Y, desde el punto de vista moral, espero que no se reproche nada. Esos sujetos eran asesinos también. A menudo asesinan a personas inocentes. Así que nosotros nos tomamos la justicia por nuestra propia mano. La Mafia sería la primera en estar de acuerdo en que la gente debería tomarse la justicia por su propia mano. Esa es la piedra angular de su forma de ver las cosas —Tom viró hacia la derecha y metió el coche en la Rue de France—. No le llevaré hasta la puerta de su casa.
—Déjeme aquí mismo, donde le vaya bien. Y muchas gracias.
—Si puedo, enviaré un amigo a recoger el cuadro.
Tom detuvo el coche y Jonathan se apeó.
—Como guste.
—Llámeme si tiene algún problema —dijo Tom con una sonrisa. Al menos Jonathan le devolvió la sonrisa, como si algo le hiciese gracia.
Jonathan echó a andar hacia la Rue Saint Merry y al cabo de unos segundos empezó a sentirse mejor… aliviado. En gran parte, su alivio se debía a que Ripley no parecía sentirse preocupado… ni por el guardaespaldas que seguía con vida ni por el hecho de que ambos habían permanecido en la plataforma del tren durante un rato desmesuradamente largo. Y además estaba el asunto del dinero… eso resultaba tan increíble como el resto.
Jonathan aflojó el paso al acercarse a la casa de Sherlock Holmes, aunque se daba cuenta de que llegaba con mayor retraso que nunca. Las tarjetas del banco suizo que él debía firmar habían llegado a su tienda el día antes. Simone no había abierto la carta y Jonathan, después de firmarlas, las había echado al correo aquella misma tarde. Su cuenta tenía un número de cuatro cifras que Jonathan había creído que record aria, pero del que ya no se acordaba. Simone había aceptado su segunda visita a Alemania para que le viera el especialista, pero ya no habría más visitas y él tendría que justificar el dinero —no la totalidad del mismo, pero sí una buena parte de aquel dinero extra, por ejemplo— mediante historias sobre inyecciones, píldoras y cosas por el estilo y puede que tuviera que hacer uno o dos viajes más a Alemania sólo para dar sustancia a la historia de que los médicos seguían haciendo pruebas. Resultaba difícil y no encajaba en el estilo habitual de Jonathan. Esperaba que se le ocurriera una explicación mejor, pero sabía que no sería así a menos que se estrujase el cerebro tratando de encontrar alguna.
—Llegas tarde —dijo Simone cuando le vio entrar.
Se encontraba en la sala de estar con Georges; el sofá estaba cubierto de libros de cuentos.
—Los clientes —dijo Jonathan, colgando su gabardina. La ausencia del peso de la pistola era un alivio. Jonathan sonrió a su hijo—. ¿Cómo está el niño de los guijarros? ¿Qué estás tramando?
Jonathan se lo dijo en inglés. Georges sonrió también; parecía una calabacita rubia. Uno de sus dientes frontales se había esfumado durante el viaje de Jonathan a Munich.
—
Estoy escardando
1
—dijo Georges.
—Leyendo. Escardar es lo que se hace en el jardín. A no ser, claro está, que tengas algún defecto del habla.
—
¿Qué es un defecto de melocotón?
2
Worms, por ejemplo. Pero aquello podía seguir toda una eternidad.
¿Qué son los gusanos?
3
Una ciudad de Alemania.
—Un defecto del habla… igual que cuando ta-tartamudeas. B-b—bé gayer… Eso es un…
—Oh, John, mira esto —dijo Simone, cogiendo un periódico—. No me fijé en ello a la hora de comer. Mira. Dos hombres… no, un hombre resultó muerto en el tren de Alemania a París ayer. ¡Asesinado y arrojado desde el tren!
