Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
«Qué extraño silencio señorea en este lugar —pensó Shepsenuré mientras seguía caminando—. Ninguna de estas mujeres me ha preguntado por mi visita, y ni siquiera conversan entre ellas.»
El final de aquel sendero le vino a sacar súbitamente de su cavilación, pues justamente enfrente se alzaba la casa.
Era una gran casa de piedra desgastada por el tiempo y que, sin embargo, conservaba intacta toda la gracia que el arquitecto que la había diseñado le confirió. Al verla, Shepsenuré se quedó algo perplejo, pues las viviendas se hacían con adobe o ladrillos, dejando la piedra sólo para los templos y monumentos. De hecho, la entrada principal le recordaba a los quioscos; las pequeñas capillas que, a veces, los faraones levantaban en honor de algún dios.
«¡Una casa de piedra! Ni los faraones construían sus palacios con ella», pensó mientras ascendía por los peldaños de la escalinata que daba acceso a la entrada.
La puerta, como le sucediera anteriormente, también se encontraba abierta y al empujarla, sus goznes hicieron un suave chirrido.
Shepsenuré vaciló un momento; mas fue entonces cuando el insólito silencio que todo lo parecía ocupar se vio roto por el dulce sonido de una lira. Se oía lejano, pero a Shepsenuré le pareció la mejor de las invitaciones, y entró en la casa.
Se halló entonces en una amplia sala iluminada con múltiples lamparillas, que otorgaban una tenue luz al ambiente, haciéndolo muy acogedor. En un rincón se quemaba incienso en un gran pebetero que enseguida Shepsenuré aspiró con satisfacción, pues su olor le era muy grato. Atravesó la estancia respirando profundamente y salió a un gran patio columnado, que de nuevo le sorprendió. Estaba lleno de plantas de las mismas extrañas variedades que había visto en el jardín y que producían, entre todas, aquel perfume sin igual. Las columnas que lo rodeaban eran también muy hermosas y al acercarse, Shepsenuré comprobó que eran palmiformes; un tipo de columna de fuste cilíndrico que tenía un capitel formado por nueve hojas de palma atadas por sus tallos. Sin duda un tipo de columna ya en desuso, y que Shepsenuré recordaba haber visto entre los restos del templo de Unas en Saqqara.
«¡Una columnata como las construidas por los faraones de la V dinastía, en una vivienda privada de la XX!», volvió a pensar admirado. Todo le resultaba cuando menos insólito.
Cruzó el patio siguiendo los acordes de aquella lira ahora cercanos, y volvió a entrar en una habitación parecida a la anterior en cuyo extremo pendían unos grandes visillos que permitían adivinar difusas imágenes suavemente iluminadas, justo al otro lado.
Al apartar aquellos sutiles velos con una mano, Shepsenuré abrió la puerta a un sueño que ni tan siquiera en la más feliz de sus noches, hubiera podido concebir.
Dioses inmortales que guiáis mordaces los inseguros pasos de los hombres. Dedos invisibles que mueven los hilos de destinos inciertos, invitándoles a participar en la gran representación en la que cada alma debe encarnar su papel sin saber el fin que les deparan.
He aquí a Shepsenuré, el ladrón de tumbas, hijo y nieto de ladrones, que movido por inexplicables resortes, ha sido inducido a participar en un juego cuyo resultado no es capaz de controlar, aunque él aún no lo sepa.
¿Era la irrealidad la que le daba la mano al traspasar aquellos velos, o su pasado fue un sueño del que acababa de despertar?
Shepsenuré sólo era capaz de percibir todo aquello que añoramos y a la postre perseguimos durante toda nuestra vida; paz, sosiego, bienestar y felicidad. Parecía que hubiera dejado su pesada carga en la habitación contigua sintiéndose ahora libre de opresiones, angustias o recelos. ¿Sería aquélla la entrada a los Campos del Ialu?
No recordaba que su alma hubiera sido pesada, ni que los cuarenta y dos jueces de los muertos hubieran juzgado sus pecados en el tribunal de Osiris. Pero sin embargo estaba allí, rodeado de todo lo hermoso que cualquier hombre pudiera desear; plantas exóticas, aire fragante, el murmullo de las aguas del cercano río que parecían arrullarle, la suave brisa, las notas de aquella lira y… Men-Nefer.
La vio extender un brazo invitándole a pasar, sonriéndole como sólo había visto hacer a ella; ligeramente recostada sobre un diván, representaba la sublime exquisitez.
Shepsenuré tuvo entonces consciencia de todo cuanto le rodeaba. De la hermosa terraza donde se encontraba, de la gran variedad de flores que por doquier le hacían llegar su oloroso aroma, de la escalinata que, un poco más allá, descendía hasta sumergirse en las aguas del Nilo, de la joven arpista que con sus gráciles dedos arrancaba aquellas notas a su instrumento, del diván de Men-Nefer situado justo en medio del mirador, y de la primorosa mesita de ébano con pequeñas incrustaciones de marfil, sobre la que había una bandeja repleta de grandes racimos de uvas y rojas granadas.
