El ladrón de cuerpos (65 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Posó los ojos en el mar, y de pronto le noté cierta amargura en la cara.

—Tú sabes la respuesta. Esos encuentros no son mi vocación, no significan nada para mí. No digo que no haya disfrutado unas cuantas incursiones por las alcobas, pero tengo cosas más importantes que hacer, Lestat, mucho más importantes.

"Quiero viajar a tierras y ciudades que siempre soñé con conocer. Río es sólo la primera. Hay misterios que debo resolver, cosas por averiguar.

—Sí, me imagino.

—La última vez que nos vimos dijiste algo que me pareció importante:

"Seguramente no irás a regalarle esta vida también a la Talamasca". Bueno, no, no se la voy a regalar. Lo que tengo claro es que no debo desperdiciarla, que debo hacer algo de valor con ella. Sin duda no voy a saber enseguida el rumbo. Tiene que haber un período de viajes, de aprendizaje, de evaluación, antes de decidir el curso. Y a medida que voy estudiando, escribo, anoto todo. A veces el objetivo parece la escritura misma.

—Lo sé.

—Quiero preguntar te muchas cosas.

— ¿Qué tipo de cosas?

—Referentes a lo que viviste esos pocos días, y si lamentas que hayamos puesto fin tan pronto a la experiencia.

— ¿Qué experiencia? ¿Te refieres a mi vida de mortal?

—Sí.

—No lo lamento.

Iba a retomar la palabra pero se detuvo. Luego volvió a hablar.

— ¿Qué sacaste en limpio? —preguntó con sumo interés.

Me volví para mirarlo. Sí, decididamente el rostro parecía más angular.

¿Era la personalidad la que lo había afilado, dándole más definición?

Perfecto.

—Perdón, David, pero me distraje. ¿Qué me preguntaste?

— ¿Qué sacaste en limpio? —repitió con su eterna paciencia— ¿Cuál fue la lección?

—No sé si fue una lección. Y si aprendí algo, puede que me lleve un tiempo comprenderlo.

—Sí, claro.

—Te puedo decir que advierto nuevas ansias de aventuras, de paseos, muy similar a lo que te pasa a ti. Quiero volver a la selva tropical. Pude verla muy poco cuando fui a visitar a Gretchen. Había un templo allí, que quiero recorrer.

—Nunca me contaste lo que pasó.

—Oh, sí, te lo dije, pero en ese momento eras Raglán James. El Ladrón de Cuerpos fue testigo de esa pequeña confesión. ¿Por qué se le habrá ocurrido robar semejante cosa? Pero me estoy yendo del tema. Hay otros muchos lugares que deseo visitar.

—Sí.

—Vuelvo a sentir un anhelo de futuro, de conocer los misterios del mundo natural, de ser el espectador en que me convertí aquella lejana noche en París, cuando se me obligó a entrar en esto. Perdí mis ilusiones. Perdí mis mentiras preferidas. Podríamos decir que reviví en aquel momento y renací a las tinieblas de mi propio libre albedrío. ¡Y qué albedrío!

—Te comprendo.

—Oh, qué bien.

— ¿Por qué hablas así? —Bajó la voz y prosiguió lentamente: — ¿Necesitas mi comprensión tanto como yo necesito la tuya?

—Tú jamás me has entendido, David. Oh, no te lo digo como acusación.

Te haces ilusiones sobre mí, lo cual te permite visitarme, hablar conmigo, hasta darme cobijo y ayudarme. No podrías hacer todo eso si realmente supieras lo que soy. Intenté decírtelo cuando hablaba de mis sueños...

—Estás equivocado. Hablas por vanidad. Te encanta hacer creer que eres peor de lo que realmente eres. ¿A qué sueños te refieres? No recuerdo que me hayas hablado nunca de sueños.

Sonreí.

— ¿Ah, no? Haz memoria, David. El sueño del tigre, el que me hacía sentir miedo por ti. Y ahora se cumplirá la amenaza de ese sueño.

— ¿Qué quieres decir?

