Le hago una seña a Viv y ella no se mueve. Insisto y ella avanza con paso vacilante, siguiéndome al interior de la jaula, buscando desesperadamente algo a lo que aferrarse. No hay nada. Ni barandilla… ni pasamanos, ni siquiera un asiento abatible.
—Es un ataúd de acero —susurra, y su voz rebota en el metal.
No puedo rebatir esa analogía. Construido para transportar hasta treinta hombres hombro con hombro debajo de la tierra y para soportar cualquier explosión que pueda producirse en cualquiera de los niveles, el espacio es tan frío y desnudo como un vagón abandonado. La cuestión es que, mientras las gruesas gotas de agua continúan golpeando contra mi casco, me doy cuenta de que hay algo mucho peor que quedarse encerrado en un ataúd: quedarse encerrado en un ataúd que gotea.
—Esto es sólo agua, ¿verdad? —pregunta Viv, entrecerrando los ojos ante la neblina.
—Si hubiese algo malo, esos otros tíos jamás habrían entrado aquí —digo.
Viv acciona el interruptor en el frente de su casco y apaga la luz, luego mira los valores de su detector de oxígeno. Yo enciendo la luz de mi lámpara y me acerco al interfono, que se parece al portero electrónico que hay fuera de mi viejo edificio de apartamentos. La única diferencia es que, gracias a años de deterioro provocado por el agua, todo el frente del panel se halla cubierto por una gruesa película de moho que huele a alfombra mojada.
—¿Piensa tocar eso? —pregunta Viv.
No tengo alternativa. Pulso el gran botón rojo con las puntas de los dedos. Está cubierto de una sustancia resbaladiza. Mis dedos se deslizan al tocarlo.
—Detener la jaula —digo en el altavoz.
—¿Ha cerrado la puerta de seguridad? —se oye la voz de la mujer a través del interfono.
—Lo estoy haciendo en este momento…
Levanto la mano, cojo la cinta de nailon mojada y vuelvo a colocar la puerta de garaje en su sitio. La puerta chirría contra los rodillos y se cierra con un estruendo metálico. Viv da un brinco ante el ruido. Ya no hay vuelta atrás.
—Una pregunta más —digo en el interfono—. Toda esta agua que hay aquí…
—Es para el pozo del ascensor —explica la mujer—. Mantiene las paredes lubricadas. No la beba y no le pasará nada —añade con una carcajada. Viv y yo no nos reímos—. ¿Y bien, está listo o no? —pregunta.
—Totalmente —digo, atisbando el vacío del sótano a través del enrejado metálico.
Por la forma en que la luz de Viv brilla por encima de mi hombro, me doy cuenta de que ella también está echando un último vistazo. Su luz apunta hacia la alarma de incendios y el teléfono. Al otro lado de la pared cuelgan nuestras chapas metálicas. La única prueba de nuestro descenso.
Me vuelvo para decir algo, pero decido no hacerlo. No necesitamos otro discurso. Necesitamos respuestas. Y cualquier cosa que haya ahí abajo, ésta es la única forma de comprobarlo.
—Vamos al treinta y dos —digo en el interfono, utilizando el mismo código de antes—. Bajar la jaula.
—Treinta y dos —repite la mujer—. Bajar la jaula.
Vuelve a oírse el chirrido del metal y se produce una de esas pausas interminables que te encuentras en una montaña rusa. Justo antes de la gran caída.
—No mire —bromea la mujer a través del interfono—. Es un largo descenso…
—¿Ya has llegado? —preguntó Sauls, y su voz se quebró al surgir a través del teléfono móvil de Janos.
—Casi —contestó Janos mientras su Ford Explorer pasaba a toda pastilla junto a otro pequeño bosque de pinos, abetos y abedules en su camino hacia Leed.
—¿Qué significa «casi»? —preguntó Sauls—. ¿Estás a una hora? ¿Media hora? ¿Diez minutos? Dime.
Aferrando el volante con fuerza y estudiando la carretera, Janos no respondió. Ya era suficientemente malo que tuviese que conducir aquel montón de chatarra como para tener que oír, además, las quejas de Sauls. Encendió la radio y movió el dial hasta encontrar sólo interferencias.
—Lo pierdo… —le dijo a Sauls—. No puedo oírlo…
—Janos…
Apagó el teléfono y lo arrojó sobre el asiento del acompañante antes de volver a concentrarse en la carretera que se extendía delante de sí. El cielo matutino era de un azul transparente pero, debido a las curvas interminables de la carretera de dos carriles y a la sensación de claustrofobia que producían las montañas que la rodeaban, era un viaje duro durante el día y mucho más por la noche, especialmente si no lo habías hecho nunca antes. Si a eso se añadía la hora avanzada en que habían llegado Harris y Viv, lo más probable era que se hubiesen detenido para comer un bocado, o incluso para dormir un poco. Negociando una nueva curva, Janos sacudió la cabeza. Era un pensamiento agradable, pero tal como había descubierto hacía una hora cuando pasó por ese restaurante en Deadwood, una cosa es detenerse para comer algo o refrescarse y otra muy distinta establecer campamento antes de llegar a tu destino. Si Harris era lo bastante listo como para llegar tan lejos, también era lo bastante listo como para asegurarse de no detenerse hasta no haber alcanzado el linai del camino.
