Cuando Westcott les llevó hasta la maquinaria del reloj —un conjunto horizontal de grandes ruedas dentadas que recordaban a una imprenta—, invitó a sus huéspedes,a que leyeran la larga inscripción que atravesaba todo el mecanismo:
THIS CLOCK WAS MADE IN THE YEAR OF OUR LORD 1854 BY FREDERICK DENT OF THE STRAND AND THE ROYAL EXCHANGE, CLOCKMAKER TO THE QUEEN, FROM THE DESIGNS OF EDMUND BECKETT DENISON QC. FIXED HERE 1859.
(Este reloj fue hecho en el año de nuestro Señor 1854 por Frederick Dent del Strand y el Royal Exchange, relojero de la reina, según el diseño de Edmund Beckett Denison QC. SE instaló aquí en 1859 N.del A.)
Luego añadió algo que dejó sin aliento a sus huéspedes.
—Una curiosidad de esta máquina tan perfecta es que para ajustar el péndulo, que realiza un recorrido completo cada dos segundos, se añaden o quitan monedas en su base. Eso produce una pequeña alteración en su peso que permite regular con mucha precisión el tiempo.
A continuación les mostró el pesado péndulo, sobre el que viajaban cadenciosamente varias pilas de monedas pequeñas. De repente la expresión «un pilar de vileza que el pecado retiene» cobraba todo su sentido.
—Son solo peniques —dijo el ingeniero—, un precio de saldo para asegurar la puntualidad británica.
Solstice tomó la mano de Andreas para hacerle saber que había llegado a la misma conclusión que él. Aquellos pilares de peniques indicaban dónde se hallaba el legado de Judas: estaba alojado en el interior del péndulo, marcando el tiempo de la capital de la avaricia.
Pero eso no implicaba que fuera fácil sacarlo de allí.
Para ganar tiempo, Solstice decidió entretener a Westcott con preguntas que podían parecer absurdas.
—¿De qué bolsillo salen esos peniques?
—Hace años que utilizamos la misma provisión de peniques para acelerar o frenar el péndulo —explicó el ingeniero, contento de poder exhibir sus conocimientos—. De hecho, una amable dama inglesa nos envió por correo su colección de peniques. Los guardamos para emergencias.
—¿Cuál es la incidencia de añadir un penique más al peso del péndulo? —volvió a preguntar ella.
—Oh… calculamos que cada penique suma dos quintas partes de segundo al día. Como pueden ver no es mucho, pero resulta vital para un aparato de precisión fabricado hace más de siglo y medio.
Tras decir esto, se fue la luz de la sala que albergaba la maquinaria. Andreas tuvo la certeza de que algo terrible iba a suceder en breve.
—Vaya… —musitó el ingeniero.
Medio segundo después estalló un disparo. El guía se tiró al suelo mientras dos disparos más atronaban en el pequeño espacio. Notó cómo a escasos centímetros de su oreja silbaba una bala tras rebotar por las paredes de la sala.
A continuación se hizo un silencio solo turbado por el lento tictac del Big Ben, cuyo péndulo seguía trazando su recorrido cada dos segundos. Luego también ese sonido cesó.
Andreas notó cómo un líquido caliente se extendía por el suelo hasta mojarle las manos. Permaneció inmóvil un par de minutos sin saber qué hacer. Cuando oyó que el péndulo había reemprendido su marcha, se atrevió a lanzar una pregunta a la oscuridad:
—¿Queda alguien vivo?
Como toda respuesta, una potente luz le deslumbró.
Necesitó unos segundos para reconocer la silueta de Sondre, que avanzó lentamente hacia él con la mano llena de sangre sobre un antebrazo. Había sido herido.
En el suelo yacía Lebrun con dos orificios en el pecho.
El ingeniero continuaba agazapado, presa del terror, junto a la maquinaria.
Unos brazos delgados y suaves tomaron por detrás al guía, que recibió un beso en el cuello antes de escuchar una voz conocida que le susurraba:
—Vámonos. Deja que mi hermano arregle este desaguisado.
