—Te agradezco —dijo Knecht—, me complace muchísimo saber que al lado del Venerable está un discípulo tan rendido y agradecido. Pero dime finalmente en forma clara, dado que no hablas por encargo de tu maestro, por qué te importa tanto mi vista a Monteport.
—Vos preguntasteis con preocupación por la salud del señor
Magister Musicae
—contestó el joven—, porque mi insistencia os había sugerido ciertamente la idea de que pudiera estar enfermo y ser al fin hora de visitarle una vez más. Bien, creo realmente que es hora, antes de que sea tarde. Es cierto, no me parece que el Venerable esté cerca de la muerte, pero su forma de despedirse del mundo es sin duda muy rara. Desde hace unos meses, por ejemplo, ha perdido casi la costumbre de hablar, y aunque siempre prefirió un discurso breve a uno largo, ha llegado ahora a una brevedad y parquedad que me angustia un poco. Como cada vez más a menudo ocurría que me dejaba sin contestación si le dirigía la palabra o le preguntaba algo, pensé al comienzo que su oído comenzara a debilitarse, pero él oye tan bien como siempre, lo comprobé muchas veces. Tuve que suponer, pues, que estaría distraído y no lograría concentrar su atención. Pero tampoco ésta es una explicación suficiente. Más aún, hace mucho ya que está en cierto modo ausente y no vive totalmente entre nosotros, sino cada vez más en su propio mundo; así también visita cada vez menos a los colegas y menos los recibe; días enteros pasan sin que vea a nadie fuera de mí.
Y desde que esto comenzó, esta ausencia, este alejamiento, me esforcé por llevarle una vez todavía el par de amigos de quienes sé que él los amaba mucho. Si quisierais visitarle,
Domine
, sin duda le daríais un gran placer, le proporcionaríais una gran alegría, estoy seguro de ello, y vos hallaríais todavía en cierto modo el mismo ser que honrasteis y amasteis. Dentro de algunos meses, tal vez dentro de algunas semanas, su alegría y su goce por vos serán mucho menores, y hasta es muy posible que no os reconozca o no os preste atención siquiera.
Knecht se levantó, se acercó a la ventana y se quedó allí un rato mirando hacia afuera, respirando ávidamente. Cuando se volvió hacia el estudiante, éste también se había levantado, como sabiendo que la audiencia había terminado. El
Magister
le tendió la mano.
—Te expreso mi agradecimiento, Petrus —le dijo—. Sabrás que un
Magister
tiene toda clase de obligaciones. No puedo ponerme el sombrero en la cabeza y marcharme, todo tiene que ser preordenado y preparado. Espero poder estar pronto para pasado mañana. ¿Te bastará y terminarás para entonces tu labor en el archivo? ¿Si? Entonces te haré llamar, cuando sea el momento.
Y en efecto, Knecht emprendió el breve viaje pocos días más tarde, acompañado por Petrus hasta Monteport. Cuando al llegar allí entraron en el pabellón donde residía el ex
Magister
, en el medio del parque, como en una clausura estimuladora y tranquilísima, oyeron música que procedía de la habitación interior, una música delicada, sutil, pero firme en el compás y preciosamente alegre; allí estaba tentado el anciano y tocaba con dos dedos una melodía a dos voces; Knecht pensó en seguida que debía ser una página de los libros «bicinios»
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de fines del siglo XVI. Se quedaron quietos hasta que la música concluyó; entonces Petras llamó a su maestro y le anunció que estaba de regreso y había traído consigo una visita. El anciano llegó hasta la puerta y los miró mientras saludaba. Este saludo sonriente del
Magister Musicae
, Un grato a todos, había estado siempre colmado de una cordialidad y una amabilidad infantilmente francas, generosas, resplandecientes; Josef Knecht las había visto por primera vez casi treinta años antes y había abierto su alma a este ser amigo y se la había entregado en aquella hora mañanera un poco cohibidora pero feliz de la salita de música. Había vuelto a ver esa sonrisa muchas veces desde entonces y cada vez con profunda alegría y milagrosa emoción, y mientras el cabello gris del maestro amigo había ido encaneciendo poco a poco totalmente, mientras su voz se tornaba más queda, su apretón de manos más débil, su paso más fatigado, la sonrisa no había perdido nada en luminosidad y excitación, en pureza a intimidad. Y esta vez —lo vio claramente el amigo y discípulo no cabían dudas: el mensaje grandioso y conquistador de la sonriente cara del
Magister
ya retirado, cuyos ojos azules y cuyo delicado color de las mejillas se habían ido suavizando más y más con los años, no sólo era el antiguo y tantas veces observado, sino que se había tornado mucho más íntimo, misterioso e intenso. Sólo ahora, al saludar, Knecht comenzó realmente a comprender en qué consistía el interés del estudiante Petrus y también cómo él mismo resultaba ser el beneficiado, aunque creyera en un primer momento que hacia un sacrificio por ese interés.