«Bien venidos a Leed. Hogar de la mina Homestead», decía la valla publicitaria situada a un lado de la carretera.
Janos pasó junto a ella mientras volvía a calcular mentalmente el horario en su cabeza. Aunque su avión hubiese despegado de inmediato, era imposible que llegasen antes de medianoche. Y si no habían llegado hasta la medianoche, tenían que haber dormido necesariamente en alguna parte…
Girando bruscamente hacia la izquierda en la zona de aparcamiento del edificio de los años sesenta, Janos leyó los carteles que había en las ventanas de los negocios cercanos: «Cerrado por cese del negocio»… «Franquicia caducada»… «Me he marchado a Montana»… Sauls tenía razón al menos en cuanto a eso: Leed estaba definitivamente en las últimas. Pero cuando aparcó el coche y vio el letrero de neón de «Habitaciones libres» en el frente del edificio, supo que al menos había un lugar que seguía abierto: el Gold House Motel.
Janos abrió la puerta del coche, bajó y se dirigió a la entrada del motel. A su izquierda vio el expositor metálico con los folletos para los turistas. Todos estaban desteñidos por el sol, cada uno de ellos, excepto el que se titulaba «La mina Homestead». Janos estudió los brillantes colores rojo, azul y blanco del folleto. El sol no lo había desteñido apenas, casi como si… como si sólo hubiera estado expuesto durante la última hora, poco más o menos.
—Hola —lo saludó la mujer que estaba detrás del mostrador con una sonrisa amistosa—. ¿Qué puedo hacer por usted?
El estómago trepa hasta mi pecho cuando la jaula cae a plomo por el profundo pozo. Durante los primeros metros no se percibe ninguna diferencia con respecto a un viaje en un ascensor normal, pero cuando la velocidad aumenta y nos sumergimos en las profundidades, el estómago navega hacia el esófago. Sacudiéndose de un lado a otro, la jaula golpea violentamente contra las paredes del pozo, casi levantándonos en el aire. Es como tratar de permanecer de pie en un bote de remos mientras toca fondo.
—¡Harris, dígale que reduzca la velocidad antes de que…!
El suelo de la jaula se sacude violentamente hacia la izquierda y Viv pierde la oportunidad de acabar el pensamiento.
—¡Apóyate contra la pared… es más fácil! —le digo.
—¿Qué? —grita, aunque apenas si puedo oír lo que dice. Entre los golpes de la jaula, la velocidad de nuestro descenso y el ruido sordo de la cascada, todo queda ahogado en un rugido interminable y ensordecedor.
—¡Apóyate contra la pared! —repito.
Siguiendo mi propio consejo, me inclino hacia atrás y trato de mantener el equilibrio mientras el bote de remos se sacude bajo mis pies. Es la primera vez que echo un vistazo fuera de la jaula. La puerta de seguridad está cerrada, pero a través del enrejado metálico, el mundo subterráneo pasa a toda velocidad: un borrón de suciedad marrón… luego el relámpago fugaz de un túnel subterráneo… otro borrón… otro túnel. Cada ocho segundos, un nuevo nivel pasa a la velocidad del rayo. Las aberturas de los túneles pasan tan de prisa que apenas puedo verlos y, cuanto más lo intento, más se difuminan y la sensación de mareo aumenta. Boca de cueva tras boca de cueva, tras boca de cueva… Debemos de ira unos sesenta kilómetros por hora.
—¿Siente eso? —grita Viv, señalándose los oídos.
Mis oídos crujen y asiento. Trago con fuerza y vuelven a crujir, más intensamente que antes.
Han pasado más de tres minutos desde que iniciamos el descenso y continuamos bajando en lo que sin duda se está convirtiendo en el viaje en ascensor más largo de mi vida. A mi derecha, las entradas a los túneles siguen pasando a su regular paso borroso… y entonces, para mi sorpresa, comienzan a perder velocidad.
—¿Ya hemos llegado? —pregunta Viv, mirando en mi dirección, de modo que la luz de su casco me ilumina un lado de la cara.
—Eso creo —contesto mientras me vuelvo hacia ella y la deslumbro accidentalmente con mi luz. A los dos nos lleva un par de segundos comprender que, en la medida en que nuestras luces permanezcan encendidas, la única forma en que podemos hablar es girando las cabezas para no quedar el uno frente al otro. Para algunas personas en el Capitolio, eso es algo natural. Para mí, es como combatir a ciegas. Todas las emociones se inician en nuestros ojos. Y en este momento, Viv no quiere mirarme.
»¿Cómo vamos de aire? —pregunto mientras ella echa un vistazo a su medidor de oxígeno.
—Veintiuno por ciento es el nivel normal… estamos a 20.4 —dice Viv, consultando las instrucciones en la parte posterior. Su voz titubea, pero está haciendo todo lo posible por disimular su miedo. Miro si sus manos están temblando. Ella se vuelve ligeramente para que no pueda verlas—. Aquí dice que se necesita un dieciséis por ciento para respirar normalmente… un nueve por ciento antes de perder el conocimiento… y al seis por ciento ya puedes ir despidiéndote.
