Una luz creciente, rojo anaranjada, fue dispersando los jirones de oscuridad hasta revelar, en todo su esplendor, la cámara en la que me hallaba. El suelo y las paredes eran de granito rojo y cuatro grandes columnas con escenas en vivos colores representaban, una en cada ángulo de la cámara, a los cuatro hijos de Horus. Allí se encontraban Amset, de cabeza humana; Duamutef, el de cabeza de chacal; Kebehsenuf, el de cabeza de halcón, y finalmente Hapi, el de cabeza de mono. En medio del suelo, ante Osiris, un gran ojo de Horus, encerrado en un círculo, ocupaba su lugar preponderante.
—Sitúate sobre el ojo —le indicó Osiris.
Ella lo miró con sorpresa, pero obedeció. Después, impulsada por una confianza creciente, se quedó de pie sobre la gran pupila del ojo. Un fuego abrasador surgió entonces a chorros de las paredes, del suelo y del techo, barriendo la inmensa cámara.
Era un infierno, el infierno…
Pero en el lugar en que Krastiva se hallaba ni tan siquiera pudo sentir las altísimas temperaturas que lo abrasaban todo, devorando el oxígeno de la cámara casi en un abrir y cerrar de ojos. Las llamas parecían rodear un gran cilindro, formado por el espacio que ocupaba ella.
Cuando el fuego cesó, la imagen de la bella eslava se fue temblando, como si la viese a través de un velo de seda movido por el viento del desierto. Acabó desvaneciéndose poco a poco, hasta desaparecer por completo.
Y luego se durmió.
A Klug le costaba mucho trabajo mantenerse despierto; luchaba contra su cuerpo que, tiránico y egoísta, anhelaba el descanso. De vez en cuando, con cautela, entreabría un ojo, ladeaba la cabeza y miraba alrededor.
Scarelli y Olaza hacían guardia. Ahora, Roytrand, Delan y Jean Pierre dormían plácidamente.
Ellos también se turnaban en espera de los próximos sucesos.
La clave del caso
E
l comisario Mojtar se hallaba reunido, tras cruzar Egipto —siguiendo el curso del Nilo— en la fallida persecución de unos fugitivos, con sus dos mejores amigos, Mohkajá y Assai. Pero esta vez el cenáculo era en su despacho de la comisaría del quinto distrito policial de El Cairo, no en el pequeño cuchitril de Hassan y menos aún ante un plato de sabroso
kebab
.
Su rostro reflejaba frustración y preocupación a partes iguales. Su superior había aprovechado su nada ortodoxa persecución, falta de toda lógica en un proceso policíaco al uso, para ponerlo en la picota.
Estaba consternado. Había sido una larga y sonora bronca telefónica, seguida de las consabidas amenazas de perder el empleo, de ser expulsado del Cuerpo de la Policía; todo ello entre otras cosas poco agradables, a cuenta de los duros adjetivos oídos, tragándose, como una bilis, su orgullo, su dignidad…
—Ahora más que nunca, necesito vuestra ayuda… —suplicó con ojos tristes—. Puedo aportaros más información… ¿Lo haríais por mí? —sugirió, desesperado. Esperó anhelante una respuesta que se le antojaba casi imposible.
Mohkajá miró a su compañero. Este lo observó a él. Poco después una sonrisa de complicidad apareció en unas caras que parecían cobrar nuevas energías, reconstituirse, borrando así las arrugas de la inactividad como el viento aliado del desierto cuando erosiona una vieja roca devolviéndole una perfecta juventud.
Asintieron vehementemente al unísono.
—Sí, lo haremos, querido amigo… —anunció Mohkajá con cierta solemnidad—. Además, cazaremos a los cazadores. Ya lo verás —apostilló con firmeza.
Assai sonrió divertido.
—Y lo haremos desde aquí, sin movernos —matizó dando una sonora palmada.
Mojtar El Kadem los miró asombrado, todavía sin comprender absolutamente nada.
—¿Desde aquí? ¿Y sin movernos? ¡Ay, madre! —dijo entre excitado e histérico—. Estoy perdido con vosotros si…
—¡Eh! ¡Eh! —le atajó bruscamente Assai—. Por favor, que aún no te hemos dicho cómo lo haremos. Confía en nosotros —dijo, tajante—. ¡Vamos, hombre! Y eleva esa decaída moral… ¿Vale?
El comisario, cada vez más preocupado, asustado ante la dudosa oferta realizada por sus viejos camaradas, se quedó boquiabierto. Meditabundo, guardó silencio, lo que aprovechó Assai para continuar hablando:
—Primero, antes de nada, hemos de organizar los datos que poseemos. Nos llevará horas hacerlos y conseguir una conclusión positiva. ¿Estás de acuerdo?
Mojtar abrió los brazos en señal de resignación y movió la cabeza. Les dejaba actuar. ¿Acaso le quedaba ya otra alternativa?