—¿Y Westcott? —preguntó el guía en estado de shock.
Solstice le pasó el brazo por la cintura para que se pusiera en marcha, mientras le decía:
—Sondre se ocupará de todo, no padezcas.
Pese a la herida en el brazo, el aludido tuvo el humor de decir:
—Esperadme en el Mandarín Oriental, parejita. Cuando haya limpiado esta mierda de reloj, buscaré un médico que me cure sin que se vaya de la lengua. Llegaré al hotel para cenar.
Testamento de Judas VII/VII
A pesar de que solo me había ausentado unos días, cuando regresé a Betania me pareció que había transcurrido mucho tiempo.
Procuré pasar desapercibido, pues temía que todo el mundo adivinara lo que había acontecido en Jerusalén. Como los seguidores de Jesús no me tenían en gran consideración, no me fue difícil lograrlo. Sin embargo, el maestro me encontró, triste, en un rincón de la sala y se dirigió a mí con una sonrisa que jamás podré borrar de mi memoria.
Ahora que tantas cosas han sucedido, sé ciertamente que él ya conocía todo lo que estaba ocurriendo y lo que estaba todavía por ocurrir.
Me habló así:
—Bienvenido, Judas. ¿Has cumplido ya tu misión?
Quedé mudo por un tiempo, pero él no me apremió en mi respuesta. Cuando me hube recobrado, acerté a balbucear:
—Creo que sí, maestro, pero mi corazón ya no puede estar seguro de nada.
Su voz me sonó aún más dulce cuando me dijo:
—Judas bienamado, todo lo que ha de pasar está escrito, y ningún hombre puede torcer aquello que tenga que suceder. Sé que mi hora se aproxima, pero si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, su vida habrá sido en balde, mas si muere, mucho fruto traerá para los tiempos venideros.
—Tus palabras me llenan de temor, maestro, pues no quiero que mueras —intervine yo.
—No temas a quienes pueden matar el cuerpo, sino a los que puedan matar el alma.
Y dicho esto se alejó, dejándome sumido en fuerte zozobra.
Los días anteriores a nuestra marcha a Jerusalén los pasamos en casa de Lázaro. El maestro parecía ausente y todos nosotros nos sentíamos perdidos, mientras nos ocupábamos de las tareas que cada uno tenía encomendadas en el grupo para preparar el viaje.
Por fin llegó el día de nuestra partida y juntos emprendimos el camino a Jerusalén. A nuestro paso se nos iban incorporando gentes que nos vitoreaban y lanzaban alabanzas a Jesús. Esta reacción del pueblo fue animando a mis compañeros, en especial a Simón Pedro, que de vez en cuando lanzaba miradas de complicidad a su hermano y al otro Simón.
Por mi parte, yo contemplaba cómo María Magdalena, que nos seguía a cierta distancia, estaba pálida y su bello rostro reflejaba una gran angustia. En un momento de la marcha, me acerqué a ella un breve instante y le dije que no temiera, pues lo tenía todo resuelto. Noté el alivio en sus ojos, y al alejarme rápidamente oí su voz dándome las gracias, lo cual me hizo sentir miserable.
Entró Jesús en la ciudad a lomos de un pollino y en medio de palmas y flores. Jerusalén estaba rendida a sus pies.
Los acontecimientos se sucedieron veloces como un alud de rocas que se precipitan por la montaña. Todo el mundo quería tenernos cerca y preguntarnos cosas. Todos parecían felices excepto yo, que a pesar del jolgorio general me sentía vigilado por todas partes: por Simón y el resto de los compañeros, por los sacerdotes del Sanedrín que me esperaban, por mi rabí, por el maestro a quien no sabía si estaba traicionando, y también por mí mismo, ya que no estaba seguro de por qué había obrado de aquel modo.
Aquella infausta primera noche en Jerusalén, tras una cena más copiosa de lo normal con sus discípulos, Jesús se acercó y me dijo:
—Judas, ha llegado el momento. Lo que tengas que hacer, hazlo rápido.