También advirtió la existencia de otras personas en las que no había reparado al entrar. Eran dos hombres de color, de gran estatura, poseedores de una formidable musculatura que brillaba voluble al capricho de las lámparas. Permanecían de pie junto a la pared, vestidos tan sólo con un pequeño kilt, que cubría su masculinidad.
—Sé bienvenido a mi casa, te estaba esperando —oyó decir a Men-Nefer.
El egipcio volvió la cabeza y se aproximó hacia ella.
Levemente inclinada, la mujer iba vestida con un sencillo traje de tirantes muy escotado que, debido a su posición, dejaba al descubierto uno de sus pechos. No llevaba pulseras ni collares, ni tan siquiera un anillo y sin embargo al verla de nuevo, Shepsenuré pensó que era la más rutilante de las estrellas.
—¿Cómo sabías que te visitaría esta noche? —preguntó al aproximarse a ella.
Men-Nefer rió, como siempre, cautivadora.
—Siéntate a mi lado y descansa; el camino desde tu casa no es corto —dijo mientras hacía una seña a la arpista para que se retirara—. ¿Quieres un poco de vino?
Shepsenuré asintió sentándose junto a sus pies, subyugado de nuevo por aquella voz.
—Te he traído un obsequio —dijo él haciendo un esfuerzo por salir de su mutismo.
Ella volvió a reír de nuevo.
—Te doy las gracias; puedes dejarlo sobre esa mesa —contestó mientras escanciaba el vino en una copa de traslúcido alabastro.
—¿No quieres saber qué es? —preguntó él sorprendido.
—No hace falta, sé que no serías capaz de visitar mi casa sin un presente propio de una reina —dijo ofreciéndole la copa.
—¿Reina dices? Ni a una diosa la agasajaría con más largueza que a ti. Aunque tú bien pudieras serlo; Hathor reencarnada no sería más bella.
Ella torció el gesto a la vez que endurecía apenas su mirada.
—Hathor, Hathor; debes saber que no es diosa de mi devoción, y los hombres la nombráis a cada momento.
—En ese caso no la mencionaré más, ¿quizá prefieres que cite a Bastet?
Ella le miró ahora con cierto fulgor en sus ojos.
—Bastet simboliza el principio de la variabilidad; algo inherente a mi naturaleza. Puede ser maternal y protectora o transformarse en una leona llena de cólera. Así soy yo.
—¿Por eso tienes el jardín lleno de gatos?
—Ja, ja, ja, ¿no fuiste tú el que habló de diosas reencarnadas? Comprendo que te resulte extraño.
—En realidad, todo aquí me resulta extraño; los gatos, este silencio…
—¿No te gusta el silencio?
—Suelo buscarlo en ocasiones.
—Pues en mi casa lo encontrarás siempre.
—No hace falta que lo jures. Ni uno solo de tus sirvientes abrió la boca cuando llegué.
Ella le miró de nuevo fijamente sin tan siquiera parpadear.
—Claro —dijo suavemente—, no pueden hablar.
—¿Tus sirvientes son todos mudos? —preguntó perplejo.
—No, es que no tienen lengua —contestó ella mientras se llevaba la copa a sus labios.
Shepsenuré sintió como un escalofrío le recorría la espalda.
—Ja, ja, ¿se te eriza el vello? No creerás que yo se la corté, ¿verdad?
El egipcio bebió un largo trago, pero no contestó. Ella le sirvió de nuevo más vino y después se reclinó voluptuosa.
—Decías que todo en mi casa te parece extraño. ¿Acaso yo también te lo parezco?
—Sí, extrañamente hermosa.
Otra vez aquella risa flotó en el ambiente.
Men-Nefer estiró una de sus piernas apoyando el pie sobre el faldellín del egipcio. Éste la miró algo azorado, pero ella lo introdujo por dentro de la falda y lo deslizó por su muslo.
Shepsenuré apenas pudo disimular un leve gemido a la vez que notaba cómo su miembro se desperezaba. Ella le miró implacablemente seductora adentrándose de nuevo en su alma como sólo ella sabía hacerlo.
Shepsenuré sintió aquel pie que acariciaba su muslo lentamente cada vez más cerca de su entrepierna, e introdujo sus manos bajo su falda cogiéndolo y situándolo sobre su
kilt.
Mas enseguida reparó en los dos hombres que seguían junto a la pared como estatuas de basalto.
Ella movió los dedos de aquel pie sobre la tela que cubría su miembro y sintió cómo se hinchaba al instante.
—No te inquietes por ellos, no se moverán de ahí —susurró Men-Nefer.
Él dejó salir un sonido gutural a la vez que asía aquel pie entre sus manos y se lo llevaba a sus labios. Era suave y perfecto, y lo empezó a besar con delicadeza a la vez que la miraba. Ella le observaba con complacencia mientras humedecía su boca voluptuosamente.
