—Vuelve cuando te hayas instalado —dijo Lillian; su actitud había cambiado considerablemente desde que Marty manifestase aprecio por sus pupilos—, y te demostraré lo que saben hacer.
—Gracias. Lo haré.
—Quería que viera a los perros —dijo Whitehead cuando dejaron atrás los cercados y echaron a andar a buen paso por el césped hacia la valla exterior. Pero Marty sabía muy bien que esa era solo una parte de la razón de su visita. Whitehead había querido que la experiencia fuera un recordatorio saludable del lugar que Marty había dejado atrás, y donde habría de volver, si no era por gracia de Joseph Whitehead. Pues bien, había aprendido la lección. Sería capaz de atravesar círculos de fuego por el viejo antes que volver a los pasillos y las celdas de la prisión. Allí ni siquiera había una
Bella,
una madre secreta y sublime, encerrada en el corazón de Wandsworth. Solo había hombres perdidos como él.
El día se caldeaba: había salido el sol, un globo de limón pálido que derivaba por encima de los nidos de los grajos, y la escarcha se derretía en el césped. Por primera vez Marty empezó a hacerse una idea del tamaño de la finca, que se extendía por ambos lados: alcanzaba a ver el agua, un lago, o quizá un río, que brillaba detrás de un banco de árboles. Al oeste de la casa había filas de cipreses, que sugerían paseos, quizá fuentes; al otro lado había un jardín en la orilla, rodeado por un muro de piedra bajo. Tardaría semanas en asimilar la distribución del lugar.
Habían llegado a la valla doble que recorría el perímetro de la finca. Medía tres metros de altura y estaba rematada por barras de acero afiladas, curvadas hacia el exterior, hacia los posibles intrusos. Las barras, a su vez, estaban coronadas con espirales de alambre de espino. Todo el armazón zumbaba casi imperceptiblemente debido a la carga eléctrica. Whitehead lo contempló con evidente satisfacción.
—Impresionante, ¿verdad?
Marty asintió. La visión le trajo recuerdos otra vez.
—Me ofrece una medida de seguridad —dijo Whitehead.
Se volvió hacia la izquierda, y empezó a caminar a lo largo de la valla. Su conversación, si así podía llamarse, era una sarta de incongruencias, como si le impacientase la estructura elíptica de las charlas normales. Se limitaba a hacer observaciones, o series de comentarios, y esperaba que Marty les encontrase algún sentido.
—No es un sistema perfecto: verjas, perros, cámaras. ¿Ha visto las pantallas que hay en la cocina?
—Sí.
—Tengo las mismas arriba. Las cámaras proporcionan vigilancia total, de día y de noche —señaló con el pulgar uno de los focos montados junto a las cámaras. Había una cámara cada diez postes. Oscilaban lentamente hacia delante y hacia atrás, como las cabezas de pájaros mecánicos.
»Luther le enseñará cómo ponerlas en secuencia. Cuesta una pequeña fortuna instalarlas, y no estoy seguro de que sean más que un adorno. La gente no es tonta.
—¿Le han robado alguna vez?
—Aquí no. En la casa de Londres pasaba todo el tiempo. Por supuesto, eso fue cuando yo era más visible. El magnate sin escrúpulos. Evangeline y yo salíamos en la prensa sensacionalista. La asquerosa prensa inglesa; nunca deja de horrorizarme.
—Pensaba que era usted dueño de un periódico.
—¿Me ha investigado?
—No exactamente; yo…
—No se crea las biografías, ni los ecos de sociedad, ni siquiera el
Quién es quién.
Mienten. Yo miento… —terminó la conjugación, divertido por su propio cinismo— él miente, ella miente. Periodistas sin escrúpulos. Buitres. Despreciables, todos ellos.
¿Eso era lo que mantenía a raya con esas verjas letales? ¿Buitres? ¿Había levantado una fortaleza para protegerse de las oleadas de escándalos y mierda? Si así era, sin duda era una solución rebuscada. Marty se preguntó si no sería más bien una muestra de su monstruoso egocentrismo. ¿Acaso al mundo le interesaba tanto la vida privada de Joseph Whitehead?
