Hassan, bendito humor el suyo, soltó una estridente carcajada que casi se oyó por toda la calle.
—Sois mis primeros clientes de hoy. Ya habéis tardado —aseguró después el orondo cocinero con fingido tono de reproche—. Aún no he comenzado a rebanar el
kebab
.
Los estómagos de los tres varones, como si dispusieran de algún mecanismo interno que les permitiera ver u oler, comenzaron a dar muestras de su voraz apetito. Mientras tanto, Hassan, entre sartén y sartén, fue salteando la guarnición y rellenó tres largas tortas de pan con las verduras, sobre las que depositó varias lonchas de carne, hábilmente seccionadas alrededor de la masa que giraba, incansable, en torno al pincho de acero en el que se encontraba clavada. Después cerró los panes y se los fue entregando a cada uno de ellos.
El ínclito cocinero sirvió tres tés en vasitos azules, adornados con hojas de menta, y todo esto sin perder en ningún momento su sonrisa, seguramente su mayor seña de identidad.
—Sentémonos —sugirió Mojtar a sus dos amigos, mientras rebuscaba en su cartera para pagar.
Extrajo varios billetes de su cartera y se los entregó a Hassan. Éste sabía de sobra que el comisario siempre le dejaba una generosa propina, por lo que no se molestó en mirar siquiera cuánto le daba. Se limitó a meterlo en la antediluviana caja registradora y prosiguió con su tarea.
Los comensales se acomodaron apretándose contra una de las diminutas mesas y, en silencio, devoraron sus bocadillos. Al menos en esta ocasión, todos coincidieron en apreciar que la salsa tenía demasiado picante, pero a nadie le importó demasiado ese «detalle» culinario.
Un nutrido grupo de creyentes musulmanes se acercó a buen paso. Todos estaban deseosos de probar la especial receta de Hassan para su cordero. Saludaron atropelladamente antes de pedir cada uno su ración individual. Los gritos en lengua árabe inundaban el aire, contribuyendo a crear un ambiente más que conocido por Mojtar, y que, al menos para él, le daba su propia personalidad al lugar. Era una inyección de vida y energía que formaba el punto de salida para la jornada de trabajo de Hassan, que no concluiría hasta bien adentrada la sofocante noche cairota.
Mojtar fue el primero en terminar de engullir su
kebab
. Se chupó los dedos, que luego limpió con una servilleta de papel y observó a sus dos amigos que, más pausadamente, disfrutaban de la comida, deleitándose en cada bocado. Para entretenerse, tomó entre sus manos el
dossier
del rabino, que yacía sobre el regazo de Assai, y lo abrió por la página 95.
Un dibujo, preciso y detallado, de un árbol en tinta negra aparecía en el centro de la referida hoja. De él salían flechas indicativas que terminaban, a cada lado, en sendas hileras de nombres. Mojtar leyó en voz alta:
—Babilonia, Asiría, Egipto, Persia, Grecia, Roma, China, India, Malasia, mayas, aztecas, toltecas, incas… Aquí están representadas todas las culturas importantes de la antigüedad.
—Todas ellas —convino Assai, que habló con la boca llena— tienen sus propias leyendas respecto a ese mítico Árbol, pero no creí que fueran tantas. Conozco las de cuatro o cinco de ellas tan solo.
—Además —aclaró el comisario, impasible—, Rijah ha puesto bajo cada nombre la denominación, para el Árbol de la Vida, en su idioma propio.
—Vaya, no sabía que entendieras tantos idiomas… —Su voz rezumaba sarcasmo.
—Déjate de historias… No es difícil deducirlo. Mira —le acercó el
dossier
doblado por la página 95—; está en árabe y en inglés. Aquí y aquí. —Le señaló a su amigo—. Por eso deduzco que los demás deben ser algo parecido.
—Cierto. Yo conozco el chino, el egipcio y el cuneiforme, además de esos dos y es así… Los nombres que se ha dado a cada civilización aparecen debajo.
Hubo un silencio cómplice hasta que el que quedaba por opinar sobre ese extremo se decidió a hablar.
—Me pregunto —puntualizó Mohkajá con escepticismo— para qué tanto trabajo de interpretación… ¿Acaso cree ese judío que encontrará el Árbol y se volverá inmortal, o algo así?
—No lo sé —le respondió Mojtar, que también lo había pensado—. Yo mismo le pregunté al respecto, y he de reconocer que su respuesta no me satisfizo.
—Tiene que tener un poderoso motivo —opinó Assai mientras, distraído, se miraba las uñas.
—¿Eso crees? —lo interpeló el comisario con expresión de asombro, pues lo miró como si le acabase de descubrir algún dato importante que a él le había pasado totalmente inadvertido.
