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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (22 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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—¡Y en Bubastis
[106]
, tu pueblo! Según dicen, allí no tienen medida —se volvió a escuchar entre el jolgorio general.

—¿Eres de Bubastis, Siamún? —preguntó Kasekemut.

Éste le miró sin contestar.

—¡Fijaos, esto es lo que os decía! —exclamó Kasekemut dirigiéndose al pueblo—. La riqueza de Egipto está en manos de estos desnaturalizados; ved en lo que se ha convertido la antigua Per-Bastet
[107]
. Hoy no habitan allí sino gatos
[108]
y sodomitas.

La gente prorrumpió en un clamor mientras algunos se desternillaban de risa.

—¡Cómo te atreves! —dijo Siamún con la cara enrojecida por la cólera—. No tienes idea de con quién hablas, soldado. Dentro de muy poco te encontrarás montando guardia en el lugar más perdido del país de Kush.

—¿Me amenazas, Siamún? —replicó el muchacho sereno.

Por toda contestación, el comerciante hizo un gesto a los porteadores para que se pusieran en marcha a la vez que miraba a Kasekemut con desprecio.

—¡Eh, Siamún! —exclamó éste, enigmático; devolviéndole la mirada—. Recuerda:
Montuhirkopeshef
(el brazo de Montu es fuerte)
[109]
.

El comerciante hizo un gesto de calculada indolencia y continuó calle abajo entre las voces de sus porteadores reclamando paso.

Alrededor de los dos jóvenes la gente volvió a su quehacer habitual, como si nada hubiera pasado.

—Anda con cuidado, muchacho —le advirtió alguien—, Siamún es un hombre con muchas relaciones.

Kasekemut no dijo nada; cogió a Kadesh por el brazo y la invitó de nuevo a seguir caminando.

Ésta, que no había abierto la boca durante el encuentro con el comerciante, continuó en silencio.

Llegaron a una plaza al final de la calle, donde la gente se afanaba en sacar agua fresca de un pozo. Kasekemut se aproximó a por un poco.

—Toma, bebe —dijo ofreciéndole un pequeño cuenco—. El sol está ya alto y pronto hará calor.

La muchacha dio algunos sorbos y luego le devolvió el vaso. Kasekemut lo cogió y sin dejar de mirarla puso sus labios donde los había tenido ella bebiendo con fruición. Luego la invitó a sentarse a la sombra de un gran sicomoro cercano.

—Siamún te causará problemas —dijo Kadesh rompiendo el silencio.

—Ya veremos —contestó Kasekemut lacónico con la vista fija en el pozo—. En verdad que no podría imaginarte con alguien así —continuó mientras se volvía para mirarla.

—¿Por qué? —preguntó ella con tono frívolo.

—Es imposible que pudieras amar a ese hombre, además…

—¿Amar? El amor puede ser algo efímero, pero la riqueza no; y Siamún me la ofrece.

—No creo que seas capaz de casarte con él por eso.

—¿Ah no? —dijo ella riendo—, ¿tan bien crees conocerme?

—Si hubieras querido, ya lo habrías hecho. Sabes que tengo razón en lo que te dije esta mañana.

Ella levantó una ceja mientras lo miraba coqueta. Él se incorporó y se puso frente a la muchacha. El sol incidió entonces sobre su cabeza dibujando multitud de reflejos en su larga cabellera.

A Kadesh la pareció que, en aquel momento, Kasekemut era el más atractivo de los hombres. Sus ojos. Aquellos labios sensuales a los que se estaba resistiendo. El pelo que le caía como una cascada de destellos sobre sus poderosos hombros. Aquel cuerpo que parecía ser poseedor de un vigor inagotable.

No le cabía duda de que Kasekemut iría hasta el final para conseguir sus propósitos; o moriría en el empeño por ello. En cierto modo, se sintió insignificante ante él y a la vez extrañamente segura. Le miró profundamente a los ojos, y notó que los más primarios instintos se apoderaban de ella. De nuevo la invadió la misma sensación de zozobra que tuvo en el mercado; así que se levantó súbitamente dispuesta a regresar.

Pero Kasekemut no estaba dispuesto a que aquello acabara así, y sin perder un instante, la cogió por ambos brazos y la besó.

Lo inesperado del acto hizo que Kadesh se resistiera e intentara zafarse del joven, pero éste no cejó y la apretó aún más contra sí mientras su boca intentaba abrir la de ella.

Kadesh sintió que su voluntad la abandonaba a su suerte y que aquel débil cordón que la unía a ella, se rompía. Aquellos ardientes impulsos volvieron, esta vez, con fuerza renovada y Kadesh fue consciente que ya no podía pararlos. Sus brazos se deslizaron por el cuello de Kasekemut aferrándose con vehemencia y sus labios se entreabrieron, permitiéndole explorar con su lengua cada rincón de aquella boca de la que él se había apoderado. Juntó su cuerpo y notó el miembro del joven que la esperaba duro como la piedra con que su madre molía el grano a diario.

