qué no me respondes?
—Él siempre había sido para ella su «pequeño Harry».

—¡Porque no puedo! —hubiera querido decirle Harry, pero no se atrevía, ni siquiera dormido y soñando. Porque lo había intentado en una ocasión, cuando se encontraba a la orilla del río, y lo recordaba demasiado bien.

Había acudido al lugar menos de una hora después de regresar a su casa cercana a Bonnyrig, la casa que antes había sido de su madre, y después había pertenecido a Viktor Shukshin. Shukshin había ahogado a la madre de Harry bajo el hielo y había dejado que su cadáver fuera arrastrado por las aguas hasta un recodo en el río. El cadáver había quedado en el fondo, retenido allí por el lodo y las plantas acuáticas. Y allí había permanecido la madre del joven hasta que una noche Harry la llamó para que se vengara. Desde entonces, ella reposaba en paz, o tal vez sus restos habían sido dispersados por las aguas. Pero su espíritu aún estaba allí.

Y aún estaba cuando Harry, como lo había hecho antes tantas veces, se había sentado a la orilla a contemplar las aguas, profundas, oscuras y tranquilas de aquel río que discurría entre juncos y márgenes arcillosas. Era de día, el antiguo sendero paralelo al río estaba invadido por la hierba, y los pájaros cantaban entre las zarzas y los sauces.

Había otras tres casas en el lugar además de la de Harry; dos de ellas eran adosadas, y sus jardines, rodeados por altos muros, llegaban casi hasta el río. Deshabitadas, se habían ido deteriorando poco a poco, y estaban en venta desde hacía unos cuantos años. Cada tanto venía alguien a verlas, pero la gente se marchaba haciendo gestos negativos. No eran residencias «convenientes». Aquél era un lugar solitario, y por eso le gustaba a Harry. Él y su madre solían hablar aquí en privado, y nunca había temido que alguien le viera aquí hablando —aparentemente— solo.

En esa ocasión, no sabía qué esperar, lo único que sabía era que le estaba prohibido hablar, y que sería castigado si intentaba romper la prohibición impuesta sobre sus poderes de percepción extrasensorial. La Organización E no había utilizado la prueba del ácido porque Harry se había negado a ir tan lejos. Darcy Clarke era entonces el jefe de la Organización, y su talento le había advertido que no debía presionar demasiado a Harry ni a sus amigos.

Pero en el río, la madre de Harry —el espíritu de la joven inocente que fuera— no había sido capaz de resistir el deseo de hablar una vez más con su hijo.

Al principio todo había sido soledad, el rumor de las aguas del río y el canto de los pájaros. Pero al poco rato, la singular presencia de Harry había sido percibida. Y:

Harry, ¿eres tú, hijo mío?
—Ella había despertado en la mente de Harry—.
¡Sé que eres tú! ¡Has vuelto a casa, Harry!

Eso era todo lo que ella le había dicho, pero era suficiente.

—¡No, madre, no lo hagas! —había gritado él, poniéndose trabajosamente en pie y huyendo como si hubieran encendido fuegos artificiales dentro de su cráneo, fuegos que se hundían en el blando tejido del cerebro. Y entonces, Harry Keogh había comprendido en toda su magnitud la condena infligida por Harry hijo, el Morador.

¡Una agonía mental tan terrible que nunca más te atreverás a dialogar con los muertos!

Eso era lo prometido por su hijo vampiro, y ahora se había realizado. No era el Morador mismo quien lo estaba torturando, sino sus órdenes poshipnóticas, grabadas en la mente de Harry.

Y el crepúsculo había encontrado a Harry echado en la hierba a orillas del río, volviendo dolorosamente en sí, en un mundo en el que sabía con absoluta certeza que ya no era un necroscopio. Ya no podía comunicarse con los muertos, o al menos no podía hacerlo conscientemente.

Pero dormido y en sueños…

¡Haaarry…!—
La voz de su madre lo llamó una vez más, retumbando en las infinitas y laberínticas bóvedas del sueño—.
Estoy aquí, Harry, aquí
. —Y Harry, antes de que lo advirtiera, ya había dado la vuelta y penetrado por una puerta, y estaba de nuevo a orillas del río, esta vez a la luz de la luna—.
¿Eres tú, Harry?
—La tenue voz mental le indicó que ella casi no creía que aquello fuera posible—.
¿De verdad estás aquí conmigo?

Other books

Cupid's Way by Joanne Phillips
The One That Got Away by Kelly Hunter
Showdown at Centerpoint by Roger Macbride Allen
The Fray Theory: Resonance by Nelou Keramati
Kiss Me Hello by L. K. Rigel