El laberinto prohibido (60 page)

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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El laberinto prohibido
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Estaban reunidos en la tienda del faraón, sólo en presencia de éste.

—Lo es, señor. Es más, ella agradece vivamente que seamos nosotros y no los innobles romanos, quienes lo hagan. Pero también nos advierte de que sobre ellos se cierne la amenaza de una maldición mortal que ha sido implacable con quien lo ha intentado antes.

Los rostros del visir y del soberano aún no coronado reflejaron un temor mórbido. Conocían de sobra el poder de algunas maldiciones capaces de aniquilar a naciones enteras en el transcurso de dos o tres lunas nuevas. Tras el grueso maquillaje que casi convertía en una máscara la cara de Kemoh, la piel de éste perdió su color. Y los ojos del curtido Amhai se desorbitaron sin remedio, amenazando salirse de sus cuencas.

—No temáis, mis señores —les tranquilizó Nebej—, porque he solicitado la protección de Amón y la de Ra. Os aseguro que nada malo ha de ocurrimos, ni a nosotros, ni a nuestro amado pueblo.

—¿Y ellos? —señaló con la cabeza Kemoh, alzando mucho el mentón, más allá de la tela de la tienda, en la dirección donde habían ubicado a los jóvenes axumitas—. ¿Vienen como espías?

—¡Oh! No, mi señor. Ellos son un regalo para el pueblo —dijo con paciencia—. Sus vidas, como las de todos nosotros, te pertenecen. —Se inclinó respetuosamente.

—¿Qué pretende la candace Amanikende? ¿Cómo es? Dime… ¿Es bella como Nefertiti? —Kemoh se entusiasmó ante la sola idea de poder tener a su lado, como reina, a una mujer capaz de rivalizar en sabiduría y hermosura con la antigua esposa del faraón Amenofis IV.

Pero el gran sumo sacerdote de Amón-Ra acabó con sus repentinos proyectos matrimoniales igual que el viento ardiente hace con una diminuta duna cuando sopla con fuerza.

Nebej se apresuró a bajar la vista.

—Lo siento, mi señor… —Suspiró mirándolo fijamente a los ojos—. Ella es una sabia y poderosa anciana a punto de morir. Sin embargo, te puedo asegurar que su sabiduría y su inteligencia son incomparables. Es más, yo diría que parece ver a través de la propia muerte… Me ha entregado para ti, mi señor, los colmillos de marfil de treinta y seis elefantes.

El faraón lo miró un tanto sorprendido.

—¿Acaso tú le informaste de qué era lo que más deseaba yo poseer?

—Ignoro si lo supo, o si, por el contrario, tan solo lo intuyó, señor… Pero ella fue generosa y decidí aceptarlo, sin más. Creí que era lo que debía hacer en tu nombre, al tratarse en sí de un presente de reina a rey, algo digno de ser considerado como una magnífica prenda de amistad y alianza. Perdóname si no he hecho lo que consideras correcto —añadió con tono de súplica.

Kemoh movió lentamente la cabeza.

—Hiciste bien, hijo de Amón —replicó comprensivo—. Te diré que ya confío en tu discernimiento como en el mío propio, así como en el de mi fiel servidor Amhai. —Miró a éste con ojos de reconocimiento, sabiendo repartir sus favores sin herir la sensibilidad de ninguno de sus dos pilares—. Cuantos más seamos, más fuertes resultaremos ante nuestros enemigos naturales, empezando por los legionarios de Justiniano que puedan alcanzar estos territorios…

Rodeados de los ídolos de sus legendarios dioses, sentados sobre sillas doradas con incrustaciones de turquesas y lapislázuli —traído éste de las lejanísimas tierras del Indo—, los tres líderes del pueblo egipcio exiliado trazaban la ruta final hacia un nuevo hogar, en lugar de la calculada Persia, como eran las ahora muertas ciudades de Meroe y Napata. Era allí donde los espíritus de los reyes y candaces de otrora esperaban su llegada para infundirles ánimo, para investirlos de su antiguo poder.

Gruesos trazos, igual que venas hinchadas, unieron el Mar Rojo con esas dos poblaciones hoy olvidadas por los vivos. Eran la etapa final a cubrir.

De una mesilla auxiliar de caoba —con cuatro Isis de estilizadas siluetas como patas—. Kemoh tomó una artística figurilla de lapislázuli que representaba a un faraón ataviado como Osiris, con su tocado imperial y con forma de momia, y la situó sobre Meroe. Luego hizo otro tanto con una estatuilla de turquesa y la asentó sobre Napata. Las definitivas residencias del pueblo egipcio acababan de ser decididas por el hijo de Ra con esos simbólicos movimientos.