Mohkajá puso manos a la obra.
—Veamos, amigos. En primer lugar, ¿quiénes están implicados en este caso? —Sacó un bolígrafo de su chaqueta y en un
post-it
que tomó de un taco del escritorio ante el que estaban sentados, comenzó a apuntarlos mientras lo comentaba en voz alta—. Tenemos al rabino Rijah, que envía un paquete. En segundo está Mustafá El Zarwi, que lo recibe y luego lo entrega a X… Lo tercero es que X se lo lleva. Cuarto… cuarto punto; éste es muy importante por el contenido de ese misterioso paquete. Son libros antiguos. —Miró al policía, que se hallaba cómodamente repantingado en su sillón observando todo el proceso de deducción de sus amigos al otro lado de la mesa de trabajo—. En quinto lugar aparecen unos mercenarios que raptan a X…
—Aquí se pierde la pista —anunció Assai con voz queda.
Mojtar levantó las manos en señal de rechazo.
—¡Eso ya lo sé! —casi gritó, impaciente.
—Claro, claro que sí —replicó Assai con media sonrisa—. Pero ahora es cuando cobran importancia capital los sitios, las ciudades, los templos… En estos casos hay que buscar siempre un denominador común. Ésa es la clave de todo este lío en que estás metido.
El comisario lo miró con sorpresa. Después se incorporó muy rápido de su butaca, como impulsado por un invisible resorte.
—¡Eso es! —exclamó, aliviado—. El denominador común no está en los nombres, ni tan siquiera en los personajes tan dispares… ¡Está en los lugares que visitan! —exclamó con voz triunfante.
—¿Ves, hombre de poca fe? Ya tenemos una conclusión positiva —anunció con tono alegre Mohkajá—. Algo sacaremos de ella. —Encogió brevemente los hombros.
El policía sonrió débilmente. Luego desplegó un gran mapa de Egipto sobre su mesa y se inclinó interesado en la nueva situación que, como una puerta de acceso, les brindaba la posibilidad de penetrar en aquel oscuro secreto.
—Tenemos libros antiguos, el templo de Philae, el templo de Dendera… —Arqueando mucho las cejas, miró a los dos amigos que lo ayudaban desinteresadamente—. ¿Y…? —preguntó, incisivo, Mojtar.
—Son templos donde adoraban a Isis —murmuró Mohkajá con reverencia inconsciente—. Por lo tanto, nuestros misteriosos «amigos» buscan algo que tiene que ver con esa antigua diosa —concluyó.
Assai movió dubitativamente la cabeza a ambos lados.
—No, no lo veo claro. ¿Qué puede haber en unos recintos religiosos tras tantos siglos de saqueo? No. Esto es otra cosa —aseguró frunciendo mucho el ceño.
—Quizás… quizás algo… No, es una tontería —dijo Mojtar como si hablara solo.
—¿Qué? Dilo de una vez… Puede ser eso, lo que sea —le apremió Assai, que veía cómo el comisario se integraba en aquel «juego» que ya había costado al menos una vida.
Mojtar encendió un pitillo, dio una gran bocanada y expuso su teoría envuelto en una nube de nicotina. Así pensaba mucho mejor. Ahora necesitaba calmar sus alterados nervios.
—Es posible que en esos templos haya pistas para encontrar algo. ¿Quizá una tumba? —propuso, pero lo hizo componiendo un rictus de inseguridad.
Assai lo señaló con el índice izquierdo. Sonrió satisfecho. Le brillaban los ojos.
—Sí, eso es, buscan algo que es una incógnita aún. Por eso mismo no debemos apresurarnos a dar por hecho qué es; pero van tras algo… Es algo que no está en esos lugares profanos. —Miró el escritorio con detenimiento, pero sin encontrar lo que necesitaba—. Dame unos rotuladores rojos, por favor… Hemos de reproducir ahora la ruta que han seguido.
Mojtar sacó de un cajón varios rotuladores de colores y le tendió uno a Assai.
—De El Cairo… a Philae. Sí, sin duda el primer objetivo de esta búsqueda es el templo de Isis, que precisamente fue el último en ser cerrado al culto por el emperador Justiniano. Algo debe de tener que ver. —Miró a Mohkajá y luego a Mojtar, interrogando a ambos con la mirada. Uno tenía el semblante impasible y el otro alterado—. Continúo… De ahí van seguidos por ti. —Miró de nuevo al policía, que apuraba con ansia su pitillo— a Tintyris, donde «casualmente» también hay un templo de Isis. Me pregunto por qué no lo hicieron a la inversa… A fin de cuentas Dendera está antes en el camino… —Se quedó pensativo, mordiendo inconscientemente el capuchón del rotulador.
El comisario y Mohkajá guardaron silencio tratando de respetar el proceso mental que estaba desarrollando su amigo.
—Es correlativo… cronológico… No, no es eso —dudó Assai—. ¡Ya! ¡Ya lo tengo! Es su orden… Las pistas tienen un orden. —Observó a ambos con una amplia sonrisa de satisfacción en el rostro.