Lo imaginó erecto e inflamado por las ansias de penetrarla; desesperado por hacer que sus dos cuerpos fueran uno solo, hora tras hora. Esto la llevó al paroxismo y sintió cómo ella misma se humedecía ante aquella fuerza que se desbordaba en su interior.

Fue Kasekemut el que separó sus labios, en un intento de mandar oxígeno a una cabeza que se le iba sin remisión; pero ella le volvió a atraer hacia su ávida boca, haciendo de nuevo que sus lenguas se encontraran impetuosas.

Las puertas a un insondable vacío se abrieron entonces para ellos, desinhibiéndoles de todo lo que les rodeaba y transportándoles a un estado que ignoraban que existiese.

Cuando al fin recuperaron el aliento, el sol caía de plano sobre ellos. Algunos de los que pasaban por allí los miraban y sonreían maliciosos, o hacían algún comentario; pero para los dos amantes no existía nada que no fueran ellos mismos.

Volvieron a la realidad después del enésimo beso, y cogidos de la mano emprendieron el camino de regreso.

Kadesh pensó que todo aquello no era más que uno de los sueños que tan a menudo tenía; que no era posible que hubiera podido ocurrirle algo así. Ella, que tanto gustaba de jugar a la ambigüedad y que tan bien creía controlar sus impulsos. ¿Cómo podía haberse entregado así, de repente, a un hombre al que hacía casi un año que no veía? Y además, a un soldado que, poco o nada tenía que ofrecerle.

Y, sin embargo, sentía una extraordinaria sensación caminando junto a él con sus manos entrelazadas. Al mirarle y verle tan sereno, percibió que algo mágico exhalaba de su persona; parecía como si estuviera por encima de todo. En cierto modo él tenía razón, Egipto corría por sus venas y se lo pondría a sus pies. Fue en aquel momento cuando Kadesh decidió apostar por él. Su calculadora naturaleza se convenció de que Kasekemut llegaría a general, como se había propuesto.

Las últimas notas musicales hacía ya tiempo que se habían apagado. Los invitados fueron saliendo paulatinamente, mientras se ahogaban los postreros ecos de las risas de lo que había sido una bulliciosa velada. Los porteadores acomodaban en sus sillas lo mejor posible a sus rezagados amos que, ebrios, se resistían a abandonar el lugar; luego una vocinglera comitiva se puso en marcha entre fantasmagóricas antorchas que alumbraban su camino. Al poco rato las luces de la casa se apagaron y el jardín quedó a oscuras. Todo estaba en calma.

Un perro ladró a lo lejos y de inmediato fue contestado por ladridos más cercanos; después de nuevo el silencio.

Algo se movió entre unos arbustos de alheña. Al principio fue casi imperceptible, similar a un leve roce casual. Luego pasaron unos instantes, durante los cuales todo estuvo quieto, pero al poco las ramas se movieron de nuevo, esta vez claramente. Después, súbitamente, los matorrales se abrieron entre leves crujidos y dos figuras surgieron de entre ellos cual tenebrosas ánimas.

Durante horas habían permanecido agazapados al cobijo del aquel frondoso seto, observando cada movimiento en la entrada de la casa. La duración de la fiesta les había hecho la espera poco menos que insufrible, no consiguiendo sino aumentar su malhumor.

Con cautela, cruzaron el camino y se acurrucaron junto al muro de adobe que rodeaba la finca. La noche sin luna envolvía aquellas formas en una oscuridad en la que sólo el brillo del estrellado cielo era visible.

Treparon por aquella pared con agilidad pasmosa, encaramándose en su borde como si de monos se tratara; después, con la misma facilidad, se dejaron caer hacia el jardín.

Durante breves momentos se mantuvieron quietos, escrutando las negras sombras; pero nada se movía. Distinguieron las difusas siluetas del palmeral situado junto a la casa, que durante el día la cobijaba bajo su fresca sombra. También repararon en un grupo de narcisos cercanos, aunque más por el perfume que de ellos les llegaba que por su forma. A una señal, las dos figuras se pusieron en movimiento.

Avanzando como dos felinos en noche de cacería, llegaron hasta la vivienda sin hacer un solo ruido. Observaron de nuevo con atención, pero todo continuaba en silencio. Uno de ellos se subió sobre los hombros del otro y tomando impulso saltó aferrándose a los pilares de la balaustrada del piso superior. Balanceándose un instante, cogió impulso y se alzó con habilidad sobre ella. Luego, una vez arriba, cogió la cuerda que llevaba enrollada a su cuerpo y la ató fuertemente por uno de sus extremos sobre el pasamanos, lanzando el otro al jardín. Su compañero asió aquella soga y escaló sin perder un minuto hacia el piso de arriba.

Ambos se encontraron en aquel pequeño balcón en el que una gran puerta daba acceso a la casa; con discreción se acercaron a ella. Se encontraba totalmente abierta, sin duda para permitir el paso del fresco de la noche a su interior y desde dentro, un ruido acompasado llegó claramente a sus oídos. Apartaron suavemente los visillos que cubrían la puerta mirando con cautela. Allí dentro, la oscuridad no era absoluta, puesto que una bujía se mantenía encendida en un rincón de la estancia. Mas la luz era tan tenue, que hacía de la habitación un lugar lóbrego, que en realidad no era.