—¿En qué está pensando, señor Strauss?
—En las vallas —mintió Marty, dándole la razón a Whitehead.
—No, Strauss —le corrigió Whitehead—. Está pensando: ¿en qué me he metido, encerrado con un lunático?
Marty intuyó que seguir negándolo sería como admitir su culpabilidad, así que no dijo nada.
—¿No es eso lo que se rumorea sobre mí? El plutócrata decadente, que se pudre en soledad. ¿No dicen eso de mí?
—Algo así —respondió Marty al fin.
—Y aun así accedió a venir.
—Sí.
—Por supuesto que accedió. Pensó que por muy excéntrico que fuera, nada podía ser peor que pasar otra temporada entre rejas, ¿no es cierto? Y quería salir. A cualquier precio. Estaba desesperado.
—Claro que quería salir. Y ¿quién no?
—Me alegro de que lo admita. Porque su necesidad me concede un poder considerable sobre usted, ¿no cree? No se atreva a engañarme. Debe inclinarse ante mí igual que los perros se inclinan ante Lillian, no porque ella represente su próxima comida, sino porque es su mundo. Debe convertirme a mí en su mundo, señor Strauss; mi seguridad, mi cordura, mi menor comodidad, deben ser lo que más le importe en cada momento del día. Si es así, le prometo libertades que nunca soñó experimentar. La clase de libertades que solo los hombres muy ricos pueden conceder. Si no lo es, lo devolveré a la prisión con su historial irremediablemente manchado. ¿Está claro?
—Está claro.
Whitehead asintió.
—Pues vamos —dijo—. Camine conmigo.
Se volvió y siguió caminando. La valla rodeaba los bosques en ese punto, y en lugar de adentrarse en la maleza, Whitehead sugirió que cambiasen de ruta y se dirigiesen a la piscina.
—Todos los árboles me parecen iguales —comentó—. Puede volver y pasear a su entera satisfacción más tarde —sin embargo, recorrieron el límite del bosque lo bastante como para que Marty se hiciera una idea de su densidad. Los árboles no estaban plantados sistemáticamente, como en una reserva disciplinada de la Comisión Forestal. Estaban cerca unos de otros, con las ramas entrelazadas; una mezcla de variedades de árboles de hoja caduca y pinos que se disputaban el espacio para crecer. La luz bendecía la maleza solo de vez en cuando, allí donde un roble o un tilo se alzaban con las ramas desnudas en esa época temprana del año. Se prometió volver antes de que la primavera lo embelleciera.
Whitehead le exigió concentración.
—A partir de ahora espero que la mayor parte del día esté donde pueda oírme. No lo quiero conmigo todo el día… solo lo necesito cerca. De vez en cuando, y únicamente con mi permiso, se le permitirá salir solo. ¿Sabe conducir?
—Sí.
—Bueno, aquí hay coches de sobra, así que algo encontraremos. Esto se sale un poco de las pautas establecidas por el Consejo de Libertad Condicional. Su recomendación fue que estuviese aquí a prueba, bajo custodia, por así decir, durante seis meses. Pero francamente, no veo razón para que no visite a sus seres queridos, por lo menos cuando haya otras personas por aquí que se preocupen de mi bienestar.
—Gracias. Se lo agradezco.
—Me temo que no puedo concederle un permiso en este momento. Su presencia aquí es vital.
—¿Problemas?
—Mi vida está siempre amenazada, Strauss. Me envían cartas de odio todo el tiempo, o más bien las envían a mis oficinas. Lo difícil es distinguir al chiflado que pasa el rato escribiendo porquerías a las figuras públicas del auténtico asesino.
—¿Por qué querría nadie asesinarlo?
—Soy uno de los hombres más ricos de Europa. Tengo empresas que dan empleo a decenas de miles de personas; tengo extensiones de tierra tan grandes que no podría recorrerlas en los años que me quedan si empezase a caminar ahora mismo; tengo barcos, obras de arte, caballos. Es fácil convertirme en un icono y pensar que si desapareciese habría en el mundo paz y buena voluntad.