Su amigo Carlos Ferromonte, que él visitó pocas horas más tarde —estaba a cargo de la tan famosa biblioteca de música, una gloria de Monteport—, fue el primero a quien habló de eso y nos conservó la conversación de ese día en una carta.
—Nuestro ex
Magister Musicae
—dijo Knecht— ha sido tu maestro y tú lo has querido mucho. ¿Le ves todavía a menudo?
—No —contestó Carlos—, es decir, lo veo a menudo, por ejemplo durante su paseo, cuando regreso justamente de la biblioteca, pero no le ha hablado desde hace meses. Se retrae cada vez más y parece ir perdiendo toda sociabilidad.
Antes nos ofrecía una velada para castalios de mi categoría, para sus repetidores de un tiempo, en cuanto son hoy funcionarios de Monteport; pero eso ha cesado ya desde un año a esta parte y fue para nosotros una gran sorpresa el que haya viajado para asistir a vuestra investidura en Waldzell.
—Sí —comentó Josef—, pero si lo ves a menudo aún, ¿no te ha llamado la atención ningún cambio en él?
—¡Oh, sí! Os referís a su buen aspecto, a su alegría, a su notable irradiación. Ciertamente, eso lo hemos observado. Mientras sus fuerzas declinan, esta leticia crece constantemente. Nos hemos acostumbrado a ella, pero os debe haber llamado la atención.
—Su
famulus
Petrus —exclamó Knecht— lo ve más a menudo que tú, pero no se ha habituado como dices. Vino por su propia iniciativa a Waldzell, naturalmente con plausible razón, para sugerirme esta visita. ¿Qué piensas de él?
—¿De Petrus? Es un buen conocedor de música, más tal vez de la clase pedantesca que de la genial, un hombre lento y de sangre pesada. Está rendido incondicionalmente a los pies del ex
Magister Musicae
y daría la vida por él. Creo que su servicio al lado del venerado señor, del ídolo, lo colma totalmente y que hasta podría considerársele como un poseso. ¿No tuvisteis vos también esta impresión?
