El ladrón de tumbas (19 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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El público no tenía acceso al interior del complejo, sólo el faraón y dignatarios o servidores del dios podían entrar; por lo que si querían realizar alguna rogativa, debían hacerla extramuros. Para ello, se había esculpido una gran oreja humana en lo alto de cada torre, y entre torre y torre, en las murallas, estaban grabadas frases que Nemenhat no entendía.

—¿Qué dice ahí? —preguntó a Seneb.

—Uhm, es una invitación a la oración: «Rezadle en el gran corredor exterior, desde aquí se oirá la oración.»

Al oír estas palabras el muchacho se sintió absolutamente insignificante y miró a su padre. Éste, que lo venía observando desde hacía ya rato, le sonrió.

—Éste es el armazón del Estado, hijo mío —dijo poniéndole una mano sobre el hombro—. Templos como éste son el sostén de la terrible burocracia que lacra al país.

—No blasfemes —cortó Seneb—. El equilibrio del país se ha mantenido gracias a los hombres que hay tras esas murallas. Ellos son guardianes de las reglas dadas por los dioses.

—Seneb, las palabras escritas sobre estas murallas no hacen sino alimentar mi agnosticismo.

Hubo un instante de incómodo silencio mientras los dos hombres se miraban fijamente.

—No discutamos más. Hoy es un gran día para el muchacho y no debemos estropeárselo. Min y tú, debéis esperarnos fuera —dijo Seneb mientras cogía por el brazo a Nemenhat y se encaminaban hacia la puerta.

Entonces, Nemenhat pudo observar con más detenimiento el enclave del santuario. Vio un gran lago junto a las murallas en la parte norte, donde navegaba la barca del dios durante las procesiones rituales celebradas en los días de fiesta. El recinto estaba rodeado de bellos palmerales, emplazados entre magníficos jardines y hermosos edificios, como el palacio que el faraón Merenptah se hizo construir al este, hacía más de cuarenta años. Estatuas sedentes, esfinges de alabastro, colosos de granito, engrandecían el conjunto. Se quedó embelesado ante las dos enormes estatuas de granito rojo, que flanqueaban la entrada meridional del recinto.

—Son de Ramsés II —le dijo Seneb—. El más grande de los reyes de esta tierra.

Conforme se aproximaron a la gran entrada, observaron una mayor afluencia de gente, que se dirigía a los corredores exteriores situados junto a las murallas. Allí harían sus ruegos al dios.

Cerca de estos corredores, había puestos donde se vendían todo tipo de estatuillas votivas y conjuros para combatir cualquier mal.

Al llegar al gran pórtico que daba acceso al complejo, una solitaria figura se aproximó a ellos.

Seneb se adelantó y ambos se dieron un abrazo; se dijeron algunas palabras de afecto y el viejo hizo una seña al muchacho para que se les acercara.

—Éste es Kaemwase, maestro entre los médicos de este templo; él será quien lleve a cabo la ceremonia.

Nemenhat apenas pudo disimular la viva impresión que Kaemwase le causó. Aunque había visto con anterioridad a algún sacerdote, nunca a uno como éste. La figura que tenía ante sí desprendía poder y dignidad y la esparcía a su alrededor de tal forma, que era como un perfume que nadie podía ignorar. Iba totalmente rasurado de la cabeza a los pies, incluso las cejas y pestañas habían sido depiladas lo que le daba un aspecto extraño, como de otro mundo. Llevaba una túnica de lino inmaculado como jamás Nemenhat pensó que existiese. Ninguna joya o abalorio adornaban su cuerpo, tan sólo el báculo que portaba iba ornamentado en su extremo por un pilar
djed
de marfil, extraordinariamente trabajado.

El muchacho, azorado, le miró sin poder disimular su timidez y se encontró con unos ojos cuyo magnetismo le dominó por completo. La mirada de aquel hombre le hizo sentir un escalofrío y luego una sensación de abandono que recordaría durante toda su vida. No tenía explicación, tan sólo era consciente de que su voluntad no existía ante él.

Aquel hombre hizo un ademán de invitación y los tres entraron en el recinto del templo. Nemenhat no había visto nunca nada igual. El primer pilono se abría ante él como un mundo nuevo del cual ignorase su existencia. Era un patio enorme en el que reinaba una febril actividad. Cientos de personas, todos al servicio del templo, se afanaban en sus innumerables quehaceres diarios. No en vano el templo de Ptah, como también ocurriese con el de Karnak, era totalmente autónomo. Producían todo lo necesario para su mantenimiento diario, lo cual incluía lógicamente el trabajo de los campos y el almacenamiento del grano. Los graneros del templo eran enormes y guardaban todo lo que aquella tierra podía darles. Había un control exhaustivo sobre las entradas y salidas de aquellos productos, así como de todo lo necesario para el correcto funcionamiento del templo; nada había sido dejado al azar. Todo estaba donde debía de estar y atendía a un orden que le había hecho perdurar durante dos milenios.

