Lo único que alivió su tensión fue el descubrimiento de que Flere-Imsaho no podría estar presente en la sala durante la competición. Las autoridades imperiales le habían negado el permiso de entrada y la unidad tendría que esperar fuera. Su aparatosa exhibición de ruidosa y chisporroteante tosquedad no había bastado para convencerlas de que no pudiera ayudar de alguna forma a Gurgeh durante el juego. La unidad fue acompañada hasta un pequeño pabellón contiguo a la sala que compartiría con los guardias imperiales destacados como servicio de seguridad.
Flere-Imsaho protestó vehementemente.
Gurgeh fue presentado a los otros nueve jugadores de su ronda. En teoría todos habían sido escogidos al azar. Los jugadores le saludaron con bastante cordialidad, aunque uno de ellos –un novicio de la clase sacerdotal del Imperio– no le dirigió la palabra y sólo reconoció su presencia con un seco asentimiento de cabeza.
La ronda empezó con una partida secundaria de cartas y estrategia. Gurgeh jugó con mucha cautela y fue perdiendo cartas y puntos para averiguar las manos de los otros. Cuando éstas se hicieron obvias empezó a jugar de forma más brillante esperando que el curso de la partida no le haría quedar en ridículo, pero las manos siguientes le hicieron comprender que los demás seguían sin estar demasiado seguros de qué cartas tenía cada uno y Gurgeh no tardó en ser el único jugador que se comportaba como si la partida estuviera a punto de terminar.
Decidió jugar un par de cartas exploratorias más para tener la seguridad de que no se le había pasado nada por alto, y el sacerdote fue el único que empezó a jugar como si la partida hubiese entrado en su fase final. Gurgeh siguió utilizando su estrategia anterior y cuando la partida llegó a su fin –faltaba muy poco para el mediodía–, era el jugador con más puntos de todo el grupo.
–Bueno, hasta ahora no lo he hecho tan mal, ¿eh, unidad? –le dijo a Flere-Imsaho.
Gurgeh estaba sentado a la mesa en que se serviría el almuerzo para los jugadores, los funcionarios de los juegos y algunos de los espectadores más importantes.
–Si tú lo dices... –respondió la máquina en un tono bastante malhumorado–. No olvides que estoy prisionero en el pabellón con los alegres soldaditos, así que me resulta bastante difícil enterarme de cómo van las cosas.
–Oh, acepta mi palabra. Todo va a las mil maravillas. –Esto no es más que el comienzo, Jernau Gurgeh. No creas que volverás a pillarles desprevenidos.
–Sabía que podía confiar en ti para que me dieras ánimos.
Pasaron la tarde jugando en un par de tableros secundarios celebrando una ronda de partidas singulares para decidir el orden de precedencia. Gurgeh sabía que era bastante bueno en esa modalidad, y derrotó a sus contrincantes sin muchas dificultades. El único que pareció tomárselo a mal fue el sacerdote. Hubo otro descanso para cenar durante el que Pequil hizo una aparición no oficial. Le dijo que acababa de salir del trabajo, que iba a casa y había decidido pasarse por allí. El ápice le felicitó por lo bien que estaba jugando e incluso le dio una palmadita en el brazo antes de marcharse.
La sesión de primera hora de la noche fue una mera formalidad. Los funcionarios del juego –aficionados de un club local presididos por un funcionario imperial– les llevaron al Tablero del Origen y les explicaron la configuración exacta y el orden de los juegos del día siguiente. A estas alturas ya era obvio que Gurgeh iba a empezar con una ventaja considerable.
Gurgeh estaba sentado en el asiento trasero del vehículo con Flere-Imsaho como única compañía. Se sentía bastante satisfecho de sí mismo y se relajó viendo desfilar la ciudad bañada por la luz violeta del crepúsculo.
–Bueno, supongo que no ha estado mal –dijo la unidad. Había reducido su zumbido hasta niveles casi inaudibles–. Si estuviera en tu lugar me pondría en contacto con la nave esta misma noche para discutir lo que harás mañana.
–¿De veras?
–Sí. Vas a necesitar toda la ayuda que puedas conseguir. Mañana se aliarán para acabar contigo. Tienen que hacerlo, ¿comprendes? Naturalmente, es el momento de liquidarte. Si alguno de ellos se encontrara en esta situación entablaría negociaciones con uno o más de los jugadores que han hecho peor papel y llegaría a un acuerdo con ellos para...
–Sí, pero como nunca pareces cansarte de recordarme emplear ese tipo de jugarreta conmigo sería algo indigno e impropio de ellos. Por otra parte, tú estás aquí para animarme y tengo a la
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para que me ayude... ¿Cómo puedo perder?
La unidad no dijo nada.
Gurgeh se comunicó con la nave aquella noche. Flere-Imsaho había declarado que estaba aburrido. La unidad se quitó el disfraz, se envolvió en un campo de negrura y se alejó flotando silenciosamente hasta perderse en la noche con rumbo a un parque de la ciudad en el que había aves nocturnas.