—Sí, sólo de tal forma se entiende que le dedique tanto tiempo, dinero y esfuerzo… —expresó su amigo con aire meditabundo—. Si yo hiciera algo así, sólo sería porque espero un resultado que me compense, que me satisfaga plenamente en algún campo concreto.
—No veo que busque la inmortalidad… —Soltó una risilla y agregó—: Me pareció un anciano muy lúcido y sensato, e inteligente. Sus prioridades deben derivar por otros derroteros muy distintos. Me pregunto qué habría en aquella caja y quién se la llevó… —dijo Mojtar con una levísima inflexión interrogativa en su voz—. Creo que no encontramos nada de valor en la tienda de Mustafá El Zarwi —añadió con resignación.
—Entonces alguien más estuvo allí, aparte del asesino… O quién sabe, quizás hasta el mismo asesino se lo llevó. Pudo ser el móvil del crimen… ¿No crees? —adujo Assai.
—¡Claro! —exclamó en tono tajante—. No había pensado en esa posibilidad.
—¿En que se lo llevase el asesino? —inquirió Assai con escepticismo.
Mojtar sonrió, y luego negó con la cabeza.
—No, claro que no, pienso en que pudiera habérselo llevado una tercera persona. Es posible… No sé, pues también cabe la posibilidad de que el criminal, al no encontrar lo que estaba buscando, matase a El Zarwi como castigo.
Mohkajá asintió, después respiró hondo y, con tono apacible, dijo a Mojtar:
—No nos volvamos locos aún con el tema. Deja que lo estudiemos con calma y ya veremos a qué conclusiones llegamos.
El comisario se frotó la barbilla con aire pensativo, mientras trataba de reconstruir en su mente la escena previa al asesinato de El Zarwi. Encajaba, sí, encajaba bien, tan correctamente que creyó haber dado con la pieza que le faltaba en su rompecabezas mental.
¿Estaba ayudando a alguien el rabino Rijah? Tal vez a alguien que no era El Zarwi, desde luego. ¿Sería otro judío? ¿Un coleccionista? ¿Quién era el anónimo personaje que hacía irrupción en escena ahora, como una sombra y entre bambalinas?
Entre las dunas
A
lo lejos, ante nuestros nublados ojos, una línea azulada comenzaba a ensancharse venciendo el sempiterno color rojizo de las arenas del desierto. Era una línea horizontal, cortada por otras verticales, verdes, y que anunciaba el final de un largo y penoso viaje desde El Cairo hasta un punto perdido a lo largo del Nilo. Aquella línea azul, que ribeteaba el horizonte, nos prometía a los fatigados viajeros un trozo de paraíso donde recobrar las fuerzas perdidas.
Cada una de nuestras tres figuras yacía pegada a la joroba de su dromedario. Como muñecos rotos de un gigantesco guiñol, apenas podíamos mirar al frente.
Abrir los ojos para poder entrever lo que el Nilo nos ofrecía, generoso y lleno de compasión, suponía un esfuerzo considerable. Tan solo el inestimable instinto de nuestras monturas, capaces de resistir con sus propias reservas de agua el largo peregrinaje al que les habíamos sometido sus nuevos amos, les servía ahora de guía.
Las arenas fueron dejando paso a la tierra, húmeda y enlodada, en la que crecían, de forma desordenada, arbustos y maleza que se entremezclaban con las altas siluetas de las palmeras. Estas aún se erguían orgullosas como guerreros que han vencido al más poderoso señor del orbe.
El limo que regularmente regala el Nilo y que alimenta a bestias y hombres, enriqueciendo sus cultivos de caña de azúcar y maíz, coloreando sus campos que viven anexos a sus aguas, rechazaba el avance inexorable del desierto, cubriendo con su manto negruzco las tierras aledañas.
—Creo… creo que hemos llegado a alguna parte —pronuncié, ignorante por completo de que mis compañeros de aventura hacía varios minutos que habían perdido el conocimiento.
Afortunadamente, fui muy consciente de lo que nos podía ocurrir, y no allí precisamente, sino en pleno desierto. Por eso había sujetado los cuerpos de mis dos compañeros, y el mío propio, con cuerdas a los de los dromedarios, asegurándome así de que ninguno caeríamos de las monturas y quedando luego abandonados entre las dunas a nuestra trágico destino. Yo mismo no tardé en desvanecerme a cuenta del agotamiento físico y mental.
Cuando entramos, atravesando los campos labrados, y sin dirección concreta, los campesinos que labraban la tierra, para extraer de ella su alimento diario y el de sus familias, comprendieron en el acto que aquellos forasteros necesitaban ayuda. Sin lugar a dudas, habíamos salido del desierto, de ninguna parte en sí, y no en muy buenas condiciones.