Me quedé aterrado y salí huyendo como un ladrón deja casa donde estábamos todos. Corrí por calles oscuras y solitarias, pero la mayor soledad la llevaba en mi corazón. Sin saber cómo llegué al templo, donde dos soldados me aguardaban y me condujeron ante Caifaás, el cual estaba con otros miembros del Sanedrín.
Me sorprendí al comprobar que también había un romano entre ellos.
—Este es Judas —anunció el sumo sacerdote—, que viene a cumplir su pacto de entregarnos a Jesús.
—Será necesario prenderle —señaló otro judío del Sanedrín— pero es mejor que lo hagamos nosotros y no los romanos. Después ya se lo entregaremos y que se encargue Pilatos del juicio. Las gentes son muy fácilmente influenciables y lograremos que ellos mismos le condenen.
Aquellas palabras me intranquilizaron en gran manera, ya que no coincidía con lo hablado con Caifás. El Sanedrín debía retener a Jesús durante la Pascua y, una vez pasado el peligro del levantamiento, entregarlo a los romanos para que se lo llevaran desterrado lejos de tierra judía. En ningún caso se había mentado un juicio popular conducido por Pilatos, ni tampoco la intervención del pueblo.
Intenté buscar apoyo en el sumo sacerdote, pero este se me adelantó para tranquilizarme.
—No temas, pues todo está arreglado. Recuerda que tienes una fianza del templo y debemos cumplir nuestro trato. Ahora, llévanos hasta tu maestro.
Como si alguien condujera mis pasos, precedí al grupo formado por sacerdotes y guardias del templo y me encaminé a las afueras de la ciudad, donde sabía que se encontraba todo el grupo. A cierta distancia, señalé sutilmente al maestro, que se encontraba de pie entre los demás.
Me avergoncé de encontrarme allí y rápidamente me escondí detrás del grupo, pero puedo jurar que, a pesar de la noche y de la lejanía entre nosotros y los seguidores de Jesús, sentí la fuerza de su mirada puesta en mí. No me miraba con odio, rencor ni reproche. Al contrario, sentí todo su amor y mis ojos se volvieron ríos de lágrimas. Él me estaba agradecido.
Cuando lo hubieron prendido, el pánico se cebó en todos nosotros. Hubo quien corrió lejos del lugar, otros se escondieron en cobertizos o tomaron refugio en la casa de algún conocido. El mayor desconcierto reinó durante la noche entera.
Yo no sabía adónde ir, pues temía lo que a partir de entonces pudiera ocurrir. Mis pasos me llevaron por calles conocidas, así que sin pensar me encontré en la parte trasera del palacio del gobernador, donde se hallaban las cocinas que tan bien conocía.
Una voz de mujer me llamó por mi nombre.
—¿Judas? ¿Eres tú?
Había transcurrido mucho tiempo, pero al momento reconocí a Esther, y me alegré de tener cerca a alguien conocido en aquellos momentos de incertidumbre.
—Necesito un lugar para pasar la noche, Esther. Hoy han ocurrido muchas cosas y no tengo a donde ir.
No me preguntó ni quiso saber más. Tomándome del brazo, me condujo por la oscuridad hasta una pequeña casa en una callejuela sin salida. Un jergón de paja contra una pared y una tosca mesa con dos sillas eran todos los muebles de la habitación. La joven me habló así:
—Duerme tú en la cama y yo me tenderé en el suelo con unas mantas, ya que pareces rendido de cansancio, a menos que quieras que compartamos los dos el lecho.
