Grieg se acercó a Lorena, la abrazó cariñosamente y le susurró al oído:
—Anoche, la persona que me metió en este lío me reveló que la joya que buscas está directamente relacionada con el diablo. No como éste que ves aquí, tan coloradito y con sus cuernos afilados… —Grieg señaló el interior del ingenio—, sino un diablo real…, que viste muy elegantemente y camina entre la gente mientras observa los aparadores de la Diagonal.
Lorena levantó la vista y vio el anguloso rostro de Grieg, en cuyas pupilas se reflejaba la luz rojiza e infernal del autómata, que lograba imponerse al verde de sus ojos.
—¿Me hablas de un diablo carnal? ¿De una persona?
—Sí, te hablo del mismísimo demonio. Elegante y terrenal, pero que puede llegar a paralizarte de terror, tan sólo destapando el liviano velo que nos protege de la realidad que nos rodea y haciendo que ésta se nos muestre con todo su verdadero y terrorífico esplendor.
Lorena permaneció en silencio.
—Se trata de una persona que se pasea con traje por las Ramblas, o por el Paseo de Gracia, mientras luce, prendida en la solapa de su levita, la joya que un día estuvo encerrada en el estuche que ahora sostienes en tus propias manos, y que tú estás buscando… Y si es verdad lo que me han contado…, eso tiene una consecuencia directa y terrible…
—¿Quieres decir que la joya que estoy buscando me conduce directamente al diablo? —preguntó Lorena—. No es momento de bromear, Gabriel.
—No es mi intención. Sólo te prevengo sobre qué puede aguardarnos en los nuevos tramos del laberinto.
—¡Tonterías! Yo busco una joya muy real, fabricada con oro alquímico, y no se trata ni de un sueño ni de una leyenda. —Lorena abrió su bolso y le mostró una carpeta donde tenía recopilada toda la información que se publicó en el
Diario de Barcelona
durante la época—. La prueba irrefutable de su existencia es este estuche, y no voy a creer nada relacionado con un demonio que «ramblea» vestido de punta en blanco, como si fuera un galán trasnochado.
Por mucho que tratara de disimularlo, Grieg notó la decepción de Lorena al no encontrar la joya en el estuche.
—Tenemos que esforzarnos y razonar como antes, cuando una moneda nos conducía a otra —dijo Grieg. De pronto, notó algo extraño en una de las fotografías que colgaban de la pared y sintió que le faltaba el aire.
—Quizá tengas razón y sea mejor volver a la realidad —reconoció Lorena, cerrando el estuche dorado y guardándolo en su bolsa—. Nos habíamos quedado en el cuarto proceso para la obtención del oro alquímico… Por lo tanto, aún nos faltan dos fases. La quinta es la sublimación y consiste en que todo principio volátil de la materia purificada se separa del principio fijo… ¿Qué te ocurre, Gabriel? ¿Qué has visto?
Grieg había visto una fotografía enmarcada en blanco y negro que mostraba una imagen de la avenida del Paralelo en los años sesenta. Podía verse el teatro Apolo, con un gran cartel donde figuraba, pintada a gran tamaño, la primera
vedette
de revista Tania Doris, de largas y esculturales piernas, que sostenía entre sus manos, como si fuera un títere, al primer actor cómico Luis Cuenca. Enfrente del teatro había una pequeña y humeante barraca.
Con un terrible presentimiento, Grieg se acercó aún más a la foto.
—Lorena, ¿podrías conseguirme una lupa de filatélico?
Ella extrajo de su bolsa un pequeño pero potente cuentahílos.
Grieg acercó la lente al cristal y se fijó en la barraca que estaba situada frente a la puerta del teatro Apolo. Se trataba del puesto de castañas del que le había hablado la señora de las queimadas.
En aquella foto se la veía de perfil, mucho más joven y con el delantal puesto. A su lado, dos hombres conversaban amigablemente. Eran el marido de la castañera y el «hombre que le buscó la ruina», según sus propias palabras.
De pronto, Grieg tomó conciencia del motivo por el cual se había fijado un plazo para que Lorena abandonara aquella casa: para que encontrara la joya cuanto antes. Y por extensión, para que él pudiera desentrañar el misterio de quién era realmente el tipo que se había presentado en el Teatro del Liceo como M. Viguier, el enigmático viejo de los habanos.
Grieg miró su reloj.
—Lorena, tenemos poco más de un día para que tanto tú como yo logremos nuestro objetivo. En tu caso, ése es el plazo para encontrar «la Piedra».
Lorena asintió.
—Lo del plazo ya lo sabía…, aunque me sorprende que te des cuenta precisamente ahora.
—Al ver esta fotografía, ¡lo he comprendido! —exclamó Grieg, mientras apagaba los autómatas y daba un último vistazo a la sala—. Esta lujosa mansión encierra el gran misterio que nos persigue, y si no encontramos el modo de poder acceder a ella después de mañana al mediodía, nuestras vidas correrán un grave peligro… Aunque tal vez para entonces ya estaremos muertos.
