Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
—Estoy convencido que te encargarás personalmente de ello —replicó Nemenhat impasible.
Ambos se mantuvieron la mirada durante unos instantes.
—Adiós, Nemenhat —dijo Kasekemut casi escupiendo las palabras—, la próxima vez que vea tu nombre, será en la lista de los muertos.
Por fin, una mañana muy temprano, el ejército del dios se puso en movimiento. Cuatro divisiones de infantería, diez escuadrones de carros, tropas auxiliares y un enorme contingente de carromatos con los abastecimientos, salieron de Pi-Ramsés dispuestos a hacer frente a un enemigo que había cambiado por completo el mapa del mundo conocido.
Ramsés III, el gran Horus viviente, salía al encuentro de aquella confederación de pueblos que había arrasado todo el Próximo Oriente como la más terrible plaga de langostas.
El servicio de espionaje egipcio le había dado cuenta detallada de la situación real; una auténtica ola devastadora de pueblos de los más diversos lugares confluía con el propósito de acabar con la única nación civilizada que quedaba sobre la tierra.
La situación era muy grave, puesto que algunos de estos pueblos habían acabado con potencias legendarias, como era el caso del Gran Hatti. La noticia de su caída, había llenado de estupefacción al faraón, puesto que el Hatti siempre había representado para los egipcios un enemigo de mucha consideración y su ejército siempre fue tenido como temible. Al principio, Ramsés no dio crédito a las noticias que le llegaban, mas el servicio de información fue concluyente; el Gran Hatti, ya no existía. El ejército de los
tchequeru
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había acabado con él, y no conforme con eso, había devastado también Chipre y hasta la lejana Ugarit.
Enseguida supo Ramsés que otros ejércitos se habían unido a los
tchequeru.
Los
denenu,
los
peleset,
los
shardana
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, los
ushesbu
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, los
lukka,
y los
teresh
que presionaron desde el oeste de Anatolia. Una fuerza formidable que había asolado Arzawa, Karkemish, Alashia y hasta Amurru y cuyo destino final era el fértil país de la Tierra Negra
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.
Ramsés III, que era un soldado profesional, se dio cuenta inmediatamente de la magnitud del problema y comenzó a preparar a su país para la guerra, mucho antes de que los amenazadores rumores llegaran a su pueblo.
Asimismo, el faraón tuvo noticias de que una gran flota de barcos de dichos pueblos, se proponía entrar en Egipto por las bocas del Nilo, con la intención de subir posteriormente por él y apoderarse de sus ciudades. Ante tales perspectivas, Ramsés reunió a toda su marina de guerra en Per-Nefer, para que estuviera lista para zarpar cuando él lo ordenara.
Era una invasión en toda regla, a la que Ramsés decidió enfrentarse con decisión. Combatiría primero a las hordas terrestres que avanzaban por el Asia Menor con la vista puesta en su sagrada tierra. Ellas representaban la mayor amenaza para Egipto; debía vencerlas y luego dirigirse al delta del Nilo, junto con su marina, para hacer frente a la poderosa escuadra que invadiría su país.
Por las informaciones que poseía, el faraón disponía de cierto margen de maniobra para poder acometer ambos frentes. Sin embargo, para que el plan de Ramsés fuera posible, el ejército, que aquella mañana abandonaba Pi-Ramsés, debería avanzar a marchas forzadas al encuentro de un invasor que se encontraba en algún punto de la tierra de Canaán. Un esfuerzo enorme, sin duda, que el mismo dios en persona sufriría con ellos.
En filas de a siete, los soldados marcharon con su impedimenta a cuestas; armas, una manta y una cantimplora con agua era cuanto necesitaban. Abría la comitiva la división de Amón con los estandartes del dios, en la que marchaba el propio faraón, luego venía la de Sutejh, «el heraldo del combate», siempre protector de los soldados leales; tras ellos, los escuadrones de carros junto a las otras dos divisiones, y por último las tropas auxiliares y los carromatos tirados por bueyes encargados de transportar los abastecimientos.
Se dirigieron hacia el Camino de Horus, la antigua carretera que atravesaba el actual istmo de Suez, y que luego corría paralela a la costa de Palestina. Una ruta utilizada desde tiempos inmemoriales y que comunicaba Egipto con sus vecinos de Oriente.
Caminaban todo el día, con su carga a cuestas, sus pies cada vez más hundidos en el polvoriento camino, y su vista fija en la encorvada espalda del soldado que marchaba delante.
Nemenhat recordó entonces la famosa Sátira de los Oficios que en ocasiones había oído relatar a Seneb de esta manera:
—«Ven que te describa los males del soldado… Los levantan cuando aún es la primera hora de la mañana. Están encima de sus costillas como sobre un asno, y trabajan hasta el ocaso, con la oscuridad nocturna. Está hambriento, su cuerpo está lastimado, está muerto mientras está todavía vivo… Son largas las marchas sobre las colinas, y bebe agua cada tres días pero es fétida, con sabor a sal…»
«Cuánta razón la que tenía el viejo embalsamador, y qué sabios aquellos versos que recitaba.»