—Que te lo voy a hacer, David. Voy a hacerte de los míos.

— ¿Qué? —Su voz se convirtió en un susurro. — ¿Qué me estás diciendo? —Se inclinó hacia adelante tratando de ver con claridad la expresión de mi cara. Pero la luz nos venía de atrás, y su vista humana no era lo bastante aguda.

—Acabo de decírtelo. Te lo voy a hacer.

— ¿Por qué lo dices?

—Porque es verdad. —Me levanté y con la pierna empujé el sillón a un costado.

El me miró sin levantarse. Sólo entonces su cuerpo tomó conciencia de peligro. Vi que se ponían tensos los músculos de sus brazos. Sus ojos estaban fijos en los míos.

— ¿Por qué hablas así? No puedes hacerme eso.

—Por supuesto que sí, y lo haré. Siempre te dije que era malvado, que era el mismísimo diablo. ¡El diablo de tu Fausto, el de tus visiones, el tigre de mis pesadillas!

—No, no es verdad.—Se puso de pie y, al hacerlo, volteó el sillón y casi pierde el equilibrio. Retrocedió unos pasos. —No eres el diablo, sabes bien que no. ¡No me hagas esto! ¡Te lo prohíbo! —Apretó los dientes al pronunciar las últimas palabras. —En el fondo del corazón eres tan humano como yo. Y no lo harás.

— ¡Claro que sí! —Me reí porque no pude evitarlo. — ¡David, el Superio General! David, el brujo del candomblé.

Retrocedió aún más por el piso de baldosas. La luz iluminaba de lleno su cara y los músculos tensos de sus brazos.

— ¿Pretendes luchar conmigo? No hay fuerza en la tierra que pueda impedirme hacerlo.

—Antes prefiero morir —expresó con voz ahogada. Su rostro estaba más oscuro, arrebolado por la sangre. Oh, la sangre de David.

—No te voy a dejar morir. ¿Por qué no recurres a tus viejos espíritus brasileños? No recuerdas cómo se hace, ¿verdad?

—No puedes pagarme de esta manera. —David luchaba por mantener la calma.

— ¡Pues así es como paga el diablo a quienes lo ayudan!

— ¡Lestat, yo te ayudé a enfrentar a Raglán! ¡Te ayudé a recuperar ese cuerpo! ¿Y no me habías prometido lealtad? ¿Cuáles fueron tus palabras?

—Te mentí, David. Me mentí a mí mismo y a otros. Eso me enseñó mi pequeña aventura por la carne. Me asombras, David. Estás enojado, muy enojado, pero no tienes miedo. Eres como yo, David... tú y Claudia... los únicos que realmente tienen mi misma fuerza.

—Claudia —articuló, e hizo un gesto de asentimiento—. Ah, sí, Claudia.

Tengo algo para ti, amigo mío. —Se alejó, y a propósito me dio la espalda para destacar la audacia de su gesto. Muy despacio se encaminó hasta la cómoda. Cuando giró sobre sus talones vi que tenía un pequeño relicario en las manos. —Lo traje de la Casa Matriz. El relicario que me describiste.

—Ah, sí. Dámelo.

Sólo entonces, mientras luchaba con el estuchecito ovalado, vi que le temblaban las manos. No sabía manejar bien los dedos. Al final consiguió abrirlo y me lo tendió. Yo contemplé la miniatura pintada: el rostro de Claudia, sus ojos, sus rizos dorados. Una niña que me miraba tras una máscara de inocencia. ¿Era una máscara?

Y lentamente, de entre el torbellino de mi memoria, extraje el momento en que por primera vez había posado mis ojos en esa chuchería, en su cadena de oro cuando me hallaba en la lóbrega calle de tierra y acerté a pasar por la choza donde la madre yacía muerta a causa de la peste y su hijita mortal, convertida en alimento del vampiro, era un cuerpecito blanco que temblaba, indefenso, en los brazos de Louis.