Le respondí con injusta brusquedad que yo dormiría en el suelo y, arrebatándole las mantas, me tendí contra la pared más alejada de la cama. Dormí poco y, en mis ratos de vela, no dejaba de pensar en mi maestro. Al amanecer me rindió el cansancio y caí en un sueño profundo hasta que Esther me despertó con esta noticia:
—Han apresado al rabí de Nazaret. Se dice que alguien de su grupo le ha traicionado y ahora está en poder de los romanos. Al parecer, estaban preparando un levantamiento contra los romanos que, sin la figura de Jesús, no se podrá llevar a cabo. Los zelotes ya están buscando al traidor. También ha corrido la voz de que el mismo Pilatos expondrá a Jesús al juicio del pueblo, pero que los sacerdotes ya le han condenado por anticipado. Estos miserables se sentían amenazados porque las gentes seguían más al maestro que a sus mentiras y servidumbre con el invasor.
Oír aquello me desesperó, pero quería creer que las noticias de Esther eran solo un rumor popular sin fundamento de verdad. Yo tenía la palabra del gran Caifás, y la fianza del templo en conformidad con nuestro acuerdo. Para confirmar esto, palpé bajo mi túnica la bolsa con las piezas de plata que me había entregado.
Azorado, pedí a Esther si podía quedarme allí por algún tiempo, y ella me dijo que sí. También le pedí enseres para escribir y ella, sin hacer preguntas, prometió que me los haría llegar.
La inquietud que iba creciendo dentro de mí y las largas horas sin dormir traían a mi mente aquel lejano y extraño recuerdo de mi juventud. Con un sentimiento de fatalidad, empezaba a ver ciertas similitudes entre mi vida y las profecías que había recibido.
Siempre estaba solo, era cierto. Y servía a dos poderes sin servir a ninguno: Roma y mi tierra. Había traicionado a dos rabinos: Nicodemo y Jesús. Dos mujeres había amado: María y Esther.
Cada vez mi miedo era mayor. Si el oráculo se cumplía, sería juzgado por las gentes y deshonrado mi nombre por toda la eternidad.
Pero el peligro mayor para mi alma era la recompensa en mis manos que jamás hubiese querido recibir. Al palpar una vez más la bolsa de la fianza, recordé que Caifás había dicho algo sobre su extraño poder.
Salí a la calle, que estaba llena de gentes que gritaban. Por doquier reinaban el desorden y la confusión. Siguiendo el río de la multitud, llegué a la gran plaza donde se habían congregado las masas.
Lo que allí vi me consumió el corazón. Desde la lejanía vi a mi maestro junto a la tarima donde estaba el gobernador. Tenía la mirada baja y estaba cubierto de sangre. A su lado, Poncio Pilatos declamaba sin mucha convicción que no encontraba culpa alguna en aquel hombre. Por debajo de él, la muchedumbre comandada por todos los sacerdotes del Sanedrín vociferaba para que lo crucificaran.
Horrorizado, corrí al templo en busca de Caifás. Llevaba en la mano la bolsa que me había entregado y pensaba exigir el cumplimiento de la fianza, pero al llegar a las escaleras del templo encontré una formación cerrada de soldados que impedían el paso a cualquiera que intentara llegar al interior.
En un estado febril, grité con todas mis fuerzas el nombre de Caifás, pero las solitarias columnas devolvieron cien veces los cien gritos de mi garganta. Intenté desesperado cruzar la fila de hombres armados, pero me tiraron al suelo y se rieron de mí. Sin saber lo que hacer, con la muerte en mi alma, lancé por encima de los soldados la bolsa de la fianza, que fue a caer en la escalinata y desparramó su contenido al abrirse.
Corrí enloquecido hasta la casa de Esther, donde al encontrar los utensilios que le pedí he comenzado a escribir este testamento para que los hombres que me quieran juzgar sepan de mi vida y tribulaciones, pues jamás deseé la riqueza ni fue urdida por mí esta traición.
Desconozco si moriré a manos de los zelotes, que sin duda me buscarán, o de los romanos, para los cuales soy un testigo molesto de un trato innoble. Tampoco escaparán al Sanedrín las ventajas de mi muerte, pero quizá yo les ahorraré este ingrato trabajo, ya que no puedo vivir con este peso.
Estoy esperando el regreso de Esther. Es de noche y oigo un rumor de gente que se acerca y llaman a la puerta. Una voz interior me pide que esconda este escrito antes de abrirla.