Al llegar la noche, se tumbaba rendido junto al fuego envuelto en su pestilente manta contemplando el cielo de estrellas sin fin que parecía que todo lo abarcaba. Robaba entonces unos instantes al cansancio que, dueño y señor, se empecinaba en cerrar sus párpados, y pensaba en los suyos; en Nubet, su dulce Nubet, su último pensamiento antes de caer bajo el pesado sopor.
Abandonaron el Bajo Egipto por la ruta que, al norte de los Lagos Amargos
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, enlazaba con el Camino de Horus. Las últimas fortalezas, situadas en la frontera, abastecieron cuanto pudieron a las huestes del faraón antes que se adentraran en el Sinaí. A partir de aquel momento, sus pies deberían marchar atravesando aquel desierto en el que los dioses parecían abandonarles a su suerte. Desde ese instante habría que racionar las provisiones y sobre todo el agua que, en aquella tierra, era tan valiosa como el oro de sus minas.
Qué voluble puede resultar el sino de los hombres, cambiante, a veces, por hechos puramente casuales aunque la casualidad sea para algunos otra broma de los dioses. Bien pudo ser eso lo que le ocurrió aquel día a Nemenhat mientras se protegía, junto a sus compañeros, del calor del mediodía a la sombra de unos toldos. Porque, ya fue casualidad el que ese día los arqueros nubios decidieran elegir el lugar donde Nemenhat descansaba para hacer sus prácticas diarias. Estos arqueros, tan antiguos como el propio ejército en Egipto, eran sumamente orgullosos y les gustaba hacer constantes alardes ante el resto de la tropa. Así, tras la agotadora marcha iniciada al amanecer siempre portando sus arcos de doble curva y con sus carcaj s al hombro, aprovechaban el descanso del ejército durante las horas de más calor, para hacer prácticas de tiro ante ellos, despreciando el sol abrasador del desierto que hacía que el aire que les rodeaba pareciera el aliento sofocante de mil hornos.
Altivos, miraban de reojo a los soldados cobijados bajo las improvisadas sombras, disparando indiferentes sus dardos contra los lejanos blancos. Sus oscuros cuerpos, cubiertos por el sudor, brillaban resaltando los contornos musculosos de sus tonsurados miembros.
Lanzaban una y otra vez sin apenas mirar a los blancos, ufanándose de ello ante el resto de la tropa.
Algunos de los soldados que descansaban en la sombra, les increparon por su presunción.
—Haz alabanzas a Montu
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para que guíe mi brazo certero en la batalla —replicó altanero uno de los arqueros—, sólo así podrás salvar tu miserable vida.
Los soldados le abuchearon mientras los nubios reían la gracia.
—Tendremos suerte si no nos aciertas a nosotros —dijo alguien haciendo prorrumpir al resto en carcajadas.
Uno de los nubios escupió al suelo con desprecio mientras les miraba, y sin apartar su vista de ellos disparó su arco alardeando de su habilidad.
Pero como esta vez no dio en el blanco, provocó la algarabía general.
—Compañeros, tiene razón, vayamos de inmediato a venerar a Montu, o tendremos los días contados —volvieron a decir desde el grupo provocando de nuevo las carcajadas.
Nemenhat, recostado sobre sus codos bajo el parasol, observaba interesado la escena. Las bravatas entre unos y otros le tenían totalmente sin cuidado, sin embargo, sentía curiosidad por los arcos que manejaban los nubios. Eran de doble curva y algo más grandes que el que él solía utilizar pero, enseguida, sintió deseos de probar uno.
—No sois más que carne para el combate —oyó Nemenhat que decía un arquero—, quizá no malgaste mis flechas con vosotros.
Los soldados se burlaron de nuevo.
—Es lo mejor que puedes hacer, así evitaremos que nos asaeteéis el trasero.
Otra vez las risas corearon la ocurrencia.
Entonces el nubio disparó volviendo a fallar.
—Sejmet nos proteja, hermanos —exclamó uno de los soldados—, a partir de ahora deberemos poner nuestros escudos en la espalda.
Se originó entonces un gran jolgorio con todo tipo de chanzas y bufas, que no hicieron más que desconcertar aún más a los tiradores más próximos haciéndoles fallar repetidamente.
—Uh, uh… —hostigaban desde el grupo—, dejadnos algún arco para que podamos practicar desde mañana.
—Eso, dame a mí uno —gritó otro—, os aseguro que os apuntaré a las posaderas.
El revuelo se generalizó entre estrepitosas risotadas, lo que obligó al oficial que mandaba a los arqueros a aproximarse.
—Tenéis la lengua muy suelta, perros —gritó para hacerse oír entre aquel jaleo—, sujetadla u os aseguro que antes de que llegue la noche la perderéis.
El tumulto se fue acallando hasta que los soldados quedaron en silencio.