¡Cómo me reí de él en ese momento! Lo había señalado con el dedo, luego levanté de la cama apestosa el cuerpo de la muerta —la madre de Claudia—, y bailoteé con ella por la habitación. Y en el cuello de la difunta estaba la cadenita con el relicario, porque ni el más audaz de los ladrones se habría atrevido a entrar en esa choza para robar esa baratija de las fauces mismas de la peste.

Lo tomé con la mano izquierda, mientras la derecha dejaba caer el pobre cadáver. El broche se había roto e hice oscilar la cadena en alto como exhibiendo un trofeo. Luego lo guardé en el bolsillo, pasé por encima del cuerpo moribundo de Claudia y salí a la calle en pos de Louis.

Pasaron varios meses, hasta que un día encontré el relicario en el mismo bolsillo y lo miré a la luz. Cuando el retrato había sido pintado, ella era una criatura viva, pero la Sangre Misteriosa le confirió la dulce perfección del pintor. Era mi Claudia, y el relicario quedó luego dentro de un baúl. Ahora bien: cómo fue a parar a la Talamasca, no lo sé.

Lo sostuve en la mano. Levanté la vista. Tuve la sensación de haberme remontado a aquel sitio ruinoso, y de estar de vuelta de repente, mirando a David. David me había estado hablando, pero no lo oí.

— ¿Serías capaz de hacérmelo? —preguntaba, perentorio. El timbre de su voz lo traicionaba, tal como minutos antes lo había dejado en evidencia el temblor de las manos. —Mírala. ¿Me harías eso a mí?

Contemplé el diminuto rostro femenino; luego lo miré a él.

—Sí, David. A ella le advertí que volvería a hacerlo. Y te lo haré.

Arrojé el relicario fuera de la habitación, y lo vi cruzar el porche, pasar sobre la arena y caer al mar. La cadenita dibujó un trazo dorado sobre la tela del firmamento y al instante desapareció, como internándose en la luz resplandeciente.

Con una velocidad que me sorprendió, David retrocedió y quedó pegado a la pared.

—No lo hagas, Lestat.

—No te resistas, amigo mío. Pierdes el tiempo. Tienes por delante una larga noche de descubrimientos.

— ¡No lo harás! —clamó, pero su voz fue un rugido gutural. Se abalanzó sobre mí como si creyera que podía derribarme, me golpeó el pecho con ambos puños, pero yo no me moví. Atrás cayó, dolido por el esfuerzo, y me miraba con indignación en sus ojos lacrimosos. Una vez más le había subido la sangre a las mejillas, oscureciendo todo su semblante. Sólo entonces, cuando comprendió que era inútil defender se, trató de huir.

Lo agarré del cuello antes de que llegara al porche. Con los dedos masajeé su carne al tiempo que él se debatía con salvajismo, como hace el animal para soltarse. Muy despacio lo levanté y, sosteniendo su cabeza con mi mano izquierda, perforé con mis dientes la piel fina, fragante y joven de su cuello, con lo cual recibí el primer borbotón de sangre.

Ah, David, mi amado David. Nunca me había lanzado en una persona a quien conociera tanto. Qué fuertes y prodigiosas las imágenes que me envolvieron: la suave luz del sol que penetraba en el bosque de mangles, el crujido del pasto alto en la estepa africana, el estampido de un arma larga, el temblor de la tierra machacada por las patas del elefante. Todo eso sentí: las lluvias estivales que bañan eternamente las junglas, el agua que llega hasta el nivel de los pilotes y cubre las maderas del porche, el cielo iluminado por los relámpagos... y en el fondo, el corazón de David latiendo con rebeldía, con recriminación, me traicionaste, me traicionaste, me tomas contra mi voluntad, y el calor salobre de la sangre misma.

Lo empujé hacia atrás. Fue suficiente como primer trago. Lo miré haciendo esfuerzos por incorporar se. ¿Qué había visto durante esos segundos? ¿Sabía ahora lo tenebroso y obstinado que era mi corazón?

— ¿Me amas? —le pregunté—. ¿Soy tu único amigo de este mundo?

Avanzó gateando por las baldosas. Se aferró del respaldo de la cama y se levantó, pero al instante volvió a caer, mareado, y una vez más hizo el esfuerzo.