Mojtar, que, sin embargo, no veía emerger ningún dato significativo hasta entonces, comentó interesado:
—Así pues, primero han de conseguir el indicador de Philae, después el de Dendera… ¿Y luego…? ¿Qué viene a continuación, amigos? —los apremió torciendo el gesto.
—Hay que saber qué decían estos indicadores —casi sentenció Mohkajá.
—Llamaré a la policía de Assuan. Sí, claro que sí. —Se autoafirmó con renovada pero fugaz moral de lucha—. Les pediré que vayan al templo y miren hasta dar con algo que no se ajuste a su apariencia habitual. Otro tanto haré con la policía de Luxor. Tengo allí a un buen amigo que lo hará de buen grado.
Ensimismado, Assai sacudió la cabeza.
—En cuanto sepamos ese dato, sabremos dónde están —afirmó con rotundidad.
El policía, muy consciente de lo delicado de su situación, dejó escapar un largo suspiro de alivio.
—No sé cómo pagaré vuestra ayuda. Esto es crucial para mí —musitó con voz apagada—. Sabéis que ahora mismo estoy entre la espada y la pared —apostilló en tono bastante pesimista.
—Venga, Mojtar, somos amigos y con eso basta —replicó Mohkajá, tratando de animarlo—. Tú nos has dado la oportunidad de resolver un caso. Además, aún no lo hemos logrado. Espera a darnos las gracias cuando lo hayamos hecho.
Durante la siguiente hora el comisario no dejó de usar el teléfono de su despacho, tratando de convencer a los policías locales de Assuan y Luxor. Lo hizo empleando la jerga propia de la profesión y sin dar nunca detalles de relevancia sobre el caso, de la necesidad de averiguar lo que deseaba en sendos templos. A los compañeros del Cuerpo les pareció sumamente extraño que de un dato tan simple pudiera depender la resolución de un caso de asesinato.
No obstante, en el segundo caso, al jefe de policía de Luxor le entusiasmó poder participar en tan misteriosa persecución de sospechosos. Pistas en el templo…, identidad secreta de los presuntos criminales, así como de sus perseguidores, ¿mercenarios tal vez implicados en el asunto? Esto sí que rompía la cotidiana monotonía de aquel lugar perdido en medio del desierto egipcio.
Mojtar El Kadern pidió unos tés con pastas a uno de sus ayudantes y luego se relajó mientras aguardaban las respuestas. Para que fuera distendida la espera, se dedicó a interrogar a los dos amigos acerca de sus conocimientos sobre la historia del Árbol de la Vida. Ese dato bailaba solo, en medio de toda aquella enmarañada situación; y con él, surgía la persona, digna y aparente, del rabino Rijah.
El jefe del quinto distrito policial de El Cairo contuvo la respiración ante el aluvión de información que, como un torrente desbordado, dejaban salir de sus privilegiadas mentes Mohkajá y Assai. Cada dato era comparado, analizado y encajado en su respectivo lugar por ambos. Eran geniales en sus deducciones. Así, un complejo puzzle se formaba ante él como a cámara rápida.
Ahora lo veía todo con nitidez pasmosa. Comprendía el por qué de las grandes lagunas de los egiptólogos más afamados que, no por esforzados, nunca daban con las claves. Sin embargo, todo encajaba a la perfección. Veía ante sí cómo el velo, opaco y oscuro, que le impedía escrutar más allá de su nariz se iba volviendo transparente, poco a poco, dato a dato, irremediablemente.
Un poco más de esfuerzo, tiempo e información, y podría asomar la cabeza para ver… más allá. Todos miraban sus relojes con disimulo y luego fijaban su mirada en el teléfono de mesa que, silencioso, se había convertido en el objetivo de los tres pares de ojos que, ansiosos, pugnaban por salir de sus órbitas. Cada minuto, que pesaba como una losa sobre su ánimo, se les hacía insoportable a pesar de la distendida cháchara, de su intercambio de opiniones sobre épocas faraónicas, ptolemaicas o no, sobre sus posibilidades reales de llegar hasta el final en aquel embrollo, decenas de veces contempladas sin haber obtenido nada a cambio.
Mojtar, en un nuevo y esforzado ejercicio mental, intentó visualizar a los policías registrando los muros de los templos, sus capiteles, sus atrios… Pero indefectiblemente su cerebro regresaba, una y otra vez, a la cruda realidad de su despacho, a la paciente observación del teléfono fijo que por fin comenzó a sonar estridentemente.
El «viejo león» había transportado al comisario y a sus dos íntimos amigos hasta las cercanías del campamento de monseñor Scarelli y sus guardias suizos. Mejor dicho, donde estuviera anteriormente dicha instalación provisional, porque en este momento tan solo quedaban allí cinco grandes cráteres abiertos a pico, en un amplio sector.