—Como quiera —dijo Somervale, obviamente preparándose para un largo discurso—. El señor Toy… —empezó.
Pero su invitado lo interrumpió antes de que pudiera continuar.
—¿Me permite? —dijo Toy—. Tal vez yo pueda explicarle mejor la situación.
—Usted mismo —dijo Somervale. Hurgó en el bolsillo de su chaqueta buscando un cigarrillo, disimulando apenas su fastidio. Toy lo ignoró. El rostro descentrado siguió mirando a Marty.
—Mi jefe… —empezó Toy— se llama Joseph Whitehead. No sé si el nombre le dice algo. —No esperó a que Marty le respondiera, sino que continuó—. Aunque no haya oído hablar de él, sin duda conoce la Corporación Whitehead, que fundó él mismo. Es uno de los emporios farmacéuticos más importantes de Europa…
El nombre le resultaba vagamente familiar, y tenía, en la imaginación de Marty, alguna connotación escandalosa. Pero el recuerdo era fastidiosamente impreciso, y Marty no tuvo tiempo para concretarlo, porque Toy ya había levantado el vuelo.
—Aunque el señor Whitehead ya tiene casi setenta años, todavía mantiene el control sobre la corporación. Es un hombre hecho a sí mismo, ya sabe, y ha dedicado toda su vida a su trabajo. No obstante, prefiere no ser tan visible como antaño…
Una fotografía en primera plana se reveló de pronto en la cabeza de Strauss. Un hombre con la mano levantada contra el destello de un fías; un momento privado capturado por algún
paparazzi
al acecho para el consumo público.
—Rehuye la publicidad casi por completo, y desde la muerte de su esposa no le atrae demasiado la vida pública…
Strauss recordaba a una mujer que compartía la atención no deseada, cuya belleza pasmaba, incluso bajo la luz inclemente. La esposa de la que hablaba Toy, quizá.
—Por el contrario, prefiere dirigir la corporación lejos de la atención del público, y en su tiempo libre se interesa por cuestiones sociales. Entre ellas, la superpoblación de las prisiones, y el deterioro del servicio penal en general.
El último comentario era sin duda mordaz, y alcanzó a Somervale con precisión mortal. Aplastó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero de papel de aluminio, y le dirigió al otro una mirada malhumorada.
—Cuando llegó el momento de contratar a un nuevo guardaespaldas personal… —continuó Toy— el señor Whitehead decidió seleccionar a un candidato adecuado entre los reclusos pendientes de libertad condicional, en lugar de recurrir a las agencias habituales.
No puede referirse a mí,
pensó Strauss. La idea era demasiado buena como para hacerse ilusiones, y demasiado absurda. Pero si no se trataba de eso, ¿para qué había ido Toy?, ¿para qué tomarse tantas molestias?
—Está buscando a un hombre que haya cumplido casi toda su condena. Alguien que merezca, en su opinión y en la mía propia, una oportunidad para reinsertarse en la sociedad con un trabajo que lo respalde, y un poco de autoestima. Su caso atrajo mi atención, Martin. ¿Puedo llamarlo Martin?
—Casi todos me llaman Marty.
—De acuerdo. Marty, pues. Francamente, no quiero darle esperanzas. Estoy entrevistando a otros candidatos además de a usted, y por supuesto, al final podría decidir que ninguno es adecuado. En este momento solo quiero asegurarme de que le interesaría esta opción si se la ofrecieran.
Marty empezó a sonreír. No exteriormente, sino por dentro, donde Somervale no podía llegar.
—¿Entiende lo que le pregunto?
—Sí. Lo entiendo.
—Joe… el señor Whitehead… necesita a alguien que esté completamente dedicado a su bienestar; que de hecho estuviese dispuesto a arriesgar su vida antes que permitir que su jefe sufriera daño alguno. Entiendo que es mucho pedir.
