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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (58 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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Aja hizo un ademán a Nemenhat, y se encaminaron junto a algunos de sus hombres hacia el blanco. Al llegar, uno de ellos exclamó incrédulo.

—¡Fijaos, casi ha atravesado el poste por completo!

Aja se acercó y comprobó que la flecha se había clavado justo en el centro atravesando la madera más de dos palmos. Miró a Nemenhat que parecía indiferente de cuanto le rodeaba, y finalmente le sonrió.

—Sé bienvenido a los
pdity nesw
(arqueros del rey) —le dijo al fin incorporándose y palmeándole la espalda.

Así fue cómo Nemenhat pasó de ser un simple
meshaw
(soldado de infantería) condenado a una muerte segura al primer envite, a convertirse en un arquero real, un cuerpo de elegidos que gozaba de gran consideración en el ejército. Aquella misma noche el joven devolvió sus armas al
sesh mes
(escriba del ejército) y le fueron entregadas las que correspondían a su nuevo destino. Desde ese momento, su vida dentro del ejército cambiaría por completo.

Ahora marchaba en una unidad que se había cubierto de gloria en múltiples ocasiones en la milenaria historia de Egipto. Nemenhat palpaba ese orgullo que le rodeaba y que emanaba directamente de cada uno de sus nuevos compañeros. Una sensación nueva, sin duda, pero que él no compartía. No se sentía arrogante por el hecho de ir a la lucha junto a ellos, pues su guerra era otra bien distinta y debería librarla solo.

Mas si en algo ayudó a Nemenhat su nueva situación, fue en tomar conciencia del regalo que le enviaban los dioses allá donde estuvieran, permitiéndole atisbar un horizonte esperanzadoramente más claro. De sobra conocía Nemenhat la poca propensión a la prodigalidad que de ordinario mostraban las divinidades en Kemet, así como la necesidad de aprovechar la que a bien tuvieran mandarle; con ellos nunca se sabía, pues eran capaces de pasar de comportarse como auténticos canallas a ser unos venerables benefactores.

Nemenhat se tomó muy en serio su nuevo destino, esforzándose cuanto pudo por resultar ser el mejor de los camaradas para el resto de su compañía. No era tarea fácil, pues desde antiguo las compañías de arqueros solían estar compuestas, en su mayoría, por nubios, a los que no les agradaba el hecho de admitir extraños entre ellos.

Pero Nemenhat había nacido con un don especial. Un don que parecía venir directamente del mismísimo Montu; una gracia que el dios extrañamente concedía y que sin duda el joven poseía. No era fácil encontrar a alguien que detentara tantas cualidades para el tiro y sin embargo él las tenía; un pulso firme e inalterable, una vista extraordinariamente aguda que le hacía ver claramente los blancos allá donde los demás no podían, y una habilidad para hacer puntería tan asombrosa, que el verle disparar parecía la cosa más sencilla del mundo. Con semejante llave, no hubo ningún corazón entre aquellos nubios que no se le abriese de par en par, y a los pocos días su nombre ya era pronunciado con respeto por todos ellos. Mas con todo, Nemenhat poseía una cualidad más; una virtud que nadie más allí tenía y que le hacía verdaderamente magnífico, su potencia. Sólo los elegidos podían disponer de una potencia semejante a la suya, pues Nemenhat lanzaba las saetas con una fuerza descomunal. Nadie desde los tiempos de Amenhotep II, doscientos años atrás, recordaba algo parecido. Incluso como ya hiciera el faraón atleta en su tiempo, Nemenhat también disparó sobre blancos formados por gruesas planchas de cobre, que atravesó emulando así al antiguo dios.

—¡Jamás vi a nadie tirar así! —exclamaba Aja alborozado mientras le daba palmadas en la espalda—, los dioses nos sonríen al mandarnos a alguien como tú. ¿Qué señal más clara que ésta? Ellos están con nosotros.

Nemenhat se limitaba a sonreírle y agradecer los cumplidos que todo el mundo le hacía, dispuesto a sacar provecho de la oportunidad que se le había presentado. Ahora tenía fundadas esperanzas de salir con bien de aquella aventura a la que oscuros intereses le habían empujado.

Pronto su nombre se hizo famoso en el pequeño universo que constituía el ejército de Ramsés en campaña y así, cuando marchaba junto con sus compañeros a sus prácticas rutinarias, los soldados de infantería acudían a verle disparar entusiasmados.

Ra parecía haberse fijado en aquel joven proscrito proyectando sobre él sus divinos rayos; ¿cómo si no entender las casualidades que el azar quiso que acaecieran?

Aunque, para cualquier egipcio devoto, aquello no fuera sino una manifestación más del poder omnímodo del dios solar; incluso Nemenhat, algún tiempo después, tuvo que pararse a considerar la cuestión ante lo que ocurrió.

