Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
—Entonces se podría reclamar ante el visir para que obrara en consecuencia —dijo Nemenhat algo más animado.
—Uhm, no te lo recomiendo. Dudo mucho que tengas el poder necesario para que tu demanda llegue al
Ti Aty
(visir). Jamás prosperaría, y de seguro que no vivirías para verlo.
—Entonces me encuentro en una indefensión absoluta.
—Me temo que sí; por eso debes ser prudente. Recuerda que Ankh no espera volver a verte nunca —dijo Parahirenemef dirigiéndole una mirada astuta.
Nemenhat se acarició la barbilla mientras sus ojos se clavaban en el príncipe. Pensaba con rapidez respecto a todo cuanto Parahirenemef le había dicho, asimilando definitivamente la conspiración de que habían sido víctimas.
—Un mayúsculo enredo para un pobre carpintero como Shepsenuré —se dijo para sí.
Su terrible pesar acabó abriendo paso a pensamientos mucho más analíticos, propios de su verdadera naturaleza. Así, su semblante fue también cambiando a medida que cambiaban éstos, y sus ojos acabaron transformando su mirada en la más glacial que el príncipe Parahirenemef recordaba haber visto nunca.
—Al menos Nubet está a salvo —dijo con tono inexpresivo.
—Debes mantenerte vivo por ella —intentó animarle el príncipe.
—Por ella —repitió Nemenhat—. Soy una deshonra para un corazón sin mácula como el suyo. Debí haber sido sincero con ella, pero no me atreví.
—No te tortures ahora por eso. Si ella te ama, te perdonará.
Nemenhat juntó ambas manos y permaneció unos instantes absorto. Luego parpadeó y pareció volver en sí.
—Discúlpame, príncipe —dijo al fin mientras se levantaba—, pero necesito estar a solas con la noche.
Aquella noche, Nemenhat la pasó al raso. Tendido sobre una manta, contempló en silencio el cuerpo de Nut
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cubierto de estrellas. Su padre ocupó la mayor parte de sus pensamientos, recriminándose una y cien veces el no haber vigilado sus pasos durante los últimos meses. El hecho de saber que no le volvería a ver, le condujo a una situación de extraña melancolía. Algo nuevo que nunca antes había experimentado y que le produjo una congoja indescriptible. Cuando sus ojos, velados por el llanto, se secaron, vagaron por el oscuro cielo cananeo, allá arriba. ¡Eran tantas las estrellas! Quizás alguna de ellas fuera el alma de Shepsenuré. Quizás Osiris hubiera sido finalmente magnánimo con él; quizás en la «Sala de las Dos Verdades»
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, los grandes dioses del Tribunal de los Muertos, sentados en su trono con sus cetros
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en la mano, intercedieran por él. O quién sabe si Anubis, al controlar el perfecto equilibrio de la balanza donde se había pesado su alma, se apiadara finalmente, venciendo el plato a su favor al escuchar las palabras que Schai, el destino, con seguridad le habría dicho haciéndole ver que la vida de aquel difunto no había sido nada fácil. Sólo así era posible que Shepsenuré se hubiera salvado, pues Thot, el insobornable, tomaría buena nota del resultado del pesaje del alma.
Sin embargo, al examinar lo azarosa que puede llegar a ser la vida de cualquier mortal, a Nemenhat aquella escena de la psicostasia, la ceremonia del pesaje del alma en el Juicio Final de Osiris que todos los egipcios conocían desde temprana edad, le parecía la última injusticia por la que había que pasar.
Se imaginó después, que todo aquel proceso no fuera en realidad así, y que el alma de su padre fuera considerada al margen de lo que a veces éste se vio obligado a hacer, o de lo que hizo de buen grado llevado únicamente por el amor hacia su hijo. Es posible que entonces quedara al descubierto la bondad que Shepsenuré poseía, pues al fin y al cabo, Nemenhat no recordaba que su padre hubiera hecho nunca mal a nadie.
Si las almas vagaban en forma de estrellas recogidas en el cuerpo de Nut en forma de bóveda celeste, no le cabía duda de que su padre estaría entre ellas; allá arriba, siempre velando por él, como había hecho en vida.
Cuando las primeras luces que anunciaban el alba aparecieron entre las manos de la diosa que se apoyaban en el Oriente, Nemenhat ya había llorado todo cuanto su corazón le había permitido, y tenía conciencia exacta de cuáles deberían ser sus pasos a partir de aquel momento.
Todo sucedió tal y como el príncipe había predicho. Una tarde, un heraldo entró en su tienda para requerir su presencia ante el dios de forma inmediata. Como Nemenhat supo después, los exploradores egipcios habían dado por fin con el ejército enemigo, que se encontraba a dos días de marcha de su actual posición; un correo había cabalgado hasta casi reventar su caballo, para informar de su hallazgo.