Gurgeh repasó sus planes con la
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. pero el retraso de casi un minuto hizo que la conversación con la distante nave de guerra resultara bastante lenta. Aun así, la nave le hizo unas cuantas sugerencias que Gurgeh encontró muy interesantes. Gurgeh estaba seguro de que a este nivel del juego los consejos de la nave debían ser mucho más de fiar que cualquiera de los que sus oponentes pudieran estar recibiendo de sus mentores, ayudantes y consejeros. Lo más probable era que sólo el centenar escaso de jugadores de primera categoría –los que gozaban del patrocinio y apoyo directo de los colegios más importantes– tuviera acceso a una ayuda tan sofisticada. La idea le animó un poquito más de lo que ya estaba, y se fue a dormir sintiéndose bastante feliz.
Tres días después Gurgeh se volvió hacia el Tablero del Origen al final de una partida de la sesión de primera hora de la tarde y comprendió que no tardaría en quedar fuera del juego.
Al principio todo había ido bien. Gurgeh estaba razonablemente contento de su forma de manejar las piezas, y creía haber conseguido una apreciación bastante más sutil del equilibrio estratégico del juego. La superioridad en posición y fuerzas resultado de sus éxitos durante las primeras fases del juego le habían convencido de que ganaría y seguiría en la Serie Principal para jugar la segunda ronda de partidas en solitario.
Pero durante la tercera mañana se dio cuenta de que había cometido un grave error. Se había confiado demasiado, y había permitido que su concentración se relajara. Lo que parecía una serie de movimientos inconexos hechos por la mayoría de sus oponentes se convirtió repentinamente en un ataque masivo coordinado dirigido por el sacerdote. Gurgeh sucumbió al pánico y se dejó pisotear. Era hombre muerto.
El sacerdote fue a hablar con Gurgeh en cuanto la partida hubo terminado. Gurgeh estaba sentado en su taburete elevado y contemplaba el desastre del tablero intentando comprender dónde se había equivocado. El ápice le preguntó si estaba dispuesto a admitir su derrota. Era el procedimiento convencional cuando algún jugador llevaba tal desventaja de piezas y territorio, y una honrosa admisión de la derrota se consideraba mucho menos vergonzosa que una tozuda negativa a enfrentarse con la realidad que sólo serviría para que la partida se prolongara haciendo perder un tiempo precioso al resto de oponentes. Gurgeh contempló en silencio al sacerdote durante unos segundos y se volvió hacia Flere-Imsaho, quien había obtenido permiso para estar presente en la sala cuando no se estuviera jugando. La máquina osciló de un lado a otro delante de él emitiendo un zumbido ensordecedor que casi rivalizaba con el chirriar de la estática que envolvía su disfraz.
–¿Qué opinas, unidad? –le preguntó Gurgeh con voz cansada.
–Creo que cuanto más pronto te libres de estas ropas ridículas mejor será –dijo la máquina.
El atuendo del sacerdote era una versión ligeramente más abigarrada del que llevaba puesto Gurgeh. El ápice lanzó una mirada de irritación a la máquina, pero no dijo nada.
Gurgeh volvió a clavar los ojos en el tablero y contempló al sacerdote. Tragó una honda bocanada de aire, suspiró y abrió la boca, pero Flere-Imsaho se le adelantó.
–Creo que deberías volver al hotel, cambiarte de ropa, relajarte un poco y darte una ocasión de pensar.
Gurgeh asintió lentamente con la cabeza, se frotó la barba y observó el amasijo de fortunas individuales esparcido por el Tablero del Origen. Después se volvió hacia el sacerdote y le dijo que le vería mañana.
–No puedo hacer nada. Han ganado –dijo Gurgeh en cuanto hubieron vuelto al módulo.
–Si tú lo dices... ¿Por qué no consultas con la nave?
Gurgeh se puso en contacto con la
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para darle la mala noticia. La nave le dijo cuánto lo lamentaba, y en vez de intentar ayudarle dándole alguna idea que pudiese sacarle del atolladero le explicó con todo lujo de detalles dónde se había equivocado. Gurgeh le dio las gracias de bastante mal humor y se fue a la cama muy abatido deseando haber admitido su derrota cuando el sacerdote se lo pidió.
Flere-Imsaho había vuelto a esfumarse para explorar la ciudad. Gurgeh yacía inmóvil en la oscuridad rodeado por el silencio del módulo.
Se preguntó para qué le habían enviado aquí. ¿Qué esperaba realmente Contacto de él? ¿Había sido enviado para que le humillaran, con lo que el Imperio se quedaría tranquilo y convencido de que la Cultura jamás sería una amenaza? Parecía una respuesta tan probable como cualquier otra. No le costaba nada imaginarse al Cubo de Chiark desgranando una ristra de cifras referentes al inmenso gasto energético que había exigido el trasladarle hasta allí..., e incluso la Cultura y Contacto se lo pensarían dos veces antes de tomarse tantas molestias sólo para que uno de sus ciudadanos pudiera disfrutar de una mezcla de vacaciones y crucero de aventuras. La Cultura no utilizaba el dinero, pero tampoco permitía derroches de materia y energía tan conspicuos y extravagantes (el desperdicio se consideraba poco elegante). Pero convencer al Imperio de que la Cultura era una sociedad ridícula que no representaba ninguna amenaza... ¿Cuánto podía valer eso?