—Sois de la peor especie —continuó el oficial, un nubio alto y nervudo—, chusma que ni tan siquiera merece estar aquí. Dad gracias al dios, vida, salud y fuerza le sean dadas, que os ha perdonado la vida y ha permitido que glorifiquéis su nombre. Os ha dado la oportunidad de redimiros, algo que yo nunca hubiera hecho por vosotros.
Ahora el silencio era total.
—Cómo osáis hablar así a un cuerpo de élite que, como éste, se ha distinguido durante miles de años. Rezad porque estos hombres —dijo señalando a sus arqueros— os allanen el camino, porque si no, os aseguro que no duraréis mucho. En sus brazos se halla Montu; vosotros seríais incapaces de acertarle a un burro a veinte codos.
Se hizo un breve silencio, que alguien de entre la soldadesca rompió inesperadamente.
—Quizá trescientos codos fuera una distancia más conveniente —dijo una voz.
El oficial se volvió de inmediato hacia ella.
—Ammit devore mi corazón si hoy no doy un escarmiento. ¿Quién se atreve a hablar así?
—Yo —contestó Nemenhat levantándose.
—Desde luego, el sol del desierto os ha quitado la razón a todos. ¿Quién eres tú que profieres tales impertinencias?
—Mi nombre es Nemenhat, y te decía que la distancia ideal para acertar a un burro son trescientos codos. Ésa es la que usaban los muchachos de mi barrio.
Los soldados volvieron a reír mientras el oficial se le acercaba.
—Te aseguro que me dejas estupefacto —dijo éste—, nunca en mi vida pensé que encontraría a alguien tan estúpido.
—Tus arqueros no tiran mal, oficial, aunque no son tan buenos como crees.
—¿Acaso tú lo harías mejor? —replicó el oficial desafiante.
—Probemos —contestó Nemenhat lacónico.
El oficial se le aproximó hasta quedar a apenas dos palmos de distancia y le miró fijamente a los ojos.
—Bueno —dijo suavemente—, tenemos aquí a un arquero en potencia y a lo que se ve muy bueno, o quizá simplemente insensato. Pero ya que, según parece, ardes en deseos de que te azoten, te diré qué haremos. Te permitiré tirar, pero si fallas, yo mismo te quitaré la piel de tu espalda a latigazos.
—Me parece bien —dijo Nemenhat impasible.
El oficial le volvió a mirar incrédulo.
—¿Estás seguro?
Nemenhat asintió con la cabeza.
—Muy bien —dijo el oficial haciéndole un gesto para que le acompañara—, ¿qué blanco deseas utilizar?
—El mismo que tus hombres.
Aja, que así se llamaba aquel oficial, sonrió levemente.
—Te doy dos posibilidades para acertar.
—Tres —contestó Nemenhat al instante—. Te pido tres, puesto que nunca he utilizado un arco como los vuestros.
Aja permaneció en silencio mientras se aproximaba al lugar donde se encontraba el resto de sus hombres; entretanto, los soldados habían prorrumpido en gritos de ánimo ante el inminente desafío y se frotaban las manos entusiasmados por el espectáculo que les iban a brindar.
—Está bien —dijo Aja situándose en la línea de lanzamiento—. Te concedo tres disparos, pero si fallas ya sabes lo que te espera.
Hizo una señal a uno de sus hombres, y éste entregó su arco a Nemenhat. El joven lo notó algo más pesado que el que solía usar y lo sopesó durante unos instantes en su mano mientras observaba el blanco, un pequeño poste de madera que se encontraba a unos cien metros. Nemenhat cogió su primera flecha y levantó el arco suavemente; luego lo tensó firmemente y disparó el proyectil entre el griterío de los soldados.
La flecha cayó sobre la arena apenas diez codos antes del blanco, lo que provocó algunas risas entre los tiradores nubios.
Nemenhat se quedó mirando fijamente al poste mientras balanceaba el arco.
—Vamos, Nemenhat, aciértale —oyó que le gritaban sus compañeros.
Pidió otra flecha, y volvió a levantar su arco con suavidad. Esta vez permaneció unos momentos con el arma tensa antes de soltar la saeta. Al hacerlo, ésta salió con un silbido peculiar rozando uno de los lados del blanco, para perderse después mucho más allá.
Otra vez sus camaradas volvieron a rugir dándole ánimos.
Nemenhat pidió la tercera flecha.
—Es la última —advirtió Aja amenazador.
El joven le miró sin pestañear y luego volvió a levantar el arco tensándolo lentamente. Fijó su vista en el poste con toda la atención de que fue capaz, conteniendo su respiración mientras aguantaba la cuerda tirante. Cuando al fin la soltó, el dardo salió vertiginoso rumbo a la diana y al momento se oyó cómo la madera crujía.
—¡Ha acertado! —exclamó uno de los arqueros—. ¡Ha acertado!
Los soldados prorrumpieron en vítores al oírlo.