Shepsenuré entrecerró sus ojos y se introdujo aquellos dedos en su boca mordisqueándolos excitado. Ella se dejaba hacer a la vez que movía sus piernas agitada. En ese momento, él vio cómo la túnica se abría dejando al descubierto sus muslos torneados; Shepsenuré renunció entonces a aquellos dedos y ascendió con sus labios por las piernas que la diosa le ofrecía. En un interminable camino, subió y subió por ellas besando cada centímetro de aquella piel que le quemaba. Sus manos, nerviosas, levantaron un poco más la túnica, mostrando unos muslos fuertes y turgentes, en uno de los cuales había un pequeño gato tatuado. Shepsenuré hundió su cabeza entre ellos besándolos enardecido, casi frenético. Luego aquellas manos empujaron todavía más el vestido dejando al descubierto sus partes más íntimas.
El egipcio permaneció quieto durante breves instantes con su vista fija en ellas. Naturalmente, no era la primera vez que veía el sexo a una mujer, aunque sí a una deidad inmortal. Aquel pubis de un color claro como el del traslúcido alabastro, en el que no se adivinaba la menor existencia de vello, se le ofrecía como el más exquisito de los manjares que probar pudiera; era como un premio final a una vida llena de dificultades y aflicciones, o al menos así lo pensó, pues se abalanzó sobre él como el beduino del desierto hubiera hecho al encontrar un pozo de vivificante agua fresca.
Luego su corazón sólo fue un torbellino alimentado únicamente por pasiones descontroladas. Su boca se apoderó de aquella hendidura de color suavemente sonrosado, que lamió con desesperación a la vez que aspiraba con fruición su olor ligeramente almizclado, que le embriagó más que todos los jardines de Egipto juntos.
No supo cuánto tiempo estuvo allí, pues unas manos tiraron suavemente de su cabeza separándole de tan divino deleite.
«Cuan fugaz me parece mi gozo», pensó en un pequeño instante de lucidez.
Pero enseguida vio que aquella diosa jadeaba entre ahogados gimoteos y empujaba su cabeza hacia sus labios, uniéndose ambos entonces, en un beso en el que sus esencias quedaron fundidas en una sola.
En un momento de respiro, Shepsenuré se incorporó levemente despojándose de su falda. Luego, torpemente, se quitó su pequeño kilt, sintiendo de inmediato un inmenso alivio al desaparecer la opresión que ya le era insoportable.
Al hacerlo surgió su órgano enhiesto en toda su extensión. Shepsenuré se quedó sorprendido al ver cómo la sangre hinchaba las venas que lo recorrían y lo volvían tumefacto.
Miró a Men-Nefer y ella mostró una sonrisa de satisfacción al contemplarlo. Acto seguido, su delicada mano se apoderó de él y lo dirigió sabiamente hacia aquella secreta abertura símbolo de excelsos goces. Lo animó a entrar dulcemente a la vez que elevaba un poco sus caderas, y él notó cómo se deslizaba suavemente hacia su interior mientras unas piernas se entrelazaban en su cintura.
Ambos comenzaron entonces una alocada carrera sin ninguna dirección. Un paso suave que va creciendo paulatinamente hasta convertirse en un frenético galope, y que ninguno de los dos estaba dispuesto a abandonar hasta llegar a la lejana meta.
El oculto animal que Shepsenuré llevaba dentro corría desbocado por los abiertos campos de lo desconocido. Éstos sí eran los Campos del Ialu; éste sí era el paraíso, ya no le cabía ninguna duda, allí era donde quería acabar sus días. Si no había podido elegir su principio, ¿por qué no podía elegir su final? Al egipcio ya no le importaba nada, sólo quería prolongar aquel placer para siempre.
Mas nada tan efímero como eso. Al final unos cuerpos que se arquean, gritos mal contenidos e incontrolados espasmos; la espiral del placer que dejó tendido a Shepsenuré sobre ella, exhausto y jadeante todavía entre convulsiones.
Unos dedos acariciadores le recorrieron entonces la espalda haciendo mil arabescos sobre su piel; cálidos dibujos que él antes ignoraba que existiesen.
—Démonos un baño.
Aquellas palabras sacaron de su semiinconsciencia al egipcio que entreabrió los ojos remolón.
Ella le empujó con suavidad animándole a levantarse.
—A estas horas el agua está deliciosa; vamos a bañarnos.
Shepsenuré se incorporó con cierta desgana y enseguida ella se puso en pie. Mirándole afectuosamente, dejó caer su vestido al suelo y luego se dirigió a la escalinata que bajaba hasta el río. Él la vio alejarse, todavía amodorrado, contoneando sus firmes nalgas.
—Vamos, no seas perezoso, o ¿acaso pretendes dejarme sola en el agua? —oyó que le decía.
Por fin se irguió y caminó hacia aquella voz que le llamaba y a la que ya nunca podría negar nada.
Su cuerpo todavía chorreaba de sudor cuando se sumergió en el agua. Ciertamente estaba deliciosa; la sintió regeneradora y refrescante, como si insuflara instantáneamente fuerzas renovadoras en su sofocado cuerpo. Allí, el Nilo formaba una pequeña ensenada de aguas tranquilas, donde se podía nadar lejos de las fuertes corrientes del río.
Ella le llamó una vez más mientras chapoteaba, y él nadó presto hacia su voz.