Casi en cuclillas se introdujeron al interior avanzando muy despacio. El ruido que desde dentro les llegaba era ahora nítido y cercano; al cabo, y tras un momento de espera, ambos se incorporaron con cuidado.

Uno de ellos miró hacia el débil candil que desde su rincón dibujaba toda suerte de caprichosas formas en la penumbra; después, tras una leve seña, se aproximaron hacia el lugar de donde procedía aquel sonido. Allí había una cama y, sobre ella, Siamún roncaba plácidamente.

Kasekemut volvió a mirar a su alrededor; sus ojos, acostumbrados ya a aquella media luz, observaron con curiosidad la habitación. No había duda que a Siamún le gustaba vivir rodeado de lujo, pues la estancia estaba ricamente decorada con magníficos muebles. Hizo un gesto, y su compañero sacó un cuchillo como los que solían utilizar los soldados en campaña; luego, acercándose lentamente, puso su afilada hoja sobre el cuello del comerciante.

Al sentir la primera presión, Siamún gruñó suavemente como si aquello formase parte de sus sueños; pero al continuar sintiendo aquella molestia, sus ojos se abrieron con pereza a la vez que con su mano trataba de apartar aquello que le incomodaba. Por un instante dudó si en verdad estaba despierto, mas realmente fue sólo eso, un instante, lo que tardó en comprender que ya no dormía. Una mano mucho más fuerte que la suya le tapó la boca, a la vez que el cuchillo presionaba con más fuerza su garganta; entonces sus ojos, antes perezosos, se tornaron grandes y angustiados. A menos de dos palmos, alguien le observaba fijamente.

Intentó atisbar su cara, mas sólo pudo distinguir el blanco de unos ojos entre aquella penumbra.

- Montuhirkopeshef
—dijo Kasekemut con suavidad.

Al oírlo, el comerciante volvió la cabeza en aquella dirección sintiendo de inmediato un leve corte sobre su piel, que le hizo dar un grito rápidamente ahogado por la poderosa mano que sellaba sus labios como una losa.

—El próximo corte será definitivo —continuó Kasekemut—. Así que, si haces un solo ruido eres hombre muerto; ahora, conversemos un poco.

Hizo un gesto con la cabeza y Aker, el kushita, quitó su mano de aquella boca.

—¿Tú? —exclamó levantando algo la voz.

Al hacerlo sintió de nuevo la afilada hoja sobre su cuello.

—¿Tú, pero cómo es posible? —volvió a balbucear ahora quedamente.

—Ya te lo dije, Siamún —dijo el joven sentándose en el borde de la cama—. El brazo de Montu es fuerte; quizás ahora comprendas a qué me refiero.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Siamún casi inaudiblemente.

—Verás, Siamún. La otra mañana me dejaste algo preocupado y, ¿sabes?, no soy hombre al que le guste vivir con preocupaciones.

—No sé a qué te refieres.

—¿De verdad? Ja, ja, eres peor que una víbora. Lo mejor sería matarte aquí mismo; mi amigo está deseando hacerlo.

Al oír dichas palabras, el mercader miró a éste con ojos despavoridos y pudo ver como el blanco de sus dientes se mostraba en una siniestra sonrisa.

—Pero yo no te he hecho nada malo; no he…

—Te equivocas en eso —cortó Kasekemut— y sabes muy bien a lo que me refiero. Lo sabes, ¿verdad? —continuó haciendo un gesto para que Aker presionara de nuevo con su cuchillo.

—Está bien, está bien. Si el motivo de tu enojo es Kadesh, puedes quedarte con ella; te doy mi palabra de que no la volveré a ver.

—Tu palabra —escupió el joven mientras se levantaba de la cama—. Tu palabra vale bien poco para mí; creo que tendré que matarte.

—No, no por favor —se precipitó atemorizado—. Si es dinero lo que quieres te daré lo que me pidas, soy muy rico; te daré cuanto quieras, pero no me mates.

Kasekemut le miró con desprecio mientras se acercaba a una pequeña mesa próxima. Allí cogió una jarra dorada y vertió su contenido en una copa.

—Uhm —dijo mientras lo probaba—, es delicioso. Tu vino es excelente —continuó mientras escanciaba otra copa y se la acercaba a Aker.

El kushita se movió para cogerla y entonces la débil luz del candil se reflejó plenamente en su cara. Al ver aquel negro rostro marcado de cicatrices, Siamún se estremeció hasta los huesos.

Aker bebió el vino de un trago y luego hizo una mueca mezcla de sonrisa y agradecimiento que al comerciante le pareció espeluznante. Al observar la catadura de aquel tipo, pensó que tenía los minutos contados y sintió que su cuerpo se aflojaba sin control.

Enseguida el nubio se volvió hacia él con cara de repugnancia.

—¡Qué asco! —dijo Kasekemut mientras se tapaba la nariz—. ¿Acaso piensas presentarte sucio al pesaje de tu alma? Bueno —continuó al momento—, pensándolo bien no serías el primero que lo hiciera.

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