—¿Poseso? Sí, pero este joven, creo, no está solamente poseído por una preferencia y una pasión, no está simplemente enamorado de su viejo maestro, sino que está casi hechizado por un fenómeno real y legítimo, que él ve mejor o comprende con los sentidos mejor que vosotros. Te contaré cómo lo vi yo. Llegué hoy a visitar al ex
Magister
, que no he visto desde unos seis meses y por las explicaciones de su
famulus
nada o muy poco esperaba para mí de esta visita; temí simplemente que el venerado anciano señor podría abandonarnos de repente muy pronto, y me apresuré a venir, para verle por lo menos por última vez. Cuando me reconoció y me saludó, su rostro se iluminó, pero no dijo más que mi nombre y me tendió la mano, y hasta ese movimiento y la misma mano me parecieron resplandecer; toda su persona, o por lo menos sus ojos, sus canas, su cutis claro rosado me parecieron lanzar una leve y fresca irradiación. Me senté a su lado y él despidió al estudioso con una simple mirada: entonces comenzó el diálogo más maravilloso que yo conocí en mi vida. Al principio, fue para mí algo en verdad muy extraño y opresivo y hasta vergonzoso, porque yo hablaba constantemente al anciano o le dirigía preguntas y a todo él contestaba solamente con una mirada; no podía darme cuenta de si mis interrogantes o mis noticias eran para él mero ruido molesto. Me confundió, me desilusionó y me cansó; me sentí torpemente insistente, me parecía que estaba demás; cualquier cosa que dijese al maestro, sólo recibía una sonrisa y una leve mirada. ¡Oh, si esas miradas no hubieran estado tan llenas de benevolencia y cordialidad, hubiera debido pensar que el anciano se divertía sin disimularlo a mi costa, de mis noticias y preguntas, de todo el inútil apresuramiento de mi viaje y de mi visita! Si, en el fondo, en el silencio y la sonrisa había esa intención; constituían realmente una defensa y una admonición, casi un reproche, pero lo eran de otra manera, en otro plano y en otro grado de intención, como si hubiesen sido quizá palabras irónicas. Debí agotarme y naufragar completamente, según me pareció, con mis pacientes y gentiles intentos para organizar una conversación, antes de que llegara a comprender que el anciano estaba acostumbrado a tener una paciencia, una perseverancia y una cortesía cien veces mayores que las mías. Eso puede haber durado un cuarto de hora o media hora, me pareció la mitad de un día; comencé a sentirme triste, cansado y desazonado y a arrepentirme de mi viaje; se me secó la boca. Allí estaba sentado el Venerable, mi protector, mi amigo, que desde que pude comprender poseyó mi corazón y mi confianza y nunca dejó una palabra mía sin contestación, allí estaba sentado y me oía hablar o no me oía siquiera, oculto por entero detrás de su luz y su sonrisa, detrás de su dorada máscara, atrincherado, inalcanzable, perteneciente a otro mundo con otras leyes, y todo lo que quería llegarle expresado por mí por nuestro mundo, corría por encima de él como la lluvia por encima de una piedra. ¡Finalmente —ya había perdido yo todas las esperanzas—, el anciano rompió el muro mágico, finalmente me ayudó, finalmente dijo una palabra! Fue la única palabra que le oí pronunciar hoy. «Te cansas, Josef», me dijo quedamente y con la voz llena de emotiva amabilidad, de conmovedora preocupación que tú conoces. Y fue todo. «Te cansas, Josef. Como si me hubiera visto, dedicado largo tiempo a una tarea esforzada y quisiera ponerme en guardia. Pronunció las palabras con un leve esfuerzo, como si no hubiera usado más los labios para hablar desde mucho tiempo atrás. Al mismo tiempo, puso su mano sobre mi brazo, era liviana como una mariposa; me miró hondo en los ojos y se sonrió. En ese momento estaba yo vencido ya, reconquistado. Algo de su alegre calma, algo de su paciencia y de su tranquilidad pasó a mi alma, a mi mente, y de pronto, me invadió la comprensión por el anciano y por el cambio realizado en su ser, lejos de los hombres y dirigido hacia la gran paz, lejos de los pensamientos y dirigido hacia la unidad. Comprendí lo que me estaba concedido contemplar; comprendí también esa sonrisa, esa luz; era un santo, un perfecto, el que me permitía vivir por una hora en su brillo, el que yo —charlatán— pretendía entretener, indagar y tentar a conversar. Gracias a Dios, la luz no apareció demasiado tarde para mí. Hubiera podido echarme y con eso repudiarme para siempre. Hubiera perdido así lo más maravilloso, lo más cordial que nunca conocí.