Marty frunció el ceño. Sí que era mucho, especialmente después de la lección de confianza en uno mismo que había recibido en Wandsworth durante seis años y medio. Toy se dio cuenta enseguida del titubeo de Marty.
—Eso le preocupa —dijo.
Marty se encogió de hombros con suavidad.
—Sí y no. Es decir, nunca me habían pedido que hiciera eso. No quiero soltarle el rollo de que me apetece que me maten por alguien, porque no es así. Mentiría como un bellaco si dijera lo contrario.
Los gestos de Toy lo animaban a continuar.
—Eso es todo, de verdad —dijo.
—¿Está usted casado? —preguntó Toy.
—Separado.
—¿Puedo preguntarle si está en vistas de un proceso de divorcio?
Marty hizo una mueca. Odiaba hablar de eso. Esa herida era solo suya; solo él tenía derecho a curarla y lamentarse por ella. Ningún recluso le había sacado esa historia, ni siquiera durante las confesiones a las tres de la madrugada que había soportado con su antiguo compañero de celda, antes de que llegase Feaver, que únicamente hablaba de comida y de las mujeres de las revistas. Pero ahora tendría que decir algo. Seguro que de todas formas tenían todos los detalles archivados de algún modo. Probablemente Toy sabía mejor lo que hacía Charmaine, y con quién, que él mismo.
—Charmaine y yo… —Intentó encontrar palabras para expresar esos sentimientos reprimidos, pero no le salió más que una áspera declaración—. No creo que haya muchas posibilidades de que volvamos, si eso es lo que le interesa.
Toy percibió la hostilidad en la voz de Marty; Somervale también. Por primera vez desde que Toy saliese al campo, el oficial empezó a demostrar interés en la conversación.
Quiere ver cómo me quedo sin trabajo por bocazas,
pensó Marty; podía ver la expectación escrita en la cara de Somervale.
Bueno, pues que se joda,
él no iba a darle esa satisfacción.
—No es ningún problema… —dijo Marty sin emoción—. Y si lo es, es problema mío. Todavía estoy haciéndome a la idea de que no estará cuando yo salga. Eso es todo, de verdad.
Toy sonreía, una sonrisa cordial.
—En serio, Marty… —dijo—, no quiero entrometerme. Solo quiero dejar las cosas claras. Si entrara usted al servicio del señor Whitehead, tendría que vivir en su finca con él, y una condición necesaria de su empleo sería que no podría salir sin el consentimiento expreso del señor Whitehead o el mío. En otras palabras, no se le concedería una libertad incondicional. Ni mucho menos. Podría usted considerar la finca como una especie de prisión abierta. Es importante que yo conozca los lazos que podrían tentarlo a infringir estas restricciones.
—Sí, lo comprendo.
—Además, si por cualquier razón su relación con el señor Whitehead no fuera satisfactoria; si él o usted considerasen que el trabajo no es adecuado, entonces me temo…
—Que volvería para terminar mi sentencia.
—Sí.
Hubo una pausa incómoda, durante la cual Toy suspiró en silencio. Solo tardó un momento en recuperar el equilibrio, y luego partió en una nueva dirección.
—Tan solo me quedan algunas preguntas que hacerle. Usted ha practicado boxeo, ¿cierto?
—Un poco. Hace mucho…
Toy parecía decepcionado.
—¿Lo ha dejado?
—Sí —respondió Marty—. Seguí levantando pesas durante una temporada.
—¿Tiene entrenamiento en autodefensa de alguna clase? ¿Yudo? ¿Kárate?
Marty se planteó mentir, pero ¿de qué serviría? Toy no tenía más que preguntar a los cabrones de Wandsworth.
—No —dijo.
—Qué lástima.
A Marty se le encogió el estómago.
—Pero estoy en forma —dijo—. Y soy fuerte. Puedo aprender —se dio cuenta de que un temblor inoportuno se había colado en su voz desde alguna parte.
—Me temo que no queremos un aprendiz —apuntó Somervale, que apenas podía disimular el triunfo en su voz.