Jonathan miró la foto del muerto que aparecía en el terraplén, leyó el relato de los hechos como si no lo hubiera visto antes…
estrangulado… puede que a la segunda víctima haya que amputarle un brazo…
—Sí, en el Mozart-Express. No observé nada raro durante el viaje. Aunque, claro, como había treinta vagones más o menos…
Jonathan le había dicho a Simone que la noche anterior había llegado demasiado tarde para coger el último tren con destino a Fontainebleau y que había pasado la noche en un pequeño hotel de París.
—La Mafia —dijo Simone, meneando la cabeza—. Seguramente bajaron las cortinas del compartimento para poder estrangularle. ¡Qué horror!
Se levantó para dirigirse a la cocina. Jonathan miró a Georges, que en aquel momento estaba absorto en un libro de Astérix. No le hubiese gustado tener que explicarle a su hijo qué significa «estrangular».
Aquella noche, aunque se sentía algo tenso, Tom estaba de excelente humor en casa de los Grais. Antoine y Agnes Grais vivían en una casa redonda de piedra que tenía un torreón y estaba rodeada de rosas trepadoras. Antoine rondaba los cuarenta, era pulcro y bastante severo, muy amo de su casa y tremendamente ambicioso. Durante toda la semana trabajaba en un modesto estudio de París, y los fines de semana se reunía con la familia en el campo, donde se cansaba aún más trabajando en el jardín. Tom sabía que Antoine le consideraba perezoso, ya que, si el jardín de Tom estaba igual de bien cuidado, ¿qué había en ello de milagroso considerando que Tom no tenía nada que hacer en todo el día? El plato espectacular que habían preparado Agnes y Heloise era una langosta a la cazuela con gran variedad de pescado y mariscos mezclados con el arroz, con dos salsas a escoger.
—Se me ha ocurrido una manera maravillosa de provocar un incendio forestal —dijo pensativamente Tom mientras tomaban el café—. Una manera especialmente adecuada para el sur de Francia, donde hay tantos árboles secos en verano. Se coloca una lupa en un pino, incluso en invierno podría hacerse, y luego, cuando llega el verano, los rayos del sol atraviesan el cristal de aumento y éste enciende una pequeña hoguera entre las agujas de pino. La instalación se hace cerca de la casa de alguien a quien tengas manía, por supuesto, y, ¡zas!, ¡las llamas lo arrasan todo! No es probable que la policía o los del seguro encontrasen la lupa entre los restos del incendio, y aunque dieran con ella… Perfecto, ¿verdad?
Antoine se río de mala gana, mientras que las dos mujeres soltaron grititos de horror. — Si eso ocurre en mi finca del sur, ya sabré quién ha sido —dijo Antoine con su voz de barítono.
Los Grais eran dueños de una pequeña propiedad cercana a Cannes, que alquilaban en julio y agosto, cuando el alquiler era más alto; ellos la utilizaban.el resto del verano.
Sin embargo, Tom pensaba principalmente en Jonathan Trevanny, un sujeto rígido, reprimido, pero esencialmente decente. Jonathan iba a necesitar algo más de ayuda. Tom confiaba en que fuese únicamente ayuda moral.
131.
Juego de palabras intraducible: Georges dice weeding (escardar) en lugar de decir reading (leer). (N. del T.)2.
Juego de palabras in traducible: Georges entiende peach defect (defecto de melocotón) en lugar de speech defect (defecto del habla). (N. del T.)3.