—¿Qué propones?
—Debemos seguirle el rastro al contenido del estuche dorado. —Grieg tomó del brazo a Lorena—. Conozco a la persona más adecuada para que nos cuente el origen del
horarium.
¡Debemos irnos ya!
Entre halos de luz grisácea, apareció la imponente escultura de una mujer vestida con vaporosos ropajes, que se erguía como si fuera el impresionante mascarón de proa de un misterioso navío esquinado entre dos estrechas calles.
La escultura pertenecía al Palau de la Música Catalana, obra del arquitecto Lluís Domènech i Montaner, que parecía una goleta con la cubierta formada por coloristas vitrales y cerámicas policromadas, catorce columnas a modo de mástiles que se elevaban majestuosamente hacia el cielo, y abocados en su borda los bustos de Palestrina, Bach, Beethoven y Wagner.
Grieg y Lorena dejaron atrás la Vía Laietana y caminaron, aquella mañana festiva de Todos los Santos, por unas callejas mojadas por la insistente llovizna. Se introdujeron en una estrecha calle que albergaba un viejo ateneo que estaba situado junto a una fuente centenaria, y tras recorrer un tramo de la Mitjana de Sant Pere, se detuvieron a la altura de la calle Argenter, para posteriormente girar por una calleja en la que se colaba una tenue luz plateada, y desde la que podía vislumbrarse, a lo lejos, dos elevados montículos y los enmohecidos restos de la antigua muralla.
Grieg, buen conocedor de la zona, se movía sin dificultad por aquel entramado de estrechos callejones, mientras que Lorena, a su lado, procuraba memorizar el trayecto por si podía serle de utilidad más adelante.
Finalmente se detuvieron frente a un antiguo edificio, en el que destacaban en su fachada dos grandes arcos situados entre tres balcones cerrados a cal y canto. En la oscurecida piedra del edificio había una hornacina a la que le había sido extirpada brutalmente la imagen que contenía; estaba situada junto a un formidable frontón de piedra con la puerta entreabierta.
Los dos entraron en un vestíbulo de lejano esplendor. Había frescos enmarcados entre festones dorados, con escenas mitológicas griegas, que varias décadas de abandono habían transformado en oscuras y enlucidas sombras. Los dioses representados en ellas se habían desprendido de las paredes, y en los restos que aún quedaban en las paredes sólo se distinguían los cielos, oscuros e irreales.
Grieg se detuvo frente a una gruesa puerta de madera situada al fondo del vestíbulo, donde podían adivinarse delicados relieves con forma de hojas de cerezo. Desgraciadamente, alguien los había recubierto de sucesivas capas de pintura verde. En la parte superior de la puerta había un sonriente sol de madera con rayos puntiagudos, enfrentado con una amenazadora luna en fase de cuarto creciente.
Grieg guardó el
horarium
en un bolsillo de su chaqueta e hizo girar una mariposa de bronce, el único elemento decorativo que relucía en toda la escalera. De repente, un sonido muy agudo resonó en la entrada. Lorena comprobó cómo inmediatamente se activaba una pequeña cámara instalada en un rincón del techo y se encendía un piloto de color rojo.
Unos segundos más tarde, al otro lado de la puerta se oyó una voz gutural y pastosa, que recordaba a los quejumbrosos sonidos de un viejo gozne sin engrasar. Se corrieron los gruesos pestillos y, tras abrirse la puerta, apareció un hombre maduro muy entrado en carnes, calvo, de generosa papada y amplios y sanguíneos mofletes. Lucía una bata de boatiné de colores oscuros y de su labio inferior pendía un cigarrillo sin boquilla y con la ceniza colgando.
—¡Muy importante ha de ser el asunto que le acucia como para que el mismísimo Gabriel Grieg visite mi humilde morada! —exclamó el hombre, al tiempo que inclinaba la cabeza para mirar por encima de sus gafas, mostrando así sus rojos y caídos párpados y una mirada lobuna hacia Lorena.
Al entrar notaron la escasa iluminación de la casa, y un aire impregnado del inconfundible y mágico olor a libro viejo mezclado con el del humo de cigarrillo. De fondo podía escucharse débilmente la voz de un tenor que interpretaba el aria
E lucevan le stelle
de la ópera
Tosca
de Puccini.
El hombre les rogó que le siguieran, dejando atrás el oscuro recibidor, y fueron al lugar de donde provenía la música. Los movimientos del hombre eran efectivos, a pesar de la escasa luz, y se movía como lo haría un búho que conociese hasta el más mínimo detalle de su nocturno territorio de caza.
Entraron en un despacho que daba a un patio interior, decorado con grandes jarrones de cerámica e hiedras en sus paredes. El hombre encendió un flexo y se sentó al otro lado de la mesa, tras una cromolitografía enmarcada que representaba la gran sala de los estantes de la biblioteca de George Peabody, cuyos pasillos se perdían en la lejanía.