El faraón, en persona, se puso en camino para tomar un primer contacto con el invasor, a fin de preparar convenientemente la batalla. Junto con un reducido grupo, salió aquella misma noche en su busca rodeado del mayor secreto, con la esperanza de poder utilizar el factor sorpresa en su favor. Así fue como, casi al siguiente atardecer, tras una ardua cabalgada, pudo observar a sus anchas a su rival, escondido tras unas colinas cercanas. Sin lugar a dudas el dios quedó perplejo de cuanto vio, pues no era un ejército lo que avanzaba por las tierras de Canaán, sino un conglomerado de pueblos; naciones enteras que se desplazaban con todas sus pertenencias tranquilamente, por la todavía fértil campiña del país de Retenu
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. Ramsés se asombró al ver la magnitud de aquel gentío y enseguida la comparó, con sus allegados, a las temibles plagas de langosta que a veces asolaban el Valle.
«Si esto llega a Kemet, no quedará ni una piedra que recuerde nuestra cultura a la posteridad», pensó convencido.
Era una riada humana en la que se mezclaban los soldados, las mujeres y los niños, junto a sus carretas y bestias de arreo.
Tchehenu
junto
apeleset. Peleset
junto a
shardanas,
y éstos junto a los
denenu.
Una verdadera confederación de pueblos, algunos de lugares que el faraón ni conocía, y que avanzaban como una horda hambrienta en busca de su definitivo asentamiento.
Los estuvo espiando hasta que las sombras casi lo cubrieron todo, y aquellos miles y miles de nómadas montaron su campamento cubriendo la noche de infinitas lucecillas que parecían un ejército de luciérnagas.
Ramsés regresó aquella misma noche hacia su campamento dispuesto a sacar ventaja de cuanto había visto, y con una idea clara de cuanto iba a hacer. La amenaza que se cernía sobre Egipto era la mayor hueste de harapientos que jamás hubiera podido imaginar.
«Dioses que elegisteis Egipto para crear toda sabiduría y vida en donde nada había, libradnos de semejante plaga», se dijo Ramsés notando cómo el vello se le erizaba tan sólo de pensar en lo que se convertiría su país si aquella marea humana penetraba en él.
Debía detener aquel avance como fuera y para ello era fundamental elegir bien el terreno en el que librar la batalla. El faraón había podido comprobar la lentitud con que marchaba el adversario y el total desbarajuste en el orden que llevaba. Esto le proporcionaría tiempo para posicionarse adecuadamente y planificar la estrategia que utilizaría en el combate.
Cuando llegó a su campamento, el dios puso en movimiento a su ejército y lo acampó en un lugar cercano, donde había agua y abundantes pastos, para que descansara. Luego llamó a sus generales y les explicó el plan que había concebido discutiendo todos los pormenores. Ramsés no permitiría veleidades de ningún tipo y todo se haría sincronizadamente, conforme a lo que se esperaba de un ejército profesional como el suyo.
Así fue como una mañana muy temprano, Nemenhat se encontró subido en el carro de Parahirenemef escuchando la arenga del dios.
Nunca hubiera podido soñar que algún día se hallaría a escasos metros del señor de las Dos Tierras atendiendo a su proclama en medio del más absoluto silencio. Pero así era, junto al resto de los escuadrones de carros, Nemenhat no perdía ninguna palabra de cuanto decía el dios. Situado un poco a su derecha, el joven pudo examinar a sus anchas al faraón que, de pie sobre su carro dorado, parecía querer transmitir todo su poder a sus soldados. Su figura, que se recortaba entre los primeros rayos que llegaban desde el este, le pareció soberbia; y no por el resplandor del oro de su ceñida cota, o por los magníficos brazaletes de lapislázuli en los que se hallaban grabados su cartucho real, ni tan siquiera por el efecto que el
kheprehs
daba a su persona, no, no era eso; la majestad de Ramsés salía de sí mismo.
Su imponente estatura, mucho mayor que la de la mayoría. Aquella posición de su cabeza, siempre erguida, con su poderoso mentón permanentemente altivo; sus ojos maquillados de negro
khol
que parecían acostumbrados a ver todo cuanto el resto de los hombres ignoraba, sabedores de los más profundos secretos y de todos los misterios ocultos que atesoraban los templos desde tiempos inmemoriales, y a los que sólo unos pocos elegidos habían tenido acceso. Esa mirada, tan profundamente conocedora de la identidad de su pueblo, era la que paseaba Ramsés entre sus tropas infundiendo respeto y a la vez seguridad. El dios, Horus reencarnado, se encontraba allí, entre ellos, para conducirles a la victoria, y no había ni un solo soldado que dudara de ello.
Nemenhat, que desde su privilegiada posición podía escuchar cuanto decía, sintió el magnetismo que irradiaba del faraón y que difícilmente podía definir. No sabía decir si eran sus palabras, su tono, su prestancia, su majestad, o aquellos ojos oscuros y dominadores que daban la sensación de encontrarse tan lejos de nuestro mundo terrenal; imposible en todo caso para Nemenhat dar respuesta a ello. Quizá fuera una mezcla de todo o simplemente la manifestación de la esencia que cualquier dios posee; más el magnetismo del faraón les envolvió a todos por igual, con el poder propio de quien verdaderamente ha sido enviado por los dioses.