Gurgeh se dio la vuelta, activó el campo flotador, ajustó su resistencia e intentó conciliar el sueño. Cambió varias veces de postura y volvió a alterar la resistencia, pero no lograba encontrar una postura cómoda y acabó desconectándolo.
Se volvió hacia la mesilla de noche y vio el débil resplandor del brazalete que le había dado Chamlis. Lo cogió y le fue dando vueltas entre sus dedos. El diminuto Orbital brillaba en la oscuridad iluminando sus dedos y las ropas de la cama. Gurgeh contempló la superficie del lado diurno y los remolinos casi microscópicos de los sistemas nubosos que flotaban sobre el azul del mar y el marrón de la tierra, y pensó que ya iba siendo hora de que escribiera a Chamlis para agradecerle su regalo.
Hasta entonces no se había dado cuenta de la elegante habilidad con que había sido concebida aquella pequeña joya. Gurgeh había dado por sentado que consistía en una simple imagen fija iluminada, pero era algo más que eso. Recordó el aspecto que tenía cuando lo vio por primera vez y se dio cuenta de que la escena había cambiado. Los contornos de los continentes-isla del lado diurno eran distintos a los que recordaba, aunque logró reconocer un par situados cerca del terminador del alba. El brazalete era una representación de un Orbital dotada de movimiento, y posiblemente incluso podría utilizarse como un reloj no muy sofisticado.
Gurgeh sonrió en la oscuridad y se dio la vuelta.
Todos esperaban que perdiera. Sólo él sabía –o había sabido– que tenía más posibilidades de lo que se imaginaban, pero había desperdiciado estúpidamente la ocasión de demostrar que estaba en lo cierto y de que eran ellos quienes se equivocaban.
–Idiota, idiota –murmuró en la oscuridad.
No podía dormir. Se puso en pie, activó la pantalla del módulo y le ordenó que mostrara su situación actual en el juego. El holograma del Tablero del Origen apareció delante de él. Gurgeh se sentó y lo observó en silencio. Después le ordenó al módulo que se pusiera en contacto con la nave.
La conversación transcurrió con la lentitud de un sueño. Gurgeh clavó los ojos en el tablero que parecía alejarse de él y permitió que la fascinación del juego le fuese envolviendo mientras dejaba transcurrir el tiempo necesario para que sus palabras llegaran hasta la lejana nave de guerra y el nuevo intervalo que su contestación tardaba en llegar hasta él.
–¿Jernau Gurgeh?
–Quiero saber una cosa, nave. ¿Hay alguna forma de salir de este lío?
Qué pregunta tan estúpida... Gurgeh ya conocía la respuesta. Su situación era desastrosa. Sólo había una cosa clara, y era que no tenía ninguna esperanza.
–¿Te refieres a salir de tu situación actual en el juego?
Gurgeh suspiró. Qué forma tan estúpida de perder el tiempo...
–Sí. ¿Tienes alguna idea?
El holograma congelado en la pantalla que tenía delante de los ojos y la posición que mostraba era como un momento congelado de una larga caída en el vacío; el instante en que el pie resbala, los dedos pierden las últimas reservas de energía que les quedaban y el cuerpo se rinde a la aceleración que le llevará hasta la muerte. Gurgeh pensó en satélites que caían eternamente y en el tambalearse controlado que los bípedos llaman caminar.
–En toda la historia de las partidas de la Serie Principal no ha habido nadie que lograra recuperarse llevando una desventaja de puntos tan grande como la tuya. Creen que ya estás derrotado.
Gurgeh esperó. Silencio.
–Responde a la pregunta que te he hecho –le dijo a la nave–. No has respondido a mi pregunta. Respóndeme.
¿A qué estaba jugando la nave? Un desastre, un desastre, un desastre total y absoluto... Su posición era un amasijo remolineante de piezas y áreas, una confusión amorfa y nebulosa, una estructura maltrecha y vacilante que empezaba a desmoronarse. ¿Por qué perdía el tiempo preguntándole si había alguna salida? ¿Acaso no confiaba en su propio juicio? ¿Necesitaba que una Mente se lo confirmara? Como si su confirmación fuera lo único que podía convertir en realidad la derrota suspendida sobre su cabeza...
–Sí, claro que hay una salida –dijo la nave–. Muchas, de hecho, aunque todas son tan improbables que rozan la imposibilidad. Pero puede hacerse. Apenas hay tiempo suficiente para...
–Buenas noches, nave –dijo Gurgeh, pero la señal no se había interrumpido.
–... explicarte cualquiera de ellas con cierto detalle, pero creo que puedo darte una idea general de lo que debes hacer aunque, naturalmente, el mero hecho de que deba ser una evaluación tan sinóptica, tan...