El calor reinante apenas podía ser mitigado por los cuatro servidores que balanceaban los grandes abanicos de plumas blancas, que estaban sostenidos por espléndidas varas de oro. El suelo, cubierto de pieles de leopardo, absorbía el calor y lo devolvía al aire seco, muerto.

La guardia rodeaba la tienda, casi ocultándola en la práctica con sus propios cuerpos. Un estandarte metálico, con los dioses de sus antepasados, uno sobre el otro, según su importancia y coronados por el propio Amón-Ra, se alzaba, enhiesto como una lanza, sobre la superficie cuadrangular de la tienda. Estaba clavado en la arena misma, sujeto por la abrasadora tierra que los acogía a todos.

Mientras tanto, los poderosos y afables nubios y nubias se habían ido entremezclando con sus anfitriones egipcios, y pronto bebieron y cantaron juntos, fundiéndose en una sola voluntad.

Los colores de las túnicas nubias, como los de un vibrante arco iris, se movieron por entre los varones egipcios. Las muchachas de Axum revoloteaban con sus vestidos de vaporosas sedas, linos y aderezos, en un alarde de sensual feminidad que los envolvía a aquellos, lavando de sus aturdidas mentes los recuerdos de las privaciones pasadas, de los seres queridos que atrás quedaron.

Larga era la lengua del vino y corta la memoria del hombre alegre que, con la diversión, juega para hallar el amor. Una copa, dos copas y a la tercera ya se derrama la bebida sobre la arena, regando la tierra yerma. Son momentos en que los dedos recorren ansiosos el ébano, la piel de quien afecto reclama para sí. Y una sonrisa blanca concede la anuencia de una reina. Nada parecía que pudiera perturbar el descanso de un pueblo, el suspiro de una ráfaga de viento que se niega a disolverse.

Así era el nuevo Egipto que ansiaba renacer de sus cenizas.

De las épocas de glorias pasadas quedaban el orgullo y el tesón, y quizás… el talento y un poco de poder, pero sólo un poco de esto último…

Nebej recordó otra noche como aquella cuando, en secreto y bajo la atenta mirada de Jonsu, levantaron su campamento. En aquella ocasión lo hicieron para huir de la Roma de Oriente, la del emperador Justiniano.

Ahora, la esperanza, como espuela de oro en caballo noble, picaba en el costado de los hombres y las mujeres que se levantaban de sus lechos de esterilla para dirigirse, aprovechando las horas de la seca y mística nocturnidad, rumbo a Meroe, la tierra prometida entregada por la candace Amanikende, señora de la sabiduría y reina de África.

Un risueño murmullo recorría las bocas de todos y cada uno de los expedicionarios. El entusiasmo los embriagaba, escapando por cada poro de su piel. Era la sana alegría que siempre proporciona la esperanza de una vida nueva.

Desde hacía dos horas, el faraón Kemoh permanecía erguido sobre la silla de su negra y brillante montura, engalanado con plumas rojas sobre sus crines y cubiertos sus lomos con telas azules y rojas, de las que pendían deslumbrantes pompones de oro. Ostentaba sobre su cabeza el tocado Nemes, con la cobra y la cabeza de buitre sobre su frente. Mientras, sus brazos, doloridos a causa de la rigidez de su postura, permanecían cruzados sosteniendo los símbolos del ancestral poder real.

Era en sí la imagen viva del último dios de Egipto.

Tras él se encontraba el hijo de Amón, Nebej, vestido con su túnica ceremonial, blanca, de lino, casi transparente, ceñida con faja de oro, y sobre su pecho exhibía un llamativo pectoral con los símbolos del zodíaco. Permanecía en pie, sosteniendo por las bridas a su vigoroso corcel, negro como la muerte.

Amhai, con su larga túnica negra, libre de ser ceñida, y adornado con un gran collar de oro en el que aparecían, exquisitamente labrados, seis carneros alternándose con otros tantos discos solares, circulaba por la larga caravana dando ánimos, llevado por su caballo de un sitio a otro, impartiendo las últimas instrucciones. Todo debía estar en su sitio y en un orden preestablecido. Él era el auténtico maestro de ceremonias.

A un enérgico gesto del fiel visir, veinticinco hombres y diez mujeres, en pie sobre dos de los carros, comenzaron a hacer sonar los instrumentos de viento y percusión lanzando sus vibrantes notas al aire. Era la señal convenida.

Como un reconocido
leitmotiv
, cada cual ocupó su lugar y la larga comitiva se puso al fin en marcha. La arena revuelta se quejaba bajo las sandalias de los hombres y mujeres, al ser pateada por los cascos de los nobles caballos y también por los orgullosos dromedarios, por ser abandonada por el señor del Alto y Bajo Egipto.

Kemoh, más hierático que nunca, como una escultura de oro de delicadas pero firmes líneas, encabezó la comitiva real, sintiéndose por primera vez como un digno sucesor de sus antepasados.