Juego de palabras intraducible: worms significa «gusanos» en inglés
Debido al estado incierto en que se hallaba Vincent Turoli, el domingo Tom cogió el coche y se fue a Fontainebleau a comprar los periódicos de Londres, el
Observer
y el
Sunday Times
, que normalmente compraba el lunes por la mañana en el
journaux-tabac
de Villeperce. El quiosco de prensa de Fontainebleau se encontraba enfrente del Hôtel de l'Aigle Noir. Tom buscó a Jonathan con la mira da, ya que probablemente también Trevanny compraba los periódicos dominicales de Londres, pero no le vio. Eran las once de la mañana y quizá Trevanny ya había pasado por el quiosco. Tom subió al coche y examinó primero el
Observer
. No traía nada sobre el incidente del tren. Tom no estaba seguro de que los periódicos ingleses se tomaran la molestia de hablar del asunto, pero hojeó el
Sunday Times
y encontró algo en la página tres, una breve columna que Tom devoró rápidamente. El periodista había dado un toque ligero a la noticia: «…Debió de ser un trabajo mafioso excepcionalmente rápido… Vincent Turoli, de la familia Genotti, con un brazo de menos y un ojo en mal estado, recobró el conocimiento a primera hora del sábado y su estado mejora tan rápidamente que es probable que pronto sea trasladado en avión a un hospital de Milán. Pero, si sabe algo, no lo dice.» Para Tom no era ninguna noticia, lo de que no decía nada, pero saltaba a la vista que el herido viviría. Mala suerte. Tom pensó que probablemente Turoli ya habría dado su descripción a sus compinches. En Estrasburgo le habrían visitado miembros de la familia. Cuando los mafiosos importantes ingresan en el hospital, durante todo el día y la noche eran protegidos por miembros de su banda y puede que Turoli recibiera el mismo trato. Tom pensó en ello en cuanto le cruzó por la mente la idea de eliminar a Turoli. Recordó la hospitalización, vigilada por la Mafia, de Joe Colombo, jefe de la familia Profaci, en Nueva York. A pesar de las pruebas abrumadoras en sentido contrario, Colombo negó pertenecer a la Mafia; negó incluso que ésta existiera. Las enfermeras habían tenido que andar con pies de plomo para no tropezar con los guardaespaldas que dormían en los pasillos durante la estancia de Colombo en el hospital. Era mejor no pensar en la posibilidad de quitar a Turoli de en medio. Probablemente ya habría hablado de un hombre de unos treinta años, pelo castaño, estatura algo superior a la media, que le había atizado en la mandíbula y el estómago. Y por fuerza tenía que haber otro hombre detrás, ya que le habían golpeado en la nuca. Lo que faltaba por ver era si Turoli le reconocería perfectamente en el caso de que volviese a vede. Tom se dijo que era muy probable que así fuera. Lo curioso era que Turoli, suponiendo que le hubiera visto, probablemente recordaría mejor a Jonathan, sencillamente porque Jonathan no se parecía a nadie más, era más alto y más rubio que la mayoría de la gente. Huelga decir que Turoli cambiaría impresiones con el segundo guardaespaldas, que seguía estando vivo y bien.
—Cariño —dijo Heloise cuando Tom entró en la sala de estar—, ¡te gustaría hacer un crucero por el Nilo?
Tom tenía los pensamientos tan lejos de allí, que tuvo que hacer un esfuerzo por recordar qué era el Nilo y dónde estaba. Heloise se encontraba sentada en el sofá, con los pies desnudos, hojeando una serie de folletos de viajes. Recibía periódicamente buen número de ellos de una agencia de viajes de Moret. La agencia se los enviaba por iniciativa propia, en vista de que Heloise era tan buena clienta.
—No sé. Egipto…
—¿Acaso esto no te parece
séduisant
?
Mostró a Tom una foto de un barquito llamado
Isis
, bastante parecido a un vapor del Mississippi, que navegaba cerca de unos cañaverales.
—Sí. Sí me lo parece.
—O vayamos a otra parte. Si tú no tienes ganas de ir a ningún lado, miraré qué le parece la idea a Noëlle —dijo Heloise, volviendo a ocuparse de los folletos.
La primavera comenzaba a dejarse sentir en la sangre de Heloise, ha hacerle cosquillas en los pies. No habían ido a ninguna parte desde poco después de las Navidades. Habían hecho un viaje bastante agradable en un yate, de Marsella a Portofino y vuelta a Marsella. Los propietarios del yate eran amigos de Noelle, gente algo mayor, y poseían una casa en Portofino. En aquellos momentos Tom no tenía ganas de ir a ninguna parte, pero no se lo dijo a Heloise.
