—No lo sé. Le he visto antes, pero no sé cómo se llama.
—Estuvo en casa… ese hombre —dijo Simone—. Me acuerdo de él. ¿A Gauthier no le cae bien?
Sonó el timbre avisando al público para que volviera a sus localidades.
—No lo sé. ¿Por qué?
—¡Porque me pareció que quería escabullirse! — dijo Simone, como si la cosa fuera obvia.
El placer de la música se había esfumado para Jonathan. ¿Dónde estaría sentado Tom Ripley? ¿En uno de los palcos? Jonathan no alzó la mirada para ver los palcos. Tal vez Ripley estaba al otro lado del pasillo central. Se dio cuenta de que no era la presencia de Ripley lo que le había estropeado la velada, sino la reacción de Simone. Y sabía que la causa de dicha reacción eran las muestras de agitación que él mismo había dado al ver a Ripley. Jonathan hizo un esfuerzo deliberado por relajarse, apoyando el mentón en la mano, aunque sabía que no conseguiría engañar a Simone. Al igual que mucha gente, Simone había oído contar ciertas historias sobre Tom Ripley (aunque en aquel preciso instante no lograse recordar su nombre) y tal vez relacionaría a Tom Ripley con… ¿con qué? De momento, Jonathan no lo sabía. Pero le daba miedo lo que se avecinaba. Se reprochó por haber mostrado su nerviosismo de manera tan clara, tan ingenua. Jonathan era consciente de que estaba metido en un lío, en una situación muy peligrosa, y que tenía que tomarse las cosas con calma, si es que ello le era posible. Tenía que ser actor. Un actor algo distinto de cuando en su juventud se esforzara por triunfar en escena. Ahora la situación era completamente real. O, si se prefería, completamente falsa. Era la primera vez que Jonathan se mostraba falso con Simone.
—Veamos si podemos encontrar a Gauthier —dijo Jonathan cuando se dirigían hacia la salida, mientras a su alrededor sonaban aún los aplausos y poco a poco iban convirtiéndose en las palmadas coordinadas con que el público francés solía pedir una propina más.
Pero no encontraron a Gauthier. A Jonathan se le escapó la respuesta de Simone, a la que no parecía interesarle dar con Gauthier. Tenían a la canguro —una chica de su propia calle— en casa con George. Eran casi las once. Jonathan no buscó a Tom Ripley ni le vio.
El domingo, Jonathan y Simone fueron a Nemours, a almorzar con los padres de ella y con Gérard y su esposa. Como de costumbre, pusieron la televisión después de comer, aunque Jonathan y Gerard no hicieron caso de ella.
—¡Es excelente que los boches te paguen un subsidio por utilizarte como conejillo de Indias! — dijo Gérard, soltando una de sus poco frecuentes carcajadas—. Es decir, siempre y cuando no te hagan ningún daño.
Lo dijo en argot, hablando rápidamente, y fue el primer comentario suyo que realmente llamó la atención de Jonathan.
Los dos se estaban fumando un puro. Jonathan había comprado una caja en un
tabac
de Nemours.
—Sí. Montones de píldoras. Su idea consiste en atacar con ocho o diez drogas a la vez. Ya sabes… confundir al enemigo. También hace que a las células enemigas les cueste más inmunizarse —Jonathan siguió divagando en el mismo tono, medio convencido de que iba improvisando sobre la marcha, medio recordando que se trataba de un método contra la leucemia sobre el que había leído algo unos meses antes—. Desde luego, no hay ninguna garantía. Podrían presentarse efectos secundarios y por esto precisamente están dispuestos a pagarme algún dinero por prestarme a los experimentos.
¿Qué clase de efectos secundarios?
—Pues… tal vez un descenso de nivel de coagulación de la sangre —a Jonathan cada vez le salían mejor aquellas frases sin sentido y la atención que le prestaba Gérard no hacía más que inspirarle—. Náuseas… aunque de momento no las he tenido. Además, huelga decirlo, aún no conocen todos los efectos secundarios.