Marty se inclinó hacia delante sobre la mesa, intentando ignorar la presencia de la sanguijuela de Somervale.
—Puedo hacer este trabajo, señor Toy —insistió—, sé que puedo hacer este trabajo. Solo deme una oportunidad…
El temblor aumentaba; el estómago le daba vueltas. Sería mejor que parase ahora, antes de decir o hacer algo que luego fuese a lamentar. Pero las palabras y los sentimientos seguían aflorando.
—Deme una oportunidad para demostrarle que puedo hacerlo. No es mucho pedir, ¿no? Y si la cago es culpa mía, ¿vale? Solo una oportunidad, eso es todo lo que le pido.
Toy levantó la vista hacia él con algo parecido a la tristeza en su rostro. ¿Todo había terminado entonces? ¿Ya se había decidido: una respuesta equivocada y todo se va al garete? ¿Ya estaba cerrando mentalmente su maletín y devolviendo el expediente «Strauss, M.» a las manos frías y húmedas de Somervale, para que lo metiera entre otros dos convictos olvidados?
Marty se mordió la lengua, y volvió a sentarse en la incómoda silla, clavando la vista en sus manos temblorosas. No soportaba contemplar la elegancia magullada del rostro de Toy, después de haberse abierto tan completamente. Toy vería todo su dolor y su necesidad, oh sí, y no podía soportarlo.
—Durante el juicio… —dijo Toy.
¿Ahora qué? ¿Por qué prolongaba la agonía? Lo único que quería Marty era regresar a su celda, donde Feaver estaría sentado en la litera jugando con sus muñecas, donde había un aburrimiento familiar en el que podría refugiarse. Pero Toy no había terminado; quería la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
—Durante el juicio declaró que su principal motivo para involucrarse en el robo era pagar unas cuantiosas deudas de juego. ¿Me equivoco?
Marty había desplazado su atención de sus manos a sus zapatos. Tenía los cordones desatados, y aunque eran lo bastante largos como para hacer un nudo doble, nunca había tenido paciencia para hacer nudos complicados. Prefería un lazo simple. Cuando tenías que deshacer un lazo tirabas y desaparecía como por arte de magia.
—¿Es eso cierto? —volvió a preguntarle Toy.
—Sí, es cierto —le dijo Marty. Había llegado hasta allí; ¿por qué no terminar la historia?—. Éramos cuatro. Y teníamos dos pistolas. Intentamos atracar un furgón de seguridad. Las cosas se nos fueron de las manos. —Levantó la vista de sus zapatos; Toy le observaba con atención—. El conductor recibió un tiro en el estómago. Después murió. Está todo en el expediente, ¿no? —Toy asintió—. ¿Y lo del furgón?; ¿eso también está en el expediente? —Toy no contestó—. Estaba vacío —dijo Marty—. Nos equivocamos desde el principio. El cabrón estaba vacío.
—¿Y las deudas?
—¿Qué?
—Sus deudas con Macnamara. ¿Todavía son considerables?
Estaba empezando a sacarle de quicio. ¿Qué más le daba a Toy si debía algunos miles aquí y allá? Solo era camuflaje compasivo, para poder hacer una salida digna.
—Responde al señor Toy, Strauss —dijo Somervale.
—¿A usted qué le importa?
—Me interesa —dijo Toy con franqueza.
—Ya lo veo.
A la mierda su interés, pensó Marty, que se le atragante. No iban a sacarle más confesiones.
—¿Puedo irme ya? —dijo.
Levantó la vista. No hacia Toy, sino hacia Somervale, que sonreía tras el humo de su cigarrillo, plenamente satisfecho de que la entrevista hubiera sido un desastre.
—Creo que sí —dijo—. Si el señor Toy no tiene más preguntas.
—No —dijo Toy con voz neutra—. No; estoy más que satisfecho.