Altas brillaron las lanzas, y los bruñidos escudos reflejaron el poder de la luna que, redonda y llena, reinaba en aquel oscuro manto de la noche tachonado de estrellas. Como una lumbrera de plata, engarzada entre diamantes de pura luz, pareció seguirles allá donde iban.

Una vez más, los henchidos corazones de los egipcios y de los jóvenes nubios creyeron en un
Peraá
que los guiaba con pulso firme hacia su destino.

La gran morada los aguardaba.

Con ellos, viajaban los
Ba
de sus familias enteras, los de los amigos muertos, y también los de tantos que los precedieron en el tiempo y el espacio, en aquellos tiempos pretéritos que todos añoraban.

No tardó en sonar la voz de un hombre y luego la de otro, a la que se unió un tercero, y un cuarto, y un quinto…

Viejas y nuevas canciones se mezclaron en la noche, llenando la atmósfera de una vibrante emoción compartida. Egipto seguía vivo…

Capítulo 33

Monseñor Scarelli

E
ra un espacio circular, abierto a golpe de pico por brazos fuertes empeñados en señalar el lugar donde una etapa finalizaba y otra daba comienzo. A pesar de lo tosco de las paredes, lo que veíamos impresionaba por su tamaño. Scarelli dio instrucciones muy concretas a Olaza, quien distribuyó a dos de sus tres hombres; uno quedó a la salida del túnel que acabábamos de abandonar y otro, en la entrada, el más cercano.

Lo primero me pareció innecesario, realmente pueril, cuando no existía posibilidad alguna de retroceder con éxito. Si alguien no volvía a penetrar por el lugar exacto por el que nos habíamos introducido, los mecanismos, bien pensados y mejor ejecutados desde tiempos inmemoriales, no funcionarían. De lo contrario…

Comprendí que aquello era un billete de ida, sí, pero un billete de ida al infierno… Sólo de pensarlo, se me encogió aún más el ánimo.

Klug, en pie, observaba cada pedazo de roca, cada piedra, con mirada escrutadora, «barriendo» con su mirada cada palmo de terreno, suspirando impaciente y con sus brazos en jarras.

—¿Preocupado, señor Isengard? —preguntó, no sin cierto sarcasmo, monseñor Scarelli—. De nada le servirá concluir el circuito del inframundo… —Tras una pausa para tragar saliva, descubrió su suprema ambición en tono grave—: Yo heredaré el poder que nos espera tras este dédalo de galerías y trampas mortales.

El aludido se volvió iracundo. Sus ojos echaban llamas.

—Eso lo veremos —replicó impulsivamente—. Amón-Ra decidirá quién… Pero no es el momento, ni el lugar apropiado, para hablar de estas cosas. —Nos miró a todos con desconfianza.

Una sonrisa irónica se dibujó en la faz del cardenal, cuyo cuerpo parecía alargarse, compitiendo con su sombra, en un juego que se me antojaba sumamente peligroso. Por lo demás, tan solo Olaza parecía estar al tanto de la conversación entre su ambicioso superior eclesiástico y el malhumorado anticuario vienés; aunque yo, claro, comenzaba a hacerme una idea bastante aproximada de lo que estaba sucediendo.

Roytrand y Delan, por su parte, como perros guardianes bien entrenados, cumplían su función asignada de bloquear la entrada y la salida respectivamente, totalmente ajenos a todo lo que no fuese estricta disciplina marcial de la Guardia Suiza. Jean Pierre, junto a Olaza, nos controlaban en todo momento.

Cada uno de los ocho habíamos cargado, a nuestras espaldas, con un petate conteniendo lo necesario para enfrentarnos a la extraordinaria exploración que habíamos iniciado y para la cual ignorábamos qué íbamos a precisar. Krastiva y yo mismo acoplamos las cabezas sobre nuestras respectivas bolsas negras, verdaderos tesoros para nosotros, acostados el uno junto al otro.

—¿Estás bien? —pregunté, apoyando después mi barbilla sobre las palmas de las manos.

—Sí —musitó, forzando una sonrisa—. Nunca vi nada así, ni parecido, ni de lejos, pero estoy bien… ¿Qué crees que harán con nosotros? —Volvió disimuladamente la cabeza hacia mí.

Obvié su pregunta con una luctuosa afirmación.

—Al paso que vamos, seremos minoría en poco tiempo. —Pero ni yo quería pensar demasiado en ello.

La profesional de la información se me quedó mirando con perplejidad. Luego torció el gesto y se limitó a asentir.

Scarelli se acercó a nosotros con cínica expresión y se sentó junto a mí, al otro lado de donde se encontraba la bella esclava, exactamente igual que lo haría un amigo que buscara hacerme partícipe de sus confidencias, como así era.

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