Corren un riesgo. Y lo mismo hago yo.
¿Y si sale bien? ¿Y si lo consideran un éxito?
—Un par de años de vida más —dijo Jonathan con acento complacido.
El lunes por la mañana Jonathan y Simone fueron con una vecina, Irene Pliesse —la mujer que todas las tardes tenía a Georges en su casa, después de la escuela, hasta que Simone podía pasar a recogerlo— a casa del anticuario de los alrededores de Fontainebleau donde Jonathan esperaba encontrar un sofá. Irene Pliesse era una mujer acomodadiza, de huesos grandes, que a Jonathan siempre le había parecido un tanto masculina, aunque a lo mejor no lo era en absoluto. Era madre de dos hijos de corta edad y en su casa de Fontainebleau había más pañitos de adorno y más cortinas de organdí de lo que es normal ver en una casa. De todos modos, era generosa con su tiempo y con su coche, y a menudo se había brindado voluntariamente a llevarles en coche a Nemours cuando los Trevanny comían allí en domingo. Pero Simone, con sus escrúpulos característicos, no había aceptado en ninguna ocasión, dado que lo de Nemours era un asunto regular de familia. Por lo tanto, el placer de utilizar los servicios de Irene Pliesse para buscar el sofá no se veía empañado por ningún sentimiento de culpabilidad, e Irene se tomó tanto interés por la adquisición del mueble como si éste tuviera por destino su propia casa.
Les dieron a elegir entre dos Chesterfields, ambos de armazón antiguo y ambos tapizados recientemente con cuero nuevo de color negro. Jonathan y Simone prefirieron el mayor de los dos, y Jonathan consiguió que se lo dejasen por tres mil francos en lugar de tres mil quinientos. Jonathan sabía que era una ganga, porque había visto un sofá del mismo tamaño anunciado, con fotografía y todo, por cinco mil. Aquella suma inmensa, tres mil francos, casi lo que él y Simone ganaban en un mes, ahora le parecía una nimiedad. Jonathan se sorprendió al ver lo poco que costaba acostumbrarse a tener algo de dinero.
Hasta Irene, cuya casa parecía opulenta al lado de la de los Trevanny, quedó impresionada al ver el sofá. Y Jonathan advirtió que a Simone no se le ocurrió nada que decir para quitarle importancia a la cosa.
—Jon ha recibido una herencia inesperada de un pariente de Inglaterra. No es mucho… pero decidimos comprar algo bonito con el dinero.
Irene asintió con la cabeza. Jonathan se dijo que todo iba bien. Al día siguiente por la noche, antes de cenar, Simone dijo:
—Hoy me he dejado caer por la tienda de Gauthier para saludarle.
Jonathan se puso en guardia inmediatamente al notar el tono de voz de Simone. Jonathan estaba tomándose un whisky con agua y leyendo el periódico de la tarde.
—¿Ah, sí?
—Jon… ¿no fue ese Ripley quien le dijo a Gauthier que… que no te quedaba mucho tiempo de vida?
Simone hablaba en voz baja, aunque Georges estaba en el piso de arriba, probablemente en su cuarto.
¿Lo habría reconocido así Gauthier al hacerle Simone una pregunta directa? Jonathan no sabía cómo reaccionaría Gauthier ante una pregunta directa y Simone sabía ser dulcemente persistente hasta que obtenía una respuesta.
—Gauthier me dijo… —empezó a decir Jonathan— que… Bueno, como ya te dije, no quiso darme el nombre de quien se lo había dicho. De modo que no lo sé.
Simone le miró. Estaba sentada en el hermoso sofá Chesterfield, que desde el día anterior transformaba su sala de estar. Jonathan pensó que se debía a Ripley el que Simone estuviera sentada en el sofá nuevo. El pensamiento no contribuyó a tranquilizarle.
¡Gauthier te dijo que había sido Ripley? — preguntó Jonathan con aire de sorpresa.