Una tarde, cuando las tropas se detuvieron por fin tras una nueva jornada de marcha, Nemenhat tuvo una visita del todo inesperada. Se hallaba tendido sobre una manta con los codos apoyados en el suelo, observando distraídamente cómo algunos hombres se aplicaban a la tarea de encender los primeros fuegos, cuando uno de los carros del faraón pasó como una exhalación junto a él yendo a detenerse un poco más allá, justo junto a un grupo de oficiales. Nemenhat los miró con curiosidad, y vio cómo éstos hacían señas al auriga en su dirección. Éste giró el carro y se aproximó lentamente.

—¿Eres tú, Nemenhat, el que dicen es Akheprure
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reencarnado? —oyó que le preguntaba desde el carro alguien que vestía los atuendos propios de la realeza.

Nemenhat se levantó de inmediato sorprendido por tan principal visita, apenas acertando a contestar afirmativamente a la primera parte de la pregunta, pues el nombre de Akheprure era la primera vez que lo oía.

—Los dioses quieran que seas la solución a mis problemas —continuó el auriga—. Si así fuera les haré ofrendas gustoso.

Nemenhat le observó muy serio, aunque interiormente el extraño le produjera gran curiosidad. Hablaba con cierta afectación, aunque su tono era inequívoco. Estaba acostumbrado a hacerse obedecer, y ello le hacía adoptar una actitud que parecía le era natural.

Al ver a Nemenhat mirándole como una estatua, hizo una seña con su látigo señalando el piso del carro.

—Vamos, sube o la noche se echará encima, y no deseo esperar a mañana para averiguarlo.

Ahora sí que Nemenhat no pudo disimular su perplejidad y pareció vacilar.

—¿Acaso no sabes quién soy? —preguntó el extraño dándose cuenta de su azoramiento.

—No —contestó Nemenhat.

—Soy el príncipe Parahirenemef; coge tu arco y sube al carro. Desde este momento serás mi acompañante.

El oír aquel nombre confundió aún más al joven. Ni que decir tiene que era la primera vez que le veía, aunque ya había oído hablar de él. El príncipe Parahirenemef era hijo de Ramsés y de su gran esposa real Isis, y el segundo en la línea de sucesión al trono de las Dos Tierras por detrás de su hermano el príncipe Amenhirkhopshef. Era
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de la Gran Cuadra de Ramsés III en la residencia del Rey y jefe de uno de los escuadrones de carros del faraón. Tenía merecida fama de valiente y también de audaz y temerario, pues era el primero en lanzar su carro al combate con gran arrojo, y un desprecio absoluto del peligro. En Menfis, ciudad donde residía durante la mayor parte del año, era muy popular. Mujeriego empedernido y gran aficionado a los excesos, sus juergas eran proverbiales, siendo un asiduo de la noche menfita. No había sarao que se preciara que no contara con su presencia, ni persona principal que, al organizar alguna fiesta, no intentara que el príncipe acudiera a ella.

Mas Parahirenemef solía declinar cualquier invitación que no le asegurara verdadera diversión, pues le aburrían enormemente todas aquellas cenas sociales que, para él, no dejaban de ser focos de intrigas para acceder a determinados puestos dentro de la Administración; incluso la corte le repelía, prefiriendo vivir en Menfis alejado en lo posible de ella. La política y las maquinaciones palaciegas le importaban un diantre; él era un hombre de acción que gustaba de vivir la vida intensamente y al que la posibilidad de gobernar algún día el país le tenía sin cuidado. En esto no se parecía a alguno de sus hermanos, tan proclives a maniobrar en la sombra para su provecho cerca de su augusto padre, y siempre atentos al más mínimo gesto que pudiera significar un trato de favor que esclareciera su futuro en palacio.

Como auriga de la real cuadra de Ramsés, cumplía con presteza sus obligaciones y estaba siempre dispuesto a acudir en la defensa de los intereses de Egipto sin que fuera necesario el solicitárselo. Ramsés III, que conocía bien a sus hijos, le amaba profundamente perdonándole su alejamiento de la corte y comprendiendo que, al no tener ninguna doblez, estuviera incómodo en ella. El príncipe, que profesaba un gran respeto por su padre, acataba su voluntad sin cuestionarla en ningún momento. Ni tan siquiera cuando el faraón nombró como Primer Auriga de Su Majestad a su hermano Sethirjopshef, cuarto en la línea sucesoria, el príncipe se molestó por ello. Fue el primero en felicitar a su hermano delante de los demás oficiales y ante la atenta mirada de Ramsés, que se llenó de satisfacción.

Sin embargo, no todo eran virtudes en el príncipe. Próximo a la treintena, Parahirenemef tenía un lado oscuro que a veces le sobrepasaba y sobre el que no ejercía ningún control. Era incapaz de saber cuándo llegaba el momento de retirarse en cualquier fiesta o cuál era el límite de su medida. Por eso, no era extraño el que, en muchas ocasiones, tuvieran que llevarlo a su casa en total estado de embriaguez después de una noche de total desenfreno.

Así era Parahirenemef, el hombre que desde su carro instaba a Nemenhat encarecidamente a acompañarle en una nueva empresa.

El príncipe volvió a señalar con firmeza el carro para que subiera, y Nemenhat pareció salir repentinamente de su ofuscación, pues cogió con presteza el arco y saltó sobre el pescante. Apenas había puesto un pie encima, cuando la biga salió disparada como si fueran muchos más los caballos que tiraban de ella.