— ¡Oh, permíteme ayudar te! —dije. Lo hice girar en redondo, lo levanté y volví a clavarle los colmillos en las mismas heridas pequeñísimas.

—Por el amor de Dios, Lestat, no sigas más. Te lo suplico.

Suplica en vano, David. Oh, qué exquisito ese cuerpo joven, esas manos que me alejaban, qué voluntad que tienes, mi bello amigo. Y ahora estamos en el viejo Brasil, ¿no es cierto?, en la pequeña habitación, y él pronuncia los nombres de los espíritus del candomblé, los invoca.

¿Vendrán los espíritus?

Lo suelto, vuelve a caer de rodillas y se da vuelta sobre un costado, mirando fijo hacia adelante. Suficiente, para ser un segundo ataque.

Se oyeron unos golpecitos en la habitación.

—Ah, ¿tenemos compañía? ¿Pequeños amigos invisibles? Sí, mira, el espejo se está bamboleando. ¡Se va a caer! —En efecto, cayó al piso, y se desprendieron del marco infinidad de trocitos de luz.

David intentaba volver a ponerse de pie.

— ¿Sabes cómo los siento yo, David? ¿Alcanzas a oírme? Son como muchos banderines de seda que se extienden a mi alrededor. Así de débiles.

Una vez más se puso de rodillas y gateó por la habitación. De repente se levantó y se lanzó hacia adelante. Manoteó el libro que estaba junto a la computadora, dio media vuelta y me lo arrojó, pero cayó a mis pies. El ya tambaleaba. Apenas si se podía tener en pie, y tenía la vista nublada.

Luego giró y casi se cae de boca en la galería; consiguió apenas trasponer la barandilla y avanzó hacia la playa.

Fui tras él, que bajaba a los tumbos por la pendiente de arena blanca.

Mi sed aumentaba, pues había recibido sangre segundos antes y necesitaba más. Cuando llegó al agua se detuvo, vacilante, a punto de desplomar se.

Lo sujeté del hombro con ternura, lo estreché con mi brazo derecho.

— ¡No, maldito seas! ¡Que te vayas al infierno! —reaccionó. Con toda su fuerza, ya menguada, me asestó un puñetazo en la cara, pero se desgarró los nudillos al chocar contra mi piel inamovible.

Lo hice girar en redondo y vi que me pateaba las piernas, que volvía a golpearme con esas manos impotentes, y una vez más me incliné sobre su cuello, le pasé la lengua, lo olí, hasta que le clavé los dientes por tercera vez. Hmmm... esto es el éxtasis. El antiguo cuerpo de David, gastado por el paso del tiempo, ¿me habría brindado tal festín? Sentí el impacto de su mano contra mi cara. Ah, tan, pero tan fuerte. Sí, resístete, resístete como hice yo con Magnus. Qué hermoso que me ataques. Me gusta, me encanta.

¿Y qué oí en medio de tanta emoción? La más pura de las plegarias que partía de sus labios, pero no dirigida a esos dioses en quienes no creíamos, no a un Cristo crucificado ni a una antigua Virgen Madre. Me rezaba a mí. "Lestat, amigo mío, no me quites la vida. Suéltame, por favor."

Hmmm. Lo apreté con más fuerza por el pecho. Luego me eché hacia atrás, le lamí las heridas.

—No sabes elegir tus amigos, David —murmuré, pasándome la lengua por la sangre de los labios, mirándolo de frente. Estaba casi muerto.

Qué bellos esos dientes blancos suyos, la carne tierna de sus labios.

Bajo sus párpados sólo aparecía el blanco de sus ojos. Y cómo peleaba su corazón, ese corazón mortal joven, sano. Un corazón que había bombeado la sangre a mi cerebro. Un corazón que vaciló y se detuvo cuando yo tuve, miedo, cuando vi acercarse la muerte. Apoyé la oreja contra su pecho para escuchar. Me pareció oír el ulular de la ambulancia en Georgetown. "No me dejes morir".

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