—Veo —dijo Ferromonte pensativo— que vos habéis hallado en nuestro ex
Magister Musicae
algo así como un santo, y es bueno que justamente vos me lo hayáis comunicado. Confieso que hubiera oído con la máxima desconfianza estas noticias, de labios de cualquier otro hombre. En el fondo, no soy afecto al misticismo, es decir, como músico e historiador, soy partidario pedante de las categorías puras. Como en Castalia no somos ni una congregación cristiana ni un monasterio hindú o taoísta, la inserción o catalogación entre los santos, es decir en una categoría meramente religiosa, no me parece admisible para nosotros y a otro que a ti… perdonad, a vos,
Domine
, reprocharía esta opinión como un desvío. Pero creo que vos no tenéis siquiera la intención de iniciar un proceso de canonización a favor de nuestro venerado ex
Magister
; no habría en nuestra Orden ni las autoridades necesarias para ello. No, no me interrumpáis, hablo en serio, no me atrevería absolutamente a bromear. Me habéis contado una vivencia y yo debo confesar que me he avergonzado un poco, porque el fenómeno por vos descripto no se nos ha escapado ni a mis colegas de Monteport ni a mí, pero nos limitamos a observarlo y luego le prestamos poca atención. Me explica la causa de mi fracaso y de mi indiferencia. El que el cambio del ex
Magister
haya llamado tanto vuestra atención, hasta seros sensacional, mientras yo apenas lo noté, se debe naturalmente a que el tal cambio os apareció inesperadamente y como resultado definido, mientras que yo he sido testigo de su lento desarrollo. El ex
Magister
que visteis hace meses y el que habéis visto hoy, son distintos entre sí, mientras que nosotros tan cercanos encontramos alteraciones apenas visibles entre un encuentro y otro, no muy distanciados. Mas, lo confieso, la explicación no me satisface. Si ante nuestros ojos se realiza algo así como un milagro, aunque sea tan queda y lentamente, deberíamos estar sorprendidos más fuertemente de lo que me ocurrió, sobre todo no existiendo prevención. Y aquí encuentro la causa de mi torpeza; no estaba prevenido. Sucedió que no noté el fenómeno, porque no quería verlo. Observé, como todos, su creciente retraimiento, su silencio cada vez más estricto, y al mismo tiempo el aumento de su amabilidad, el brillo cada vez más claro y nada físico de su rostro, cuando al encontrarnos retribuía silenciosamente mi saludo. Naturalmente, esto lo noté y lo notaron todos. Pero me cuidé mucho de ver más en ello, y no por falta de respeto por el anciano maestro, sino en parte por cierta resistencia contra el culto de las personas y la adulación en general, en parte por repugnancia precisamente ante la adulación en casos especiales, es decir, ante la suerte de culto que el
estudiosas
Petrus rinde a su maestro e ídolo. Esto lo comprendí claramente sólo durante vuestra narración.
—Éste fue de todos modos —dijo riendo Knecht— un recurso para descubrir para ti mismo tu antipatía por el pobre Petrus. Pero, vamos a ver. ¿Soy yo también un místico y un adulador? ¿Rindo yo también, culto prohibido a personas y santos? ¿O admites para mí lo que no concedes al
estudiosus
, vale decir, que alga hemos vivido y sentido, no ciertamente sueños y fantasías, sino un fenómeno real y objetivo?
—Es natural que os lo conceda —contestó Carlos lentamente, pesando las palabras—, nadie dudará de vuestra vivencia ni de la belleza o alegría del ex
Magister
, en la que se podría no creer sonriendo. El problema es solamente éste: ¿Qué hacemos con el fenómeno, cómo lo denominaremos, cómo lo explicaremos? Suena a pedantería escolástica, pero los castalios somos sin más gente de escuela, y si deseo catalogar y denominar vuestra y nuestra vivencia, no es porque quiero resolver su realidad y hermosura mediante la abstracción y la generalización, sino porque anhelo describirlas y establecerlas lo más claramente, lo más exactamente que sea posible. Cuando durante algún viaje oigo silbar o cantar a un campesino o a un niño una melodía, dondequiera que sea, es para mí una vivencia si yo no la conocía, y cuando trato de anotar en seguida lo más exactamente posible la tal melodía, no es para eliminarla ni despreciarla, sino para honrarla y perpetuarla, como la sentí.