—Ya veo.
—Dulces sueños —dijo con amargura.
El paso de su marcha había empezado a aflojarse. La respiración del gran hombre era más acelerada que media hora antes. Al oírlo hablar era fácil olvidarse de su avanzada edad. Sus opiniones tenían el absolutismo de la juventud. No había lugar para el sosiego de la vejez; para la ambigüedad o la duda.
—Creo que es hora de volver —dijo.
El monólogo se había interrumpido al fin, y a Marty no le apetecía continuar. Tampoco tenía la energía necesaria. La dialéctica de Whitehead, con sus inesperados quiebros, lo había dejado agotado. Tendría que acostumbrarse a la pose del oyente atento: encontrar una cara que poner cuando empezasen esos discursos, a murmurar tópicos en los momentos apropiados. Tardaría un poco, pero le cogería el truco a Whitehead con el tiempo.
—Esta es mi fortaleza, señor Strauss —anunció el anciano mientras se acercaban a la casa. No parecía especialmente guarnecida: el ladrillo era demasiado cálido para resultar severo—. Su única función es protegerme.
—Igual que yo.
—Igual que usted, señor Strauss.
Detrás de la casa, uno de los perros empezó a ladrar. El solo se convirtió en un coro enseguida.
—Hora de comer —dijo Whitehead.
Marty tardó varias semanas en entender completamente la dinámica del hogar de Whitehead. Era una dictadura benigna, y los planes y los caprichos de Whitehead daban forma a cada día. Como el viejo le había dicho a Marty el primer día, la casa era un santuario para él; sus adoradores llegaban diariamente a consultarle. Marty reconocía algunas caras: magnates de la industria; dos o tres ministros del Gobierno (uno de los cuales había dejado su cargo en desgracia recientemente; ¿acaso venía, se preguntó Marty, para pedir perdón, o venganza?); autoridades, guardianes de la moral pública… A muchos Marty los conocía de vista, pero no de nombre, a la mayoría no los conocía en absoluto. No le presentaron a ninguno.
Un par de veces por semana le pedían que se quedara en la habitación donde se celebraban las reuniones, pero casi siempre le exigían tan solo que estuviera disponible a corta distancia. Dondequiera que estuviese, para la mayoría de los invitados era invisible: lo ignoraban, como mucho lo trataban como si fuera parte del mobiliario. Al principio le irritaba, pues parecía que era el único de la casa que no tenía nombre. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo empezó a alegrarse de su anonimato. Como nunca le pedían su opinión, podía distraerse sin peligro de que le hicieran participar en la conversación. También le gustaba mantenerse al margen de las preocupaciones de esos personajes tan poderosos, cuyas vidas parecían apuradas y artificiales. En muchas caras veía miradas que reconocía de sus años en Wandsworth: constante angustia por pequeñeces, por su lugar en la jerarquía. Tal vez las reglas fueran más civilizadas en este círculo que en Wandsworth; pero empezó a comprender que las disputas eran básicamente las mismas. Todo eran juegos de poder de una u otra clase. No quería tomar parte en ellos.
Además, tenía cosas más importantes en que pensar. Para empezar, estaba Charmaine. Quizá más por curiosidad que por pasión, había empezado a pensar mucho en ella. Se preguntaba qué aspecto tendría su cuerpo al cabo de siete años. ¿Todavía se afeitaba la fina línea de vello que iba del ombligo al pubis? ¿El olor de su sudor fresco era tan intenso como antes? También se preguntaba si aún le gustaría tanto el sexo. Charmaine había mostrado más apetito por el acto físico que cualquier otra mujer que hubiese conocido; era una de las razones por las que se había casado con ella. ¿Seguía siendo así? Y si lo era, ¿con quién saciaba su sed? Le daba vueltas en la cabeza a estas y otras preguntas, y se prometió que iría a verla en cuanto tuviese ocasión.