—Pero estamos a 20.4, ¿no? —digo, tratando de tranquilizarla.
—En la superficie estábamos a 20.9 —contesta ella.
La jaula se sacude antes de detenerse.
—¿Jaula detenida? —pregunta la mujer a través del interfono.
—Jaula detenida —digo, pulsando el botón rojo y limpiándome la suciedad contra el cinturón de herramientas.
Cuando echo mi primer vistazo a través de la puerta de seguridad de metal, miro al techo y mi luz rebota en un letrero de un anaranjado intenso que cuelga de dos alambres: «Nivel 1 450».
—Tiene que estar bromeando —masculla Viv—. ¿Sólo estamos a mitad de camino?
Pulso el botón del interfono y me inclino hacia el altavoz.
—¿Hola…?
—¿Qué ocurre? —grita la operadora del ascensor.
—Quería ir al nivel 2 500…
—Cruce la galería y verá el pozo de comunicación número seis. La jaula lo está esperando allí.
—¿Qué pasa con ésta?
—No hay problema si quiere parar en el 1450, pero si su intención es seguir bajando, tiene que coger el otro.
—No recuerdo haber hecho esto la última vez —digo, echándome un farol para ver si se ha producido algún cambio.
—Hijo, a menos que hubiera estado aquí en la década de 1900, nada ha cambiado. Ahora hay cables que sostienen la jaula a tres mil quinientos metros, pero en aquellos días, la jaula sólo podía bajar mil quinientos metros a la vez. Y ahora, salga de la jaula, cruce la galería y avíseme cuando haya entrado.
Tiro de la puerta de seguridad y ésta se desplaza hasta quedar completamente abierta. Un chaparrón que cae dentro del pozo forma una pared de agua que nos bloquea parcialmente la visión. Lanzándome a través de la cascada y sintiendo el agua helada que me golpea la espalda, entro corriendo en la mina, donde los suelos, las paredes y los techos están hechos con tierra marrón firmemente apisonada. «No es diferente de una cueva», me digo, metiendo el pie hasta el tobillo dentro de un charco de lodo. A ambos lados del túnel, a medida que se extiende delante de nosotros, hay otros seis metros de bancos de madera uno junto al otro. No son diferentes de los que vimos en la superficie, excepto por la alargada bandera estadounidense que alguien ha pintado con aerosol en todo el respaldo. Es la única nota de color en este, por otra parte, mundo subterráneo color barro, y cuando pasamos junto a las largas extensiones de los bancos, si cierro los ojos, juro que puedo ver las fantasmagóricas imágenes consecutivas de centenares de mineros —las cabezas gachas, los codos apoyados sobre las rodillas— mientras aguardan en la oscuridad, agotados por haber pasado otro día apiñados bajo tierra.
Es la misma expresión que mostraba mi padre el día 15 de cada mes, cuando sacaba cuentas de la cantidad de cortes de pelo que necesitaría hacer para pagar la hipoteca. Mamá acostumbraba a reñirle por negarse a aceptar propinas, pero en aquella época mi padre pensaba que eso era de mal gusto en una ciudad pequeña. Cuando yo tenía doce años, cerró la peluquería y trasladó el negocio al sótano de nuestra casa. Pero aún tenía aquella expresión. Yo solía pensar que era debido a que lamentaba tener que pasarse todo el día allí abajo. Pero no era así. Era miedo, el dolor que se siente al saber que mañana tendrás que volver a hacerlo. Vidas enteras pasadas bajo tierra. Para disimular, mi padre colgaba posters de Ralph Kiner, Roberto Clemente y el campo verde esmeralda de Forbes Field; aquí abajo usan el rojo, el blanco y el azul de la bandera… y la puerta amarillo brillante de la jaula que se encuentra a diez metros delante de nosotros.
Cruzando la galería, avanzamos con dificultad a través del lodo en dirección a una puerta en la que se lee «Pozo de comunicación 6».
Cuando entro en la nueva jaula y bajo la puerta de seguridad, Viv inspecciona la caja de zapatos metálica, que es incluso más diminuta que la anterior. El hecho de que el techo sea más bajo hace que el ataúd parezca más pequeño. Cuando Viv agacha la cabeza para entrar en la jaula, prácticamente puedo oler cómo se asienta la claustrofobia.
—Aquí montacargas número seis —anuncia la mujer a través del interfono—. ¿Todo preparado?
Miro a Viv. Ella ni siquiera alza la vista.
—Todo preparado —digo en el interfono—. Bajar la jaula.
—Bajar la jaula —repite la mujer mientras el ataúd comienza a temblar. Ambos nos apoyamos contra nuestras respectivas paredes, preparándonos para la caída libre. Una gota de agua crece en el techo de la jaula, cae el suelo y forma un pequeño charco. Contengo la respiración… Viv alza la vista hacia el ruido… y el suelo vuelve a caer a plomo debajo de nosotros.