—Agárrate al pasamanos o te perderé en el primer bache —oyó que le decía el príncipe.

Nemenhat obedeció y trató de acostumbrarse al extraño movimiento del carro; al poco, creyó ser capaz de mantener el equilibrio con cierta dignidad.

—Supongo que es la primera vez que montas —volvió a oír que le decía.

—Así es.

—Deberás acostumbrarte a las aceleraciones, pues los caballos, en ocasiones, suelen dar fuertes tirones.

Ahora el carro corría por la árida estepa de los confines del Sinaí, más allá del campo egipcio. Los guijarros saltaban despedidos por las ruedas de seis radios con una fuerza sorprendente. Nemenhat, más asentado en el carruaje, comenzó a disfrutar de aquella desenfrenada carrera saboreando una sensación totalmente nueva para él, que le pareció extrañamente gratificante. Aquel aire sobre su rostro le hizo percibir un efecto de auténtica libertad que le invitó a llenar sus pulmones con él, sintiéndose casi regenerar.

—Lo importante es adelantarse al terreno por el que vamos a pasar —volvió a escuchar que le decía—, sólo así se puede sacar el máximo rendimiento del carro.

Nemenhat no contestó y se limitó a mirar de reojo al príncipe que parecía concentrado en lo que hacía. Al poco, éste comenzó a tirar de las riendas, y los caballos se fueron frenando hasta que el vehículo se detuvo.

—Me han dicho que eres un magnífico arquero, vayamos a comprobarlo. ¿Ves aquella vieja rueda de carromato sobre la arena?

—Sí.

—Son restos del ejército de User-Maat-Ra-Setpen-Ra cuando pasó por aquí para combatir al Hatti hace cien años. Los derrotó en Kadesh… bueno al menos eso dicen los anales, porque entre tú y yo te diré que Ramsés II era un poco mentiroso.

A Nemenhat, el príncipe le pareció muy campechano, y de inmediato sintió simpatía por él.

—Quiero que dispares tres flechas lo más rápido que puedas y que trates de agruparlas —dijo el príncipe señalando el blanco.

—¿Dónde quieres que las agrupe?

Parahirenemef le miró divertido.

—¡Vaya, he aquí a un virtuoso arquero! Ya que te crees capaz, en el buje.

Nemenhat le dirigió una breve mirada y enseguida cogió su arco y tres flechas del carcaj. Luego fijó su vista en la lejana rueda y volvió a mirar al príncipe.

—Cuando quieras —dijo éste haciendo una invitación con su mano.

Nemenhat asió el arco con una mano en la que tenía sujeta las otras dos flechas y apuntando con cuidado lanzó el dardo hacia el objetivo. Apenas salió aquél, puso la segunda flecha volviendo a lanzar, y acto seguido también la tercera.

Parahirenemef observaba en silencio.

—Has tirado bastante rápido, veamos si acertaste.

Azuzó los caballos de nuevo, y se aproximaron a la vieja rueda a un trote suave.

—Sooo —dijo el príncipe deteniéndolos a la vez que saltaba a tierra.

—¡Reshep
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bendito! —exclamó al acercarse—, las has clavado en el centro, y todas juntas.

Parahirenemef permaneció un momento en silencio acariciándose la barbilla.

—Probemos ahora desde el carro en marcha —le dijo subiéndose a él—. Comprobarás que es muy diferente disparar desde una biga a gran velocidad; a veces quedas suspendido en el aire mientras tiras. Te haré una demostración.

El príncipe puso sus caballos al galope y se ató las riendas a la cintura, luego cogió su arco y varios proyectiles.

Nemenhat le observó con interés. El arco era de cuernos de orix con una pieza de madera en el centro que los unía, y parecía muy robusto. Parahirenemef apuntó a la rueda y disparó en sucesión sus flechas mientras el carro no paraba de dar saltos. Cuando se acercaron, Nemenhat vio que las saetas habían hecho diana, aunque estaban muy separadas.

—Como verás no es nada fácil desde un carro a toda velocidad. Prueba tú ahora.

El príncipe volvió a poner a correr a sus caballos, y en un momento dado ordenó a Nemenhat disparar.

Éste notó cómo su equilibrio se hacía inestable al dejar de sujetarse al pasamanos y su cuerpo se movía descontroladamente; aun así, lanzó los dardos tan rápido como pudo.

—No está mal —dijo el príncipe al aproximarse de nuevo al blanco—, no has dado en el centro, pero has agrupado los tiros. Con un poco de práctica mejorarás. En cuanto te acostumbres a los movimientos de la biga, tendrás mayor precisión —continuó sonriendo—. Eso espero al menos, pues mi vida ha de estar en tus manos.

Ya estaba oscuro cuando el príncipe entró en el pabellón real. Allí se encontraban las tiendas del dios y las de los príncipes y generales que estaban en campaña. Las carpas lucían los gallardetes propios del rango, y se veía una gran actividad alrededor de ellas.

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