Sin dirección humana que los controlase, los desconcertados animales, ansiosos por beber, pisoteaban en su avance las hileras de tierra revuelta alineadas haciendo saltar gruesos terrones al aire al hundir sus patas en la blanca tierra.
Bamboleándose con el movimiento de un impensable péndulo, con sus jinetes desvanecidos y cargados sobre sus lomos que comenzaban a aparecer fláccidos, los dromedarios se acercaron a un pozo donde varias mujeres, ataviadas con sus alegres túnicas de vistosos colores, sacaban agua. Después los sufridos animales de carga hundieron ruidosamente sus grandes cabezotas de dientes amarillos en el frescor regenerativo del agua dulce.
Con gesto de resignación, nuestros dromedarios inclinaron sus largos pescuezos, calculando a la perfección su propio peso y teniendo muy en cuenta el extra que les aportaba el cuerpo inerte de sus jinetes, para no descompensarse y caer al suelo.
Todas las mujeres se habían acercado presurosas, aunque conocedoras de cuán peligroso podía ser ponerse en el camino de dromedarios con la garganta reseca. Estos, en su desesperación, pueden matar a una persona si ésta, inconscientemente, trata de impedírselo.
Esas mismas féminas miraron la carga que los animales portaban, y se acercaron, cautelosas, a sus costados para ver cómo podían liberar de sus amarras a los tres extranjeros. Una de ellas, más hábil que las otras, logró soltar las cuerdas, y entonces uno de los varones cayó con un ruido blando sobre las tierras húmedas y labradas que en sus entrañas gestaban el alimento dador de vida.
Las otras mujeres optaron por cortar los nudos, y una imagen como la anterior se repitió, dando con los cuerpos de Krastiva y Klug en el suelo, que los recibió como una esponjosa alfombra natural amortiguando su caída. Los dromedarios emitieron un sonoro gruñido, que era más de gratitud que de queja, y ya libres de carga se movieron con mayor soltura.
En torno a los tres cuerpos, revestidos de ropas nativas, se arremolinaron las mujeres y también ya varios hombres que, al observar que algo anormal ocurría, habían acudido atraídos por la irresistible curiosidad que siempre despierta la novedad en un lugar donde prácticamente nunca pasaba nada reseñable.
Así las cosas, entre todos nos recostaron a los tres, y luego nos mojaron la frente y los labios. Nuestros ojos comenzaron a entreabrirse pidiendo con ruego solícito agua. El fresco y revitalizante líquido fue resbalando por nuestras gargantas a sorbos bien dosificados por nuestros salvadores, para prehidratar poco a poco nuestras carnes, resecas como cartón al sol. Teníamos los labios agrietados y la piel ardiente.
Ni tan siguiera intentamos hablar. Todo nuestro afán se concentraba, como antes les sucediera a las monturas, en acumular agua en nuestros cuerpos, y librarnos de aquel extraordinario apelmazamiento que nos pegaba la lengua al paladar, haciéndola tan pesada que ya no la podíamos dominar.
Con suaves toques de telas humedecidas sobre nuestras frentes, aquellas mujeres tan solícitas fueron aliviando la piel, refrescando el cuello y viendo cómo recobrábamos el aliento perdido, recuperando el ritmo normal de nuestra agitada respiración. Hice un esfuerzo supremo y me incorporé un poco más hasta que mi espalda quedó en ángulo recto, apoyada en la palmera junto a la cual me habían recostado.
Utilizando mis nociones de árabe les di las más sentidas gracias, y luego les pregunté quiénes eran y dónde nos hallábamos. La sorpresa se pintó en los rostros surcados de arrugas y curtidos por las horas pasadas a la intemperie, cuidando de la tierra para obtener su fruto. No muchas veces un extranjero de piel blanca les hablaba en su sagrada lengua con el respeto y gratitud que mis suaves palabras y muy ajustado timbre de voz mostraban.
La choza a la que nos llevaron luego, levantada con adobe secado al sol, como los antiguos egipcios, resultaba fresca y seca. Unos anaqueles de madera, gastados y combados a causa del peso que soportaban, y un viejo caldero que en otro tiempo fue rojo, desconchado y humeante, eran todos los elementos que había en su interior.
El suelo estaba cubierto de alfombras de colores oscuros, mostrando, sin embargo, un perfecto estado de conservación. Y plegadas contra la pared del fondo había unas cortinas que dividían la pieza en tres, corriendo sin duda por los carriles que ahora se veían. Eran como líneas paralelas trazadas por una mano invisible, atravesando el aire de lado a lado del miserable habitáculo.