Fue un domingo tranquilo y agradable. Tom trazó dos bosquejos de
madame
Annette, inclinada ante la tabla de planchar, con la intención de pintar un cuadro. Le salieron bastante bien.
Madame
Annette planchaba en la cocina los domingos por la tarde, mientras miraba la televisión, después de colocar el aparato junto a las alacenas. Tom se decía que no había nada más doméstico, más francés, que la figura recia y a la vez diminuta de
madame
Annette inclinada ante la tabla de planchar un domingo por la tarde. Quería captar el espíritu de la escena sobre la tela, el color naranja, muy pálido, de la pared de la cocina bajo la luz del sol y el delicado azul lavanda de cierto vestido de
madame
Annette, aquel vestido que tanto realzaba sus hermosos ojos azules.
Luego, instantes después de las diez de la noche, sonó el teléfono, cuando Tom y Heloise estaban echados delante de la chimenea, leyendo la prensa dominical. Tom contestó.
Era Reeves y parecía disgustado, muy disgustado. La conexión no era clara.
—Aguarda unos instantes, ¿quieres? Probaré el teléfono del dormitorio —dijo Tom.
Reeves dijo que aguardaría y Tom subió corriendo al piso de arriba, tras decirle a Heloise que era Reeves y que no se oía bien. No era que el teléfono de arriba funcionase necesariamente mejor, pero Tom quería esta solo durante la conversación.
—Decía que mi piso. El de Hamburgo. Hoy han puesto una bomba en él.
—¿Qué? ¡Dios mío!
—Te llamo desde Ámsterdam.
—¿Estás herido? — preguntó Tom.
—¡No! — gritó Reeves con voz quebrada—. Ha sido un milagro. Casualmente no me encontraba en casa alrededor de las cinco. Gaby tampoco estaba, porque los domingos no trabaja. Estos tipos… seguramente lanzaron una bomba a través de la ventana. Toda una hazaña. Los del piso de abajo oyeron llegar un coche a toda velocidad y después oyeron cómo se alejaba también a toda marcha, al cabo de un minuto. Luego, dos minutos después, una explosión espantosa… arrancó todos los cuadros de las paredes.
—Oye… ¿hasta qué punto están enterados?
—Me dije que sería mejor para mi salud irme a otro sitio. Salí de la ciudad en menos de una hora.
—¿Cómo se enteraron? — chilló Tom para hacerse oír.
—Ni idea. De veras que ni idea. Puede que le sacaran algo a Fritz, porque Fritz no acudió a una cita que tenía conmigo hoy. Espero que al viejo Fritz no le haya ocurrido nada malo. Pero él no conoce… ya sabes, el nombre de nuestro amigo. Le llamé Paul siempre que Fritz estaba presente. Le dije que era inglés, de modo que Fritz se imagina que vive en Inglaterra. Honradamente, creo que lo hacen porque sospechan algo, Tom. Creo que, en esencia, nuestro plan ha funcionado.
El bueno de Reeves, él siempre tan optimista: una bomba en su piso, sus bienes perdidos y decía que el plan había sido un éxito. — Escúchame, Reeves, ¿qué me dices de…? ¿Qué vas a hacer con tus cosas de Hamburgo? ¿Con tus papeles, por ejemplo?
—Meterlos en una caja fuerte del banco —se apresuró a decir Reeves—. Puedo hacer que los envíen. ¿Qué papeles, de todos modos? Si estás preocupado… sólo tengo una libretita de direcciones y siempre la llevo encima. Desde luego lamento muchísimo haber perdido un montón de discos y cuadros que tenía allí, pero la policía dijo que protegería todo lo que pudiera. Como es natural, me interrogaron, amablemente, desde luego, durante unos cuantos minutos, pero les dije que me sentía aturdido, lo cual era cierto, y que tenía que permanecer alejado de Hamburgo durante una temporada. La policía sabe dónde estoy.