Marty se levantó, evitando aún los ojos de Toy. La pequeña habitación estaba llena de sonidos desagradables. Las ruedas de la silla al rayar el suelo, la tos áspera de fumador de Somervale. Toy estaba recogiendo sus notas. Todo había terminado.
Somervale dijo:
—Puedes irte.
—Me ha encantado conocerlo, señor Strauss —dijo Toy a la espalda de Marty cuando este llegaba a la puerta; y Marty se volvió sin pensar y lo encontró sonriéndole, tendiéndole la mano para que se la estrechara. Me
ha encantado conocerlo, señor Strauss.
Marty asintió y le estrechó la mano.
—Gracias por su tiempo —dijo Toy.
Marty cerró la puerta al salir y recorrió el camino de vuelta a su celda, escoltado por Priestley, el oficial del piso. No se dirigieron la palabra.
Marty observó a los pájaros que descendían sobre el tejado del edificio, posándose en los canalones en busca de algo que comer. Iban y venían cuando les apetecía, buscando nichos donde anidar, dando por sentada su soberanía. No los envidiaba lo más mínimo. Y si lo hacía, no era el momento de admitirlo.
Pasaron trece días, y Marty no volvió a saber de Toy, ni de Somervale. A decir verdad, no esperaba otra cosa. Había perdido su oportunidad; se podría decir que él mismo había orquestado sus últimos momentos al negarse a hablar de Macnamara. De aquel modo había esperado cortar de raíz toda esperanza. En eso había fracasado. Por mucho que intentase olvidar la entrevista con Toy, no podía. El encuentro lo había desequilibrado gravemente, y su inestabilidad era tan angustiosa como la causa que la producía. Pensaba que para entonces había aprendido el arte de la indiferencia; del mismo modo en que los niños aprenden que el agua caliente abrasa: por dolorosa experiencia.
De eso había tenido más que suficiente. Durante los primeros doce meses de su sentencia se había enfrentado a todo y a todos los que se habían puesto en su camino. Ese año no había hecho amigos, ni había causado la menor impresión en el sistema; a cambio de sus molestias solo había obtenido magulladuras y malos momentos. El segundo año había librado su guerra privada a escondidas, escarmentado por el fracaso; había empezado a levantar pesas y a boxear, decidido a moldear y fortalecer un cuerpo del que valerse cuando llegara el momento de vengarse. Pero mediado el tercer año la soledad había hecho su aparición: un dolor que ninguna medida de castigo autoinflingido podía disimular, ni siquiera los músculos que forzaba cada día hasta rebasar el límite del dolor. Ese año firmó una tregua consigo mismo y con su encarcelación. No fue más que una paz precaria, pero las cosas empezaron a mejorar a partir de entonces. Llegó a sentirse como en casa en los pasillos llenos de ecos y en el interior de su celda, y en el claustrofóbico enclave de su cabeza, donde casi toda experiencia placentera se había convertido en un recuerdo lejano.
El cuarto año había traído consigo nuevos terrores. Ese año cumplió veintinueve; los treinta estaban al caer, y recordaba a la perfección cómo siendo más joven, cuando aún tenía todo el tiempo del mundo, pensaba que los hombres de esa edad estaban acabados. Fue una revelación dolorosa, y la antigua claustrofobia (la de sentirse atrapado, no detrás de los barrotes, sino detrás de su vida) volvió con más fuerza que nunca, y con una nueva temeridad. Ese año se hizo dos tatuajes: un relámpago azul y rojo en la parte superior de su brazo izquierdo, y «usa» en el antebrazo derecho. Charmaine le había escrito justo antes de Navidad, sugiriendo que tal vez lo mejor fuera el divorcio, y él no le había dado ninguna importancia. ¿De qué habría servido? La mejor solución era la indiferencia. Cuando admitías la derrota, la vida se convertía en un camino de rosas. A la luz de esa sabiduría, el quinto año fue pan comido. Tuvo acceso a las drogas; la influencia de un convicto veterano; todo menos su libertad, pero podía esperar.