En el centro de aquel pilono discurría una amplia calzada de alabastro flanqueada por grandes columnas papiriformes de capitel cerrado, que comunicaban con la puerta de acceso al recinto interior del templo, formado por varios pilonos más hasta llegar a la morada del dios
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. Este acceso se encontraba enclavado en medio de una pared amurallada, donde hondeaban varios gallardetes con emblemas alusivos al dios y a la realeza; a ambos lados de dicha puerta, dos figuras de Ptah montaban su pétrea guardia. Representaban al dios en su apariencia típica; un hombre con bonete envuelto en un lienzo, portando con sus dos manos un cetro terminado en un pilar
djed,
y el símbolo del poder,
was.

Traspasar esa puerta, estaba vedado a todo el mundo salvo a los servidores autorizados y al Hem-netjer-tepy (el primer servidor del dios, en este caso el Gran Artesano)
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.

A la derecha de la entrada, había una larga columnata que comunicaba con otras dependencias anexas al templo. Kaemwase hizo una señal para que le siguiesen a través de ellas, y pasaron a otro amplio patio en el que se encontraban dos capillas. Una dedicada a Sejmet, esposa de Ptah y otra a Nefertem, el eternamente joven e hijo de ambos y al que se veía sentado con una flor de loto sobre la cabeza.

Seneb y el muchacho le siguieron en medio de una atmósfera de absoluto silencio tan sólo rota por el pisar de las blancas sandalias del sacerdote, y se dirigieron directamente hacia un edificio anexo al pequeño templo consagrado a la diosa leona (Sejmet), donde se desarrollaban todo tipo de actividades médicas. Una vez dentro, pasaron por un amplio corredor que comunicaba con diversas cámaras y que llevaba a un patio columnado en cuyo centro se encontraba una estatua de la diosa. Desde allí, Sejmet confería su protección a todas las dependencias para que las curaciones efectuadas fueran eficaces.

Al fin llegaron a una habitación donde todo parecía estar preparado. Había un lecho de alabastro con incisiones en la piedra donde se habían acoplado pequeños recipientes con desconocidas pócimas, y junto a él, una pileta de granito con agua clara. Asimismo, y sobre una mesa de piedra, se veían gran variedad de herramientas, como cuchillos de diversos tamaños y formas, pinzas o fórceps. Olía a incienso recién quemado y un individuo de aspecto torvo parecía estar esperando su llegada. Intercambió unas breves palabras con Kaemwase, y de inmediato ofreció a Nemenhat una poción que éste bebió sin rechistar. Estaba terriblemente amarga, pero al poco sintió que un estado de somnolencia le invadía por completo. A partir de aquel momento todo fueron vagos recuerdos en la mente del muchacho; tan sólo recordó la pila de granito cuando el sacerdote se lavó las manos y cómo después cogió un cuchillo ceremonial de sílex y se aproximó a él.

«El cuchillo —pensó-. ¿Cuántos prepucios habrá cortado?» Mas era incapaz de razonar nada que fuera más allá.

Sintió que unas manos le sujetaban férreamente los brazos y que le despojaban del taparrabo. Miró estúpidamente al acólito que le agarraba con firmeza y se encontró con unos ojos carentes de la menor expresión, que parecían mirar sin ver. Cada vez más difusamente, escuchaba una extraña letanía que Seneb y el sacerdote cantaban a coro. Eran palabras extrañas, palabras que nunca antes había escuchado, palabras que formaban frases inconexas en un idioma que parecía desconocido para él; y, sin embargo, en lo más profundo de su mente sonaron naturales y agradables.

Observaba a Seneb que, con un viejo papiro en la mano, recitaba aquellas frases y como Kaemwase contestaba mecánicamente con aquella voz profunda que le parecía venir del Amenti. Entonces comprendió que estaban hablando en un egipcio muy antiguo.

«Quizás estos papiros tengan miles de años», pensó.

Casi al final se concentró y reconoció palabras pronunciadas con diferente acento, luego su mente se embotó y ya no escuchó nada.

—¿Será un sueño? —se dijo confuso mientras una figura vestida de blanco se agachaba y cogía su miembro entre las manos.

Difícil de contestar para quien se sentía como un ser intemporal, carente de la más elemental capacidad de reacción; y mientras tanto, allí estaba Kaemwase arrodillado, cortándole la piel alrededor de su miembro. Todo era difuso e irreal, incluso el corte que estaba recibiendo le pareció algo lejano, mas en el fondo de sí mismo su propia esencia constataba que estaba allí y que aquello no era ningún sueño.

¿Cuánto tiempo pasó? Cómo saberlo; tan sólo sentía la lejana manipulación del médico y su voz profunda y poderosa que le hablaba, aunque no entendiese lo que decía. Intentó responderle pero fue incapaz de articular palabra; en ese momento Nemenhat se sintió desamparado.

Mas unas manos le dieron a beber otra pócima. Ésta le supo fresca y estimulante.

—Es una tisana de algarrobos; tómala —creyó oír en la distancia.