—No, no quiso decírmelo. Pero yo le pregunté sencillamente si había sido Ripley. Le describí al hombre que vimos en el concierto. Gauthier sabía a quién me refería. Tú también pareces saber… su nombre.
Simone bebió un sorbo de Cinzano. A Jonathan le pareció que le temblaba un poco la mano.
—Podría ser, desde luego —dijo Jonathan, encogiéndose de hombros—. No olvides que Gauthier me dijo que quienquiera que se lo había dicho… —Jonathan soltó una carcajada—. ¡Hay que ver lo complicado que resulta todo esto! El caso es que, según me dijo, el que se lo había dicho a él podía estar equivocado; a veces se exageran las cosas. Lo mejor es olvidarlo, de veras, cariño. Es una estupidez echar la culpa a los desconocidos. Y también darle demasiada importancia al asunto.
—Sí, pero… —Simone ladeó la cabeza y en sus labios apareció una expresión de amargura que Jonathan sólo había visto una o dos veces en ellos—. Lo más curioso es que sí fue Ripley. Lo sé. No es que Gauthier me lo dijese, no. No me lo dijo. Pero lo adiviné… ¿Me escuchas, Jon?
—Sí, querida.
—Es porque… a Ripley le falta muy poco para ser un delincuente. Puede que lo sea en realidad. Ya sabes que a muchos criminales nunca les echan el guante. Por esto lo pregunto. Te lo pregunto a ti. Todo este dinero, Jon… ¿Lo… por casualidad lo recibes de ese
monsieur
Ripley?
Jonathan hizo un esfuerzo y miró directamente a Simone. Se dijo que tenía que proteger lo que ya poseía y que no estaba tan relacionado con Ripley como para mentir si decía que no era de él de quien lo recibía.
—¿A santo de qué iba a recibirlo de él, cariño?
—¡Sólo porque es un delincuente! ¿Quien sabe por qué motivo iba a pagártelo? ¿Qué tiene él que ver con esos médicos alemanes? ¿De veras son médicos ésos de los que me hablas?
La voz de Simone empezaba a ponerse histérica. El color le arrebolaba las mejillas.
Jonathan frunció el ceño.
—¡Pero, querida, si Perrier tiene los dos informes que me dieron!
—Tiene que haber algo muy peligroso en esas pruebas, Jon, por que de lo contrario no te pagarían tanto. ¿No es así?… Tengo la impresión de que no me dices toda la verdad.
Jonathan se rió un poco.
—¿Que podría tener ese Tom Ripley… ese vago…? Además, es americano. ¿Qué podría tener que ver él con los médicos alemanes?
—Fuiste a ver a los médicos alemanes porque tenías miedo de morir pronto. Y fue Ripley, estoy segura, quien hizo circular la historia de tu muerte inminente.
Georges bajaba las escaleras a trompicones, hablando con un juguete que llevaba a rastras. Georges en su mundo de sueños; pero era una presencia, a sólo unos metros, y Jonathan se sintió irritado. Le parecía increíble que Simone hubiese descubierto tantas cosas y sintió impulsos de negarlo todo, a toda costa.
Simone esperaba que dijese algo.
—No sé quién se lo dijo a Gauthier —dijo Jonathan.
Georges apareció en la puerta y su llegada fue un alivio para Jonathan, ya que cortó la conversación. Georges preguntó algo sobre un árbol que se veía desde la ventana de su cuarto. Jonathan no le prestó atención y dejó que Simone le contestara.
Durante la cena, Jonathan tuvo la sensación de que Simone no acababa de creerle, de que quería creerle, pero no podía. A pesar de ello, Simone (puede que debido a la presencia de Georges) se mostró la misma de siempre. O casi. No se la veía huraña ni fría. Pero a Jonathan el ambiente le resultaba incómodo. Y se dio cuenta de que seguiría siendo incómodo a menos que se le ocurriera alguna explicación más concreta del dinero que le pagaban los hospitales alemanes. Detestaba las mentiras, exagerar el peligro que corría con el fin de justificar el dinero.