—Me llamo Marcel Forné. —Miró a Lorena por encima de sus gafas—. Le ruego que disculpe la notable ausencia de luz que impera en mi casa, pero una aborrecible enfermedad me dilata las pupilas causándome una terrible fotofobia. Me gusta aclararlo para que mis amigos, porque yo no tengo clientes, no crean que estoy ahorrando en luz por pura tacañería.
—No se preocupe, yo también estoy acostumbrada —repuso Lorena.
—Dicho lo cual, Grieg, estoy verdaderamente interesado en saber qué te trae por aquí, y además tan bien acompañado —continuó Forné, volviendo su rostro hacia el arquitecto. La ceniza que desde hacía rato pendía de su cigarrillo cayó en el cristal de la mesa.
Lorena dedujo que aquel hombre era un librero muy especial, ya que sobre la mesa descansaban libros de gran valor.
En realidad, eran auténticos tesoros. Junto a Lorena había una primera edición forrada en tela de color azul del
Ulises
de Joyce, un ejemplar de
El señor de los anillos
de 1937 y un
El mago de Oz
de 1900. «Qué extraño tener estos libros sobre la mesa, al alcance de la mano y entre este mar de ceniza…», pensó Lorena.
Al comprobar que la chica mostraba interés por aquellos volúmenes, el librero no pudo, ni quiso, dejar pasar la ocasión de referirse a ellos.
—Todos los libros que están en esta mesa son ediciones príncipe, cualidad que nadie en este país parece valorar en lo más mínimo…
El librero calló de inmediato al oír la frase que Grieg pronunció.
—Buscamos datos sobre don Germán.
El librero hizo una larga pausa, mientras encendía otro cigarrillo con los ennegrecidos restos del anterior.
—Un tema verdaderamente delicado. Cuando se mezclan en el mundo real dos conceptos aparentemente antitéticos como son literatura y sangre, el cóctel resultante es explosivo —terció Forné mientras golpeaba ligeramente con la yema de los dedos la portada de una edición de 1902 de
El perro de los Baskerville
de Conan Doyle.
A continuación se levantó y extrajo de una estantería dos libros,
A Gentle Madness
y
Eternal Passion for Books,
de Nicholas A. Basbanes.
—Veamos… en estos dos libros se habla de don Germán, aunque se sabe muy poco acerca del más cruel asesino de libreros de la historia…, y eso a pesar de la extensa investigación que se llevó a cabo. Incluso el Brusi publicó información en su momento…
—Por eso estoy aquí, Forné, porque intuyo que usted es la persona que mejor conoce el tema —concretó Grieg.
—Sé que su cuerpo acabó bailando como un péndulo en el patíbulo de la plaza Nova, pero siempre es mejor, debido a mi profesión, no mencionar la soga en casa del ahorcado, ni pronunciar el nombre del asesino de libreros en la morada de un librero… Especialmente, cuando se trata de un asunto relacionado con joyas malditas, oros alquímicos e incluso con el demonio… El tema no es para tomárselo a guasa, sobre todo si uno es un buen supersticioso…
—Le conozco lo suficiente como para sospechar que todo ese preámbulo —Grieg esbozó una sonrisa socarrona— no es más que una estrategia encaminada a encarecer ostensiblemente el producto.
—No soy un librero barato, y no me arrepiento por ello… Y tengo a bien definirme como un enamorado del papel. El papel es una de las enfermedades más maravillosas con las que se puede contaminar un ser humano en esta tierra… Pero si uno no se anda con ojo, el mal puede llegar a derivar en manifestaciones mucho más graves, y sin darse uno cuenta puede caer de bruces en la bibliofobia, la bibliomanía, la bibliopsia o la bibliopatía…
—Como le ocurrió al bueno de don Germán —dijo Lorena chasqueando la lengua.
—Así es. De hecho, don Germán, antiguo monje cisterciense y bibliotecario de su convento, era el ejemplo perfecto del bibliópata, es decir, era capaz de matar para hacerse con algunos libros…, mientras que yo empiezo a ser el ejemplo perfecto del bibliófobo —bromeó el librero mientras la ceniza volvía a caer de su cigarrillo—. Estoy siempre dispuesto a hacer lo que haga falta para desprenderme de ellos. Eso sí…, tras venderlos.
El librero soltó una carcajada mientras exhalaba un profundo soplido sobre un ejemplar de
El principito
de Antoine de Saint-Exupéry, dedicado de un modo tórrido a su esposa Consuelo; y una primera edición de
El guardián entre el centeno
de Salinger.
—Sin duda, el asunto que me plantean no carece de interés, pero es mi obligación advertirles que es un tema muy peligroso… y por supuesto, dada su compleja naturaleza, debe permanecer convenientemente acotado en el tiempo y a salvo de cazadores furtivos —continuó el librero.
En ese momento, Grieg depositó sobre la mesa el
horarium
que encontraron oculto en el interior del cráneo de don Germán.