Cuando pudo sustraerse, en parte, del embeleso que le producían sus palabras, Nemenhat miró con disimulo a su cara, alargada y cubierta de arrugas y con una nariz aguileña. Sus labios eran finos, y al hablar mostraban una dentadura que parecía perfecta. Su rostro, aun no siendo agraciado, era poseedor de una fuerza indiscutible, ante la cual era imposible sentir indiferencia. En realidad, todo su cuerpo transmitía esa sensación de fuerza, y no porque Ramsés fuera un hombre musculoso. El faraón era más bien delgado, pero sumamente nervudo, sin un ápice de grasa y con unos brazos en los que se resaltaban, generosamente, las venas que lo recorrían. Aquel hombre era, sin duda, pura fibra.
Nemenhat no pudo evitar el compararle con Parahirenemef. ¿Cuánto de él habría en el príncipe? Imposible para él contestarse, pues poco sabía acerca del dios, aunque como éste, Parahirenemef también era alto y membrudo, e incluso parecía tener sus mismos ojos. Mas el príncipe era hermoso, y su cara en nada se asemejaba a la arrugada faz de su padre.
Entonces oyó cómo el faraón alzaba fuertemente la voz y volvió a atender a sus palabras.
—Porque sabed que nuestro padre, Amón el Oculto, ha acudido a mi llamada sabedor de que el destino de Egipto depende, hoy más que nunca, de la comunión más íntima entre nosotros y nuestros dioses. Aunando nuestros esfuerzos libraremos a nuestra tierra de la más terrible amenaza que sobre ella se ha cernido desde los lejanos tiempos de la invasión de los pueblos pastores. Tiempos de oscuridad que tardamos siglos en eliminar y que tanta aflicción nos produjo. Pues os aseguro que aquello no fue nada comparado con lo que se nos viene encima. Ahí, esperándonos, se encuentra la mayor horda incivilizada de que se haya tenido noticia desde el principio del mundo. Cual la peor de las plagas, lo ha arrasado todo a su paso, destruyendo incluso al Hatti.
El faraón hizo un paréntesis mientras su mirada recorría sus tropas.
—Ahora —prosiguió Ramsés—, vagan en busca de la tierra civilizada, la que nos donaron los dioses hace millares de años. Van a ella como la langosta, dispuestos a asolar nuestros campos de principio a fin; a apropiarse de nuestras mujeres e hijos, de todo cuanto en verdad tiene sentido para la idiosincrasia de nuestro pueblo. Sería la mayor de las vergüenzas y un ultraje hacia los dioses, el no defender hasta nuestra última gota de sangre lo que ellos tan generosamente nos donaron, casi en épocas remotas. Pero yo os digo que, en tan crítico momento, nuestro padre Amón no nos abandonará. Él nos ha enviado a su hijo Montu, «fuerte de brazos», dios guerrero sin igual para que acompañe a cada uno de vosotros y no desfallezcáis en la lucha; no temáis, pues él os dará fuerzas. Sabed que Sejmet está enfurecida y es tal su ira, que anda vagando por las tierras de Canaán en busca de toda esa gentuza que, con el nombre de los Pueblos del Mar, pretende cambiar el mapa que tan sabiamente fue creado. Cuando los encuentre, tened por seguro que la diosa llenará su campo de muerte y desolación.
Estas palabras produjeron un clamor entre los soldados que, enardecidos, hicieron entrechocar sus armas contra los escudos.
El dios levantó una de sus manos y continuó arengando a las tropas con su potente voz, de nuevo en medio de un respetuoso silencio. Fue entonces cuando Nemenhat tuvo la extraña sensación de que alguien le observaba. Miró distraídamente a su alrededor, y de inmediato se fijó en los
kenyt nesw,
la compañía de élite por excelencia, que se encontraba próxima a él. Allí se encontraba Userhet con el estandarte en la mano y un poco más atrás Kasekemut, que le observaba fijamente.
Nemenhat notó claramente aquella mirada sobre él y se sintió incómodo, mas no desvió su vista del que antaño fuera su amigo. Así permanecieron durante largos instantes hasta que Nemenhat creyó ver en la cara de Kasekemut una vaga mueca de desprecio. El joven parpadeó regresando de su momentánea abstracción, al tiempo de ver cómo, junto a Kasekemut, Aker, el kushita, también le observaba con atención. Al dirigir su mirada hacia él, Aker esbozó una siniestra sonrisa que le dio a su cara una expresión que a Nemenhat le pareció feroz. Pensó en todo cuanto el príncipe le había dicho, y la sombra de la duda se apoderó de él, pues nunca había considerado el tener que guardarse de ellos.
—Atum, tú que creaste toda vida de la colina primigenia, ayúdanos a mantenerla para tu mayor gloria —oyó decir a Ramsés, al tiempo que volvía a la realidad.
De nuevo se escuchó el estruendoso griterío que saludaba las palabras del dios, junto a las armas entrechocándose y las voces enardecidas que se alzaban con frases como: «Horus divino condúcenos a la victoria», o aquella otra de «Hijo de Ra, toro poderoso, tuyo será el triunfo final».