Su físico mejoraba cada semana. El estricto régimen de ejercicio que se había impuesto la primera noche empezó como un tormento, pero al cabo de unos días de músculos castigados y quejumbrosos el esfuerzo empezó a dar sus frutos. Se levantaba a las cinco y media cada mañana y corría durante una hora. Al cabo de una semana haciendo el mismo circuito cambió de ruta, lo que le permitió explorar la finca al tiempo que hacía ejercicio. Había mucho que ver. La primavera todavía no había llegado con toda su fuerza, pero ya estaba en los albores. Los crocos y los narcisos asomaban la cabeza. En los árboles se abrían gruesos brotes, y las hojas se desplegaban. Había tardado casi una semana en recorrer la finca por completo y descubrir la relación de sus partes; ya tenía una idea aproximada de su disposición. Conocía el lago, el palomar, la piscina, las canchas de tenis, las perreras, los bosques y los jardines. Una mañana en que el cielo estaba excepcionalmente despejado había recorrido toda la finca, siguiendo el trazado de la valla incluso cuando pasaba por detrás de los bosques. Creía que ya conocía la finca tan bien como cualquiera, incluyendo a su dueño.
Era un placer; no solo la exploración y la libertad para recorrer kilómetros sin que nadie mirase por encima de su hombro todo el tiempo, sino el reencuentro con una docena de espectáculos naturales. Le encantaba despertarse para ver salir el sol, y era casi como si fuese corriendo a encontrarse con él, como si el amanecer fuese solo para él, una promesa de luz y de calidez, y de vida por venir.
Enseguida se libró de los michelines; volvió a lucir abdominales: el estómago plano como una tabla del que siempre había estado tan orgulloso de joven, y que pensaba que había perdido para siempre. Músculos que había olvidado volvieron a entrar en juego. Al principio hicieron sentir su presencia dolorosamente, pero luego adquirieron una vida resplandeciente y saludable. Sudaba los años de frustración y se deshacía de ellos al ducharse, y se sentía más ligero por ello. Era consciente, una vez más, de su cuerpo como sistema, de sus partes correspondientes, y de que su salud dependía del equilibrio y el uso respetuoso.
Si Whitehead advirtió algún cambio en su actitud o en su físico, no hizo comentario alguno al respecto. Pero Toy, en una de sus visitas a la casa desde Londres, se percató enseguida del cambio que se había producido en él. Marty también advirtió algo distinto en Toy, pero para peor. No le pareció apropiado decirle lo cansado que parecía; Marty creía que su relación todavía no era tan estrecha. Solo esperaba que Toy no tuviera nada serio. El súbito deterioro de su ancho rostro indicaba que algo le devoraba las entrañas. La agilidad que Marty atribuía a los años que Toy había pasado en el cuadrilátero también había desaparecido.
El declive de Toy no era el único misterio que había allí. Para empezar, estaba la colección: las obras de los grandes maestros que cubrían los pasillos del santuario. Estaban abandonadas. Nadie les había pasado el polvo en meses, quizá en años, y además del barniz amarillento que ensombrecía su belleza, estaban cubiertas de una capa de mugre. Marty nunca había tenido mucho gusto para el arte, pero cuando tuvo tiempo de observar esos cuadros, descubrió que tenía buen apetito. Algunos no le gustaban mucho, como los retratos y las obras religiosas: no eran de personas que conociese, ni de acontecimientos que comprendiera. Pero en un pequeño pasillo de la planta baja que llevaba a la extensión que había sido el aposento de Evangeline, y ahora era la sauna y el solario, encontró dos cuadros que cautivaron su imaginación. Ambos eran paisajes, firmados por la misma mano anónima, y a juzgar por su discreto emplazamiento, no se trataba de grandes obras. Pero su curiosa amalgama de escenarios reales (árboles y caminos sinuosos bajo cielos azules y amarillos) con detalles totalmente fantásticos (un dragón con alas moteadas que devoraba a un hombre en dicho camino; un grupo de mujeres que levitaban sobre el bosque; una ciudad que ardía en la lejanía), ese matrimonio de lo real y lo irreal era tan convincente que Marty volvía una y otra vez a esos dos lienzos embrujados, y cada vez que iba encontraba más detalles fantásticos escondidos en los arbustos o en la calina.