Al poco rato su mente comenzó a relacionar cuanto veía, aunque se sintiera aturdido. Otra vez escuchó las extrañas invocaciones recitadas por aquellos hombres y que parecían formar parte primordial en el ceremonial llevado a cabo. Después, y mientras enrollaba el papiro entre sus manos, Kaemwase miró fijamente al muchacho y pronunció con voz solemne:

—¡Nemenhat, eres puro a los ojos de los dioses!

Aquellas palabras parecieron coincidir con una regresión, pues Nemenhat era capaz de darse cuenta de cuanto acontecía en aquella sala. Luego, observó cómo el médico colocaba un apósito sobre su miembro.

—Es una mezcla de incienso, pulpa de vaina de algarrobo y grasa de buey —oyó que decía el médico a Seneb—. Esto le secará la herida. Para que cicatrice convenientemente, aplicadle un poco de cera y grasa de rebeco junto con la anterior mezcla y luego dejarlo secar al aire.

Seneb asintió en silencio, y fueron después sus brazos los que se hicieron cargo de él, ayudándole a dar los primeros pasos.

Abandonó la sala renqueante y al salir, su mirada volvió a cruzarse con la de Kaemwase, quien le hizo sentir de nuevo su poder dominador.

Ya en el patio, camino de la puerta principal, comenzó a notar un ardor terrible en el pene.

Al oír el leve quejido, Seneb le miró.

—Es el precio de la pureza —dijo quedamente.

—La pureza; soy puro a los ojos de los dioses —balbuceó Nemenhat repitiendo mecánicamente las palabras del sacerdote.

Luego atravesaron el primer pilono y salieron del templo. Afuera, Min y Shepsenuré esperaban sentados a la sombra, junto a unas adelfillas y al verles venir, con el muchacho dolorido, se levantaron prestos para ayudarle. Shepsenuré no pudo evitar el sentir cierta emoción dentro de sí, pues estaba claro que su hijo se haría hombre en poco tiempo.

Mientras esperaba, había reconsiderado algo su postura, y es que no había tenido que pagar ni un solo quite por la operación. Era la primera vez en su vida que alguna institución hacía algo por él, y esto le llevaba a experimentar cierta jovialidad; sobre todo porque un médico como aquél le hubiera costado no menos de veinte deben de cobre.

—¡Genios del Amenti!, jamás vi destreza igual —exclamaba Kasekemut alborozado.

Nemenhat le miraba con una mueca burlona, mientras sacaba otra flecha del carcaj y la ponía en el arco. Observaba de reojo a su amigo mientras tensaba la cuerda y luego lanzaba el proyectil acertando de lleno en el blanco.

—¡Es increíble! —volvía a exclamar Kasekemut—. Haces diana todas las veces. Dime la verdad y reconoce que has hecho un pacto con el mismísimo Montu
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; no hay duda que él es quien guía tu brazo.

Nemenhat reía encantado ante el entusiasmo de su amigo. En realidad, él mismo estaba enardecido con la nueva diversión que aquél le había proporcionado. Nunca antes había tirado con arco, pero al verle parecía que llevara toda la vida haciéndolo.

—¡Es inaudito! —repetía Kasekemut mientras se rascaba la cabeza—. Está claro que has nacido para esto, colocas las flechas donde te propones. ¡Y a más de doscientos codos! Deberías enrolarte en el ejército; créeme si te digo que no he visto a nadie tirar como tú.

—No creo que fuera muy feliz allí —respondió mientras apuntaba cuidadosamente—. Además estoy seguro de que pueden prescindir de mis servicios —dijo lanzando de nuevo.

—Eneada bendita; Userhet debería ver esto. Estoy seguro de que si lo hiciera te reclutaría hoy mismo.

—Entonces espero que no se entere, amigo —contestó sonriendo mientras le devolvía el arco—. Si él estuviera aquí te aseguro que mi puntería se resentiría.

—Pues es una pena —replicó con resignación—. El mismo faraón te incorporaría a su servicio; quién sabe, puede que incluso compartieras con él su carro.

—Dejemos eso para los guerreros —respondió Nemenhat mientras se sentaban a la sombra del frondoso palmeral—, yo no tengo alma de tal. Tú en cambio te has convertido en uno; ya eres un
w'w
(soldado raso) y por algo se empieza.

—Sí —contestó Kasekemut mientras mantenía su mirada perdida entre el follaje—. Pero te aseguro que algún día seré
mer mes
(general). Estoy convencido que lo más difícil quedó atrás. Para gente como nosotros, el problema es poder acceder a la escuela de oficiales; pero una vez dentro, el camino se aclara como la luz de la mañana. El período de reclutamiento ya ha pasado, y a partir de ahora sólo espero la oportunidad de distinguirme.

—Bueno, para ello Egipto necesitará de alguna guerra.

Hubo un incómodo silencio, aprovechado por los pájaros para hacer oír sus trinos. Seguidamente, Kasekemut adoptó un aire reservado y miró con cautela a su alrededor.

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