Incluso le cruzó por la mente la posibilidad de que Simone decidiera hablar con el propio Tom Ripley. ¿Acaso no podía telefonearle? ¿Solicitarle una entrevista? Jonathan descartó la idea. A Simone no le gustaba Tom Ripley. No desearía acercarse a él.
Aquella misma semana Tom Ripley entró en la tienda de Jonathan. Su cuadro estaba listo desde hacía varios días. Jonathan estaba atendiendo a un cliente cuando entró Ripley, y éste se entretuvo examinando unos marcos ya terminados apoyados en una pared, dispuesto a esperar hasta que Jonathan quedase libre. Por fin se marchó el cliente.
—Buenos días —dijo Tom afablemente—. No pude encontrar a nadie para que viniese a recoger el cuadro, así que decidí venir yo mismo.
—Muy bien. Ya está listo —dijo Jonathan, dirigiéndose a la trastienda para recoger el cuadro. Lo tenía envuelto en papel de embalar, pero el papel no estaba atado, y llevaba una etiqueta que decía "RIPLEY" pegada con cinta adhesiva sobre el papel. Jonathan depositó el bulto en el mostrador—. ¿Desea verlo?
A Tom le agradó el resultado. Contempló el cuadro a cierta distancia, sosteniéndolo con el brazo extendido.
—Estupendo. Muy bonito. ¿Cuánto le debo?
—Noventa francos.
Tom sacó el billetero.
—¿Todo anda bien?
Jonathan se dio cuenta de que tomaba aire dos veces antes de responder.
—Ya que lo pregunta —cogió el billete de cien francos, hizo un gesto cortés con la cabeza, abrió la caja registradora y tomó el cambio—. Mi esposa… —Jonathan miró hacia la puerta y se alegró al ver que en aquel momento no venía nadie—. Mi esposa habló con Gauthier el otro día. Gauthier no le dijo que usted había inventado aquella historia sobre mí… defunción. Pero parece que mi mujer lo ha adivinado. La verdad es que no sé cómo. Intuición, supongo.
Tom había previsto que ocurriría aquello. Era consciente de su reputación, de que mucha gente desconfiaba de él, le evitaba. A menudo pensaba que su ego hubiese podido quedar hecho añicos mucho antes —como le habría ocurrido al ego de una persona normal— de no ser porque la gente, cuando llegaba a conocerle, cuando pasaba una velada en Belle Ombre, les tomaban bastante simpatía a él y a Heloise y les invitaban a su casa.
—¿Y usted qué le dijo a su esposa?
Jonathan trató de hablar rápidamente, temiendo no disponer de mucho tiempo.
—Lo que vengo diciéndole desde el principio: que Gauthier siempre se ha negado a revelarme la identidad de la persona que hizo circular el rumor. Lo cual es cierto.
Tom lo sabía: Gauthier se había negado galantemente a mencionar su nombre.
—Bueno, no pierda la serenidad. Si no volvemos a vernos… Por cierto, lamento lo del otro día en el concierto —añadió Tom con una sonrisa.
—Sí. Pero… es una desgracia. Lo peor de todo es que mi esposa le asocia a usted… trata de asociarle con el dinero que ahora tenemos. No es que yo le haya dicho cuánto tenemos en realidad.
Tom también había pensado en eso. Desde luego, era irritante.
—No le traeré más cuadros para que los enmarque.
Un hombre cargado con una tela grande intentaba cruzar la puerta.
—
¡Bon, m’sieur
!—dijo Tom, agitando la mano libre—.
Merci. Bon soire.
Tom salió del establecimiento. Pensó que, si Trevanny estaba preocupado seriamente, siempre podría telefonearle. Tom ya le había dicho al menos una vez que así lo hiciese. Era una desgracia, una molestia para Trevanny, que su esposa sospechase que él, Tom, era el responsable de aquel rumor desagradable. Por otro lado, no resultaba fácil relacionar dicho rumor con el dinero de los hospitales de Hamburgo y Munich, y menos aún con el asesinato de dos mafiosos.